Buen ejemplo de cómo utilizar el material de archivo en un documental El cuarto documental del año, detrás de “Natal”, “Cracks de nácar” y “Escuela normal”, es probablemente lo más cercano a la perfecta definición de hallazgo. Literalmente el director José Luis García tomó para su realización un material que había registrado hace algunos años, durante uno de los tantos encuentros de estudiantes y militantes organizados por la vieja Unión Soviética ocurrido en Corea del Norte. A fines de la década del ochenta una de las oradoras de ese encuentro provenía de Corea del Sur y bregaba por la unión de ambas naciones. Con sólo preguntarse qué habrá sido de su vida se inicia una búsqueda sin eufemismos, no solamente de la persona sino de todo el contexto socio-económico-político que la conforma. La gran edición del material viejo con el actual propone un contraste de épocas notable y a la vez amalgamado, cómo si cada uno tuviera un joven de 20 años preguntándole al corazón por los ideales y las utopías. “La chica del sur” tiene mucho más por mostrar que la mera anécdota. Es un buen ejemplo de cómo utilizar material de archivo para responder, o cuestionar, con la misma fuerza los hechos del presente. No se la pierda.
“El fruto” es de esas películas a las que, salvo por la casualidad de comprar una entrada para otra y entrar equivocadamente donde la proyectan esta, uno sigue sin entender cuál es el criterio que se ha sustentado para cuidarla, promocionarla y estrenarla. Más festivalera que comercial, este relato en imágenes es muy parecido al ritmo e intención de “La casa” (2012) de Sergio Fontán. Los directores tienen a favor una interesante capacidad de observación a la hora de componer planos metafóricos y simbólicos, como el del protagonista bañándose combinando codos, manos y piel ajada por el paso de los años con azulejos raídos por la humedad. Sin embargo, esta realización preciosa en imágenes bellamente fotografiadas, se codea con el documental al tomar como actores a habitantes del pequeño poblado de Carlos Keen, en la provincia de Buenos Aires, en cuya inexpresividad emotiva pretenden recalar los únicos momentos del guión en donde se supone que se puede aclarar algo de lo que vemos. En la sinopsis se especifica que se desarrolla en un rincón escondido de la mansa llanura de las pampas, donde con inquebrantable tenacidad se presenta la superstición que anida en los ojos de un hombre solitario, entrado en años, llamado Juan. Al abrigo de la tierra y sus caminos, con una frágil ofrenda entre sus manos, recorre un poblado casi desierto, embriagado en la magia y la vitalidad de las creencias populares. El protagonista atraviesa todo un territorio mientras busca a la curandera del poblado vecino para que lo sane del mal que lo aqueja. En sus manos sólo lleva un pequeño árbol, fruto de su propio jardín -su única pertenencia-, para entregar en forma de pago por su salvación. Esta producción dura algo más de una hora, pero como la contemplación y la paciencia son casi indispensables para decodificarla, hay planos que por alargarse demasiado sobre explican o, en el peor de los casos, redundan. Agotan su vida útil al punto de hacer pensar si este no hubiera sido un gran cortometraje.
Siempre una historia bien contada es la mejor fórmula para hacer buen cine Supongo que cuando Kathryn Bigelow comenzó como directora, allá por la década del ochenta, podía soñar con hacer muchas películas pero nunca con el rumbo que iba a tomar su cine. Para los que la hemos seguido desde “Cuando cae la oscuridad” (1987), pasando por “Testigo Fatal” (1989) y “Punto límite” (1991), es notable observar como un artista va evolucionando para luego comprobar cuántos de los recursos visuales y narrativos con los que empezó hoy le son funcionales para el crecimiento de su obra. Ya lejos de los vampiros, el fetiche por las armas y surfistas con máscaras de presidentes, la única directora ganadora de un Oscar (por “Vivir al límite” -2008-, nominada en 9 categorías y ganadora en 6), aborda un cine profundamente comprometido, realista (casi periodístico), pero sin dejar de lado ni por un segundo la razón básica que mueve a un espectador de su casa a la butaca de un cine: contar una historia. Por eso “La noche más oscura” tiene dos caminos para ser analizada, sin que esto signifique una disociación. El primero es el contexto político. Todo comienza en 2001 con el atentado a las Torres Gemelas. En este sentido la marcación de los años en los que transcurre la acción está emparentada con lo episódico. Bigelow siempre supo el lugar que su país le iba a dar a esta producción dado el dolor perenne provocado por el hecho. Luego el nombre de Osama Bin Laden, y su asesinato. En medio de todo esto, la presidencia de Bush que sumió a la nación más poderosa del mundo en una profunda crisis que hoy todavía afecta a millones y la de Barak Obama. La decisión política del guión es la de lateralizar los nombres propios en términos de relevancia. La orden de cazar al terrorista prevaleció durante 10 años más allá de quien fuera presidente. El poder político juega un papel secundario, y hasta terciario, con lo cual la directora no toma parte ni posición, sólo se centra en el otro camino. Como si hiciera un guiño cómplice a la clase votante y un pito catalán a su homónima política. “Todos sabemos quien era quién luego del 11S, no hace falta decir." En todo caso hay una única presencia en cuadros en la pared y una mención al cambio de las reglas del juego. Obama prohibió las torturas a presos políticos ergo, la información debía obtenerse de otra manera. El otro camino de análisis sí tiene que ver con la historia que se narra. Maya (Jessica Chastain) es una agente de la CIA que lentamente se va involucrando en el proceso de investigación para encontrar al líder de Al Qaeda. Ella y el espectador son testigos de una de las escenas de tortura más duras que se hayan filmado. Cada momento como este la va sumiendo en una suerte de obsesión personal para con la misión. En el estupendo trabajo de Jessica Chastain vemos cómo las horas, los días, la falta de sueño y las respuestas por parte de sus superiores, van afectando el resultado y su sano juicio. Así pasan los años, entre falsas pistas, testigos que no hablan y algún otro que abre nuevos caminos. “La noche más oscura” está muy bien realizada porque, entre otras cosas, asume el riesgo de tener una impronta casi documental, dejando poco margen para la duda de cómo se dieron los acontecimientos. Con distinta estética y resultado Oliver Stone lograba lo mismo con “JFK” (1992). Ningún espectador cree ya que a Kennedy lo mató un sólo tipo desde la ventana de un depósito De la misma manera, será muy difícil convencernos de otra versión de los hechos en la caza y muerte de Bin Laden. La compaginación logra momentos frenéticos, aún en aquellos en los cuales los personajes se van rindiendo ante el fracaso, pero a no confundirse, esta es la historia de una investigadora y su misión. Punto. Por eso la protagonista nominada al Oscar lleva las riendas del relato y también el ritmo narrativo. El despliegue de la directora como especialista en cine de acción se da en la última media hora. En este sentido bien podría ser una película aparte. Todo lo construido con la búsqueda decanta en la incursión militar que tiene momentos inolvidables. Todo funciona con ese equipo de técnicos que ponen todo el talento a favor de la tensión dramática. “La noche más oscura” podrá entonces estar lejos de ser una obra maestra, pero demuestra al espectador que Kathryn Bigelow es una gran directora y que siempre una historia bien contada es la mejor fórmula para hacer buen cine.
Sentido y precioso homenaje al “spaghetti western” de Sergio Leone Desde 1992 Quentin Tarantino se erigió, con un puñado de películas, en uno de los iconos de nuestro tiempo. Diálogos filosos, personajes desconcertantes e impredecibles, situaciones de charla convencional que hacen “real” la cuestión (como ese desayuno posterior a la apertura de “Prros de la calle” , de1992). El hombre de Tennessee tomó todos los elementos culturales y sociales de la clase media-baja estadounidense y las licuó en películas. Allí están todos los objetos que definen una idiosincrasia: El cine clase B con las piñas sonando como parches de una batería vieja, los pochoclos, el fast food, los autos y las motos, la cerveza en lata, el rock and roll escuchado por la radio, hablar puteando casi todo el tiempo, y el resto de los factores que influyen en la cultura kitsch del siglo pasado y en lo que va del presente. Tanto es así que el lenguaje popular ha agregado una palabra nueva para definir estilos y tanto para los críticos como público ya tenemos para siempre acuñado el término “tarantinesco”. Al reconocerse embebido de todo este contexto, este artista fenomenal se convierte en una suerte de cronista popular de su época. La violencia y lo bizarro están también presentes, y desde esos lugares es donde nace el morbo y el humor negro y ácido que también conforman una parte importante de su cine. Bien salido de la vida real. Sí. Quentin Tarantino es de los que tendría sintonizado el canal Crónica TV si viviera en Argentina. Todos los géneros y temáticas que él veía de chico cuando iba a esos cines de doble programa en continuado (como entre nosotros el Select Lavalle o el Electric ¿Se acuerda?), las vemos plasmadas en sus producciones. Policías y ladrones, autos potentes, karate, cine bélico, y ni que hablar de gángsters salidos de historietas tipo Ernie Pike, Skorpio o Nippur. Faltaba el western. Su sentido y precioso homenaje al “spaghetti western” de Sergio Leone. A pesar del título, deberá saber que “Django sin cadenas” no tiene nada que ver con aquél personificado por Franco Nero en la década del ’60, aunque viniendo de éste director a lo mejor se encuentra con alguna sorpresa. Django (Jamie Foxx) es un esclavo negro que, encadenado junto a otros, marcha camino al mercado apenas un par de años antes de la guerra que cambiaría el destino de la esclavitud en los Estados Unidos. Son interceptados por el Dr King Schultz (Christophe Waltz), momento a partir del cual (una secuencia magistral), seguirán juntos unidos por un objetivo común más allá de las diferentes motivaciones de cada uno. Adelantar más sería injusto. Todo será una gran aventura, preciosamente filmada en el marco socio-político mencionado anteriormente. El guión, cabe destacar, se ocupa muy puntualmente de establecer, con crudeza en algunos momentos, y mucho humor en otros, un reconocimiento a la crueldad e injusticia a la que eran sometidos los negros, a la vez que algo mucho más universal más allá de los bandos. Esto del hombre siendo lobo del hombre y de la maldad está presentes en la humanidad por sobre las etnias. “Django sin cadenas” está animada por un elenco de lujo. Además de los mencionados, encontramos a Don Johnson, Leonardo Di Caprio, Samuel Jackson y varios cameos, incluyendo al director mismo que una vez más prescinde de música original para realizar otra brillante selección que subraya magistralmente la tensión dramática de la narración. Tampoco faltan los zooms veloces a la cara de los personajes (como hacía Leone), ni los juegos de miradas característicos del género y, por supuesto, las escenas de acción cada vez mejor filmadas y montadas. Una de las imperdibles en lo que va del año.
Parece que se acabaron los héroes de historieta, pero la gente igual va al cine, así que hay que inventar otra cosa. La maquinaria no para nunca en estos tiempos modernos, con perdón de Chaplin. Ahora llegó la moda de adaptar clásicos cuentos de hadas, esos que nos contaban cuando nos íbamos a dormir. Ya pasaron “La chica de la capa roja” (2011) y “Blancanieves y el cazador” (2012). Vienen varias más. Ahora es el turno de dos chicos alemanes: Hansel y Gretel. No crea ni por ventura que verá una versión romántica en la adaptación del relato de los hermanos Grimm. No, nada de eso. Eso dura exactamente once minutos. Una introducción rápida para que nadie se quede afuera. No hay tiempo ni siquiera para las migas de pan. Nada. Acá lo que importa es lo sucedido 20 años después de que los chiquitos achicharraran a la bruja en la cabaña hecha de caramelo. Sepa que se volvieron mercenarios a sueldo de cualquier comarca dispuesta a “garpar” para eliminar a las brujas de turno, que por lo visto abundaban en la época en la que se sitúa la historia. Es más, yo ya la ví y no pienso volver a hacerlo, pero estoy seguro que si usted lee estas líneas, luego va al cine y se molesta en hacer la cuenta, con extras y todo, le va a dar una bruja cada 3 habitantes, más o menos. Pero esto no es relevante. A esta altura creo que se trata de entender el código de los guionistas de este tipo de producciones. Gente con el suficiente tiempo libre como para ponerse a pensar qué hubiera pasado después del final “y vivieron felices para siempre”. La cantidad de ceros en el cheque puede ser la gran diferencia entre lo pretencioso y mediocre versus cierta inventiva combinando acción con humor. Salvando algunos detalles, ese es el caso de “Hansel y Gretel: cazadores de brujas”. La mejor fórmula para matar una bruja es quemándola. Sabiendo esto, Muriel (Famke Janssen) encuentra una receta efectiva para lograr la invulnerabilidad al fuego. Depende de cierto ritual involucrando niños y algo con la luna en una noche determinada. Hansel (Jeremy Renner) y Gretel (Gemma Aterton) serán los encargados de impedirlo. Cada uno con sus problemas. Ella sigue siendo virgen, y él (irónicamente) es diabético. Son los mayores guiños humorísticos de una aventura plagada de balas, cachos de persona volando hacia los anteojos 3D, mucha acción y poca sorpresa, aunque uno se pregunta por qué habría de esperar eso si ya de por sí todo el verosímil se rompe desde el póster. En todo caso sería mejor preguntar por qué se confía la dirección a novatos en lugar de ir a fondo con gente que bien podría ofrecer un toque distinto a lo previsible, como Sam Raimi por ejemplo. La pregunta queda descartada de plano con otra. ¿Por qué Sam Raimi haría esto? Aún ante el pavor de pensar en una secuela, vuelvo al principio de este comentario. Si se entra en el código de estas adaptaciones, esta realización se instala como lo mejor hecho hasta ahora, que no es gran cosa, por cierto.
Sabe a qué juega Isabelle Huppert. Lo tiene tan claro como Messi con la pelota. De elecciones como esta es donde se construyen los famosos “roles a medida”. Sólo que en el caso de la gran actriz tiene además con qué disimular esos lugares en los que los actores se sienten a sus anchas. El guión de “Mi peor pesadilla” plantea contrastes de todo tipo, pero no (sólo) a partir de situaciones concretas; sino también con las pequeñas sutilezas que colaboran a construir los sólidos personajes. Un caso sin eufemismos que me viene a la memoria es el de “De mendigo a millonario” (1982), de John Landis. Allí, dos millonarios apostaban a contrastar riqueza y pobreza cambiando roles entre Dan Aykroyd y Eddie Murphy, en tanto el primero pasaba de yuppie con plata a vagabundo y viceversa. Aquí tenemos a Agathe (I. Huppert) como una mujer presumiblemente nacida y criada en la alta alcurnia de París. Galerista y experta en arte que se mueve en ámbitos que se perciben inalcanzables, hasta esnobs si se quiere. Por cuestiones que no conviene revelar conoce a Patrick (Benoit Poelvoorde), individuo visceral, violento y profundamente repulsivo; con una visión del mundo diametralmente opuesta. Al contrario del ejemplo mencionado más arriba, vemos en esta relación una versión mucho más concreta de los polos opuestos y atrayentes con manifiesto deseo interno de cambiar los paradigmas en los que ambos se mueven. Admito la tentación a contar algo más respecto de la trama para fundamentar estas líneas, pero temo influir en anticipar las sensaciones; eje fundamental de “Mi peor pesadilla”. En todo caso es justo mencionar un giro en la carrera de Anne Fontaine como directora, ubicándose, esta vez, al costado del camino que eligió para observar la estupidez humana como en “Como maté a mi padre” (2001), o en “La chica de Mónaco” (2006). Aquí construye un mosaico distinto, basándose más en el motor interno de sus criaturas que en la circunstancia que las rodean.
Buena noticia 1: Billy Crystal, uno de los mejores comediantes norteamericanos de todos los tiempos, volvió a un protagónico. Actor versátil que hace parecer a los gags, juegos de palabras y salidas rápidas, un juego de niños. Filoso, punzante… claramente un cómico inteligente y despierto. Buena noticia 2: Bette Midler también volvió a un protagónico, una vez más entendiendo claramente esto de ser partenaire, contraparte y acompañante sin ir en desmedro de su propia forma de humor, como lo hizo en aquella genial “Sopa de gemelas” (1989), junto a Lili Tomlin, o en la indispensable “¡Por fin me la quité de encima!” (1986), con Danny de Vito. Mala noticia (o no tan buena) 1 y 2: Ambos actores siguen sin poder encontrar un guión a la altura de sus talentos. ¿Nadie en Hollywood sabe quienes son estos grandes, con su enorme caudal de recursos, como para intentar explotarlos al máximo? La pasión de Artie (Billy Crystal) como relator de béisbol, llegó a su fin. Lo despiden a los sesenta y pico de las mini-ligas alegando anacronismo. En efecto, Artie no tiene ni la menor idea de lo que son las redes sociales; los celulares; ni nada relacionado con la tecnología y la comunicación moderna. Diane (Bette Midler), su mujer, lo acompañó siempre y ahora ve la chance de re-conectar la relación con su marido y hacer… bueno… de disfrutar los años que quedan. Ambos salen camino a otra ciudad a cuidar de sus tres nietos mientras su hija Alice (Marisa Tomei) viaja a Nueva York acompañando a su marido Phil (Tom Everett Scout), quien deberá recibir un premio por diseñar “la casa inteligente”, en la cual prácticamente no hace falta ni barrer el piso. Obviamente, al llegar los abuelos se plantea el humor a partir de los contrastes. Así como hay un abismo generacional entre la tecnología y la “vieja usanza”, se produce otro entre la educación de antaño y la moderna que contempla todo tipo de concesiones y formas de comunicación psico-terapéuticas, en las que hasta se pierde el sentido de la competencia. Los nietos padecen casi todo el abanico de diagnósticos posibles en el vasto mundo de los trastornos generalizados del desarrollo, incluyendo tartamudeos, amigos imaginarios y frustraciones producidas por la presión del “deber ser”. La semana con los nietos, en una casa en la cual una voz dice qué hacer o no, supone entonces el gran contraste funcional al contexto principal de la trama. El espectador habrá de esperar una comedia “para toda la familia”, cuyo mensaje sobre la mejor forma de educación quedará sepultado inevitablemente por escenas con mucho sentimentalismo, siempre efectivo en estos casos. Por otro lado, parte del humor de Crystal sucumbe ante la falta (o debilidad) de la traducción en el subtitulado. Ni que hablar de la versión en español donde se pierde mucho más. La dirección de Andy Flickman es apenas correcta ante un guión que no ofrece desafío alguno y que, en definitiva, es salvado por todos los integrantes del elenco. Por cierto, alguien debería notar en Bailee Madison, la nieta mayor, una tremenda tendencia a la sobre actuación que viene mostrando desde 2011 en “No temas a la oscuridad”. Si tuviera rulos sería una especie de Lorena Paola en inglés. Nótese la conclusión a la que llegaremos al final: Sin Billy Crystal esta producción no pasaría más allá de la programación de la televisión un domingo por la tarde. Calificación: Regular. (Iván Steinhardt).
La gran ventaja de contar con un buen presupuesto para hacer una película, aún ante un guión como el de “Tres tipos duros”, es la de saber invertir bien el dinero. No es que no sea tentador contar la historia de un convicto que al salir de la cárcel, luego de cumplir su condena de 28 años, es recibido por su cómplice y amigo, cuya misión es matarlo ante el apriete/extorsión del “cerebro” de un golpe fallido hace tanto tiempo. Puede resultar algo interesante si se pone la mirada en aspectos más profundos de las relaciones humanas, pero a esta altura creo que eso es inherente a otro estilo de cinematografía, e incluso a otros géneros. De hecho ya casi no se escriben historias de este tipo. Como si pertenecieran a una época en la que la amistad en este contexto estaba cobijada por otros valores. Por caso, el título original, “Stand up guys”, se puede traducir mejor como “hombres de ley”, esos que mueren con la suya sin traicionar los códigos. Decía entonces, la buena inversión pasa por depositar el dinero en las cuentas bancarias de actores de renombre que puedan darle a la historia un plus. Un sello distintivo a la hora de interpretar cualquier papel. Aquí tenemos a Val (Al Pacino) y a Doc (Christopher Walken). Antes de las 10 am este último deberá matar al primero, no sin antes reencontrarse, hablar de tiempos perdidos, fidelidad, códigos entre pares, mientras pasan una última noche de reviente como si los años no hubiera transcurrido. Esto de recuperar lo perdido sirve de aliciente para que el espectador pueda conocer en profundidad a los personajes. Lo suficiente como para generar empatía con ellos, acaso quererlos, aunque no representen exactamente lo mejor de la vida en sociedad. En este aspecto la cosa sigue por un andarivel tradicional bien conocido. O acaso no nos enamoramos de personajes como Roy Earle (Humphrey Bogart) en “Altas sierras” (1941); de “Bonnie and Clyde” (1967) o de Joss Baumont (Jean Paul Belmondo) en “El Profesional” (1982). Asesinos, ladrones o gángsteres que de alguna manera representaban cierta rebelión “romántica” contra cualquier sistema. De esa materia están hechos los personajes de “Tres tipos duros”, y de nuevo la felicitación por la inversión en el elenco porque de alguna forma también representa esa suerte de último round para estos actores (en este género, claro está). Los que vamos al cine desde hace algunas décadas (y cualquiera con sensibilidad ante el talento) reconocemos en los grandes artistas la capacidad para manejar de taquito estos roles, y nos hacemos un poco cómplices aunque la trama descuide el verosímil. Salvando las distancias, algo parecido sucedió con el regreso de los héroes de acción en “Los indestructibles 2” (2012). No se trata de medirlos con la vara rígida del análisis solemne y frío que suelen tener algunos eruditos del arte, sino de disfrutar un poco más de lo que todavía pueden entregar a los fans del cine de otras épocas.
Hace un par de años conocimos un novedoso producto oriundo de Bélgica: “Sammy: en busca del pasaje secreto” (2010). En ella teníamos a una tortuga recién nacida que a través de un largo recorrido por el océano entregaba aventuras y un tremendo mensaje pro ecológico. En esta segunda entrega se redobla la apuesta, empezando con el agregado de otro director al equipo conformado por Ben Stassen (el mismo de la primera), el también guionista Domonic Paris. Sammy y Ray están viendo nacer a sus nietos, en otro de los ciclos de la vida, acosados por unas gaviotas deseosas de almorzar quelonios. En seguida un grupo de humanos los captura con la intención de llevarlos a un inmenso acuario submarino cuyo dueño es, obviamente, un inescrupuloso millonario, y serán los nietos los que irán en su búsqueda. La trama se divide entre los sucesos dentro y fuera de la atracción turística. Por dentro desfilan varios personajes, incluyendo un caballito de mar con aires de capo mafia. Pero aquí nadie es realmente villano pues la idea de la mirada desde los animales es mostrar al ser humano como el habitante más peligroso de la Tierra. La proyección de prensa con chicos atentos a lo que sucede da cuenta de la calidad del entretenimiento, aun cuando no hay grandes conflictos ni climas densos como los que suelen tener algunos productos de Disney. “Sammy 2: el gran escape” logra su cometido, con el agregado de un notable uso del 3D que justifica el valor de la entrada, y a que realmente aprovecha la profundidad del océano para contrastarla con los personajes en relieve. Por su mensaje, la gran calidad de animación, y la solidez de sus realizadores, es una de las buenas opciones del verano.
A esta altura de los acontecimientos uno está curado de espanto. Cuando de “allá arriba” nos avisan que Richard Gere está en algún rodaje, la cosa se facilita bastante en términos de suposiciones. En primer lugar, porque hablar del actor de ojos achinados hacia arriba, con los mismos cuatro gestos de siempre; ahorra bastante a la hora de analizar el rubro “actuación”. En segundo lugar, está el rubro (me da no se qué hablar de género) al que se dedica: romántico o thriller, con las variantes de ser engañador o engañado según si es año par o impar, ¡vaya uno a saber! Lo cierto es que de vez en cuando se pueden mezclar ambos como en aquella “insuperable” “Entre dos amores” (1994) de la cual en muchos sentidos “Mentiras mortales” es una suerte de remake del personaje. Antes de analizarla quiero aclarar: cualquier cosa que haga Jennifer Connelly está bien; Richard Gere también goza de buena salud estética. Si la idea es ir al cine por “él” o “ella”, vayan tranquilas/os. Disculpe la chanza, pero algo me dice que nos estamos acostumbrando a lo menos peor, y ya se sabe: si es por costumbre, hasta la vaca se vuelve carnívora. Si es por una cuestión cinematográfica, la cosa es algo más engorrosa. La segunda escena (la información de la primera se explica ochocientas veces a lo largo del metraje) tiene a Robert Miller (Richard Gere) festejando su cumpleaños rodeado de hijos y nietos a la voz de “son la mejor obra de mi vida”. Si usted se molesta en analizar los planos verá en Robert a un hombre adinerado, culto y de clase alta para arriba. No se ganó el Quini 6. Tiene el status social correspondiente a todo buen yanqui que corrobora el sueño americano, a fuerza de capital más interés con sede en Wall Street. Para un tipo con calle (si se entiende el eufemismo) los escrúpulos quedan en algún bar con “Happy hour”, de modo que cuando termina de apagar la velitas a la noche y le dice a la mujer Ellen (Susan Sarandon) que se va a laburar a la oficina (décimo minuto de película) uno espera –anhela- algo de sorpresa. No. Se va a lo de la amante nomás. ¡La noche del cumpleaños!!! O sea, a partir del minuto 10 usted decidirá comprar o no. Si se decide por el buzón, deberá aceptar el hecho de estar en presencia de un hombre de negocios que vive del Dow Jones; cometiendo errores de cadete “che pibe” y dejándose llevar por un instinto propio de la cabeza masculina que no tiene materia gris. Si, por otra opción, decide seguir la historia de un cínico, estafador, y varios etcéteras, el verosímil está prácticamente en sus manos. A los efectos, todos los rubros técnicos estarán a favor de la historia. El director (novato) no escatima en buenos climas logrados sólo a partir de su complicidad. Quizás su único error reside en intentar lo que decenas de realizadores no han logrado. ¡Basta! Richard Gere no puede llorar en cámara. ¡Basta! Es cierto. La respiración tipo búfalo en la escena del accidente parece estar acorde. No por lo que le pasa al personaje, sino por una queja explícita al único Mercedes Benz sin air bags. No cambiaba la cosa ese detalle, pero en todo caso era mejor que creer en un cuello cortado por un elemento que ni el director sabe de donde salió. No me haga caso. Debo ser yo. Probablemente las mujeres que escriban sobre la nueva de Schwarzenegger tengan lo suyo para decir. Supongamos que si nadie se hace preguntas “Mentiras mortales” pueda ser entretenida.