Y me encendí de amor ¿A qué alude esa tercera orilla que da título a la nueva película de Celina Murga? Bien sabemos que cualquier caudal de agua sólo tiene dos. ¿Será la nominación de un lugar imposible? ¿Será la figura de ese hijo como resultado de un uno (madre/padre) más un dos (madre/padre) que unidos da un otro tercero? ¿Será la búsqueda de alguna síntesis? Seguro es eso y mucho más. Un adolescente va cumpliendo con los mandatos paternos en una perfecta conjunción que lo depositará en un lugar que, claramente, a medida que avance el relato, comprenderemos no ha sido una elección. El padre al que responde es un doctor reconocido del “pueblo” que tiene dos familias en paralelo que a nadie le parece necesario tener que justificar o explicar. El ha decidido que ese hijo, fruto de la familia no oficial, sea “el heredero”: que estudie medicina, que trabaje en su clínica, que se encargue del campo familiar. Mientras, Nicolás cuida a sus hermanos -incluido el hermanastro-, y a su madre con un cariño incondicional y ocupando un rol que a veces demuestra otra manera de paternidad y en otras repite los mismos mecanismos que padece. Murga construye un delicado y sutil relato que se basa en detalles y situaciones que no fuerzan el subrayado ni la explicitación. La misma cotidianeidad se vuelve acumulativa para sembrar esas pistas que conformarán las ulteriores razones para acceder al desenlace. Piezas de un rompecabezas que requieren la intervención activa del espectador. Sociedades conservadoras, ideologías machistas, patriarcados míticos de un interior que jamás ha puesto en duda sus pilares constitutivos (¿cómo poner en cuestión algo natural?) se exhiben ante nuestros ojos con la mayor naturalidad mientras en paralelo crece en el joven protagonista un volcán imparable. La directora vuelve a colocar su ojo y su cámara en determinada franja etaria (niños y jóvenes) de una sociedad del interior provincial (Entre Ríos) -algo que ya resulta una característica desde Ana y los otros, su interesante opera prima-, pero logrando a través de la pintura de la aldea propia la universalización de la historia. Los logros de la película se alcanzan también por la elección de un reparto excepcional. A la cabeza del cual un director de teatro y dramaturgo reconocido como Daniel Veronese se vuelve toda una revelación en su debut actoral y Alián Devetac, sin antecedentes anteriores, consigue transmitir acertadamente todas las emociones por las que transita Nicolás. Murga vuelve a demostrar que son las mujeres directoras (Martel, Puenzo, Cedrón, Seggiaro, Sarasola Day, Galardi, Menis, Oliveira Cézar, Carri) quienes más arriesgan y construyen una producción imprescindible para vigorizar el cine argentino.
CUANDO LA MENTIRA ES LA VERDAD La grande bellezza se ha convertido en la mimada de la mayoría de la crítica y de las premiaciones desde su aparición en Cannes el año pasado (ganadora del Globo de Oro, del BAFTA y candidata favorita para alzarse con el Oscar a película extranjera) y su director Paolo Sorrentino en la versión rediviva de Fellini. Jep Gambardella (Toni Servillo) es un escritor que ha publicado en su juventud “una obra maestra” de la literatura de estos tiempos, para convertirse desde entonces en un periodista reputado de y por la clase alta romana, partícipe de sus fiestas, sus devaneos “intelectuales” y su vacío existencial jamás asumido. A los 65 años nuestro protagonista empieza a vislumbrar que algo no anda bien ni en su vida ni en la de sus amigos ni en la de su grupo social que maneja los hilos de la cultura, los medios y las instituciones (el poder simbólico y el fáctico). Con la posmodernidad (a estas alturas históricas) a nuestras espaldas, en nuestro presente y poseedora del futuro, es innegable que la vacuidad se ha vuelto moneda corriente en nuestras vidas, que la (falsa) democratización de las voces y la venerada multiplicación de las verdades nos han legado la estúpida creencia de que todos podemos hablar de todo como profundos conocedores (sin ser más que repetidores y sostenedores del lugar más común) y que a pesar de la proliferación de formas y medios de relacionarse estamos menos comunicados que nunca y más solos que el uno. El director pretende hacer un retrato de estos tiempos y ubica a Italia (y en particular a Roma) en el centro de la escena (cual epítome global). Una Italia que siempre se ha visto como un decorado a cielo abierto por sus monumentos que afloran en cada esquina de sus calles, un país donde los mass-medias se impusieron como verdad revelada y se apropiaron del poder (Berlusconi y su RAI, sus azafatas de programas berretas, sus orgías con menores de edad, sus negociados. Hechos de los que siempre sale inmune). Sorrentino pone su ojo-cámara frente a esos personajes de una clase alta decadente y ridícula, falsa y patética, negadora y cínica, para hablar de un hoy que parece infectarnos mundialmente. ¿Y cómo no estar de acuerdo con esa cosmovisión? El problema radica en la elección de los procedimientos y herramientas utilizados. El director no puede despegarse de la explicitación ni del trazo grueso más obsceno para pintar ese universo. Se propone ejercer una sátira social profunda (y apenas llega a la moralina) y sólo atina a presentar un espejo para retratar un presente que cualquier espectador observa con sólo encender la televisión o escuchar la radio. En un mundo posmoderno donde la sutileza está vedada, Sorrentino echa mano a los subrayados (y no una o dos veces, sino todas las que los 142 minutos de duración de la película le permiten) y repite y repite la mismidad de lo mismo con una dedicación digna de mejores objetivos. Snob, pretenciosa, fatua, artificial y artificiosa, fingida y falsa, la misma puesta se expresa en su forma igual que el contenido que pretende señalar como reprochable. Jep no es un observador que ha reflexionado sobre lo equívoco de sus elecciones, sino apenas una marioneta para provocar en el espectador sentimientos de humanidad que son puro artificio. Sólo se cuestiona a sí mismo desde la falsa modestia y la autoindulgencia, o en su defecto desde la necesidad de un guión maniqueo y simplista que escupe parlamentos con la profundidad de un Osho, un Coelho o un póster Pagsa de esos que en los ‘80 inundaban los respaldos de los asientos de los colectiveros en Buenos Aires. Y si creemos que la coherencia entre discurso y acción nos da permiso para señalar con el dedo a nuestros contemporáneos desde el pedestal de la sabiduría hemos caído en la trampa. El sabio no tiene certezas, sólo dudas. Si el flâneur -que poetizó Baudelaire y teorizó la lectura benjaminiana-, surge como personaje de una modernidad que da cuenta de los cambios en las ciudades y en las relaciones interpersonales (la multitud nos enfrenta, ante la mayor posibilidad del encuentro, con la soledad más desolada), Jep es un posmoderno cabal que sólo encuentra a la ciudad vacía y en la ciudad, vacío. Esas metáforas, esas analogías, son la única forma que halla Sorrentino para describir lo que ve. Tautologías. Pleonasmos. Perogrulladas. Si quiero mostrar vacío, filmo la ciudad desnuda; si busco contar el cotilleo social, construyo escenas llenas de ruido y cháchara superficial; si quiero hablar del consumo, armo un atiborrado, exuberante y exagerado escenario; si presento un arte sin sustento, expongo performances cool y acto seguido muestro a nuestro protagonista (y guía en este descenso a los infiernos que de dantesco sólo comparte su nacionalidad -y casi ni eso, si uno se plantea que históricamente Italia aún no se había constituido como nación en tiempos de “La Divina Comedia”- ) visitando principessas y admirando cuadros renacentistas bañados en luz y música clásica. Ese es el método siempre. Un recurso insoportable y que revela la búsqueda intencional de una rápida, segura y fácil identificación espectatorial. Nadie trazó una comparación con Greenaway (¿acaso ya no se recuerda el estilo de este director inglés que en sus comienzos la crítica ensalzó?) y de Fellini sólo podemos encontrar la estereotipación de los lugares comunes: la ciudad, las mujeres y el sexo, la añoranza por los buenos tiempos idos, la fauna de los diferentes. Pero no creo equivocarme si digo que jamás Federico desdeñó a sus personajes, los maltrató o se burló de ellos, con una misantropía tan poco fundada. Aquí se expone a una sociedad, a las personas que la conforman, mientras se disfruta sin culpa y sin vergüenza porque los Otros son siempre menos que uno. Masas sin pensamiento ni reflexión y manipuladas por quién sabe quién y dónde uno queda excluido por una supuesta epifanía que permite la observancia externa. Una posición de falsa conciencia. Que por si fuera poco recurre a la religión como teleología. Y no tiene ningún prurito en deshacerse de los únicos personajes, -Andrea y Ramona-, que dejan en evidencia y exhiben la verdadera naturaleza del protagonista. Siempre nos hemos quejado de las producciones hollywoodenses que se construyen para un público (pensado como) infantil que necesita que todo sea dicho, que no deja ambigüedades expuestas, que cierra todo sin dejar resquicios abiertos por donde pueda aparecer la vida y con ella los imprevistos, los dolores, los misterios. La grande bellezza nos endulza los oídos, reafirma nuestras certezas, nos da un alimento previamente masticado y predigerido para el que sólo nos queda sentarnos a saborear porque el gusto es de nuestro agrado -pero el gusto desdeña la reflexión-, se esfuerza por dejarnos boquiabiertos ante la maravillosa puesta en escena y nos dice que la belleza es un balcón con una monja naroskyana y una bandada de flamencos. Demasiado poco para tanta admiración. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar
Recuperar lo perdido Liso necesita recuperar la paz perdida que lo llevó a la clínica psiquiátrica de la que acaba de salir. Hijo único de una familia acomodada, anda por la casa sobreprotegido por su madre y ayudado económicamente por su padre en su rol de macho dador a hijo macho. Sus visitas a su abuela son su cable a tierra. Sonia es la persona de servicio de la familia y necesita recuperar La Paz, su lugar de nacimiento. Extraña todo lo que tuvo que dejar allá en busca de un mejor pasar acá. Liso y Sonia se entienden en la falta, con la distancia que sus orígenes les inculcaron culturalmente. Sólo que Liso todavía no puede ver lo que sí hay: sobreviviente, abstraído en la pérdida, carente de deseo real, de motivación y de pulsión de vida, apenas satisface lo sexual como puro instinto. Por el contrario, Sonia quiere, trabaja, extraña, piensa, disfruta. En definitiva, vive. La Paz, la nueva película de Santiago Loza (Los labios, Cuatro mujeres descalzas, Extraño), está dividida en pequeñas situaciones cotidianas y carentes de esa supuesta importancia que las vuelven registrables, y acciona por acumulación. Los espectadores, asomados a estas vidas, van conociendo a los personajes sin que los diálogos los describan explícitamente, y entre silencios y pocas palabras se constituyen frente a sus ojos. El realizador entiende, acertadamente, que para la historia que tiene entre manos no necesita de extensos diálogos, sino de miradas, acciones y palabras elegidas con precisión que definan a sus protagonistas, seres que desde diferentes instancias buscan recuperar algo que quedó fuera de sus vidas y que deberán emprender un camino tanto interior como exterior para recobrarlo. Para sostener esta apuesta, La Paz cuenta con actuaciones sobrias y contenidas, y un guión que evita el melodrama y que a partir de su sutileza alcanza una llamativa sensibilidad y nobleza. Párrafo aparte para los viajes en moto del protagonista y su abuela, que no solamente son encantadores, sino también encantatorios. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
El riesgo como virtud Ulises es fotógrafo y está de novio con Alma. Se aman, o eso parece, entre citas de Borges, teorías subjetivas sobre la verdad, vericuetos retóricos en discursos académicos y librerías de usados. De pronto Alma desaparece y Ulises sale a buscarla en una Buenos Aires nocturna y vacíamente amenazante. Mientras, un librero, un profesor, una empleada de bar y una hermana nunca presentada se cruzan en el periplo de búsqueda. En Errata, el realizador Iván Vescovo mezcla el film noir con el cine de autor y sale más que airoso del intento. Femme fatal, oscuridad y sombras nocturnas, ciudad y delitos se imbrican con una narración quebrada, de sueños y saltos temporales, filmada en un blanco y negro impecable y con una alta dosis de significantes aportes literarios. Allí aparecen desde la explicitación de Borges y Bioy (su obra y su amor por el policial negro), a los saltos espacios-temporales cortazarianos, pasando por el doppelganger. La teoría sobre las erratas en los textos será la causa motora del film y la forma que adopta: personajes que son erratas en la vida de los otros y que trafican con los engaños y las mentiras, vueltas de tuerca que duplican las trampas y los artificios. Estas capas narrativas y estéticas finalmente aceleran cierto cambio abrupto y disruptivo que se sucede en el final, donde la ambigüedad se pierde para retomar cierta linealidad explicativa y resolutiva de los conflictos planteados. Esta pérdida de complejidad en las instancias decisivas, más algunos personajes que se abandonan o aparecen con explicita funcionalidad, sin terminar de adquirir autonomía y vida propia, son pequeños lunares en la más que interesante ópera prima de un jovencísimo director. Errata instaura un piso alto para Vescovo y la expectativa es que le sirva de trampolín para su futura filmografía.
Carmen y Rafael son un matrimonio cordobés que se va de camping a la localidad que da título al filme (y que al final duplicará su significación). Más tarde llega la madre y la hermana de ella. En esas pocas horas, en esas pocas actividades que allí se pueden realizar, se reflejan las relaciones humanas entabladas y sostenidas. Con sutileza en los diálogos (palabras cargadas de falso cariño y enorme agresión poco disimulada) y un accionar masculino que denota una práctica cotidiana de la dominación, Mariano Luque relata una historia de violencia (psicológica y física) sobre la mujer. Violencia que el entorno de ella se niega a ver ni a reconocer. La concisión temporal y una dirección de actores precisa (donde el reparto luce ajustadísimo) no hacen sino aumentar el efecto buscado. Quizá lo que podría enunciarse es una observación sobre la elección del director en el uso de los planos cortos y primerísimos primeros planos: que los personajes queden enmarcados no necesariamente expresa asfixia ni ahogo ni opresión, y entre tanto acierto visual y de puesta en escena trabajando la sustracción esos rostros remiten a otros registros que desentonan. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar
Lo que no puede ser dicho Deshora, de Bárbara Sarasola-Day, cuenta la historia de una pareja acomodada de la burguesía salteña, Ernesto (Luis Ziembrowski) y Helena (María Ucedo) y la irrupción del deseo olvidado y/o aletargado en la figura de Joaquín (Alejandro Buitrago), un primo de la mujer, que dislocará la tranquila y monótona vida matrimonial. El joven acaba de salir de una internación por adicción y se inserta en la convivencia diaria familiar que ya se encuentra en un avanzado estado de desgaste vincular. Película de climas y pequeños gestos que van acumulando pistas (seducción estereotipada y repetidora de mandatos y roles sociales: fantasías entre primos, la salida de machos a los puteríos, o la folklórica riña de gallos con su universo literal y simbólico de masculinidad) para desentrañar o engañar al espectador en la probable formación del triángulo o el dúo. Y quizá en esa instancia es que se detiene un poco en exceso para dar cuenta de ello, estirando innecesariamente la aparición del giro que planteará un quiebre y acelerará los tiempos planteados hasta allí, un poco más contemplativos, más extensivos que intensivos. Es en esa última media hora donde la pasión desbordada, el deseo inconfesable y vergonzante, la tensión sexual, la necesidad de sentirse querido, se desatan y con ellos la violencia irrumpe sin frenos mostrando la cara oculta y verdadera de los personajes. Los cruces de miradas como conductores del deseo latente se apoderan de los espacios donde la palabra no tiene nada que decir y el melodrama se juega en una escena de baile en el zaguán de la vieja casona señorial entre el trío protagonista, interpretada con justeza y musicalizada con un bolerazo que canta lo que no puede ser dicho y apura lo que ya se sugiere inevitable.
Chicas modernas Desde que Disney compró a Pixar y le dio el cargo de director creativo a John Lasseter hubo una evidente renovación y rejuvenecimiento en los estudios del ratón más famoso del mundo. Algo de esa sinergia entre las empresas revitalizó a la casa Disney y la volvió a colocar en los primeros lugares de la taquilla y en la atención crítica que había ido perdiendo en manos de la novedosa Pixar. Frozen, una aventura congelada es otra demostración de ese avance. Después de la mirada entre melancólica y tecnológica puesta en evidencia en Ralph el demoledor, Frozen… recupera el espíritu de Enredados y revisita la mirada sobre las princesas, basándose en un cuento de Hans Christian Andersen (La reina de la nieve). Y vuelve a incorporar las canciones y cuadros musicales ofreciéndoles un lugar preponderante en la trama como en aquellos films animados de la década del ’90 (La Bella y la Bestia, Aladino, La sirenita, y más) y recuperando la tradición de un género como el musical donde la fábrica de los sueños se mueve a sus anchas. Dos princesas-hermanas que se adoran desde niñas ven su relación interrumpida por causa de cierto poder de una de ellas que le causa un accidente, que pudo haber sido mortal, a la otra. A partir de ese momento el encierro se vuelve la cotidianeidad y el don (un legado paterno) una especie de maleficio. Hasta que el destino las ponga en una situación nueva: Elsa -antes de convertirse en reina-, vuelve a verse superada por ese poder de convertir todo en hielo al no poder controlar sus sentimientos y emociones y prefiere alejarse antes que hacerle daño a Anna, pero no sin antes dejar al reino sumido en un invierno eterno. Sólo que no cuenta con el cariño inmenso de su hermana que hará todo lo que esté a su alcance, y más también, para ayudarla, recuperar la relación que las unió y salvar al pueblo. Los cuadros musicales se conjugan con la aventura épica, con el humor y el melodrama. El equipo de rescate formado por Anna, el rústico, sensible y algo conservador Kristoff, su reno y Olaf, el muñeco de nieve (que funciona como el comic relief), son de esos grupos de freaks que se juntan menos por elección que por su posición marginal y que terminan logrando atravesar las diferencias no sin aportar antes gran parte de las risas y la cuota de romance que uno espera en estos casos. Hay por ahí también engaños y personajes que no son lo que parecen y traiciones de poder por traumas familiares no resueltos. En general cada uno de los protagonistas y antagonistas deben ver qué hacen con esas cuestiones que en la infancia los han marcado y los han convertido en lo que son, casi sin querer. Con una utilización de los efectos especiales que tornan los paisajes nevados de una belleza encantatoria y un ritmo que no decae en ningún momento, Frozen… consigue atrapar al espectador en un cuento de hadas que aún así nos sabe muy cercano y posible. Y especialmente construye chicas que no necesitan de salvadores sino de compañeros. Esas mujeres al mejor estilo de las screwball comedy de los ’30 y los ’40: lanzadas, sin miedo, sin filtros ni pruritos sociales, sin responder a lo que se espera de ellas, capaces de todo y no solamente por un amor de pareja. Ese amor está como una parte de la vida pero es evidente, y cada vez más explícito, que hay otros vínculos que también son motores imprescindibles para ser y hacer. Intuyo que en cualquier momento los príncipes se volverán un clásico y serán historia. Estas princesas cada vez se dan más cuenta de que sólo siendo lo que quieren ser podrán encontrar un par y que el azul es un color que no siempre está de temporada.
Pequeños detalles entre padres e hijos En la película de Ana Guevara y Leticia Jorge un padre separado quiere compartir un tiempo de vacaciones con sus hijos (una adolescente y un niño) y se los lleva a un complejo turístico de cabañas en Salto. La lluvia que no cesa los mantiene encerrados tratando de sobrellevar las horas lo mejor posible. Pero al padre se le nota el esfuerzo en todo: en querer ser amable y amigo, en querer ser la autoridad, en querer sentirse aún en carrera como hombre y a la joven -que conoce a un chico que cree interesado en ella (primer amor y primera decepción, todo en un solo paquete)-, también se le notan las ansias de ser mayor y libre. Tanta agua, opera prima uruguaya, nos acerca una mirada sobre lo que vendrá y lo que se fue en pugna, los conflictos entre padres e hijos, el tránsito de la niñez a la juventud, enamoramientos como destellos y heridas de amor que hacen crecer, concentrándose en una historia pequeña pero reconocible, contada clásicamente, con los tiempos y los detalles que ya son marca del cine oriental. Puede que no haya originalidad pero hay frescura, personajes bien construidos, buenas actuaciones y una acertada puesta en escena.
Mirar lo que vemos María (Florencia Salas) es una chica de 13 años que vive con su abuela y la pareja de esta en un barrio de emergencia en una zona de Buenos Aires que es el epítome de las diferencias sociales más tajantes (Puerto Madero se convierte así en otro protagonista). Es una alumna ejemplar, merecedora de una beca en un colegio religioso para continuar sus estudios secundarios, y por las tardes vende guías en el subte. Allí la conoce al Araña (Diego Vegezzi), un joven de 17 años que vive en una habitación compartida en una pensión y que “trabaja” -vestido con el disfraz de ese superhéroe-, haciendo malabares. María Victoria Menis (El cielito, La cámara oscura) ahonda nuevamente en esos mundos marginados y en esos personajes que deambulan por la vida tratando de sobrevivir negados por una sociedad que ni se detiene a observarlos. La puesta en escena, inteligentemente, se detiene en mostrar a esos actores sociales (que somos nosotros: los espectadores) que ni levantan la vista de lo que están leyendo cuando el Otro se les acerca, que se lo llevan por delante, que lo ignoran. La película, a través de un guión sutil y fluido que prefiere confiar en lo visual y en los silencios antes que en los diálogos (entendiendo que esos personajes son de una parquedad orgánica cuasi ontológica) narra el nacimiento de un romance adolescente en un universo que hace lo imposible para demostrar que nada de lo bueno puede permanecer. La criminalidad del abuso y el prohibido trabajo infantil como moneda corriente se contraponen a las sonrisas que se dibujan en cada encuentro de los protagonistas (ambos de destacada actuación) y en la tristeza y la desazón cuando algo lo impide. Hay una evidente decisión de pintar el otro lado de ese mundo. El que, en general, no se muestra ni se cuenta porque vende más el horror y el morbo, porque es más fácil la lástima bienpensante de la clase media fascista que la aceptación de las culpas propias en la construcción de esos Otros, nuestros prójimos próximos. Es una decisión política mostrar lo que también es parte constitutiva de cualquier vida sin cargar las tintas en “el mal” ni construir una positividad hueca y falaz: la murga que trae la alegría, la solidaridad inter pares, el valor de la educación, la apuesta por el arte, la esperanza a pesar de todo y contra todo. María y el Araña nos enseña a mirar sin bajar línea, ni hacer pedagogía con los aires de maestra ciruela tan propios de cierta clase social que se cree dueña de la verdad, ni solemnizar los discursos, ni olvidar que cine es entretenimiento pero también la posibilidad de contar lo importante a (re)pensar.
PELEANDO POR AMOR Wong Kar Wai (Happy Together, Con ánimo de amar) se toma su tiempo entre cada película. Y eso se nota en lo que filma. Prefiero considerar al director hongkonés un autor antes que una marca de estilo. Sus cintas claramente pueden ser reconocidas sin leer sus créditos. Pero lo que las emparenta no sólo tiene que ver con la superficie textual (su estética visual) y los procedimientos cinematográficos a los que recurre con insistencia sino también con una forma de ver la vida, una cosmovisión de mundo (eso que llamamos ideología) que tiñe cualquier tema que filme. Una idea del amor de la que no reniega ni se avergüenza. El arte de la guerra cuenta la historia del Gran Maestro de la Orden de las Artes Marciales Baosen en busca de su sucesor. Es 1936 y China es ocupada por Japón. Cada escuela de Artes Marciales pretende imponerse e imponer su postulante. La disputa entre el arrogante joven “adoptado” por el Gran Maestro, su verdadera hija Gong Er y el extraño Ip Man (que será tiempo después el mentor de Bruce Lee) reflejará las peleas y las alianzas que la Historia (política y social) tensará durante esos 8 años. Kar Wai no se detiene en desarrollar la narración siguiendo puntualmente los hechos sino que construye elipsis y continuidades que forman retazos o trazan una narración fragmentada que requiere la atención del espectador para, más que aprender como de un manual, captar los lazos que el filme quiere hacer aflorar. Nuevamente, pero en este caso tras la fachada de una película de artes marciales, son el amor imposible y el deseo que no se puede consumar (por definición) los que tejen las relaciones y patinan las historias de una nostalgia y una melancolía insuperables. Cada puesta en escena, cada encuadre, cada lucha ralentizada filmada como un ballet, cada objeto en plano detalle, cada roce de una tela, cada gota de lágrima o de sangre que vemos caer, es puro placer que destila la pantalla, una estética que no se realiza en el esteticismo vacuo sino que se engarza en los sentimientos que los protagonistas no pueden dejar salir de sí. No importan los destinos que se muestran como irrevocables porque apenas son un juego de los dioses para el Occidente, en el Oriente la voluntad de los individuos se amalgama con la naturaleza y nada de lo que suceda le es ajeno a ninguno de los elementos en pugna. Nada más triste que aquello que no quisimos que pudiera ser. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar