Francisco de Buenos Aires, uno de los tantos documentales que llegaran sobre el Papa Francisco. Francisco de Buenos Aires es un documental que responde menos a una investigación sobre el Papa argentino que a la urgencia de dar cuenta de ese hecho. Sobre el rédito que ser el primero conlleva (o se supone obtener) es una cuestión que excede una crítica cinematográfica. Con un formato televisivo, -de esos de programas de interés general para un público que sabe del tema o, al menos, ya tiene una opinión formada-, la película recurre a las típicas entrevistas “cabezas parlantes” de personas allegadas a Jorge Mario Bergoglio, tanto en su vida civil (hermana, amigos, compañeros de colegio) cuanto en su vida pública (sacerdotes, Gustavo Vera -titular de la Fundación La Alameda-, periodistas especializados en temas religiosos: Piqué, Rubin), como a aquellos que lo empezaron a tratar después de su entronización como Papa (sacerdotes con cargos en el Vaticano, auxiliares laicos). Testimonios a los que se les suman imágenes de archivo de su actividad como Arzobispo de Buenos Aires y sus apariciones, ya, como Sumo Pontífice. Francisco de Buenos Aires funciona como una “ilustración” de la prédica de su protagonista haciéndose eco de ese lugar “revolucionario” que su aparición produjo en la Iglesia Católica, que bastante vapuleada venía con sus tejes y manejos financieros, las denuncias de pedofilia a infinidad de sacerdotes, su alejamiento práctico de la vida cotidiana para encerrarse con Benedicto XVI en la cuestión teórica más que en la pastoral social, hechos que sumados derivaron en una importante merma de fieles. Esa simpleza, humildad, campechanía de Francisco se traduce en una liviandad para recorrer una biografía que no acerca una sola mirada cuestionadora sobre el personaje retratado: los cuestionamientos, por ejemplo, que se formularon al respecto de su accionar (tibio, o directamente a favor), durante la última dictadura cívico-militar se dan por conocidos y se habla de ellos a través de entrevistados que apoyan una hipótesis contraria sin otra prueba más que sus propias palabras. Lo que lo acerca, demasiado y peligrosamente, a un panegírico chauvinista.
Sombras nada más… y nada menos Cincuenta sombras de Grey no es cine. Es un fenómeno al que estos tiempos globalizados nos tiene acostumbrados. Un best seller mundial a partir de una campaña de marketing agresiva que llega a la pantalla grande en busca de seguir sumando millones: en público y en recaudación. Una historia de amor que pretende adentrarse en el mundo del deseo femenino con toques de provocación y transgresión sexual. Anastasia Steele (Dakota Johnson), estudiante de literatura inglesa y virgen, conoce a Christian Grey (Jamie Dornan), un joven empresario multimillonario (del que se enamora y al que enamora) que la seduce y le propone una relación (contractual) con base en el bondage, el S/M y la sumisión. La película desarrolla este planteo con todo el puritanismo y la pacatería que ya le conocemos a Hollywood. Un estilo que impone una puesta en escena que recurre a imágenes edulcoradas, esteticistas y de origen publicitario. Pura frialdad para representar el erotismo o el goce de los cuerpos -que además dicho sea de paso expone más a la mujer que al hombre-, que se confunde con exhibición de piel y gemidos. Una pareja protagónica de actores casi desconocidos, bonitos pero tampoco poseedores de esa belleza extraordinaria que sólo los haría “ideales” (he ahí el único acierto de casting donde la identificación se hace menos fácil que posible), que no consiguen hacernos creer en su vínculo y deben lidiar con unos diálogos y unas situaciones que dan vergüenza. Una producción que se juega por la ostentación sólo por la ostentación misma (helicópteros, planeadores, departamentos de lujo, vestidores enormes y repletos y bla bla bla). El guión es de una chatura tan lamentable que sólo aburre y da cuenta de su interés de acaparar todos los targets posibles, lo que hace que la película no tome ningún riesgo. Uno, además, podría inferir cierta culpa en contar lo que se cuenta ya que en esta primera parte (no olvidemos que la base originaria es una trilogía) empiezan a asomar justificaciones de las acciones o gustos que se exponen, como para “salvar” a los personajes. Podríamos repasar la idea de perversión que desarrolló Freud o considerar el pasaje del placer al deseo en el Siglo XX que investigó Foucault o discurrir en los avances que el feminismo y los estudios culturales introdujeron en la sociedad, pero sería un uso exagerado de herramientas y conceptos para una crítica cinematográfica sobre esto que es ni más ni menos que un producto. Pero eso sí, un producto que toca determinadas sensibilidades en las capas medias, especialmente femeninas. Quizá sobre eso importe pensar y no anular la discusión con la (des)calificación de “lectura de amas de casas” o “pelis para cuarentonas insatisfechas” o “porno para mamás”. Las decisiones personales sobre el sexo, el placer y el deseo son íntimas; la exhibición y la tematización de los mismos, especialmente en este tipo de casos donde los libros y el cine aparecen “naturalizados” como entretenimientos y procuran -con la ayuda de los formadores de opinión- borrar su pedagogía e ideología que pretenden inocular en un público más naive, son aquello que debe ser imprescindible y necesariamente analizado y reflexionado.
Tomando la posta Darío Díaz, estudiante del Instituto Nacional (un secundario de renombre en Chile), y Miguel Angel Miranda, empresario y profesor de tenis, con un pasado que lo vuelve un sobreviviente (perseguido y torturado) de la dictadura pinochetista, se cruzan en El vals de los inútiles, esta especie de docuficción que retrata las recientes luchas estudiantiles de los jóvenes chilenos por lograr una educación gratuita y pública. Estas movilizaciones multitudinarias, que se dieron en el 2011, aglutinaron a amplios sectores de la sociedad y pusieron en jaque al gobierno de Sebastián Piñera. Aunque no consiguieron hacer realidad sus pedidos, los jóvenes recuperaron la calle y la idea de exigir que se escuchen todas las voces. Mientras se suceden las cotidianeidades coyunturales del curso lectivo y la misma toma del colegio y el testimonio de los tormentos de los detenidos de los ’70, miles de personas se pasan la posta en la original forma de protesta que idearon los estudiantes: un maratón de 1800 horas exigiendo cambios en la educación. Y nosotros vivimos esa efervescencia política y social a través del seguimiento del día a día de estos dos protagonistas que, sin ser especiales ni representativos, devienen representantes posibles de esa sociedad en marcha. Filmada con la urgencia y la contundencia del hoy y demostrando -sin recurrir a las explicitaciones-, cómo el pasado irresuelto continúa en el presente, hay una emoción viva y latente que conmueve sin manipulaciones ni subrayados gracias a la mirada de su director y guionista Edison Cájas, en esta, su opera prima.
Que Hollywood anda escaso de ideas no es ninguna novedad. Naufragando entre secuelas, spin-off y remakes nos avasalla cada jueves llenando las pantallas de tanques, -en su inmensa mayoría-, prescindibles pero llenos de efectos cada vez más logrados y vacíos. Últimamente se le ha dado por revisitar las historias bíblicas y, después del aburrido e inverosímil Noé de Darren Aronofsky, ahora recurre a otro director de renombre para filmar la historia de Moisés: Ridley Scott, quien arrastra el prestigio de sus primeros filmes (Blade Runner, Alien, el octavo pasajero y especialmente Los duelistas) y el éxito de sus bodrios taquilleros (incluyendo la oscarizable y sobrevalorada Gladiador). Ciento cincuenta minutos le lleva a Éxodo: Dioses y Reyes narrar una épica donde se erige un Moisés a la altura de un modelo cinematográfico (MRI) donde se crean y ensalzan los héroes individuales, aunque para ello haya que intervenir libremente en las fuentes originales, lo que no sería un problema si por lo menos se respetara la verosimilitud propia del relato que se procura construir. Éxodo: Dioses y Reyes- vision del cine Éxodo: Dioses y Reyes- vision del cine Todo parece tan de piedra y acartonado como las monumentales escenografías levantadas para recrear el Antiguo Egipto. Las escenas íntimas y a escala humana adolecen de diálogos solidificados y estatuarios, el montaje y la edición se llevan puestos tramos enteros de lógica y sentido (especialmente en el desarrollo de las plagas y en el final), la decisión de representar a Dios como un niño caprichoso (lo de “vengativo” se entiende más estando dentro del Antiguo Testamento) no encuentra justificación y el reparto actoral hace agua aún antes de cerrarse el Mar Rojo (lo de John Turturro y Sigourney Weaver haciendo de faraones es el punto más alto de la ridiculez por no hablar de Christian “Moisés” Bale como líder de la revuelta violenta entrenando a los esclavos judíos hambrientos y hambreados para la batalla final). El derroche de CGI puede llamar la atención por momentos pero es imposible no reírse, por ejemplo, con lo de los cocodrilos como resolución de la plaga que tiñe de sangre al Nilo. Y ni que hablar de lo mal filmada que está la escena de las aguas primero secándose y luego volviendo a cerrarse sobre el ejército egipcio, donde si no se supiera cuál es el resultado final poco entenderíamos sobre quiénes se abaten las olas gigantescas y mucho menos por qué sobreviven los que lo logran. Aburrido, insípido, vacío, entretenimiento mal entendido, Éxodo: Dioses y Reyes es otra muestra más de la prepotencia del dinero (la película costó 140 millones de dólares). Y sólo nos hace volver a preguntarnos ¿qué busca Hollywood retomando y reactualizando estos mitos? Uno sabe, sin ejercicio de paranoia, que en semejante industria no se da puntada sin hilo En conclusión Aburrido, insípido, vacío, entretenimiento mal entendido, Éxodo: Dioses y Reyes es otra muestra más de la prepotencia del dinero (la película costó 140 millones de dólares). Y sólo nos hace volver a preguntarnos ¿qué busca Hollywood retomando y reactualizando estos mitos? Uno sabe, sin ejercicio de paranoia, que en semejante industria no se da puntada sin hilo
Una road movie sin mapas ni brújulas Santos (José Sacristán) es un asesino a sueldo español que vivió en Buenos Aires y ahora padece una enfermedad terminal. Toma el auto y se pierde por las rutas argentinas rumbo al norte, donde en el camino encuentra a Erika (Roxana Blanco), una joven que también parece huir. Y juntos se harán compañía mientras el dolor y el fantasma de un contratista lo persiguen a él y la infancia familiar a ella. Este es tan sólo el punto de partida de El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, una película que brilla por varias y estupendas decisiones de puesta en escena que el director desarrolla a lo largo del film. Si algo tiene Rebollo es que nunca se parece al cine español que uno ha visto. Y su modernidad es apabullante. Los géneros son utilizados para diseccionarlos y deconstruirlos y así narrar evitando cualquier clasicismo. En este caso una road movie sin mapas ni brújulas ni otro destino más que uno aleatorio. Como quien explota y divide el producto audiovisual cinematográfico, la banda sonora utiliza una voz narradora (desdoblada: femenina mayoritariamente y masculina en contadas ocasiones) que adelanta, retrasa, completa, niega, contradice, falsea lo que la imagen (nos) muestra, poniendo en duda su confiabilidad, por su carácter fabulador y mitómano. A la par, el sonido se aquieta y desaparece súbitamente en algunos momentos para, en otros, volver a llenar de canciones (como en un falso musical) el relato. El humor en El muerto y ser feliz se asoma siempre por los resquicios menos esperados y se apodera de las situaciones escapando de los estereotipos. Ecos de Leonardo Favio y de Lucrecia Martel se cuelan en las imágenes y en los espacios recorridos mientras uno intuye también una mirada que es menos el ojo prepotente de un extranjero que el atento observar devenido de un cariño sincero.
Esto no es delirio Tres jóvenes amigos (el racional, el mujeriego, el freak: todos bastante “subnormales”) hartos de su vida, trabajando de lo que no les gusta, buscan algo que les posibilite un cambio y principalmente dinero, mucho dinero. Uno de ellos cree encontrar la solución en el cine: filmar algo de bajo presupuesto, que el público llene las salas y a cobrar. Millones, fama y éxito fáciles. Sin ningún conocimiento al respecto suponen que, para asegurarlo, “apenas” necesitan convencer a Ricardo Darín (como garantía de taquilla) que acepte filmar con ellos. Claro que una vez que la rueda comience a girar algo se saldrá de control y la carrera se volverá enloquecedora y enloquecida, y disparará un pandemónium que trascenderá las fronteras. Delirium es un epítome de sí misma. Lo mismo que cuenta es lo mismo de lo que padece, pero no se hace cargo ni reflexiona al respecto. Con apenas una idea graciosa (que no más) pretende construirse en película. Y fracasa. Estrepitosa y vergonzosamente. Kaimakamian Carrau, en su opera prima, recurre al uso de planos televisivos (“homenajea” a That 70’s Show para filmar la charla de los amigos) chatos y pobres, o al plano-contraplano, con una luz de video hogareño. Los personajes son macchiettas estereotipadas. Las actuaciones están fuera de timming (imprescindible para una comedia) y esto se vuelve evidente cuando aparece Darín que, de la nada, hace una escena creíble y dota a su personaje de una carnadura que no es un remedo de sí mismo sino un rol que el tenue hilo argumental (le) requiere. Los gags o chistes se estiran insoportablemente (el del manejo de la camioneta por ejemplo) o se arrojan sin tener en cuenta la puesta ni el sentido, más que el efectismo simple y llano que tampoco siempre resulta (lo del INNCA es la prueba). Apostar por la comedia siempre es bienvenido pero Delirium vuelve a demostrar que este es un género difícil. Calificarlo de “absurdo” es un exceso y es desconocer que la risa no se produce simplemente por un amontonamiento de equívocos y exageraciones o la recurrencia al ridículo, al trazo grueso o al disparate. En el guión asoman hilos de subtramas deshilachadas. Alguna perdida en el camino: la de un perro extraviado; otra excesiva: una invasión de EE.UU. con motivo de la desaparición de un actor famoso; otra que se licua por el propio uso cholulo de los periodistas y cronistas de espectáculos: la mirada sobre los medios de comunicación como generadores o multiplicadores de una opinión pública volátil y manipulable; y hasta un intento de decir algo sobre la argentinidad que no pasa de lugar común. Si cinematográficamente no hay ningún cuidado, ideológicamente es imposible dejar de notar el uso del material de archivo de manifestaciones o revueltas sociales en el país y el recuerdo ante situaciones acuciantes que las generaron, simplemente para sostener el verosímil de un discurso -dentro de la película-, como poco, estúpido y banal y aunque, sabemos bien, una obra artística no puede hacerse cargo de la realidad (ya que no es un reflejo especular ni una mímesis) hay una ética que debería haber suprimido la escena de la desaparición del cuerpo utilizando como medio un camión recolector de basura. Es para pensar que un producto que llevó tantos años para su concreción sea lanzado comercialmente (cuando hay tantos problemas con la exhibición por la distribución de pantallas) sin parecer importarle ni sus formas ni su contenido.
De traiciones y destinos marcados En Marea baja, de Paulo Pécora, un hombre de mediana edad que parece estar escapando de algo o de alguien llega al Delta (desde Lugones a Walsh, clásico refugio para aquellos que quieren terminar con su vida o salvarla) y se instala en una casa que administra una mujer sola que también se encarga de la limpieza y la comida, y de revisar sus pertenencias cuando este no está. El hombre aprovecha el tiempo libre para cavar pozos como quien pretende hallar algo oculto en otro tiempo. De pronto aparece otra joven con la que la mayor mantiene una relación extraña de gritos, peleas, cariño y celos. Especialmente cuando la chica se acerca demasiado al extraño. Cuando lo temido suceda, las cosas se modificarán fatalmente. En ese ambiente donde la naturaleza teje sus sombras y sus ocultamientos con una vegetación enmarañada y crecida, arraigada y enraizada, y el agua fluye continua, demarcante y envolvente sobre el territorio, los misterios se tornan pan cotidiano y las mareas, cuando bajan, devuelven a la tierra cabezas cortadas. Territorios reales que filtran lo onírico en juegos sutiles, subrayando la precariedad de las certezas. Visiones y gritos que pueden ser interpretados como proféticos anuncios (anticipaciones) o como construcción del sueño y la duermevela del protagonista siempre atento y seguro durante el día y por las noches sobresaltado y con un arma a mano. Con una puesta aceitada y actuaciones contenidas (salvo en el último tercio donde cierta irrupción de un personaje altera el registro utilizado hasta el momento y hace un poco de ruido), Marea baja entrega una historia de traiciones y destinos marcados que hasta se anima a mezclar la mirada de autor con el género en un duelo final al mejor estilo de los westerns clásicos para compartir los terribles finales shakesperianos.
Gustavo Fontán decidió hace ya mucho tiempo volver imágenes a lo que podemos considerar ciertas cuestiones filosóficas. Y eso conlleva un riesgo que cada vez se torna más explícito y construye películas que requieren una profunda atención y participación del espectador. Forma y contenido se conjugan cada vez más íntegra(l)mente como un cuerpo pero que excede la organicidad y suma otros aspectos. El protagonista llega con su bote a una isla del Paraná y allí se le aparecerán personas con quienes (re)vivirá situaciones. El rostro es un regreso a un tiempo que ya fue, a reencontrarse con quiénes ya no están, en un espacio que los sobrevivió pero que tampoco es el mismo. Ese río que corre sirve para desambiguar cualquier atisbo de mismidad. Fontán trabaja nuevamente las texturas de la imagen (en blanco y negro) montando distintos formatos (Super 8 y 16mm y video) en capas de memorias que vienen y van en un oleaje que nunca se detiene. En el mismo inicio una bruma pinta el paisaje de nuestro protagonista aportando una posible explicación ensoñadora de la evocación que transitaremos a posteriori. Pero si de algo se desentiende el filme es de brindar explicaciones. La visualización y la banda sonora parecen separarse obligada e intencionalmente para aportarnos imágenes que no sólo rozan lo poético, sino que provocan sensaciones y pensamientos. Claramente hay una ilación entre La orilla que se abisma y El rostro. Una continuidad superadora. El director no busca hacer ni un documental antropológico ni uno sociológico. Por eso no vemos más que particiones de lo que se planta frente a la cámara. Pero no es la simple exhibición de la desintegración del hombre posmoderno, es más bien la demostración de la inutilidad de la (re)presentación totalizadora para “contar” el recuerdo. ¿Qué rostro es ese rostro que da título al filme? Es imposible no leer allí la puesta en escena de la rostridad como una potencialidad, una virtualidad que se desmarca del primer plano y se extiende más allá de aquello que significa comúnmente el rostro, como propuso Deleuze. Una afección que provoca el afecto y posibilita una manera de mostrar aquello que ya no está. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar
La memoria repetida En Carta a un padre, Edgardo Cozarinsky construye su último film como una forma de recuperar la memoria familiar (y en menor medida la de la nacionalidad). Indagando sobre sus orígenes en términos de línea paterna, recobra aquella infancia a la que se accede a partir de las voces de los sobrevivientes y los recuerdos tangibles que se poseen (pasaportes, fotos, postales, recortes y cartas) para narrar a un padre judío que llegó a estas tierras escapando de la guerra y la muerte, y encontró hogar y familia en una colonia entrerriana. Hijo que también hizo el camino inverso de su padre, Cozarinsky va desentrañando la historia propia aludiendo a determinados sucesos de la Historia mundial (pero la mayor parte de ellos en lo que tienen que ver con las raíces europeas). Documental clásico en sus procedimientos, con apenas algunos apuntes que no se extienden más que en su presentación (las fotografías de la adhesión al nazismo en el país con un acto en el Luna Park), el director no consigue alcanzar la potencia que exhibió en otras de sus producciones (La guerra de un solo hombre, Citizen Langlois, Fantasmas de Tánger) y sólo pinta una especie de melancolía que, en sus mejores momentos, se torna poética (el plano fijo de un atardecer con la luz en fuga), en otros los echa a perder explicándolos (las piedras en la tumba paterna, la sombra en el camino), y en la mayoría recurre a los lugares más comunes (el fuego de una hoguera, el cementerio del pueblo). Si para hablar del origen es necesario detenerse a mostrar, dos veces, un plano de una mano cavando la tierra hay algo que está fallando. NdR: Esta crítica fue publicada durante el BAFICI.
BLANCANIEVES Y OLÉ! Los cuentos clásicos de hadas (mal llamados “para niños”) son originalmente leyendas, tradiciones, mitos folklóricos que algún escritor (Perrault, los Hermanos Grimm, Andersen) recopiló y aunó bajo su nombre de autor. Finalmente volcados a la infancia fueron aligerados (aunque no completamente) de sus oscuridades y temores primigenios. Pero mantuvieron la atracción y el interés del público. Blancanieves tuvo variadas adaptaciones a la pantalla grande. Desde la animada por Walt Disney (el primer largo de la casa del ratón) hasta la más infantiloide Mirror, mirror o la épica con heroína posmoderna Blancanieves y la leyenda del cazador. Carmen (la bella Macarena García) pasa del cuidado de su abuela (una excelente Ángela Molina), tras la muerte de su madre y el accidente en una corrida de toros de su padre (Daniel Giménez Cacho) -un torero de fama que queda lisiado en silla de ruedas-, a las manos de una madrastra que hace honor a ese título en su peor acepción (increíble Maribel Verdú en versión malvadísima) que termina enviándola a la muerte. La joven logra escapar por la lascivia de su matador y en el camino pierde la memoria y es rescatada por 6 enanitos toreros que llevan su acto circense por los pueblos. Pero los caminos juntarán nuevamente a las protagonistas para vengar una muerte o extender la fama y la riqueza. Sólo el destino lo sabrá. Pablo Berger en su segundo película traslada el conocido cuento a la España de los ’20 con corridas de toros, música flamenca e incipiente “terror” político (anda por allí algún amante-asistente de traje militar). Y el resultado es sumamente logrado consiguiendo un melodrama gótico. Con una fotografía en blanco y negro y sin diálogos, con intertítulos, una edición y un montaje soberbios y capaces de recuperar todos los procedimientos del primitivo cine mudo aplicándolos con inteligencia y belleza y una banda sonora exquisita y encantatoria de Alfonso de Villalonga, Blancanieves revela que una historia poderosa sigue funcionando trasladada a otros tiempos si hay una idea motora detrás que construya mundo y sentido. Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar