A lo mejor para los más puristas el filmar con el corazón no es un requisito indispensable para hacer cine, tampoco figura en ninguna materia de la carrera de director cinematográfico, sin embargo es un factor que claramente marca la diferencia. Eso es a lo que nos referimos cuando una película está “desangelada”. “Villegas” es sin duda una bella muestra de lo expresado, sólo que Gonzalo Tobal le agrega al sentido poético una serie de herramientas intuitivas entre las cuales la confianza en su propuesta es la que más frescura le da a su relato. Esteban (Esteban Lamothe) y Pipa (Esteban Bigliardi) son primos, ambos vienen de la misma ciudad pero con estilos y formas de vida diametralmente opuestos. Lo único que los une es la muerte del abuelo en el pueblo que da título a esta producción, y una infancia presumiblemente feliz, como compinches y llena de anécdotas. Lo primero se revela al comienzo, lo demás lo vamos descubriendo en el viaje que realizan juntos a General Villegas, en las conversaciones informales que tienen, y sobre todo en esos silencios incómodos cuando ya no queda cháchara para tapar los intentos por no tocar ciertos temas. La cotidianeidad y lo orgánico de las actuaciones se transforma en la fuente de donde surge este vínculo tan particular, funcional a establecer el sentimiento de entusiasmo primario cuando se va del interior a Buenos Aires a buscar futuro, pero también la sensación de nostalgia y pesadez cuando toca la hora de pegar la vuelta, a veces triunfal, a veces con una mano atrás y otra adelante. Ante todo “Villegas” es una historia construida de adelante hacia atrás, paradójicamente en el viaje de regreso al pueblo natal, pero esto no impide al espectador identificarse. Acaso porque el viaje interior también está lleno de lugares en los que uno decide anclar antes de profundizarlo. Para destacar las otras virtudes contamos con la dirección de fotografía, que tiene un gran manejo de los exteriores (vea si no la charla nocturna en el medio del campo), y la compaginación que no abusa en la extensión de los planos cuando estos agotaron su propósito. Aún con limitaciones de presupuesto, “Villegas” no sólo es de lo mejor de la producción nacional que se estrenó en el año, sino que abre crédito para esperar el próximo trabajo de éste realizador.
A esta altura debería usted saber que tanto para los videos juegos de consolas (Playstation o la Wii), como para los de PC, las producciones son millonarias en términos de programación, diseño, layouts y demás. Es más, han sido precursores de muchas de las técnicas de animación que actualmente se utilizan para el cine. Con el paso del tiempo no han sido pocas las veces que incluso actores de renombre han puesto sus voces al servicio de los personajes. Diría incluso que en términos de creatividad, cuando uno termina de jugarlos, es decir, llegar “a la final”, se encuentra con guiones mucho más originales que varias de las producciones hollywoodenses. Tal es así que ya tenemos varias sagas adaptadas a la pantalla grande: “Doom” (2005), “Resident Evil” (se hicieron 5, entre 2002 y 2012), “Furia de Titanes” (2010 y 2012) y “Tomb Rider” (2001, 2003) de las cuales hemos visto dos de cada una. “Terror en Silent Hill” es otro ejemplo. Con algunos nombres cambiados, básicamente la primera contaba la historia de una madre que va a un lugar de ensueños o de realidad paralela llamado Silent Hill para buscar a su hija adoptiva, a pesar del resultado final en el cual salva a su hija pero queda atrapada allí. Estaba basada en el primer juego que Konami desarrolló en 1998. “Terror en Silent Hill 2: La revelación” es bastante parecida al argumento del tercer video juego, de 2003. Heather (Adelaide Clemens) sigue teniendo sueños a pesar de la numerosa cantidad de veces que se muda con su padre (Sean Bean). Esta vez sueña con Alessa (la misma Adelaide Clemens), un alter ego que gobierna el (su) lado oscuro. Esta vez deberá, con la ayuda de un amigo eventual, regresar a Silent Hill para salvar a su padre. Michael J. Basset, el director de “Solomon Kane” (2009), se nutre de un par de puntos a favor. Uno es la estética (entre gótica, oscura y definitivamente demoníaca), apoyada por muy buenos trabajos en fotografía, dirección de arte y efectos de maquillaje. El otro es un elenco sólido que trabaja mucho para darles credibilidad a sus personajes. Con una excepción: la protagonista Adelaide Clemens. Sus tres o cuatro gestos se mofan del género. En su faceta de “buena”, no hay una sola escena o diálogo en donde se pueda vislumbrar sentimiento alguno. Ni siquiera en los dos o tres momentos de transición con el padre, por lo que el resto debe hacer esfuerzos extra para sacar adelante cada toma, por cierto con buenas apariciones de Carry Ann-Moss y Malcom McDowell, quienes justifican los ceros de sus cheques, aunque uno se pregunte si estaban tan necesitados. Pero supongamos que esto es subjetivo y que yo estaba de mal humor. Bien, la actriz no es el problema principal de la secuela; sino el ritmo cansino, eternamente discursivo y redundante que el director le imprime al ritmo de la narración. Hacia la mitad de la proyección el espectador no sólo intuye todo lo que va a suceder (incluido lo que se pretende como factor sorpresa), sino que también es presa de una sobre explicación de la cual no puede obtenerse más que un ataque de bostezos. Todo lo bueno que tiene desde el punto de vista visual, se va diluyendo por un argumento chato que para este género es dar demasiada ventaja. Es como si el realizador estuviera tan perdido como el jugador que agarra el joystick por primera vez y pasa una y cien veces por el mismo lugar hasta sortear la dificultad que le permite superar cada etapa. La diferencia es que el jugador parte de un compromiso con el juego. Quiere llegar al final aún perdiendo tiempo en medio del clima generado por los efectos visuales y sonoros. Para jugar está bien, para el cine es fatal.
Amanece en Entre Ríos. En medio del campo tres juegan como chicos. Son de una pequeña localidad de esa provincia. El día está comenzando para transformarse en el último para una familia de alemanes de la zona del Volga que viven allí. La Madre (Margarita Greifenstein) y sus dos hijos, Brenda (Brenda Krutli) y Lucas (Lucas Schell) van atravesando de apoco la sensación de abandono por el desarraigo obligado. Hay una razón por la cual deben dejar todo y enfrentar una nueva forma de vida. En principio, son dueños de una granja avícola y de otros animales que están muriendo por razones desconocidas. Un planteo interesante por parte de Maximiliano Schonfeld. En especial para aquellos espectadores que no necesiten muchas explicaciones, o mejor dicho, que no se hacen las preguntas habituales cuando una ficción se presenta ante sus ojos. Preguntas instintivas, naturales que nacen frente a una obra cinematográfica y se relacionan al armado y entramado de casi todo lo que rodea a los personajes. ¿Por qué están allí? ¿Qué pasó? ¿Qué los lleva a reaccionar de determinada manera? ¿Qué los motiva a ser de una manera y no de otra? ¿Cómo llegaron a esta situación? ¿Adónde van? (¿Sigo?) Las preguntas ya no parecen tener validez en esta parte de la historia de nuestro cine. Es una época en la cual la propuesta se acepta como es y cada uno construye su propio mambo, su propia historia e interpretación. Como si fuera uno de esos libros de “elige tu propia aventura”. Ni siquiera hablamos de simbolismos o metáforas. Se puede filmar un primer plano de un tipo metiéndose el dedo en la nariz durante cinco minutos y compaginarlo con un plano entero de un panadero sacando bizcochos del horno. La interpretación es subjetiva, pero la decisión de no contar qué hace ese tipo ahí y todas las preguntas anteriores, es del director. En la contemplación de planos largos, tanto de los escenarios naturales como de los rostros de los NO actores, es donde aparentemente hay que buscar las respuestas en “Germania”. Por cierto, la utilización del sonido ambiente del campo es un elemento interesante, junto con planos generales bellamente filmados. Como si la naturaleza siguiera su curso más allá de los problemas humanos. La utilización de no actores se entiende como una búsqueda de naturalidad despojada de algunos vicios. Claramente, un arma de doble filo dada la inexpresividad de todo el “elenco”. Está clara la situación por la que atraviesa esta familia, sin embargo hay apenas segundos aislados donde se puede vislumbrar emoción con lo que les pasa, con lo cual se pierde gran parte de esta mirada minimalista hacia el núcleo familiar. Aún en alemán, los diálogos salen forzados. Una cosa es decir palabras y otra actuar una ficción. Honestamente me tiene un poco cansado el ahorro presupuestario en este sentido. Son contadas con los dedos de una mano las veces en las que prescindir de actores para contar una historia funciona. Pero no me quiero ir por las ramas porque “Germania” tiene virtudes cuando se trata de poner algo de uno a la hora de establecer una relación con el arte. Tampoco es bueno el delivery con todo masticado.
En 2005 el español Paco Cabezas dirigió un cortometraje titulado “Carne de neón”, con el cual obtuvo algún premio por allí. Dos años después anduvo por la Argentina por primera vez para filmar “Aparecidos” (2007), una de terror con Héctor Bidonde y protagonistas españoles. Con más plata, y seguramente con ganas de ampliar el cortometraje, en 2010 volvió a nuestro país para realizar su versión larga de “Carne de neón”, manteniendo casi el mismo elenco del original y agregando actores argentinos, los que en su mayoría están doblados. Por último, Hollywood lo importó a sus filas para realizar “Tokarev”, con Nicholas Cage, a estrenarse en el 2014. Hasta aquí un poco del currículum vitae de este realizador que va en la línea estilística (salvando las distancias) de Robert Rodriguez, Quentin Tarantino, Guy Ritchie y el resto de los imitadores. Aclaro esto, pues así el espectador tendrá cierta idea de la estética que caracteriza a esta comedia negra de acción. Ricky (Mario Casas) nació en el ámbito sucio, corrupto y prostibulario de una ciudad de Europa (las locaciones en Buenos Aires no pretenden mostrarla como tal). Su madre (Angela Molina), prostituta, está presa y él, que ya se mueve en el sub-mundo como pez en el agua, pretende poner un cabaret para ser regenteado por ella cuando salga en libertad. Todo a pesar de los consejos de su amigo y partenaire Angelito (Vicente Romero), un cafisho de mala muerte que también anda en la “joda” de hacer plata fácil. Según él, “El Chino” (Darío Grandinetti), “capo” mafia de la ciudad, no es muy fanático de la competencia sin su “bendición” a cambio del 50% de las ganancias. Bien al estilo de los directores mencionados, pero sin ofrecer una trama con formato de rompecabezas, “Carne de Neón” ofrece varios personajes secundarios que, como tales, constituyen las subtramas. Cada uno anda en la suya, pero metido en el mismo círculo con lo cual, eventualmente, todos los hechos confluyen hacia el mismo río. Paco Cabezas no anda con eufemismos a la hora de filmar acción, tampoco da tregua al humor negro (y a veces muy ácido) que propone; ni al ritmo vertiginoso de la compaginación de la cual es responsable Antonio Frutos. Va a una velocidad intensa, ya sea siguiendo el hilo narrativo, rebobinando la acción, o deteniéndola en seco para que las voces en off de Ricky o Angelito actúen como narradores de la situación, y de gags cuyo remate es endilgado a la imagen. El resto del elenco cumple a rajatabla con lo hecho en el cortometraje de 2005 y, en todo caso, ofrece crecimiento a cada personaje. Por el lado argentino, Luciano Cáceres se luce manteniendo el mismo matiz constante, dejando que la circunstancia se acomode a la acción o al humor, y Darío Grandinetti compone un villano creíble dentro del género. A “Carne de neón” sólo puede achacársele el instalarse dentro del estilo sin ofrecer nada nuevo, y dos o tres momentos en los cuales la línea entre el humor negro y el mal gusto se vuelve muy fina. Por lo demás resulta, simplemente, una película muy entretenida.
Al término de la proyección de “La multitud” terminé confirmándolo: No es un documental. Pero la simple oposición no lo transforma en una ficción. El término “docu-ficción”, además de no existir no define absolutamente nada. Es increíble la utilización de esta palabra en nuestro medio. Debe ser de las pocas que no sirven ni para definir ni para clasificar. Al contrario. “Docu-ficción” deja todo indefinido para el espectador. ¿Qué es, entonces, “La multitud”? Martín Oesterheld realizó una película cuyas imágenes ponen una mirada sobre dos rincones de la ciudad que alguna vez tuvieron algo de faraónico en su concepción: la ciudad deportiva de Boca y el parque Interama, ambos proyectos impulsados durante dos dictaduras en la Argentina. En efecto, la sucesión de imágenes muy bien filmadas y encuadradas en medio de un silencio, por momentos reflexivo y atronador, tienen el poder de funcionar en la mente del espectador para que éste se haga preguntas y construya su propia idea sobre lo que pasó. Como si el paso del tiempo hubiera impactado cual bomba en el espacio. Explota, pero no suena. Así apreciamos estas obras arquitectónicas. Proyectos con pretensiones de emblemáticos para gobiernos que hasta en esto dejaron una huella difícil de pisar. Las zonas aledañas a estos lugares también revisten características parecidas. Aquí es donde entran dos o tres personajes enigmáticos, ucranianos (o serbios, no me acuerdo) que para su quehacer diario deben pasar por allí, luego se encuentran para hablar de televisión, o de lo que fuere (no parecen necesarios en realidad). Sin embargo, el gran logro es el de transmitir la dejadez; lo implacable del tiempo (con planos detalle de óxido, vigas desnudas y escombros), la ausencia de proyectos de Estado para con esos espacios gigantes no se produce a través de estas personas, ni de sus ojos. Simplemente son extraños, en una tierra extraña que alberga monumentos destinados a no ser. Es parte de la historia de una ciudadanía (justamente, la multitud ausente de algo que estuvo pensado para albergar a miles) determinada a olvidar e ignorar su existencia. El espectador deberá saber que esto es una reflexión personal sobre “La multitud” (siempre lo es sobre cualquier obra de arte), pero en este caso es importante aclararlo porque esta producción responde poco a estructuras convencionales. Es una propuesta para mirar con atención aquello que pretendemos olvidar, y en esto el tiempo (la duración de cada mirada/plano) también puede ser tirano.
Los dibujos proféticos y las psicografías de Benjamín Solari Parravicini (pintor y escultor argentino 1898-1974) sirven como disparador para esta obra de ficción. Dirigida por Leandro Visconti y Gustavo Giannini, la producción “5.5.5” narra la historia de Gabriel (Antonio Birabent), un profesor de filosofía que, obligado por problemas con su (ahora) ex mujer, se muda a un departamento con ayuda de su primo Tony (Gonzalo Suárez), personaje por donde transitan las pequeñas dosis de humor. En el ínterin de esta transición hacia la nueva circunstancia de soltero Gabriel conoce a Amnis (Belén Chavanne), una muchacha que se le presenta al finalizar una de sus clases. Parece que anda en algo raro, y no necesariamente por la remera con dibujos del profeta. Luego de intimar ella desaparece, y tanto las profecías de Parravicini como intentar encontrarla siguiendo unas pocas pistas que ella le dejó, se convierten en una suerte de obsesión y gesta para tratar de que las respuestas aparezcan. Ambos directores tienen bastante claro el qué y no necesariamente el cómo. Evidentemente los ángulos, encuadres y puesta en escena no son elementos menores, o sea, no les da lo mismo cualquier cosa. Incluso hay hasta una sensación de búsqueda simétrica en la composición de algunos interiores. La parte técnica también acompaña armónicamente a la propuesta. Tal vez lo que hace que el camino sea un poco cuesta arriba sea el ritmo narrativo a partir de establecer la situación. Como si el desarrollo pidiera o bien menos texto o una manera más vertiginosa que ayude a generar la tensión que ellos proponen a través del personaje protagónico. Así como es destacable la composición de todos los elementos de “5.5.5”, es importante mencionar cierta falencia en la dirección de actores. El cine de ciencia ficción requiere de otro tipo de trabajo actoral, y en este caso a todo el elenco le sobra talento, pero le falta riesgo por parte de quienes los dirigen, lo cual parte del verosímil de los diálogos se cae por su propio peso. Es otro de los varios intentos de nuestro cine por abordar géneros fuera del drama o la comedia, lo que de por sí es digno de celebrar. Es de esperar que con el tiempo nuestros realizadores puedan encontrar el camino para darle identidad propia.
Pocas veces sucede pero sucede. La semana pasada se estrenó “Graba” (2011) de Sergio Mazza, y esta semana tenemos otra película del mismo director. Se trata de “Natal”, un documental (en algún género hay que colocarla) que consiste en la edición/extracción de lo que se adivina como una gran cantidad de horas registradas por su cámara. ¿Qué registró? A sí mismo y a su esposa viviendo los momentos principales previos al nacimiento de su hijo Milo. Turnos para revisiones, ecografías y consultas; curso de parto; situaciones hogareñas en el marco del embarazo y cosas por el estilo. Se supone una apelación a la sensibilidad del espectador para convidarlo a ser testigo de todos estos procesos. Los miedos, las dudas, la búsqueda de información para mayor tranquilidad, y, claro, la construcción del “mundo” en el que habitará el futuro bebé. Técnicamente es la nada misma. En términos de iluminación no hay más que la luz diurna provista por el sol, o la artificial que se opone a la lente de la cámara con indisimulada parsimonia. Pasamos de la escasa visión nocturna desde el asiento trasero de un auto a la blancura de un hospital. El sonido es… Perdón… El sonido NO es. Los encuadres y el foco apenas si son tomados con displicencia (quizás estoy siendo generoso) y uno concluye en que todo esto parece no importar. Como cuando vemos algún video hogareño de alguna reunión familiar o entre amigos. Todo esto lleva a pensar si “Natal” es experimental, pero sólo lo es porque experimenta con el espectador y su bolsillo. La experiencia de verla es la misma que usted puede tener con sus propias vivencias si dispone tan sólo una cámara. ¿No tiene algún cumpleaños filmado en VHS con esas viejas M7 de Panasonic? Pruebe de estrenarla. Con el criterio actual a lo mejor consigue un subsidio y todo.
A lo mejor estoy cayendo en el acostumbramiento de ver lo menos peor de este género vapuleado por producciones cada vez más lejos de las buenas ideas. También puede ser aquello que nos pasa cuando entramos al cine, o al teatro, con más apertura. No sé. Quizás sea una mezcla de las dos. Lo cierto respecto del estreno de “V/H/S”, “Las crónicas del miedo”, es que siendo una película de dirección coral (seis realizadores) logra momentos destacables en un par de esos seis cuentos. Ver muchas películas durante mucho tiempo hace nublar un poco la comprensión global. El género del terror atraviesa su peor momento en términos de calidad, pero no por eso deja de ser exitoso. Así como ocurre con las “comic movies” (adaptaciones de historietas), el sub-género de “Found Footage” (archivo encontrado) comenzado con “El proyecto Blairwitch” (1999), que también tiene su código. Su propio ADN. Por empezar, instala su supuesta verosimilitud a partir de proponerle al espectador que alguien, de alguna manera o en circunstancias arbitrarias del guión, se encuentra material grabado o filmado dándole un marco de hecho verídico. ¿Los elementos? Cámaras en mano “amateur”; registros de sistemas de seguridad o de celulares; ausencia de diálogos escritos, o mayormente improvisados; una dirección de actores que apunta a lo “orgánico”, o mejor dicho a la NO-actuación, para que parezca real; compaginación vertiginosa, casi espástica; una textura visual que imita al video-cassete y pocas veces deja ver bien lo que sucede. El problema principal es la ruptura del verosímil cuando todo parte de una cámara en mano, pero que en la edición vemos tomas de ángulos y posiciones que no corresponden con esa única propuesta. Es una trampa visual. Fuera de esto, los argumentos no son muy distintos de lo que ya hemos visto. “V/H/S”, “Las crónicas del miedo”, tiene una historia que sirve como hilo conductor de las otras cinco. Un grupo de vándalos tiene que entrar en una casa a buscar un video. Encuentran algunos en un sótano y otros en una habitación en el piso de arriba en la cual vemos un cadáver en un sillón que murió con la tele puesta. Así, como el video a secuestrar no tiene rótulo hay que chequearlos a todos. Todos no son todos. Son 5 que van y vuelven al hilo conductor mencionado. Dos de estos cuentos tienen vida propia, algo que los distingue en su búsqueda de lo real. Uno es el de un grupo de amigos buscando chicas una noche. Consiguen dos y las llevan a un motel. Una de ellas dice todo el tiempo “me gustas”, ya se enterará por qué. El otro se da con una comunicación a distancia vía web cam entre novio y novia. Más allá de estos dos en particular, la película está extrañamente mal editada, haciendo “flashbacks” con historias cuyo final ya ha sido contado, como el del bosque con dos parejas y un villano fuera de foco y tapado por ruido de imagen. El resto es una caterva de errores conceptuales, mucha sangre y tripas (hay una escena en la cual a una joven tetona le vemos la ristra de chinchulines junto al resto del aparato digestivo). Jamás voy a negar lo que me sucede como espectador al ver una película. Por momentos es revulsiva y hasta sentí náuseas por la calidad del gore. Si este es el objetivo, quizás los que gustan del género, pero no han visto tanto, tengan mucho miedo por el manejo de este tipo de climas. Casi tanto como yo de una secuela.
Conmovedor relato sobre el peso del origen y el arraigo en la existencia humana La realización de cualquier película en la cual el mundo se ve a través de uno o más niños supone un arma de doble filo a la hora de analizar la instalación del discurso, más allá de si la realización es buena o no. El artista puede suponer que los ojos de un niño justifican todo, y por ende no termina siendo la obra lo importante sino lo que quiere decir su autor. Hay muchos ejemplos de ello en tantos años de estrenos. “La niña del sur salvaje” se instala con mucha solvencia al costado de lo discursivo y centra todo en la historia de Hushpuppie (Quvenzhané Wallis, nominada al Oscar este año), una niña que habita en una pequeñísima comarca/islote llamado “La bañadera”. Este lugar, situado al sur de Louisiana, está expuesto constantemente a inundaciones, especialmente con una terrible tormenta a punto de desatarse. Allí vive con Wink (Dwight Henry), su padre, un hombre osco, solitario y con una afección cardiaca. Los otros habitantes son personajes con mucho de aquellos gitanos de Kusturica, y algo de “feos, sucios y malos” a la hora de comer. Todos viven en casas precarias de chapa y cartón montadas sobre lo que venga, desde viejos autos a maderas amontonadas. Sin embargo ninguno de ellos reniega de su condición, ni de sus orígenes. Aquello que se ve muchas veces en lo noticieros en conmovedoras imágenes de zonas anegadas, aquí se vuelve contexto. “La bañadera” va a quedar inundada, pero nadie se quiere ir. Ese arraigo al terruño donde uno vive, ese lugar en el mundo, decanta en la médula espinal del guión, pues Hushpuppie explica el mundo su existencia y su lugar en el círculo de la vida a partir de la aldea constituida en su propio universo. La protagonista tiene muy clara la ausencia de su madre y la reemplaza con su imaginación, aunque a partir de un suceso específico, no cesará de buscarla. Estéticamente la película fue rodada en un formato HD de baja calidad para darle a la textura, lo mismo que muestran las imágenes: precariedad. Es destacable la dirección de fotografía que en los interiores transmite la misma sensación de abandono del exterior. Benh Zeitlin construyó un mundo en el que se permite jugar transformando la realidad en fantasía. Como si Hushpuppie se ocupara de encontrar en la miseria (un recurso que ya se está agotando) la belleza que no vemos. “La niña del sur salvaje”, nominada también a mejor película, dirección y guión, tiene como característica principal la de ser una historia bien contada, con valores universales, no siempre tan consistentes de ver en el cine, y el hallazgo de contar con actores no profesionales bien dirigidos. Una mención sobre la nominación al Oscar a mejor actriz. Quien esto escribe no deja de reconocer en Quvenzhané Wallis a una niña cuyo talento principal es no tener miedo de encarar este oficio. Está realmente muy bien casteada por la producción, y se notan varias condiciones. Hecha la salvedad, mi simple opinión es un total desacuerdo con una nominación al Oscar. En todo caso la Academia podría inaugurar una categoría para premiar trabajos destacados de los chicos, porque actuar es mucho más que estar naturalmente frente a una cámara. Las carreras de las actrices nominadas este año están claramente emparentadas con mucho estudio, ensayos, búsquedas internas y todo lo concerniente a la profesión. Una terna que le da lugar a una nena de nueve años, en lugar de prestigiar la carrera de actuación, la coloca en un lugar distinto. Hay varios trabajos en 2012 que merecían nominaciones (no vienen al caso enumerarlos), pero esta en particular no abre un espacio para los más chicos entre los adultos; sino que lo cierra a otros talentos con una carrera en serio.
Notable semblanza para retratar sin concesiones una familia universal Cuando hablamos de teatro transformado en un hecho cinematográfico no se debe necesariamente a la adaptación de una dramaturgia a este formato. Hay casos en los que se percibe cierta teatralidad en la propuesta, como si uno pudiera imaginar una puesta escénica a partir de una película, acaso Ingmar Bergman y Woody Allen serían claros ejemplos. Mucho de esta idea está presente en “La culpa del cordero”. He aquí un drama familiar retratado sin concesiones, sin estereotipos televisivos, y despojado de la construcción cinematográfica tradicional, al menos no como único recurso dramático. En la primera escena de esta pequeña y notable película uruguaya, entendemos que una adinerada pareja de (ahora) abuelos está organizando, desde temprano, un asado para recibir a sus cuatro hijos por tercera vez en “demasiado poco tiempo”, para su gusto. El motivo será constantemente anunciado como el “festejo” de “algo”. Dos pares de comillas que pretenden sacar ambas palabras de su significado etimológico. De esto se ocupará, y muy bien, el texto cinematográfico dirigido por Gabriel Drak. Que los trapos sucios se lavan mejor en casa es tan cierto como la necesidad de sacarlos al sol para secarlos. Bajo esta consigna el realizador se propone una visceral destrucción de los vínculos familiares, a partir de una figura envidiable como es la de observar una familia a la que, en términos materiales, no le falta nada. Parecen salidas de una propaganda de la AFJP. Lo que se supone una vida perfecta a partir del poder adquisitivo, elemento clave en la historia, se va transformando a cada minuto mientras la oscuridad de “lo no dicho” (de eso no se habla) crece como una olla a presión a punto de estallar. Al mismo tiempo, la narración trabaja en la mente del espectador para convertirlo en una suerte de Gran Hermano, testigo y observador, de la decadencia de los mandatos, pues todos los integrantes tienen mucho para decir y a su vez, mucho para admitir. Hermanos, cuñados, hijos, abuelos, sobrino, tíos, padres… cada integrante tiene su relación con estos rótulos que lentamente irán desapareciendo en términos de su valor específico. De lejos…son observados por un cordero… al asador. No parecen azarosos los planos de la mesa (repleta o vacía), mientras el animal enfrenta su destino. En este punto es donde recala la virtud principal de la obra. Gabriel Drak no juzga a sus personajes, pero tampoco intenta redimirlos. La cámara se instala alrededor de la mesa y va intercambiando posiciones sin que esto signifique tomar parte. Esto le toca al espectador, si es que se anima a arrojar la primera piedra, porque el extremo de situaciones al que se llega en “La culpa del cordero” casi no deja lugar a las excepciones en lo que hace a los ejemplos de criaturas integrantes de cualquier seno familiar. Técnicamente la realización es impecable, salvo por algún pequeño desajuste en la dirección de fotografía cuando busca la hegemonía entre exteriores e interiores, como si denotara distintos días en los que estos últimos se filmaron (un detalle para esnobs en realidad, disculpe) El elenco es brillante. Acá hay un gran mérito en el casting de actores porque no solamente cabe mencionar los grandes trabajos de Mateo Chiarino, Ricardo Couto, Lucía David de Lima, Rogelio Gracia, Mariana Olivera, sino que también los demás partícipes denotan la capacidad de cada uno para dejarse dirigir y formar una familia absolutamente creíble, factor sin el cual el resultado final habría sido imposible. Búsquela en la cartelera. El esfuerzo será premiado.