Cuentos de miedo Hansel y Gretel trabaja con aquello que los cuentos infantiles originales dejan aflorar y con la perversión infantil que Freud supo exponer. El terror es un género que siempre está vigente pero, desde hace un tiempo, en occidente necesitó del gore para revitalizarse y recuperar el lugar del que el terror oriental fue apropiándose. Sin abuso de baños de sangre o descuartizamientos (o planteándolos con un realismo que asombra y aterra y evita la exageración fantasiosa) sino más bien con un manejo de lo psicológico que, sumado a la diferencia de cosmovisión, aportó un aire nuevo que renovó los miedos en la platea. Quizá últimamente lo distintivo se volvió fórmula pero siempre queda algún resquicio por donde se cuelan los temores más primarios. Hansel y Gretel puede ser un buen ejemplo. Trabajando con aquello que los cuentos infantiles originales (no las versiones expurgadas que la mayoría conoce) dejan aflorar y que Propp supo analizar en sus obras (“Las raíces históricas del cuento”, “Morfología de los cuentos” y “Cuentos de hadas”) y con la perversión infantil que Freud supo exponer, el film coreano nos ofrece una (re)visión del conocido relato folklórico. Un joven luego de un accidente automovilístico se encuentra perdido en un bosque. Una pequeña lo lleva hasta su casa de ensueño. En ella habita una familia muy especial que le brinda asilo. De pronto se da cuenta de que no tiene manera de salir de allí y regresar a su lugar. Sin la presencia de los progenitores los 3 niños del hogar parecen volverse un peligro y exhibirán un poder para retenerlo que, a medida que el tiempo pase, revelará secretos innombrables. Lo que puede reprochársele al filme es una extensión que hace que todo el misterio y el terror que siembra en su comienzo, -donde el trabajo con lo onírico y las alegorías simbólicas nos mantienen expectantes y con el corazón en la boca; donde sus puestas en escena, sus encuadres y sus actuaciones son funcionales y precisas y crean una asfixia insoportable-, vayan diluyéndose, reforzada esta pérdida con las explicaciones de los traumas y las remanidas justificaciones psicologistas. Más allá de los reparos observados Hansel y Gretel es un entretenimiento que conserva su originalidad y cumple con su función de asustar, que no es poco.
De igualdades y diferencias Sensible mirada acerca de la homosexualidad dentro de una comunidad religiosa. Suele ocurrir que los colectivos discriminados reproducen con la misma virulencia, y a veces hasta con mayor fuerza, los procedimientos y métodos de los que son víctimas. Inexplicablemente vemos minorías que actúan las fobias, los rechazos, los preconceptos y prejuicios como si no supieran de qué va la cosa. Y las ejercen sobre otros grupos y entre sus mismos componentes. Seguramente tenga que ver con las apuestas electivas: si priorizamos la diferencia o la igualdad. Mucho de todo esto se desarrolla en Otro entre otros, el documental de Maximiliano Pelosi, que desanda la historia de vida de cuatro hombres judíos y homosexuales. Si el punto de partida es la frase “no hay judíos gay”, de por sí el filme procura visibilizar lo doblemente invisibilizado. Gustavo, Daniel, Diego y Dan se plantarán frente a la cámara para, como lo hicieron antes en la vida real y frente a sus seres queridos, respetar su deseo. Ser gay hoy en día no es la caza de brujas de tiempo ha pero tampoco resulta un lecho de rosas. Y si los dedos que señalan, los murmullos a las espaldas, las sonrisas burlonas o los insultos soeces no condenan abiertamente, no por ello han desaparecido o redujeron su peso simbólico y de rechazo social. Sostener un deseo “otro” y pretender cumplir con el ejercicio de la religión es una quimera en la que la ausencia de una pareja en las reuniones comunitarias es el precio a pagar y siempre es mejor el silencio antes que la verdad. “Ojos que no ven…” dice el refrán y uno ya sabe lo que cuesta menos. Si formalmente la película no se precia de ser vanguardia ni escapar del formato entrevista a cámara, su elección de testimonios y la edición de los mismos, que exponen las contradicciones, es lo que aporta la dosis de emoción y compromiso que hacen la diferencia. Padres que no quieren saber o que aún luchan con sus propios prejuicios o que toman decisiones extremas, amigos que se alejan o replantean la amistad vivida o, aún permaneciendo, sostienen discursos claramente homofóbicos. Y esto aumenta el rasgo de humanidad y la empatía emocional que genera el filme. Y aunque la militancia GLTTBI asome en el mismo relato de la creación de la JAG (Judíos Argentinos Gays) no hay panfleto, discurso prefabricado ni abstracción conceptual que posibilite lejanía alguna con el material. Y no es que se imponga la historia privada por sobre la otra Historia. Es que la imbricación se evidencia en la trama de los relatos de vida de cada uno de los que se expone. Parafraseando al Shylock de Shakespeare: somos todos iguales y si nos pinchan, sangramos. Y eso es lo único que importa. O lo que nos debería importar.
Algo para ver La mirada invisible admite muchos niveles de análisis. Esta condición sólo es posible por la riqueza de la realización que abre puertas a miradas de intereses y complejidades diferentes. La mirada invisible tiene una condición esencial que por sí misma la hace atractiva: admite muchos y disimiles niveles de análisis. Esta condición sólo es posible porque la riqueza de la realización abre puertas a miradas de intereses y complejidades diferentes. Siendo una adaptación de la novela Ciencias morales de Martín Kohan, -ganadora en el año 2007 del Premio Herralde-, la película acepta el desafío de llevar a la pantalla un largo monólogo interior y lo consigue sin dudas con notables logros. La señorita María Teresa, preceptora joven que inicia el ciclo lectivo de 1982 trabajando en el colegio Nacional de Buenos Aires, es la protagonista de esta historia de control y vigilancia. Ella, que parece recién salida al mundo, directamente desde su casa al recoleto ámbito del colegio, asume el mandato de controlar a los alumnos en un marco de contenida represión. El secreto para imponer el orden en las aulas es la mirada constante, atenta, permanente, la mirada que no es notada por el observado, la mirada que pasa desapercibida. La mirada invisible, como la define el señor Biasutto, jefe de preceptores. Asumiendo una lógica de control, que bien puede ser vinculada con los análisis sobre la vigilancia de Foucault, lo que Biasutto enseña a la señorita María Teresa es que el modo extremo del control sobre la juventud, -principal sujeto de la acción subversiva-, es la observación permanente, sobre cualquier gesto, cualquier rasgo, cualquier sospecha de actividad desviada. Así un beso, el olor a cigarrillo, el pelo largo, una sonrisa, un contacto físico concreto, todo puede ser parte de una conducta castigable. Observar y castigar es el modo concreto de imponer el terror en el interior del colegio. Y aterrorizar es el modo de garantizar el orden. Estar atento a lo imperceptible y dudar hasta de lo indudable son los métodos a tener en cuenta. De alguna manera pareciera que ante nuestros ojos el panóptico foucaultiano se constituye finalmente. Todo en silencio, con gestos mínimos, con extraña austeridad vigilante. Lerman concreta una adaptación muy interesante del clima inquietante que construye Kohan en su novela. Profundizando lo borgiano, el realizador hace evidente la perversa situación en la que se encuentra el observador observado, abriendo la puerta a la sospecha de que un observador detrás del observador vigila los movimientos de un mundo que, en tiempos de dictadura, se ordenaba a propósito de la lógica del control y el castigo. La posibilidad de contar esta historia, denotando el modo en el que se ejercía ese poder silencioso, está sustentada en un muy preciso trabajo formal de Lerman. La cámara asume por momentos la perspectiva de la señorita María Teresa y por momentos el rol de observador externo del control detrás del control. La luz gris, la imagen de bajo contraste, el espacio calmo, construyen la atmósfera de represión latente. Los diálogos simples, cortantes, agudos, son parte de ese mismo clima de ejercicio policial de la vida. Lo espacial (el locus del Colegio con sus pasillos, recovecos, escaleras, sus columnas y mármoles, sus líneas siempre rectas y sus dimensiones poco humanas) se hace protagonista y empequeñece a los sujetos, los constriñe y parece surgir siempre amenazante. Todo parece sucederse mecánicamente: los preceptores saliendo casi al unísono de las aulas, los pies marchando marcialmente, cualquier movimiento se deduce coreografiado milimétricamente como respondiendo al ritmo de las canciones patrias que se entonan diariamente en las aulas. La actuación de Julieta Zylberberg es impecable. El gesto perfecto de un rostro sin gestos, sin belleza alguna, sin detalles de vida. Como si su rostro hablara de una vida que es vivida sin inquietud alguna. ¿Cuál es el lugar de esta joven que parece desconocer todo, la dictadura, el mundo sensorial, la pasión, la excitación sexual? Desde la gentileza afectada, desde el poder que se sabe suficiente, Osmar Nuñez protagoniza al perverso Biasutto, correctamente contenido. Desde la perspectiva narrativa del filme, tal vez el mayor problema esté vinculado a cuestiones rítmicas. Rápidamente, mucho más que en la novela, se presenta la acción que motoriza la trama. Desplegada la acción vigilante de la señorita María Teresa en el baño de varones, el relato se estanca, sin que ese estancamiento tenga que ver con una mirada más "morosa / morbosa" sobre aquello que presentó tan rápidamente. Esto produce un bache prolongado que permite la caída de la tensión de un relato que merece un clima de permanente angustia. Claro que, a propósito de todos estos logros, la película no puede despegarse del contexto histórico al que hace específica referencia. Marzo de 1982, es el momento en que La mirada invisible está fechada. Por lo cual la lectura desde la historia es absolutamente pertinente. Es desde esta perspectiva que la cinta puede abrirse a cuestionamientos. En la novela, Kohan ancla el relato en ese año, justificando la presencia del personaje del hermano que más que un personaje es una ausencia, un fantasma, y que bien podría ser el recluta en viaje al sur tanto como un secuestrado en regimientos de ubicación incierta. Una irrealidad que por momentos hasta pierde el nombre y la palabra. Lerman abandona esta referencia, que introduce a los otros, los de afuera, pero conserva la referencia temporal. La construcción de un hogar gineceico (original del filme) si por un lado potencia la fragilidad y el desamparo de esas mujeres solas, por otro genera relaciones que no parecen sumar demasiado en lo que se muestra pero que gana mucha fuerza cuando sostiene ambigüedades y deja asomar secretos silenciados (¿Qué pasó con los hombres de esas mujeres? ¿A qué se debe ese estar como ida de la madre y su necesidad de la licencia laboral y las pastillas?). ¿Cuál era la realidad en 1982 dentro del colegio Nacional? Lo cierto es que por entonces ya existían dentro del mismo diversos modos de impugnación al orden por parte de los alumnos. Participación de estudiantes, publicaciones de circulación masiva, preveían lo que sería la reinstalación del centro de estudiantes en ese mismo año. Es cierto que podrían concederse licencias narrativas, sin embargo el anclaje temporal es una decisión explícita del realizador. ¿No requiere acaso cierta pertinencia fáctica? Por el contrario, sería admisible considerar este 1982 como un año mítico. Un año en el que la dictadura sigue con poder, que los grupos armados y la militancia general está desaparecida, el terror aún congela toda acción contestataria, por lo que toda rebeldía se reduce a pelos, besos y un cigarrillo fumado en el baño. De todos modos, en un extraño ejercicio del anacronismo, Lerman, -fiel de algún modo más a su propia cinematografía y a su tiempo que a la novela-, propone una modificación central a la historia que, lejos de ser sencilla, introduce una disonancia que provoca cierta disrupción, una resolución que pone en presente el pasado, con lo que de algún modo quiebra la precisión histórica del relato. Sin querer develar la historia, podríamos decir que la relectura que Lerman hace de la novela hacia el final, parece que la saca del "allá" en el tiempo y la trae "acá". Esta operación dialoga con el presente y no parece ajustarse al pasado. Con lo cual se tiñe de cierta inverosimilitud. O al menos obliga al espectador a asirse de las justificaciones (que existen) para asumir el tránsito temporal y, por qué no, conseguir un cierto alivio frente a la violencia de los hechos. El trabajo de Lerman recupera la complejidad y profundidad de la novela, lo afirma como un director de una fuerte sensibilidad y un firme manejo de los recursos cinematográficos, presenta una actriz excelente en su primer protagónico y se permite una gran sutileza para hablar del terror ejercido en la totalidad de la sociedad civil durante la dictadura. Y admite, a partir de los valores mencionados, ser observado críticamente sin que eso redunde en una consideración negativa.
¿Quién es esa chica? Con precisión y justeza narrativa el filme ofrece una mirada adulta sobre el sexo, la violencia, las relaciones humanas y la familia sin escatimar imágenes duras ni falsos pudores. Lisbeth Salander ha regresado. Luego de unos movimientos bancarios que le han permitido una vida acomodada, olvidando antiguas privaciones. Después de un viaje para alejarse de alguna gente. Vuelve a su hogar. Pero no es la única que ha retornado. Su presente y su pasado se dan la mano para saldar algunas cuentas pendientes. Y las cosas comenzarán a complicarse sobremanera. La chica que soñaba con un fósforo y un bidón de gasolina es la segunda parte de Millennium. La trilogía literaria sueca de Stieg Larsson convertida en best seller. Como en la anterior, Los hombres que no amaban a las mujeres, la película se sostiene autónomamente y con independencia de la novela y se constituye en un thriller policial con las irradiaciones de un momento histórico particular (antes, el nazismo; ahora, el comunismo) y la mirada de género que la posmodernidad incorporó. Lisbeth y Mikail Blomkvist se ven envueltos en una serie de crímenes (la primera como supuesta culpable, el segundo como nexo de conexión e investigador aficionado) que tienen que ver con el tráfico de mujeres -una red de prostitución con chicas de Europa del Este-, y que involucrarán personalmente a la protagonista y permitirán desentrañar su intrincada y llamativa personalidad que ha subyugado primero a los lectores y ahora a los espectadores. Con precisión y justeza narrativa el guión desarrolla en poco más de 2 horas una historia que nos mantiene expectantes y que ofrece una mirada adulta sobre el sexo, la violencia, las relaciones humanas y la familia sin escatimar imágenes duras ni falsos pudores. Y uno se pregunta (¿prejuiciosamente?) cuánto podrá sostener la versión hollywoodense de estos juegos perversos y la violencia que la novela destila. Noomi Rapace se consagra definitivamente, convirtiendo a su heroína poco amigable en una atendible vengadora que no tiene ningún reparo en las formas a la hora de resolver ciertos asuntos. Un entretenido filme que nos hace aguardar al cierre de la saga con interés.
Y los sueños, sueños son El origen conjuga el thriller, el suspenso, el drama, el romance, la acción, la ciencia ficción, y consigue que todos los géneros fluyan pero se impone decir que en sus 148 minutos uno nota que el rulo se comienza a rizar en demasía. Dom Cobb (Di Caprio) es el jefe de un grupo de sofisticados ladrones que se dedican al espionaje industrial y fallan en una misión frente a Saito (Watanabe), un alto ejecutivo, quedando así a merced de su propuesta. Si logran introducir en la mente de un joven heredero (Murphy) la idea de disolver el imperio trasnacional que puede competir directamente con la empresa de Saito, éste se compromete a que Cobb ingrese a Estados Unidos sin ser encarcelado y pueda ver a sus hijas. La manera de implantar esa idea es entrando en los sueños de la persona designada y, merced a la fragilidad que la mente manifiesta en ese lapso de tiempo, construir y afincar el concepto como si hubiera nacido de él mismo, evitando así cualquier posibilidad de rechazo al creerse el sujeto en cuestión pasible de haber sido manipulado. En resumidas cuentas esta es la historia que despliega El origen. Claro que nada es tan sencillo como parece, aunque las prácticas que el grupo lleva a cabo no resultan, al interior de la trama, ningún motivo de extrañeza o les plantean duda alguna, quiero decir que los personajes parecen convivir con el concepto de implantación de ideas tan naturalmente como quien se cepilla los dientes al levantarse por la mañana, a lo sumo requieren alguna explicación si su calidad de novatos en el tema así lo amerita pero estamos hablando de física y matemática y psicología a niveles supuestamente “superiores”. Desde su aparición en el cine, Christopher Nolan ha venido desarrollando una característica particular que lo vuelve un director cuya obra sabe imbricar entretenimiento con ingenio. He ahí Memento y Noches blancas (donde ciertas capacidades de sus protagonistas dan forma y justifican el tipo de narración) o El gran truco (donde además la aparición de los giros en la trama requiere revisar lo visto). Películas que, hay que decirlo, apuestan menos a la inteligencia que al asombro. Algo así como un Shyamalan pero que permanece de este lado de la taquilla (y por muchos millones) y de la crítica cinematográfica, lo que le permite después de entregar Batman: El caballero de la noche (definitivamente su mejor trabajo hasta la fecha) darse cualquier lujo. Y convengamos que eso es algo a aplaudir. Nadie puede decir que Nolan se haya dormido en sus laureles. Es más, duplica la apuesta y construye un filme que requiere de una atención permanente del espectador, que le brinda un gran espectáculo y que no lo subestima y que además le permite a los “entendidos” extrapolar una lectura sobre el séptimo arte que bien puede constituirse en una filosofía apropiada a estos tiempos. Habría que desentrañar si detrás de las capas que envuelven a la cebolla existe alguna semilla a sembrar o si no es más que una ilusión posmoderna de quien maneja perfectamente los lenguajes epocales. El origen conjuga con maestría el thriller, el suspenso, el drama, el romance, la acción, la ciencia ficción, y consigue que todos los géneros fluyan y se encastren con precisión y ofrece un reparto de lujo (además de los citados, Gordon-Levitt, Page, Caine, Hardy, Berenger, Cotillard) mas se impone decir que en sus 148 minutos uno nota que el rulo se comienza a rizar en demasía (y la misma cinta da cuenta de ello cuando un personaje se pregunta “dentro de qué mente estamos?”). Demostrando que a veces uno se endulza y se regodea y se pierde en la exageración, por no decir en los laberintos discursivos que son siempre mencionados y nunca fácticos, y que ante tanto enrevesamiento de la trama al final la bufanda abriga pero viéndola de cerca se notan los agujeros que la conforman (por ejemplo, ¿cuál es la justificación para que en alguno de los cuatro sueños a lo mamushka en los que nos sumerge el filme cierto efecto gravitatorio no ocurra? ¿Por qué de la nada surgen reglas o explicaciones a ciertas situaciones que jamás fueron planteadas?). Y no está mal, apenas si demuestra que Nolan es humano. El mundo real, la ilusión y el simulacro y la virtualidad de nuestro tiempo, vistos a través del cine, los sueños y el psicoanálisis, la realidad que construye el amor, la manipulación de los recuerdos. Mucha tela para cortar que aporta una buena película, pero tampoco exageremos tanto. Después de todo esto no es más que una mera crítica que se pretende analítica, no quiero quedar atrapado en lo mismo que le reprocho al filme: cierto toque de erudición y sapiencia que apenas es pátina y enciclopedismo. Ya lo decía Calderón en el siglo XVII, al final todo no es más que un sueño.
La decadencia Sandler vuelve a confundir madurez con conservadurismo y el trazo grueso lo acerca más al cine de los hermanos Sofovich que a los filmes inaugurales de la nueva comedia americana. La nueva comedia yanqui en su aparición, entre otras cosas, permitió observar en sus protagonistas (casi siempre masculinos, treinteañeros) un claro síndrome de Peter Pan. Hombres que viven en una infancia eterna, que se niegan a asumir su edad o al menos se muestran incapaces de demostrar un gesto de madurez o responsabilidad alguna. Los actores, nuevos comediantes (dónde Saturday Night Live se constituye en semillero), se forman en ese estereotipo y las películas dan cuenta de ello de manera indirecta, simbólica, como resultado de un análisis posterior. Creo que por primera vez en Son como niños la explicitación es la base fundante. Un grupo de cinco amigos (Sandler, James, Rock, Spade, Schneider), que de pequeños eran parte integrante de un equipo de básquet, vuelven a encontrarse después de treinta años ante la noticia de la muerte de su entrenador. La vida los ha llevado por caminos diferentes pero tienen un pasado en común (uno comprenderá que más que pretérito ese ayer es un hoy eterno, perpetuo, algo así como el Presente Continuo del idioma inglés) e inmediatamente organizan un fin de semana en una hermosa casona que da a un lago y que los albergará a todos, ahora con sus respectivas familias. Cada uno tendrá la posibilidad de enfrentar aquellos problemas que los aquejan como grupo o individuos. Algunos de esos problemas hasta son presentados como fundamentales y/o bastante centrales para las relaciones familiares establecidas y sólo pueden creerse como tales si uno acepta la premisa de que un problema es “el” problema para quien lo padece, pero no por su importancia abstracta ni su desarrollo. Y además se resuelven de tal forma que tampoco se sostiene su cacareada y supuesta profundidad. La película es una comedia de trazo grueso que echa mano a todos los consabidos recursos humorísticos (eructos, flatulencias, vómitos, toqueteos de partes pudendas, etc.) que rozan la grosería para cierto gusto pacato, que demuestran escasa inteligencia para desarrollar otros acercamientos al humor y que, a esta altura, ya ni pueden considerarse políticamente incorrectos. Y que a todo esto le suma un desarrollo de la historia previsible y aburrido. Y la marca del orillo de su protagonista estrella, guionista y productor Adam Sandler. Sandler viene trastabillando hace ya muchos filmes confundiendo madurez con conservadurismo. La ideología con la que plantea las construcciones familiares en sus proyectos lo va encaminando en una especie de rémora del reaganismo de los ’80. Melodrama de bajo cuño, progresismo, sentimentalismo burdo, bajada de línea, moralina barata (véase Click; Cuentos que no son cuento; Yo los declaro marido y… Larry). Y en Son como niños le suma el patrioterismo de las banderas y la independencia nacional. Y la condescendencia disfrazada de buena conciencia (el juego de básquet en el presente es la prueba). Eso sí, todo sostenido por la división (binaria) sexista del macho. Con todos los prejuicios habidos y por haber. Las mujeres son lindas, jóvenes y estúpidas o no son. Los hombres lindos (que no son ellos) muestran su falla. Los gordos, los latinos, los pobres. Todo se encasilla y es motivo de humor. Claro que hay excepciones (algunas practicadas sobre ellos mismos) que pretenden demostrar que tal regla no es posible de usar para hablar de este filme. Pero es como si dijéramos que porque Flor de la V tiene éxito la sociedad argentina aceptó a las travestis o que porque se legalizó el matrimonio igualitario, el prejuicio social se terminó. Cada vez más algunos de estos cómicos se asemejan a las representaciones que veíamos en las películas de humor (¿?) de los hermanos Sofovich. Lastimosas y sostenedoras del status quo.
Algún día el mundo será nuestro Película audaz y efervecente cuya potencia revulsiva lo convetirá en el futuro en un film de culto. Riesgo es la palabra exacta para describir a Miss Tacuarembó. Un filme musical, con la atracción del nombre de Natalia Oreiro, lanzado en plenas vacaciones de invierno, con la banda sonora compuesta por Ale Sergi (Miranda!) y distribuida por Disney. Nada será lo que parece. Ni para los seguidores que se toparán con más de lo que esperaban ni para los prejuiciosos que jamás hubiesen pensado en enfrentarse con semejante producto. En el lugar al que alude el título, en un pueblito en Uruguay, se marchitan las vidas de Natalia (Sofía Silvera) y Carlos (Mateo Capo). Son niños y se sienten diferentes. Así se lo hacen notar los otros y así lo viven ellos. Entre coreografías de Flashdance, adoctrinamiento catequístico, perfumes, telenovelas, canciones de Los Parchís y sueños de triunfo. Una amistad indestructible que sorteará todos los escollos. Y que los traerá a Buenos Aires, escapando de los dedos inquisidores, donde la siguen peleando aunque para muchos sostengan sueños que no condicen con sus 30 años. Natalia (Natalia Oreiro) y Carlos (Diego Reinhold) quieren demostrar que son buenos en lo que les gusta, cantar y bailar, pero mientras tanto de algo tienen que vivir y trabajan en Cristo Park, “el único parque de atracciones autorizado por el Vaticano” haciendo de tablas de la ley que reciben a los visitantes. Saltando temporalmente entre este gris presente y aquel pasado discriminador vamos y venimos en la narración de la historia develando los motivos de la desaparición de algunos personajes (Cándida) y procurando reencontrar otros (Natalia y Haydeé, su madre), con la ayuda del reality televisivo “Todo por un sueño”, mechándolo todo con unos números musicales pegadizos y encantatorios. Puro pop. Absurdo y naive. Burbujeante y extra brut. No hay sutileza pero tampoco ironía posmoderna. La burla y el cinismo no se llevan con la ternura y la apuesta por el amor. Y entonces se desarman los engaños que nos construyeron. Demostrando lo lejos que quedan entre sí la fe y la institución eclesiástica. La divergencia evidente entre el amor y la caridad cristiana. La diferencia entre el temor de Dios y el temor a Dios. Vivir por Cristo, subsumido en él, o vivir con Cristo a nuestra vera. La película construye su trama como espejo reflejante de la misma telenovela “Cristal” a la que recuerda: una protagonista, con un origen bastardo y falso, luchando por sus ideales y abriéndose camino por sí sola. Pero realiza un cambio sustancial: no la deja a ella en brazos del amor, de ese hombre que la complete. La lleva a conseguir un éxito, el reconocimiento buscado, pero por un amigo. El amigo (gay) que vivió en las sombras. Y he aquí una de las mejores potencialidades desplegadas por el filme. No procurar repetir que todos podemos llegar (falsa promesa de un falso sueño) sino acercarnos y observar a quien permanece al lado del triunfador. Aquel que es más factible que seamos. Utilizando con inteligencia y sensibilidad una estética que remite a los ’80, el director Martín Sastre, en su ópera prima, -adaptando la novela homónima de Dani Umpi-, no teme al ridículo y se apropia del absurdo para construir un mundo que divierte y emociona con los mejores recursos. ¿Existe una estética gay? Si la respuesta fuera afirmativa (soy más de la idea de tendencias o maneras de ver que de admitir taxativamente una posibilidad de encorsetar nada) seguramente esta película podría utilizarse como modelo a analizar. La recurrencia a los musicales, la exposición de la belleza masculina, la construcción del divismo femenino (y su potencia fálica), la simbología religiosa (San Sebastián, el Cristo de la cruz) y los motivos de la (de)formación religiosa, la culpa y el sexo culposo, la afición por la telenovela y sus amores de cenicienta. Ahora ¿de qué serviría examinar esos tópicos? De poco, si no fueran la forma que algún contenido requiere para desarrollar una historia. Y entonces el reconocimiento requiere de una conjunción forma y contenido que Miss Tacuarembó puede ostentar. Mas seamos claros: libertad y audacia es, en este caso, sinónimo de incorrección política, pero no es de revolución de lo que hablamos. Es de ampliación de límites, sano y necesario paso. Pero no pretendamos que se patee ningún tablero que pocas cosas tan conservadoras como el gay de hoy. Divertida, fresca, audaz, sorpresiva, encantadora Miss Tacuarembó, seguramente, se convertirá en uno de esas cintas de culto que serán descubiertas en su potencia revulsiva sólo con el paso del tiempo.
All you need is love Cuando apareció el neorrealismo italiano, de alguna manera, trajo ese aire de frescura que el cine de la península estaba necesitando para airear los grandes salones de teléfonos blancos donde se desarrollaban los melodramas gastados por el uso (político). Las cámaras a la calle, la utilización de actores no profesionales, las historias cotidianas y del pueblo -entre otras tantas cosas-, fueron su aporte. Y de allí, entonces, parece abrevar La pivellina. Del sentimentalismo de Ladrones de bicicleta y la marginalia pasoliniana, de la extrañeza epifánica de los filmes de Rossellini y el locus circense y la pureza naive de ciertos personajes fellinianos. Elementos observados al mejor estilo de los Dardenne. Y con el rigor que aporta el género documental. La italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel -los realizadores-, se asomaron al mundo cinematográfico como documentalistas y en éste, su primer filme de ficción, aprovechan con inteligencia y maestría aquellos recursos procedimentales que tan bien demostraron manejar en sus dos primeros trabajos. Asia, una pibita de 2 años, está sola en una plaza. Una mujer que buscaba a su perro perdido la encuentra y la lleva a su hogar. Pero su hogar no es una casa común sino una casa rodante estacionada en un baldío, en la periferia de Roma, rodeada de otros trailers, parte de un circo ambulante. Un sitio que cuando llueve se anega y el piso de tierra se vuelve charcos de barro. Donde el municipio se niega a devolver la electricidad y el agua se consigue conectando una manguera al surtidor de la calle. Una Roma que ni la RAI ni Berlusconi reconocen como real. Pero que late y vive profundamente. La mujer, Patti, no está sola. Tiene un marido, Walter. Y con ellos anda por allí un adolescente de 14 años, Tairo, hijo de una pareja amiga ya separada, con el que intentan sostener la ilusión de un espectáculo circense que carece de público pero no de ganas. Porque de ilusiones y de ganas está hecha esta película. Donde los protagonistas, una vez que descubren, merced a un papel en la campera de la pequeña, que ésta ha sido abandonada por su madre, procuran resolver la situación siempre pensando en lo mejor para la niña. Con lo que tienen y con lo que les falta. De la denuncia a la policía a la posibilidad de la adopción, pasando por los juegos, no hay intento en los mayores que no conlleve una carga de amor, de ese (amor) que se ofrece sin sobreabundancia de discursos ni palabras bellas. Familias que se eligen (y en esa elección fundan la Ley) haciendo del cuidado del otro la única condición imprescindible de convivencia, creando lazos comunitarios basados en la solidaridad y otorgando al cariño la razón primordial y primera para ser (humano). Con una cámara certera y precisa, que permite asomarse a estos días compartidos por extraños sin hacernos sentir a los espectadores como intrusos ni voyeurs, y un manejo de los no actores de fina percepción y sensibilidad, la puesta va relatando un tiempo otro que habla, por comparación y diferencia, del nuestro. Tan egoísta, tan ombliguista, tan ventajero, tan cínico. Y nos interpela sin la recurrencia al golpe bajo ni al trazo grueso sentimentaloide. Las risas y sonrisas que matizan y asoman en varios momentos del relato se imponen y resuenan, largamente, en nuestros oídos aún mucho después del visionado de la película. La pivellina es para agradecer porque nos permite volver a aprender a respirar aire puro. Un aire que buena falta nos hace.
Desarma y sangra Verónika decide morir es un melodrama televisivo de esos que pasaban en el viejo canal 9 de Romay. Verónika (Sarah Michelle Gellar) es joven y bonita. Tiene un trabajo que le permite un muy buen pasar económico. Pero no es feliz. Un día descubre que ese mundo que habita es una mentira, un vacío, una vacuidad. Y decide matarse. Es una niña rica que tiene tristeza. Y esta alusión no es traída de los pelos porque todo el sustento de esta película tiene mucho que ver con esos ‘90 que además de menemato nos legaron un pensamiento light y una filosofía new age. Bucay, Osho, Coelho, “los que se robaron el queso” y demás ascendían a los primeros puestos de ventas en las librerías y los suplementos culturales daban cuenta del fenómeno de los libros de autoayuda y muchos no paraban de enrostrarnos la posibilidad segura de alcanzar la felicidad con tan solo desearlo. Un mundo ficcional que se las daba de pura realidad se erguía ante nosotros y así nos dejó. Los del queso siguen robando otras cosas, Bucay quedó archivado tras algún juicio por plagio y Coelho escribe en la revista dominical del gran diario argentino y además llegó al cine, (este filme está basado en uno de sus best sellers). Dije que Verónika decide matarse, pero obviamente no lo consigue. Para que haya película y para poder desarrollar la idea de una segunda oportunidad (tan característicamente hollywoodense) y permitir apreciar los métodos bastante particulares que un Doctor en psiquiatría lleva adelante en su clínica un tanto especial. Que uno no tiene nada claro, que cuál es la medida de los desórdenes mentales, que nos podemos ayudar entre todos, que los dolores pueden superarse, que el amor es la clave resolutiva de todo, son los tópicos que un guión lineal y superficial desgrana con una seriedad que asombra. Como si con tocar el piano se diluyeran los traumas, los problemas, las frustraciones, los sufrimientos, esas culpas que cargamos o nos cargan, las responsabilidades por nuestros actos. Como si la respuesta fuera soplar y hacer botellas. Como si la solución se diera en un abrir y cerrar de ojos, sin intervención ni esfuerzo alguno de nuestra parte. El elenco hace lo que puede con parlamentos y situaciones de una inveromilitud increíble trabajando personajes bastante estereotipados y esquemáticos. Verónika decide morir es un melodrama televisivo de esos que pasaban en el viejo canal 9 de Romay. Así, tal cual, como si no hubiera pasado el tiempo. Y lo que enoja es que se juegue tan livianamente con temas que merecen más respeto. “No existe una escuela que enseñe a vivir” dice una canción por allí y algunos todavía no aprenden que de nada sirven las lecciones de vida.
Shakespeare hubo uno solo Sophie (Amanda Seyfried) es periodista pero en verdad sueña con ser escritora. Está a punto de casarse con Víctor (Gael García Bernal) un chef que va a abrir su restó en Nueva York. Se van de pre-luna de miel (¿) a Italia -y sí, para los sajones la latinidad suele ser la tierra de la pasión-. Allí el joven se pierde en recetas, visitas a viñedos, encuentros con futuros proveedores y ella se cruza en el jardín de la casa de Julieta, en Verona, con una historia que le cambiará la vida. El lugar es un santuario al que miles de mujeres recurren para dejar cartas con sus cuitas de amor. Cartas que son recogidas del muro en que son depositadas por una chica y que son llevadas a la oficina de “las secretarias de Julieta”, las encargadas de responderlas y llevar consejos a las almas atormentadas por un mal de amor. Sophie, con mucho tiempo libre, responderá un mensaje que lleva escondido en el muro 50 años y su respuesta desatará el deseo de Claire (Vanesa Redgrave), ahora ya una abuela, de intentar reencontrarse con Lorenzo (Franco Nero) ese amor que abandonó por miedo en la adolescencia, para lo que viaja de Inglaterra a Italia con su nieto Charlie (Christopher Egan). Los tres entonces recorrerán los parajes toscanos para encontrar el amor. Nadie pide originalidades o profundas apreciaciones filosóficas sobre el amor. Es más, supongo que no le haríamos asco a los clisés, pero ¿qué sucede que tantos creen que por tratarse de una comedia romántica y ya que en el amor muchas veces el azar es el elemento principal, por ende también éste debe ser la condición causal sine qua non del guión? Y esta idea explicativa sobre la construcción de los guiones es apenas una concesión mía porque en verdad lo más seguro es que éstos se armen a los ponchazos y así salen las películas después. En Cartas a Julieta todo es azaroso de la peor forma, de esa que confía en que obnubilados por alguna flecha de Cupido los protagonistas y los espectadores quedaremos cegados y dispuestos a aceptar cualquier cosa. Que Amanda Seyfried puede ser “la” actriz de las comedias románticas, de aquí en más, sólo por su cabellera blonda y sus ojos enormes; que Gael es yanqui y cocinero; que Egan da galán; que Winick es director de cine. Quizá me excedo un poco en los conceptos y las opiniones porque tan mal no la pasé mientras miraba el filme. Pero la verdad es que sólo le creo a la Redgrave sus ansias, sus temores, su risa, su necesidad de recuperar el tiempo perdido. Y ojo no es lo previsible de la trama lo que molesta sino la manipulación simplista y efectiva de los elementos con los que trabaja. Así como uno sabe que el recurso de la música consigue provocar determinados estímulos en el espectador, el valerse de un matrimonio real de actores para dar vida a la historia de amor maduro y el uso de las locaciones italianas son la manera más obvia de vestir a una comedia romántica y acá, lamentablemente, no nos privamos de nada.