LA RUINAS CIRCULARES Siempre es mejor estar en casa. Pero por eso mismo hay que escapar de allí. Quizá un poco más cuando casa no es hogar. ¿O más cuando lo es? ¿Pero hay forma de huir? Celina (Cecilia Rainero), al llegar a la casona de campo de Delfina (Agustina Liendo) -una amiga de la universidad a la que no ve hace tiempo-, casada con Sergio (Alan Pauls) -un hombre más grande que ella y padre de Paula (Agostina López)-, sentirá que en su estado (está atravesando una crisis matrimonial) más le valdría no permanecer allí. Pero no puede irse. Paula ha intentado suicidarse y Nené (Ailín Salas), con sus dotes adivinatorias, y María (Agustina Muñoz), una joven viuda con una herencia a derrochar, -sus dos amigas- se aparecerán de improviso para ayudarla a salir, literal y simbólicamente. Este grupo heterogéneo de mujeres, de distinta clase, educación y franja etaria, se acompañará en las salidas (fiestas, casino, tiro al blanco), compartirá sexo y drogas en procura de saciar sus deseos y transitará los pesares que arrastran, una pátina de muerte que todo lo empaña. Y el director Santiago Palavecino las sigue (y con él la arriesgada cámara de Fernando Lockett) como quien se prenda de un destello fugaz que lo obsesiona o, si no tanto, por lo menos, lo subyuga. Entre el borgiano “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?” y el pessoista “somos contos contando contos, nada” se balancea Algunas chicas, la tercera película de Palavecino (Otra vuelta, La vida nueva), presentada en Venecia en 2013, en Bafici en 2014 y que finalmente llega a su estreno comercial. Y esas referencias literarias no son azarosas en un film donde un chofer (que interpreta Edgardo Cozarinsky y que se nomina en la ficha técnica como Caronte) que transporta a los personajes “extranjeros” a una tierra nueva, jamás consigue terminar de narrar su cuento -que a la vez repite con diferencias en las dos oportunidades que lo intenta-, y que refuerza esa estructura narrativa no clásica que constituye a la película. Palavecino consigue plasmar, con una pericia notable -tanto en la dirección como en el guión-, algo así como un cine de “género de autor”. Una especie de thriller, con toques de terror, con un suspenso en latencia permanente pero narrado con técnicas de la modernidad. Utilizando el flashforward como anticipo (desde la imagen) o premonición (desde la trama), despliega imágenes que se subsumen en duermevelas o ensoñaciones de las protagonistas. Déjà vu intrigantes y pesadillescos que diluyen toda posibilidad de anclaje temporal. ¿Sucedió o va a suceder lo que vemos? ¿Está sucediendo ante nuestra mirada? Con una circularidad que agobia, estas chicas se enlazan, se escapan, ríen y lloran, se buscan y huyen de las otras y de sí mismas sin conseguirlo. Mientras por la ventana de un cuarto se observan imágenes proyectadas que dan cuenta de un paisaje móvil (evidenciando su artificialidad), nos preguntamos si lo que se vive en la casa cerrada no es entonces la ficción de una realidad o un sueño. Y los mitos se derrumban y se hacen añicos, entre ellos, aquel que asevera que las mujeres se cuentan todo. Estas chicas hablan pero se dicen poco. Sostienen secretos que las unen de un pasado en ese mismo lugar, acaecidos durante la boda de Delfina. Ocultan información y ni siquiera cuando son puestas en evidencia aceptan jugar al sincericidio, ni siquiera a la sinceridad. Los procedimientos utilizados (tanto en la forma como en el contenido) que eligen lo indirecto, el retazo narrativo, el extrañamiento, las ambigüedades tiñen a la película de un tono y un ambiente en el que lo real y lo onírico no pueden diferenciarse con claridad. Y a partir de esa ambigüedad pugna por ganar en nosotros, espectadores, la costumbre de pretender completar los casilleros vacíos y olvidar que siempre es mejor (como nos enseñara Susan Sontag en su célebre ensayo) ir contra la interpretación que siempre resulta conservadora y tranquilizante. Film de sensaciones y de fluidos que no dejan de correr (aunque no corran siempre): el agua de la lluvia, el de las piscinas, el de las bañeras (algo turbias), el de la sangre que como marca indeleble tiñe pieles, sábanas, toallas, piletas de baño. Film de acciones que no se corresponden únicamente a la relación de causa-efecto, de imágenes que huyen como los caballos nocturnos o que se repiten respondiendo a una logicidad otra, Algunas chicas no deja de creer en la corporalidad como enclave y soporte. Si la desconexión con el mundo, entre ellas y con sí mismas son moneda corriente en las protagonistas, no siempre ésta logra vencer: hay una palabra, un gesto, una disculpa, un abrazo o, simplemente, unas manos. Manos que se tocan como quien puede leer en ellas un destino a combatir o, al menos, a volver más amigable, aún sabiéndolo finalmente vencedor, y que apuestan a cierta necesaria corporeidad, a un Eros frente a un Tánatos que parece poder con todo. Algunas chicas está plagada de signos y marcas de un horror que se intuye desde el principio, una tragedia que se avecina y no se puede evitar. Pero aún así la cámara respeta a sus protagonistas y no las muestra como maniquíes ni el guión las mueve como títeres. Son ellas las que parecen decidir retardar el final o retrasar el juego o adelantar las pistas. La seguridad ansiada termina siendo la fatalidad anunciada y al espectador sólo le queda dejarse arrastrar por esa belleza inquietante.
Vislumbrar Saúl (gran composición de Géza Röhrig) es húngaro, está prisionero en el campo de concentración de Auschwitz y “trabaja” en las cámaras de gas “acompañando” a las víctimas a su destino final y seleccionando sus pertenencias. Es un sonderkommando (un judío que debe realizar ciertas tareas por las que obtiene privilegios de comida y ropa y, a la vez, una muerte fechada debido a lo que sabe). Forma parte de un grupo que organiza una revuelta para escapar pero cuando encuentra el cuerpo de un pequeño se obsesiona nombrándolo su hijo y queriendo darle sepultura cumpliendo el rito judío y buscando a un rabino para que lleve a cabo la ceremonia, por lo que olvida todo lo demás. La representación del horror ha sido tema de profundo y complejo debate desde los imprescindibles De la abyección de Jacques Rivette y El travelling de Kapo de Serge Daney hasta las discusiones que trajo aparejada la repercusión de films como La lista de Schindler o La vida es bella, sin dejar de tener en cuenta tanto las obras (con Shoah a la cabeza) como las reflexiones de Claude Lanzmann o de pensadores como Georges Didi-Huberman, Jean-Luc Nancy o Primo Levi. Entre otras cosas, la exposición melodramática de las imágenes siempre fue objetada y rechazada por su abyección y denunciado su uso tanto político como moralmente en detrimento de cualquier posición ética. El director László Nemen en su ópera prima El hijo de Saúl comprende perfectamente lo que significa la conexión inseparable de forma y contenido. Mediante el formato 4:3 -casi cuadrado-, oprime al protagonista que está siempre en pantalla y posiciona la cámara permanentemente (salvo en la escena de las fosas) en su nuca (al mejor estilo de los Dardenne) lo que siempre funciona de alguna manera como una barrera que no nos permite ver todo lo que él sí está observando, siguiéndolo en largos planos secuencias que permiten dinamizar la acción, reconstruir el universo del campo y todo lo que sucede en un mismo momento y ofrecer la idea de tiempo real. A esto le suma el trabajo exhaustivo y meticuloso con la banda sonora (gritos, golpes, disparos, diversidad de idiomas en juego) y la mostración del segundo plano (no hay casi profundidad de campo) que siempre se ve desenfocado o fuera de foco evitando lo obsceno, aquello que no debería ser mostrado ni visto, y obligando al espectador a utilizar su imaginación, que no es más que una representación visual que a la vez está construida a través de las imágenes fotográficas, cinematográficas o televisivas o el mismo andamiaje escrito (literario ficcional o documental) que cada uno posea. Saúl funge como una especie de Antígona que pretende hacer prevalecer la ley (religiosa) en un espacio y tiempo donde ha sido abolida por la fuerza cualquier legalidad instaurándose una razón otra. Pero a la vez esa intención que lo mueve lo lleva “azarosamente” por sitios a través del accionar de personas que lo rescatan, lo complican o lo ayudan, convirtiéndolo en una especie de guía para nosotros, los espectadores, que recorremos así algunos espacios del campo de concentración que nos hubiesen sido obliterados por la posición fija del protagonista (el lugar de la llegada de los trenes, el sitio de las mujeres, el río donde se arrojan las cenizas). Es muy sutil la línea que separa lo causal de lo casual y hay en ese azar algo que puede ser discutido porque, más allá de la idea humanista y compasiva de que cualquiera puede estar en ese lugar, eso no es cierto y sólo es relevante para la dramatización ficcional, y además -y especialmente peligroso-, porque podría abrir la puerta a la duda, la ambigüedad y al cuestionamiento, siempre latentes, con respecto a la racionalidad de un plan sistemático que, ha sido definitivamente demostrado, fue pensado y aplicado a rajatabla. Claro que es un riesgo el que se corre (del que casi siempre se sale airoso) para atrapar la tensión dramática sin caer en golpes bajos ni efectismos ni satisfacción del morbo ni manipulación de la culpa. Y eso es algo a celebrar. Por lo demás El hijo de Saúl es una novedosa y acertada manera de acercarse a un tema ya revisitado muchas veces (pero que nunca será suficiente), consiguiendo ser una película agobiante, angustiante y dura, pero de necesaria mirada.
Llega el estreno de Dioses de Egipto, última película de Alex Proyas (El Cuervo, Yo Robot). En estos tiempos de mercado cinematográfico donde abundan superhéroes de cómics, Hollywood sigue ampliando horizontes (y pretendiendo multiplicar ganancias) pero bajo la misma mirada. Gastados los mitos griegos y romanos y revisada la historia bíblica, apareció en estas películas el mundo egipcio. Poco revisitado bajo esta matriz dominante era hora de que la mitología egipcia comenzara a reversionarse. Ra, Osiris , Set y Horus y los otros dioses menores llegan a la pantalla grande con una cinta que podemos describir, en pocas palabras, como cada apertura anual de ShowMatch: larga, pretenciosa y grasa. Una aventura con visos de comedia, romance y superacción donde todo se toma tan en serio que nada funciona. Los dioses (que se diferencian en altura de los hombres y, por lo tanto mediante un horrible truco, se ven enormes) y los mortales deberán unirse para vencer al malo que pretende conquistar el mundo tal como se conoce hasta entonces: Horus y Bek son la pareja despareja de las buddy movie que apenas resulta de a ratos. Tragedias familiares (padres e hijos y complicados vínculos filiales que se trasladan a revanchas entre tío y sobrino al mejor estilo Shakespeare), amores humanos que son capaces de vencer hasta la muerte, celos e iras de dioses que son incomparables y enormes en su furia y sus pasiones se desarrollan en una trama que está plagada de lugares comunes, frases imposibles, y actuaciones estereotipadas. Todo intervenido con acción berretísima (cromas evidentes que gritan su digitalización mal resuelta, efectos que no llegan ni a las producciones de clase B) y que ni siquiera genera placer culposo. Montaje rápido, elipsis apuradas que denotan poco interés en lo que se cuenta o mala elección sobre lo que sería importante contar y desarrollar.
En nombre del amor, una nueva adaptación de un libro de Nicholas Sparks. Las películas basadas en novelas de Nicholas Sparks (Querido John, Un lugar donde refugiarse, Lo mejor de mi, El viaje más largo, Diario de una pasión -¡y no me vengan con que esa sí es una película rescatable!-) ya son un subgénero en sí. Que no le aportan nada al cine y tampoco, en su origen, tienen nada que ver con la literatura. Vendedor de best sellers que pretende hablar de temas importantes a través de tramas románticas, Sparks se lanza a producir estos filmes que son una pura fórmula con la única intención de seguir haciendo más dinero. En nombre del amor une a Travis (Benjamin Walker, algo así como el hijo no reconocido de Arjona), un joven ganador y canchero que no desperdicia una sola oportunidad con las chicas pero simplemente por que no ha encontrado aún a su media naranja, con Gabby (Teresa Palmer, portadora de unas ojeras que delatan lo que se le viene como personaje), una joven estudiante de medicina con un novio amable, profesional y bien parecido que la ama y al que ama (al menos hasta ese momento). El cruce y la unión posterior de ambos se da a partir de que son vecinos en un lugar paradisíaco, porque hay un perro dando vueltas por allí y porque el novio amable debe viajar un tiempo por negocios familiares. Los protagonistas discuten desde que se ven y uno ya sabe que terminarán juntos y que aún nos esperan larguísimos 110 minutos para que toda esta pesadilla insoportable y poco creíble termine. El tema importante acá versa sobre la eutanasia pero sólo para sumar más lágrimas a una soap opera (lo que los yanquis han hecho con la noble telenovela) lacrimógena, cursi y berreta. Sentimientos de cartón pintado esbozados por actores de madera terciada (salvo Tom Wilkinson que sale airoso de lo que le hacen hacer), vínculos que se esfuman según las conveniencias y convenciones del guión, cuerpos jóvenes desnudos (dentro de lo que la pacatería nos permite) e iluminados como publicidades, bellos paisajes y moralina barata que se quiere hacer pasar por iluminados e imprescindibles consejos para un mundo que adopta la new age como filosofía de vida. En En nombre del amor se cometen infinidad de tropelías y se perpetran estos esperpentos que dan vergüenza ajena. Menos a los que se llenan de plata con ellos.
HAY TANTO VIVO, MUERTO! Revenant: el renacido es la película con más nominaciones (12) al Premio Oscar de este año. Lo que no significaría mucho si no significara tanto para su realizador. El mexicano Alejando González Iñárritu ha hecho de su carrera cinematográfica (21 gramos, Babel, Biutiful, Birdman) un alarde de cine importante. Siempre sentenciando sobre los males que nos aquejan como humanidad en estos tiempos “miserables”, su filmografía se ha ensañado en aumentar el miserabilismo y regalarnos personajes cínicos, pedantes, vacuos, filósofos de la new age que creen encontrar algún atisbo de redención en marcar las faltas de los demás y transitar su camino para comprender que si no pueden cambiar el mundo por lo menos pueden intentar mejorar ellos. Ahora, para entender a qué se refiere esa mejora es necesario haber leído a Osho, escuchar a Ravi Shankar, practicar el arte de vivir o repetir como un mantra el lema de que “lo que sucede, conviene” mientras nos regocijamos en lo acumulado económicamente. El filme está basado en parte en el libro de Michael Punke (The Revenant: A Novel of Revenge) que narra la vida real de Hugh Glass, un explorador y frontiersman del Oeste de EE.UU., que vivió entre 1780 y 1833, y superó varias aventuras que lo convirtieron en una especie de leyenda para los norteamericanos. Lo que hace Iñárritu es proponer una película de sobrevivencia y venganza, con toques de género (western y aventuras) pero donde su mirada prima y se vuelve ostentosa y explícita. Si el guión no consigue que sus personajes desarrollen medianamente un arco de transformación o, al menos, de cambio (todos empiezan y terminan iguales, salvo los que quedan en el camino), la edición tampoco logra producir los efectos requeridos: las elipsis para “resolver” heridas y curaciones en los cuerpos son más propias de un cine clase B que de una superproducción de este calibre (que así se autodefine y se vende). Y especialmente cuando se hace un culto desde la puesta en escena en exacerbar la “realidad” y presentar a un héroe martirizado desde lo corporal, al mejor estilo de Gibson en La pasión de Cristo o con el mismo cariño que les dedica Von Trier a los suyos. Los encuadres y los primeros planos constantes sobre los personajes provocan exactamente lo contrario de lo que buscan, en lugar de hacernos sentir en la escena y de condolernos por sus padecimientos nos alejan y nos muestran el artificio. Y sabemos perfectamente que no es la reflexión lo que nos pide Iñárritu sino que busca el atontamiento y la emoción irracional que nos haga empatizar sin más. Si no cómo se explica que se olvide del fuera de campo y nos sumerja en una especie de porno sádico y gore donde la violencia está siempre en primer plano y la sangre nos baña en cada fotograma. Pero tampoco logra, esa misma edición, sostener la tensión cuando, por ejemplo, tenemos por lo menos tres situaciones dándose a la par en el relato y no logra hacerlas imbricarse o contraponerse y lo que es peor, ¡no consigue contarlas! Esto es lo que sucede cuando lo que queda de la expedición original se ve dividida por una cascada enorme debiendo decidir el camino a seguir, el villano Fitzgerald y el joven Bridger (tras haber enterrado vivo a Glass) van marchando para alcanzarlos y Glass también se ha puesto en carrera. Cómo esa avanzada expedicionaria llega a destino no lo sabremos pues le importa tan poco al director como el querer construir algo por encima de las historias de vida que abundan en los telefilmes. Pero eso sí, lo viste muy bellamente, lo engalana de espejitos de colores. Emmanuel Lubezky vuelve a demostrar su experticia para la fotografía (por lo que seguramente se alzará con su Oscar), en aguas correntosas y paisajes helados, en panorámicas diurnas y nocturnas exquisitas, pero de un preciosismo vacuo de postal grandilocuente. Aprovechando el contexto el mensaje que se ofrece sobre los pueblos originarios es políticamente correcta, que es lo mismo que decir de un paternalismo blanco dominante que reproduce lo peor de siglos de colonialismo: su primera aparición es ser artífices activos de una masacre (que aunque después se exponga su justificación no impide pintarlos brutales y sanguinarios), más allá del discurso de un jefe aborigen explicitando que han sido aniquilados y robados por los blancos, no dejan de tener intercambios comerciales (pieles robadas por armas y caballos) con los franceses que además los engañan y traicionan (los blancos malos son los franceses jamás los norteamericanos que apenas aportan un malvado individualizado y castigado. Castigado con la muerte por los indios que así le pagan un favor al héroe y lo libran de ensuciarse las manos con sangre de un igual por más malo que sea y aunque estuviera justificado ese accionar). Los niños aborígenes, que aparecen antes de que Fitzgerald y Bridger entren al fuerte, parecen remedos de los niños de Tire Dié,y las nativas que se observan o son la mano de obra en el interior del fuerte o el cuerpo sexual dominado doblemente (por indias y por mujeres) en el bar-lupanar que se muestra. Cuando deja las crudas batallas de lado y se permite alguna otra imagen (que no sea de la naturaleza agreste) Iñárritu se descuelga con la “poesía” de un pájaro saliendo de una herida de bala o una iglesia derruida en medio de la nada o una mujer levitando sobre el cuerpo yacente del protagonista en uno de esos imposibles traslados cinematográficos de lo que fue el realismo mágico latinoamericano en la literatura. En cuanto a los actores, Tom Hardy está sobreactuado y sin matices, y Leonardo DiCaprio sufre todas las penurias posibles, gruñendo, arrastrándose, babeando, con el ceño fruncido y con toda la voluntad digna de mejores causas pero que le dará finalmente el tan esquivo Oscar (aunque, hay que decirlo, siendo el actor que es no se merecía tener que pasar por esto). Los demás hacen lo que pueden o lo que les deja un guión pobre y una dirección que no se preocupa por ellos. Malos tiempos estos en que González Iñárritu accede a premios y halagos de la crítica casi constituyéndose en uno de los directores más reconocidos. Sólo nos queda apostar por el público que, si lo acompaña, lo hace tibiamente, y por lo bajo sale bostezando de las salas y seguir reflexionando sobre por qué no hay que comprar este producto pretencioso y vacío. Por Javier Luzi @elejavier
Llega la opera prima de Bruno Hernández, 8 Tiros. Vicente (Luis Ziembrowski) y Juan (Daniel Aráoz) son dos hermanos al frente de un negocio que mezcla narcotráfico, trata de blancas y demás asuntos non sanctos pero que deparan pingües réditos. Uno es el jefe y el otro su mano derecha. Hasta que éste dice no va más y deja todo. Pero sabemos que es fácil entrar a ciertos sitios y la salida… lo vamos viendo. Vicente lo manda a matar y Juan logra sobrevivir pero finge su muerte por siete años. Ante la muerte de la madre de ambos regresa para cumplir una promesa que se hizo para sí en la infancia y desarrollar la venganza correspondiente. Thriller de mafias, corrupción y connivencia policial y política que remite a sucesos revisitados por la tele casi cotidianamente (y que hoy en día están más que en auge), 8 Tiros (que se estrena a tres años de su rodaje) despliega un arsenal de acción y violencia en una escalada feroz matizándolo con un drama familiar y los sucios secretitos que se esconden bajo la alfombra de la casa paterna. Más allá de un exceso explicativo en la recurrencia de los flashbacks que develan el pasado traumático que da curso al presente de la narración y alguna línea argumental poco desarrollada o que peca de cierta inverosimilitud (la trama de la agente de la DEA), 8 Tiros se toma en serio lo que cuenta, no cae en la parodia, ni exagera los trazos, apuesta por los climas y los tiempos que generan tensión y predicen el estallido final, respeta a sus personajes sin moralina ni bajada de línea y retrata con sequedad y acierto el tránsito de un ajuste de cuentas en los bajos fondos y las altas esferas. En el elenco que completan Leticia Brédice, Roly Serrano, Maria Nela Sinisterra, -entre otros-, todos afiatados y convincentes en sus roles, se destaca la dupla fraterna donde Ziembrowski echa mano a sus reconocidos recursos y Aráoz redobla la apuesta de aquel personaje oscuro de El hombre de al lado, dejando al comediante que le conocemos para convertirse en un duro de temer. Bruno Hernández confía en el género y a él se entrega en su opera prima saliendo más que airoso y ofreciendo un producto digno y atendible con 8 Tiros.
Tiempos de poesía vacua Nira es maestra jardinera y descubre que Yoav, un alumno de 5 años, su preferido, cae en trances, esporádicos y epifánicos, a partir de los cuales “crea” poemas. La niñera, una actriz en ciernes, y ella misma, poeta frustrada, se adueñan de esas poesías, convenientemente, haciéndolas pasar como propias. El padre del chico, un hombre separado y millonario, se niega a incentivar el supuesto don. La maestra se obsesionará cada vez más con el pequeño y -manipulación mediante de un guión esquemático y con tintes de profundo- se erige en su protectora ante una familia abandónica y una sociedad que no apuesta por el arte enlazando un paso tras otro en un camino sin retorno. El director israelí Nadav Lapid (ganador como mejor director por esta película en Bafici 2015 y que ya había ganado el 14º Bafici con Policeman: una apuesta ideológica nefasta y con un uso de la metáfora bastante burdo) fabrica, en su segundo largometraje, una historia insostenible, con supuestos aires de profundidad observacional y de lectura política coyuntural de su país (en la línea de la interpretación indirecta y metafórica), que no puede desarrollar en dos horas ningún personaje verosímil ni dejar de bajar línea. Pretender que los poemas que afloran de boca del niño son la salvación espiritual, la barrera que nos protege ante un mundo que ha olvidado su humanidad es como creer que el show de baile en el prime time del canal del solcito pone en la primera plana del interés público a la danza. Una concatenación aleatoria, fácil y empática de palabras vacías sólo sirve para adornar un póster berreta más que para conseguir construir un poema. Si dejamos de lado la cuestionable idea romántica del genio -que llega por obra y gracia del misticismo-, que subyace en la premisa de La maestra de jardín, no podemos dejar de objetar las débiles, poco sutiles y simplistas oposiciones dualistas que se construyen, se enfatizan y se encumbran y a partir de las cuales se pretende sostener el film y su cosmovisión (ideológica) de mundo: arte y riqueza; poesía y materialismo; sociedad espiritual y sociedad militarizada, etcétera. Y eso por no dar cuenta ni del trabajo esquemático con el sonido ni de las escenas de baile idiotizantes que apabullan por su ridiculez.
Esto no es cine Uno quisiera pensar que el cine argentino ya ha pasado la frontera de la idiotización de brigadas, bañeros, extermineitors y todas esas lacras que han sabido redituar en los bolsillos de productores inescrupulosos y de un equipo detrás y delante de cámaras que si le han ido en zaga en lo económico, no en la desvergüenza de subirse a cualquier proyecto. Seamos sinceros. Pero la ilusión dura lo que uno se sienta en una sala o revisa los estrenos de años anteriores. El problema no es hacer un cine de comedia liviana o de puro entretenimiento sino el buscar sólo hacer negocio. Construir un producto sin preocuparse en lo más mínimo por alcanzar los estándares básicos y subestimar al espectador. Locos sueltos en el Zoo (una producción de Argentina Sono Film representada en el heredero de su familia clásica Carlos Mentasti y el nuevo Luis Scalella, en la que también participa Telefé Cine y distribuye Buena Vista -la filial de Disney-) es una falta de respeto. La trama (si se puede llamar así a esta ilación) mínima: el guardián del zoológico se jubila (él ama a sus animales, de día los cuidó y de noche les enseñó a hablar) y mientras todo sigue más o menos normal, a pesar de la nueva guardiana y de los excéntricos empleados, un empresario que trafica animales necesita -a pedido de su jefe- especies más grandes, por lo que contrata a unos detectives (?) para conseguirlos y eso los llevará al zoo. Los títulos iniciales presentan a cada uno de los integrantes del elenco con la imagen de un animal. ¿Les suena? Las escenas empiezan y terminan en cualquier momento, los planos se pegan a la fuerza y sin respetar raccord, los chistes ya eran viejos antes de ser dichos por primera vez, las actuaciones no merecen tal nominación. Florimonte hace de fea y por lo tanto es mala; las lindas (Salazar, Jellinek y Antoniale) son tontas y/o usan lentes para pasar por intelectuales; Disi y Fernández de Rosa son la guardia vieja, y Alé y Müller la nueva; Marley come bichos; Gianola habla de Tigre; Mottola se cae y se lleva todo por delante; Peña y Navia (los hermanos Bielsa, detectives secretos) se disfrazan para intentar hacernos reír; Jellinek dice “lo dejo a su criterio” y así cada uno hace lo que sabe, que es bastante poco a juzgar por el resultado. Los planos inserts de los animales moviendo la boca no respetan espacio y hacen uso de un efecto berreta y el gorila ni quiere disimular su disfraz. Los malos tienen oficinas en Puerto Madero (que todos sabemos que es el lugar del Mal en este país) y la cinta no deja de ser una publicidad larguísima del Zoo de Buenos Aires (aunque no es el único chivo y no estoy hablando de animales). Ya ni pido como sociedad el ser mejores ciudadanos, pero al menos seamos mejores consumidores.
Lejos del paraíso Hubo un tiempo en que Hawaii era el paraíso. Hubo un tiempo en que Eugenio y Martín se conocían y tenían cotidianeidad. Ahora es otro tiempo y las cosas parecieran haber cambiado, pero sólo en superficie. En verdad se acentuaron. Martín vuelve al pueblo en que nació buscando una familia que ya no está más. Eugenio escribe una novela en la que fue su casa familiar de veraneo (que ahora es propiedad de sus tíos). Martín anda pidiendo trabajo y llega a la puerta de Eugenio. Se reconocen y entonces este le ofrece alguna changa. Hay secretos y mentiras que se irán desenredando. Entre charlas y convivencia no sólo va pasando el verano sino que la relación avanza entre silencios, sutilezas, medias sonrisas y deseos que afloran trayendo sorpresas. Marco Berger vuelve a construir una historia de sentimientos y descubrimientos con mano precisa y ojo atento. La cámara filma los cuerpos masculinos (desnudos, en ropa interior) menos buscando la sensualidad que convocando a la corporalidad, la fisicidad, la presentificación del cuerpo. Inteligentemente el género se cruza con la clase social provocando el choque y abriendo preguntas. ¿Es posible el encuentro entre el cuerpo del trabajo y el cuerpo del intelecto? ¿Tiene futuro? ¿Es donación desinteresada o intercambio intencional lo que mueve al que tiene a entregar algo a quien le falta? ¿Qué es el amor: uno o el otro? ¿O es uno y el otro? Del cuerpo del exceso (en un universo donde lo gay también puede calificarse de consumista acérrimo y alienado) al cuerpo de la falta. Aquello que va del gay de Palermo al puto de La Matanza. Actuaciones y rubros técnicos impecables, un guión que sabe contar y una cámara que sabe cómo convertir esas palabras en imágenes, hacen de Hawaii una película que excede el gueto, donde la diferencia sexual es un detalle más, casi accesorio (o por el contrario se vuelve imprescindible si se la piensa como resistencia, lucha y reflexión sobre lo minoritario y la exclusión) y de Berger un director ya imprescindible.
Mientras somos jóvenes, con Ben Stiller y Naomi Watts. “Mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar”, cantaba Serú Girán. ¿Y si uno no es mar ni ola nueva? Si se ha quedado encabalgado en un tiempo del que se siente extraño, desfasado, fuera de tiempo. Algo así parece experimentar Josh (Ben Stiller), un director de documentales (o mejor dicho de un documental y de otro que le está llevando casi diez años terminar), cuarentón, profesor, casado con Cordelia (Naomi Watts), productora de cine e hija de un documentalista afamado a punto de recibir un reconocimiento a su trayectoria (quien otrora fuera el mentor de Josh). Pareja feliz o acostumbrada, sin hijos, mientras a su alrededor sus amigos son padres recientes y entonces sus gustos, sus encuentros, sus intereses parecen bifurcarse. Al conocer a los veinteañeros Jamie (Adam Driver) y Darby (Amanda Seyfrid) por un tiempo creerán que ese empuje juvenil los puede tomar por asalto. Pero al mejor estilo de La malvada, detrás de la candidez, la solidaridad, el desinterés, algo empieza a asomar que hace ruido en la joven, cool y libertaria pareja, especialmente en él. Noah Baumbach (un director indie más que interesante y del que sólo se ha estrenado en el país la maravillosa Historias de familia) construye un retrato generacional y de clase que trasciende fronteras y permite pensar a esos excéntricos que se sienten fuera de lugar , que no se creen capaces por miedo, que no se quieren reconocer en lo que no pueden y se enojan con el mundo y se disfrazan de lo que no son en busca del tiempo perdido cuando en verdad ganarían más en buscar lo que quieren ser. Pero a la vez reflexiona sobre el cine como industria, como pasión, como negocio, como arte y sobre la tecnología y sus aportes y la apropiación de esas herramientas para quien debió amoldarse a los cambios o la naturalidad que despliega el que nació con ellas. Mientras somos jóvenes es una comedia inteligente y amarga, de esas que nos hacen reír mientras pensamos de qué nos estamos riendo, donde nada se resuelve mágicamente y las paradojas siguen en tensión permanente, donde se reflexiona sobre la construcción de la verdad y el verosímil sin apoyar los discursos posmodernos de la multiplicidad de verdades. Pero especialmente donde importa el cuento más que la tesis y el mensaje. Todo acompañado de buena música y de un elenco que sabe lo que hace.