Las máscaras En estos tiempos en que las relaciones virtuales parecen ser la única opción (ya sea como modo de contacto inicial o para suplantar las presenciales) no resulta extraño que Manuel conozca por chat a Julio y se citen en una esquina para luego terminar en la casa del primero. Tampoco resulta extraño porque la sexualidad diversa -la homosexualidad para ser claros-, a pesar de su marketing mediático y sus avances en cuestión de promulgación de leyes de ampliación de derechos en el país, aún sigue siendo terreno fértil para la culpa, los miedos y la vergüenza personales y la discriminación (quizá más soterrada) social. También existe el mito de la velocidad con la que se desarrollan los encuentros íntimos entre hombres que gustan de hombres. La velocidad y la facilidad. En esa noche entre los protagonistas se sucederán sexo, confesiones, atisbos de ilusiones de cambios de vida, ternura, violencia y mentiras. Manuel parece ser el típico puto inocente engañado por su anterior pareja que lo hizo entrar en un mundo de sordidez (al menos para los parámetros “normales” de su gaycicidad) y ahora flota un poco perdido, un poco herido, pero aún así se permite conocer gente. Julio parece más seguro de lo que quiere, más dominador y más necesitado. Y la necesidad no sólo es afectiva, su discurso se encamina al dinero que le falta, al trabajo que no tiene, a la deuda de alquiler del departamento en el que vive. Hay algo en la diferencia (social, económica, etcétera) entre ambos jóvenes que construye también el vínculo y la calentura. Y es de las apariencias y los prejuicios de que se vale Solo para construir un thriller psicológico que avanza a fuerza de discursos que uno va comprando y que habla más de la posición del espectador ante lo que va sucediendo (al narrador, por principio, se lo considera sincero) que del (supuesto) ingenio del guión. Encerrados los protagonistas, y nosotros con ellos, en el departamento (algunos flashbacks permiten airear el ambiente, estirar el tiempo real y contar el pasado de Manuel), las cosas irán variando -quizá con más voluntad del guión que de fluidez narrativa-, hasta torcer el rumbo haciendo girar la historia 180º en los últimos minutos. Hay decir que la película contiene imágenes de desnudos masculinos y de escenas de sexo que pueden herir la susceptibilidad de cierto público. Uno nunca sabe hasta dónde lo suyo es tolerancia, aceptación o mente abierta. Una cosa es el discurso y otra la visualización. Y dicen que en la cancha se ven los pingos. Quedan advertidos.
Sueños de juventud Desde el 2003 con Memorias del saqueo, Pino Solanas regresó al documental político y urgente. Una especie de ensayo cinematográfico (por ahora una serie de 7 capítulos) sobre problemas estructurales que conmueven el presente y podrían afectar al futuro del país. Es ese carácter “urgente” lo que constituye el piso y el techo de la filmografía más reciente de quien fuera aquel director militante con un camino que lo cubrió de reconocimiento, lo expulsó al exilio en las horas más negras de Argentina y hasta lo expuso a atentados durante el menemato. Y es la propia historia de Solanas la que no lo salva en la comparación. La guerra del fracking no es ni más ni menos que un programa de televisión con visos de periodismo de investigación que no puede negar su origen de propaganda proselitista de campaña política. El director viaja a Vaca Muerta (Neuquén) con la socióloga e investigadora Maristella Svampa y el especialista Félix Herrero para mostrar lo que sucede en ese yacimiento a partir del acuerdo que YPF firmó con Chevron (una firma norteamericana acusada, con pruebas, de practicar el fracking). Uno sabe que este procedimiento de extracción de hidrocarburos (que contamina el medio ambiente y daña a todos los seres vivos y al planeta mismo), a través de la inyección de presión en el subsuelo con arena y elementos químicos, es una de las peores herramientas de un capitalismo salvaje que hace rato realiza lo que quiere en el mundo para ganar más sin medir ningún tipo de consecuencias. Pero uno lo sabe por información externa a la película. Por ésta sólo se puede intuir la nocividad del mismo entre un fárrago de tecnicismos, discursos uniformes y lógica bienpensante. Solanas manipula las imágenes, edita los testimonios y sólo le da la palabra a aquellos que van a defender lo que sabemos, de antemano, que está bien defender. No hay repreguntas, no hay dudas, hay puesta en escena y él aparece junto a los cuadros políticos de su agrupación (Proyecto Sur) apropiándose de la voz de la sabiduría. Si en el discurso técnico y político uno puede dejar pasar algunas formas elegidas, en la mostración de los pueblos originarios y sus representantes, la manipulación se vuelve francamente paternalista y ofensiva. El mismo Solanas, que pone su voz como articuladora y organizadora del documental, se cuida muy bien de dar nombres (salvo los del gobierno) y construye sus enunciados desde el eufemismo y los sujetos impersonales: mucho “se” (que vela y encubre cualquier actor y su consiguiente responsabilidad). Por poner un ejemplo, sólo una vez se nombra a Repsol. Las imágenes de la represión a los manifestantes fuera del recinto de la legislatura neuquina mientras en el interior se votaba la aprobación del acuerdo nos permite comprobar, por si quedara alguna duda, que hay formas que nada tienen que ver con un tiempo democrático. Y nos insta a repudiar las mismas y las leyes que las amparan (la ley antiterrorista). Pero allí también Pino vuelve a creerse el centro y a copar la imagen. Lo que habla de él tanto como su decisión de elegir ciertos procedimientos cinematográficos para narrar: los planos cerrados en movilizaciones ya sabemos qué ocultan y los encuadres que contienen micrófonos de algún canal (TN, el Trece), qué manifiestan. Que casi cerrando el filme se le dé voz a la Iglesia (en la figura de un párroco de la zona) obliga al espectador a revisar de nuevo La hora de los hornos donde la tríada Iglesia, Burguesía y Poder Militar se constituía como una entente de poder opresiva y aniquiladora para la revolución necesaria. Parafraseando a un cantautor latinoamericano preferiría decir de Solanas y en memoria de su historia: el tiempo pasa, nos vamos poniendo ingenuos… pero se (me) hace difícil.
Contradicciones peligrosas De martes a martes sigue el derrotero de un hombre joven -buen esposo y mejor padre-, que trabaja en un taller de costura, hace changas como patovica en fiestas privadas, y todos los días se ejercita en el gimnasio. Un cuerpo que impone respeto pero que todos parecen ignorar salvo para menospreciar y humillar a su poseedor. Benítez hace de sus silencios y parquedad una puerta abierta al maltrato y al sometimiento. Hasta el momento en que un hecho delictivo y moralmente repudiable genera un quiebre en la actitud del protagonista motivado por hacer realidad sus deseos. Giro que no sólo hace trastabillar el verosímil sino que expone los agujeros del guión, la inconsistencia de los personajes y la manipulación como procedimiento elegido para pasar información. Más allá de las licencias (conseguir por Internet una dirección a través de la patente de un auto), de las contradicciones (llamar indistintamente a un celular y a un conmutador sin razón evidente), de las elecciones (forzar la aparición de personajes para deducir el pasado no comunicado de otros; la estereotipación de las clase sociales, el uso del azar como motor de la acción), de las explícitas señales anticipatorias y de algunas remarcadas actuaciones, las buenas intenciones del film -que se sellan con los carteles finales-, no alcanzan para pretender exponer la ambigüedad de un antihéroe cuestionable ni para que el espectador atento no vea asomar un discurso que, marchando por los márgenes de la ética, termina desbarrancándose en puro paternalismo bien pensante y peligroso. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Superman es-tadounidense En el mundo de los cómics Marvel se caracterizó por construir a los superhéroes con una complejidad y un costado de oscuridad y duda, más cercanos a los débiles seres humanos, que los puso siempre por encima, paradójicamente, de aquellos más mitológicos, invencibles y unidimensionales que constituían el universo DC. Lo que se potenció en las traslaciones cinematográficas que de un tiempo a esta parte no nos dan respiro y ocupan gran parte de los estrenos anuales. Esta afirmación se sostuvo (en lo que a DC respecta) hasta la renovación de Batman por Christopher Nolan que aportó un héroe sumergido casi en la locura de sus mismos enemigos, un freak que empujó los límites admisibles de la moralidad en El caballero de la noche. Ahora le llegó el turno al superhéroe más icónico: Superman, luego de una fallida reaparición en Superman regresa dirigida por Bryan Singer. El hombre de acero, en manos de Zack Snyder (300, Watchmen), nos trae un entretenimiento actualizado con los efectos de última generación y una actualización del personaje atento a la tendencia y sensibilidad de estos tiempos. Una superproducción en 3D con un elenco de grandes nombres que incluyen a Crowe, Costner, Lane, Adams, Fishburne acompañando al casi novato y trabajado Henry Cavill. Kal-el, que se supone el único sobreviviente de Kryptón, es enviado a la Tierra por sus padres para salvarse y salvar un códice con información vital para un futuro kriptoniano. Elemento determinante que finalmente traerá hasta nuestro planeta en su búsqueda a otros supervivientes, -unos levantiscos alzados contra el gobierno central-, para definir, en esa batalla final, la identidad del protagonista (Clark Kent-Superman). La reactualización del héroe se posiciona en tres puntos: el hiperrealismo, la fundamentación religiosa y la ecuación que iguala humanidad con ciudadanía estadounidense. Como la historia es conocida, la representación es la que deberá atrapar al espectador y realmente lo logra al imbricar forma y contenido. Recurriendo a toques de autoconciencia y construyendo escenas de acción de un nivel de violencia y destrucción sorprendentes (Smallville y Metrópolis se verán azotadas por fuerzas sobrehumanas que no dejarán nada en pie), requeridas tanto como festejadas por el público actual. Y que jugarán con las imágenes que el inconsciente colectivo adquirió desde el 11-S. Este Superman (seguramente a partir del guión de Goyer y de Nolan, que también es productor) se mueve entre Jesús y Hamlet. Un enviado del cielo que puede más que los hombres mientras la sombra de su padre se le presenta para ayudarlo a entender su origen y su misión. Las alusiones crísticas se suceden con continuidad permitiendo una fundación mítico-religiosa: del intenso y extenso prólogo en Kriptón se continúa con la escena del joven Kent en un barco pesquero, en uno de sus tantos peregrinajes en búsqueda de su identidad. Clara referencia que podremos sumar al Padre ejemplar in absentia o a la Madre siempre presente y abnegada, a los 33 años que dice tener en su primera aparición pública, que lo muestra como un prisionero encarcelado pero en verdad es parte de su plan decisorio para entregarse como cordero redentor y salvar a la humanidad. Siempre en función espejada de Cristo (Dios encarnado en hombre), hasta cuando actúa el reverso: la concepción divina frente a la concepción natural que esta película se encarga de explicitar. Superman, un alien entre los hombres, un extra-terrestre que, igualmente, ha vivido toda su vida en la Tierra y ha adoptado sus costumbres y modos, deberá elegir qué quiere ser. La duda (hamletiana) lo lleva lejos de su hogar, lo frena, hace que abandone a sus seres queridos, transite su enorme soledad y postergue la toma de decisión que será la clave final de la construcción del héroe y de la película en sí. La verdad es que Superman no elige su lado humano por sobre su naturaleza no terrestre, lo que elige es firmar su acta de nacimiento estadounidense. El chiste sobre un hombre que creció en Kansas está más cerca del vaquero de Reagan/Bush que de El mago de Oz. Y en esa alianza uno puede volver a observar la necesidad pavorosa de un pueblo que sólo ve como salida para sus problemas (reales y simbólicos) la intervención (ficticia) de sus superhéroes. El hombre de acero es un filme entretenido que permite pensar que la revisitación será productiva y no sólo por la ya anunciada continuación de la saga.
Palabras sembradas ¿Cómo visualizar la poesía? ¿Cómo narrar a un(a) poeta? Gustavo Fontán extremó la manera para decir a Juanele en la asombrosa La orilla que se abisma sin recurrir a palabra alguna, sólo en el final. Claudia Prado, Diego Panich y Cristián Costantini -los directores de El jardín secreto-, eligen tomar un camino donde la voz de Diana Bellessi, la protagonista, es un hilo conductor pero que no cumple con el ritual de ninguna cronología biográfica si no, apenas, con un compilado de hechos que constituyen una vida. Tres espacios se conjugan para reconstruir un ámbito vital: la ciudad como imposibilidad actual de creación; Zavalla, el pueblo natal, como resguardo de la memoria familiar; y el Delta como recuperación de la letra. Pero en todos la intersección es el jardín, ya como construcción de refugio, ya como recuerdo, ya como amparo cultural ante el avance devorador del monte natural. Bellessi, además de una poeta inmensa, es una pensadora que reflexiona no sólo sobre su producción sino sobre su condición humana y el intercambio productivo entre ambas esferas y el mundo que contiene y provoca su obra. El poema nace del amor, de la contemplación sostenida, dice por ahí. Y mientras el grano de su voz encantatorio desarrolla pensamientos y deshilvana poemas, los directores prefieren, también, mostrar imágenes de la naturaleza ante nuestros ojos escuchantes y nuestros oídos (como) miradores. O entregar animaciones cuasi infantiles de los mismos dibujos que la autora realizó. Esta elección proyecta e inviste lo lírico en la cadencia del montaje, secuencia los pliegues donde se asoma -si existiera lo que llamamos fácil y pragmáticamente- “lo poético”. Y llega a su cénit en la lectura del poema Detrás de los fragmentos con la escritora sentada en las ruinas de lo que fue la primigenia casa familiar (que debieron abandonar echados por el gobierno de Onganía), mientras el atardecer se vuelve noche. Cada testimonio o cada aparición (tía, hermana, sobrino, amigos) que acaecen complementan la construcción de la protagonista pero no la completan ni la cierran ni la concluyen. Muestran las facetas, apuntalan la complejidad de un retrato y acercan la familiaridad de lo cotidiano, desnudando el bronce con el que la Academia pareciera forjar a la “poetidad”. Algo que Bellessi sabe, y utiliza en su provecho, al desestructurar su poesía echando mano a la materialidad de lo terrenal para alcanzar la profundidad de lo que se busca decir sin explicitaciones bruscas ni rebuscadas metáforas ni bordados palabreríos; y en su propia vida en cómo se muestra (descalza barriendo hojas, podando plantas, siempre vestida de entrecasa, tomado mates y fumando), sencilla y cómoda. Comodidad que fluye en cada imagen haciendo que el espectador ingrese en esa secuencia que une la visita a los que ya no están en el cementerio del pueblo con la defensa de la diferencia. Sutil hilo que aúna lo íntimo con lo político, lo privado con lo público, y que se sucede permanentemente en el documental volviéndose motivo. Si, como enuncia Bellessi, “la variación genera obra”, es en ese pequeño intersticio, en ese minúsculo descorrerse, en esa ínfima diferencia, en ese milímetro que se separa de la repetición, donde es requerida la atención de quien visiona el film para admirar la belleza de lo que nos rodea aunque, a veces, también eso convoque al dolor y la ausencia.
Los hombres también lloran En los ’80 una cantante mexicana entonaba una canción que decía en su estribillo “pobres hombres son como niños, míralos”. El pop como visión profética o al menos como signo de los tiempos. Mujeres que piensan su lugar, cuestionan los roles, se posicionan historizando su eterna sumisión por parte del poder masculino, se muestran con una seguridad avasallante ante la que los hombres no saben dónde pararse. Hombres a los que podemos calificar, siendo posmodernos, como sensibles, y, siendo sinceros, como desorientados. Una pistola en cada mano los muestra sin velos ni condescendencia. Pero echando mano a la inteligencia y al humor. Cesc Gay (como un Almodóvar del universo masculino) desarrolla una película coral que aúna historias de hombres. Hombres abandonados, engañados, tristes, sufridos, que necesitan reafirmarse. Hombres de estos tiempos. Cinco episodios donde los hombres se exponen, en el mejor de los casos, o sufren al no saber abrirse a los sentimientos y las palabras que los enuncian. Y donde las mujeres pueden equivocarse o no saber, pero ahí están haciendo cosas, arriesgando, intentándolo de nuevo. “¿De qué hablan ustedes cuando se juntan?” le pregunta una mujer al amigo de su marido. Y el silencio se impone natural. Los hombres no hablan de su vida, ni de lo que les importa, ni de lo que les interesa o los angustia. Hablan de mujeres. De mujeres como objeto. Y en ese cumplir un mandato social y cultural para ser hombres, se sienten desbordados, incómodos, como quien se calza un traje que en otro tiempo le supo quedar bien, a ojos vista de los otros. Ahora ya no hay espejo que alcance. Como todo film coral no todas las historias tienen el mismo nivel ni consiguen la misma potencia, pero sí escapan al estereotipo o a la película de tesis. Gay puede vencer la quietud de una película que se apoya en los diálogos, con una puesta que da aire a los espacios en los que se desarrollan las situaciones y que confía fuertemente en la actuación. Un reparto de primeros nombres españoles y argentinos puede demostrar sus capacidades actorales con un guión inteligente (que no ingenioso), y que destila ideas que desnudan los problemas del hombre de hoy a través del humor, que es como la mayoría de las veces más somos capaces de soportarlas. Pero no siempre. Deben ser muchos los hombres que no querrán verse así, aunque la verosimilitud y la verdad en ciertos casos se asemejan bastante.
Fontán presenta una puesta precisa y pensada que a la vez se “presenta” como natural y fluida. Con una impresionante fotografía y un excelente trabajo con los silencios y lo entrevisto. Gustavo Fontán finaliza su trilogía (El árbol, Elegía de abril) con esta película y lo hace tanto simbólica como literalmente. Y esa clausura nunca pudo ser tan conclusiva ni concluyente. Ante nuestros ojos vemos desarmar puertas y ventanas, apilar muebles y trastos, ahora viejos, que conformaron la cotidianeidad de la casa paterna hasta que la topadora comienza a arrasar con todo. Mientras acaece el desarme, de improviso aparecen momentos que recuerdan otros tiempos. Aquellos en que la casa de hoy era el hogar de ayer. Tras el voile de alguna cortina se suceden aquellas antiguas acciones cotidianas apenas entrevistas. Esa atmósfera de ensoñación y evocación que alcanzan las escenas no es el único logro, en su plasticidad destilan tiempo, el tiempo deleuziano. Tiempo como capas superpuestas que se despliegan ofreciendo pura emoción y pura poesía que se escande rítmicamente de la edición y el montaje. Y a la que los murmullos ayudan a completar. Algo fantasmático se plasma para hablar de los recuerdos, la memoria y el pasado. Una puesta en escena precisa y pensada pero que a la vez se “presenta” como natural y fluida, una impresionante fotografía y un trabajo con los silencios y lo entrevisto (visillos, vidrios, espejos, telas, velos) son los procedimientos que Fontán elige para narrar una historia que se cuenta en imágenes demostrando que la palabra y la actuación no son imprescindibles para ello.
Querer-se(r) Leo (gran actuación de Martín Rodríguez), un joven veinteañero, tiene una madre, un hermano, una novia y una tesis que debe comenzar a escribir para recibirse. Alquila un cuarto en un departamento donde el dueño vive siempre en su mundo entre la tele, la música, la cerveza y los porros. Leo vive en otro mundo. Pero no más real que el de su locador o, por lo menos, no uno como el que quisiera si se animara a escucharse. A sí mismo y a sus deseos. Con su novia se la pasa excusándose porque el sexo no funciona y de noche chatea con chicos y hasta se cita con alguno. A instancias de (a esta altura del relato) su ex comienza terapia. Mientras tanto Leo conoce en una de esas citas de chat a Seba (Gerardo Begérez) y algo así como una relación parece iniciarse. Un día se encuentra de improviso con Caro (Cecilia Cósero), una antigua compañera de primaria, de la que siempre estuvo enamorado y que cuando se animó a tirársele, allá en la infancia, ella lo rechazó. Caro no está muy bien (arrastra una depresión fruto de un suceso trágico), pero vuelven a frecuentarse y a sostenerse sin revelarse las verdades que están atravesando. Leo tiene un miedo atroz, no sabe cómo llamar a lo que vive ni a lo que siente, teme decepcionar a sus conocidos y a su familia, aunque, mal que mal, se anima a responder a sus sentimientos. Pero dentro de su cuarto. Sólo entre esas cuatro paredes. Su discurso oculta nombres, evita géneros, modifica convenientemente anécdotas. Y de pronto tanto su relación con Caro como la que tiene con Seba lo dejan en un callejón sin salida. Del que sólo podrá salir si continúa caminando así como empezó a hacerlo, casi sin darse cuenta. El director uruguayo Enrique Buchichio cuenta en su ópera prima esta historia mostrando las cartas desde un inicio. Leo es gay y está por asumir su orientación sexual con todos los miedos que ello implica y no por la homofobia o la discriminación social, sino por el propio cuestionamiento a la diferencia y a no cumplir con lo que se esperaba de sí. Eso es lo que cuenta la película, el dilema de un joven y su autoaceptación, y lo hace desde ese lugar donde lo íntimo y lo sutil se imponen en la puesta en escena y el registro actoral. Y donde la banda sonora acompaña inteligentemente para sumar a lo que se está mostrando y crear esos climas que transita el protagonista. Planos largos donde el tiempo se imprime en las escenas y en las vidas que se retratan. Puede que Leo sea un poco idílico y romántico en su manera de encarar y proyectar sus relaciones, pero eso no lo hace menos real sino, tal vez, un caso especial. Quizá el mundo (le) sea un poco más difícil. Pero eso sería otra película. El cuarto de Leo cumple su cometido sensiblemente y con honestidad.
Alejandro Fadel tiene dominio de la técnica pero muestra cierta falta de fibra narrativa. Un grupo de jóvenes se fuga de un instituto de menores, dejando muertos detrás, con la idea de recuperar la libertad y alcanzar la casa del padrino de dos de ellos, refugio y comienzo de la nueva vida. Para lograrlo, Gaucho, Simón, Monzón, Demián y Grace deberán atravesar un monte desértico y peligroso. Lo que en principio podría leerse, interesantemente, como una especie de western a la argentina comienza rápidamente a volcarse al género de viaje (interior y exterior) con las consabidas diferencias y traiciones dentro del grupo que irá mermando a medida que los caminos se equivoquen, el punto de llegada se aleje y las relaciones se compliquen. La potencia del comienzo se va diluyendo en esas jornadas a la intemperie largas y tediosas que narrativamente se muestran predecibles -aunque debe reconocerse filmadas con una fotografía irreprochable (las escenas nocturnas son de una calidad impresionante)-, y donde el guión muestra sus hilos y el origen que da marco a esos chicos y la elección del título (toda una posición del director) quita toda sorpresa. Además el misticismo que parece apoderarse de la narración (diálogos, puesta en escena) tampoco ayuda demasiado. Y los cielos que se oscurecen, las aves que los surcan y la elección de una banda de sonido que recurre a las cuerdas religiosas o a los tambores tribales para anticipar o anunciar las tragedias demuestran la poca confianza en la imagen y la necesidad de explicitar lo poco que parece querer contarse. Alejandro Fadel tiene dominio de la técnica y muestra cierta falta de fibra narrativa, un cóctel que deslumbra pero nos deja fríos.
Todos tenemos un lugar donde volver Cuando en un descanso del trabajo para el que ha sido tomado prisionero, Pilo Molinet se sienta a ver el Sinfín junto a Jiva, -el Pandabas que recién ha conocido también en cautiverio-, y le pregunta a este sobre el lugar al que pertenece y le cuenta sobre su casa y sus vecinos, uno como espectador comprende varias cosas: que ya ha sido atrapado en la historia y el mundo construido por un guión escrito con inteligencia y sin subestimar al espectador; que la técnica (la forma y los procedimientos) y la narración (el contenido y el género) se han aunado en una historia universal que no deja de lado nuestra particularidad (sin por ello recurrir a referencias nacionales ni mucho menos coyunturales); que Miyazaki y Pixar consiguieron el mejor homenaje argentino; y que, además de entretenidos, estamos interesados en saber qué va a pasar con -a partir de este momento-, nuestros nuevos “amigos” que ya se han ganado nuestros corazones. Los Molinet tienen una relación antiquísima con las estrellas y los Pandabas, algo los une en la misión de cuidar que las estrellas alumbren los cielos del Sinfín desde aquella primera vez que derrotaron la oscuridad que los Lincanes pretendían imponer sobre todos aprovechando así, también económicamente, ese dominio maligno. Los Molinet son considerados algo extravagantes por los restantes habitantes con los que comparten ese mundo exterior, un poquitín locos si se quiere, algo desmarcados y diferentes, con esas raras historias en las que se autodenominan reparadores y cuidadores de la máquina que hace estrellas, cuando nadie se pregunta nunca cómo es que las estrellas iluminan todas las noches. Cuando nadie se pregunta demasiado por nada. Pilo es un pequeño inquieto y curioso que se divierte jugando con su amiga Niza, haciendo algunas travesuras que inquietan a su madre, que cree profundamente en los “cuentos” de su abuelo y que ha perdido a su padre en un viaje del cual nunca regresó, pero aún lo espera. El destino -tras el cual su padre se ha ido intentado adelantarse a él- le deparará una aventura que lo llevará a recorrer el consabido camino del héroe para crecer y madurar (aprendiendo del sacrificio), recuperar lo perdido y conocer nuevos amigos. Un destino que Pilo acepta y hace suyo, menos como quien se entrega a lo ya escrito que como quien se apropia de lo que le pertenece. Y es en ese camino donde hallará a Asura (una especie de niño malcriado, último heredero de la raza Lincan) como el oponente a vencer. También aparecerán el Autómata 19, -que funciona como el comic relief con sus parlamentos y su gracia, mezcla extraña de un retrofuturismo original-, y Jiva, el Pandabas, con una textura gomosa que nos convoca al abrazo permanente y que a pesar de su idioma ininteligible se hace entender y será un actor fundamental para la resolución de la trama. La encantadora ópera prima de Esteban Echeverría es la primera película de animación argentina realizada en estereoscopía. Y el 3D se despliega con funcionalidad narrativa. Si bien hay algunos pasajes donde algunos problemas con el color y la luz se observan para un ojo avezado o el desenlace parece precipitarse velozmente, el salto cualitativo que significa este film en lo que a técnica y narración se refiere, nos permite exigir partir de este piso para próximos productos cinematográficos. Pocas veces (por no decir nunca) hemos visto, por ejemplo, cielos tan luminosamente estrellados o tenebrosamente rojizos y anaranjados cuando todo parece perdido. O creer que lo que estamos viendo se mueve con naturalidad delante de nuestros ojos. Y a la animación hay que agregarle un trabajo con la banda sonora y la música (esos aires tangueados que aporta el bandoneón musicalizando el espacio exterior, o la secuencia de 19 y XOE -YPF allá Kubrick-) y el doblaje de las voces, tan precisos como preciosos. La máquina que hace estrellas marca un antes y un después en el campo de la animación argentina y tiene toda las condiciones para volverse un clásico.