Escaleras o diablitos Cinco personas encerradas en un ascensor. Uno de ellos es el Diablo. La casualidad de ese encuentro se irá develando completamente causal; aflorarán, uno a uno, los motivos de esa “reunión” y entonces, uno a uno, también, los ocupantes irán siendo asesinados. El clásico tópico del policial inglés de la muerte en el cuarto cerrado se aggiorna (hace poco estrenaron en las pantallas argentinas Enterrado) y se agregan toques de sobrenatural para vestir un entretenimiento que comienza bien, pero no consigue sostener la atención en sus 80 minutos. El uso del fuera de campo, el oscurecimiento de la pantalla y el sonido que permiten generar una tensión apropiada y muy bien matizada para mostrar lo que va sucediendo en el elevador y, a la vez, el saber construir un afuera que aporta su cuota de paranoia y confusiones, suman a favor. Lamentablemente todo se irá diluyendo cuando la película se muestre como lo que siempre ha sido una historia de redenciones y culpas a expurgar. La moral religiosa se impone (y con ella el melodrama) y el hallar una explicación tranquilizadora se vuelve esencial y sumamente explícito. Virtudes y defectos que uno puede derivar del productor y coguionista M. Night Shyamalan. Si bien los personajes son bastante estereotipados y poco conocemos de cada uno de ellos (lo imprescindible para dudar de todos), el espectador puede basar su interés tranquilamente en la verosimilitud que alcanza la situación planteada, y el desarrollo de los roles, las actitudes y las alianzas que se entretejen y los prejuicios y miedos que se exteriorizan, funcionan como anzuelo que nos mantiene expectantes. La dosificación de la información y cierta sutileza en su mostración son para agradecer y dejan más en evidencia los trazos gruesos que también abundan. Por otro lado, La reunión del Diablo vuelve a demostrar que cada vez más en Hollywood (Actividad paranormal, Skyline) crece el clisé prejuicioso que coloca a los personajes latinos como portadores de una mística religiosa (visto como un carácter irracional y bárbaro) al extremo de recurrir al rezo católico en idioma original (español) en alguna escena que siempre causa vergüenza ajena. Cuando llegamos al final uno casi siente un poco de penita por el Diablo que debió urdir un plan tan intrincado para llegar a semejante resultado y hasta nos podríamos preguntar si no se toma las cosas muy a pecho o es que, simplemente, en su eternidad, el tiempo realmente le sobra.
¡Grande Má! “Nora no es mi amiga, es mi pareja. Hace 14 años que vivimos juntas.” Eso le dice una hija (Virginia Innocenti) a su madre (Claudia Lapacó) ni bien comienza Lengua materna. Ruth está cerca de los 40 y Estela jamás hubiera pensado que ante una pregunta común y corriente la respuesta modificara su mundo y abriera una catarata de información sobre sus hijas que ahora parecen dos perfectas desconocidas. Estela padece eso de “no preguntes si no quieres saber”, pero como después de determinadas acciones ya no se puede volver atrás, todo lo que continúa es seguir caminando hacia adelante. De ese tránsito trata este filme de Liliana Paolinelli (Por sus propios ojos), de si es posible volver a retomar (o iniciar) una comunicación materno-filial cuando ya somos grandes. Ruth, seguramente, se abre y se dice porque su relación de pareja está atravesando una crisis, que aunque no quiera reconocer se refleja en la cotidianeidad de la convivencia, en las ausencias, en los viajes programados, en los escarceos infieles de Nora que si bien no ve, a nosotros espectadores nos quedan bien claro. Su tardía salida del clóset ofrecerá un panorama servido para la comedia que el guión explota con timing e inteligencia. Los prejuicios a la orden del día, las opiniones del cura confesor de Estela o de su amiga, las miradas de los Otros y sobre los Otros se desarrollan ante nuestros ojos y causan sonrisas y más de una carcajada. Pero además lo que ocasiona este coming out es la posibilidad de una madre de entrar en la vida de su hija, con lo que de intromisión y cariño, -así, en tándem indivisible-, se presentan en cada nueva pregunta o procura de acercamiento y que implican un necesario apre(he)nder un mundo desconocido. Todo es tan nuevo que uno necesita que le muestren la casa nuevamente aunque ya la haya visitado miles de veces, como si el ahora informado pase de amigas a pareja cambiara la disposición de los muebles o agregara un nuevo cuarto a la vieja vivienda. Sutilezas de este tipo abundan en Lengua materna. Y en este intercambio que se pone en funcionamiento quedan expuestos los prejuicios que ambas partes sostienen para ser. Los esperables de una mujer mayor se atenúan con el afecto maternal y la defensa a ultranza de la opción sexual de su hija (“en esta casa no se va a decir ni un insulto en presencia o ausencia de Ruth” o “no perdí una hija, gané otra”), el cariño que, después del shock primero, patina todas las decisiones de Estela. Los de Ruth, surgen menos sutiles (“¿mamá que hacías en ese boliche -exclusivo de mujeres-?, me das vergüenza”) y permiten observar una mirada precisa sobre el mundo gay que muchas veces resulta tanto o más conservador y discriminador que el heterosexual. Quizá los varios aciertos de la película (actuaciones y puesta en escena que logran la naturalidad merced a la rigurosidad de lo que se intuye previamente planificado y el siempre difícil registro de la comedia por encima del costumbrismo o el grotesco) son los que dejan en evidencia ciertas faltas que ocasionan que no sea ésta una cinta completamente lograda. Hay situaciones que se alargan en demasía (el bingo, el asado, la escena final), alguna errática decisión sobre a qué darle preponderancia en lo que se cuenta y algunos personajes apenas dibujados que no superan la necesidad del guión (la hermana, por ejemplo). Lengua materna es una película hecha por mujeres y sobre mujeres, pero no sólo para ellas. Porque ellos in absentia sobrevuelan el paisaje. Y porque no sólo muestra una de las partes más invisibilizadas de la homosexualidad, como son las lesbianas, sino porque rompe estereotipos y plantea adultamente los temas que desarrolla integrándolos a la trama y sin caer en didactismos ni en panfletos doctrinarios. Que haya en la película chicas que amen a chicas no es más importante que los chantajes emocionales que se originan en las relaciones familiares o los errores humanos o los cariños incondicionales o los fracasos amorosos. Y eso es algo que hay que festejar.
Héroes alados Ga’Hoole plantea la eterna lucha entre el bien y el mal, y el camino del héroe. Todo desarrollado en las figuras de unas aves (búhos y lechuzas) antropomorfizadas. La animación en 3D exhibe sus avances indiscutibles, sorprenden los vuelos. Zack Snyder es el director de 300, una película con estética de cómic basada en un hecho histórico (la batalla de las Termópilas) con centro en la ideología heroica típicamente hollywoodense y una violencia notoria como recurso visual. Y de Watchmen, un comic sobre superhéroes algo descreídos y perseguidos que ya es de culto y que sobrevivió a la traslación cinematográfica. Ga’Hoole: la leyenda de los guardianes está basada en una serie de novelas (las 3 primeras de una saga de 15) que plantea la eterna lucha entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad y el camino del héroe todo desarrollado en las figuras de unas aves (búhos y lechuzas) antropomorfizadas que temen, sufren, tienen celos y envidias, odian, buscan revancha y pelean por la libertad del mundo. Semejante cruce de historia y director como mínimo causaba intriga. Y el resultado es un híbrido bastante extraño. La animación en 3D exhibe sus avances indiscutibles en los aspectos técnicos, uno se sorprende con los vuelos rasantes, con las plumas casi reales en sus movimientos alados, con la expresión conseguida en cada personaje pero indudablemente resulta imprescindible sentir empatía por estos protagonistas para poder entrar en el juego que el filme plantea. Desde Los pájaros de Hitchcock estos animales han quedado teñidos para mí de un sentimiento esquivo y no me merecen ningún aprecio. Por lo que se me complica seriamente cumplir con los requerimientos mínimos de atención o poder compadecerme por los que sufren y animar el triunfo de los buenos frente al poderío de los Puros, en una alegoría, además, un tanto gruesa de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial con los nazis procurando una raza superior y dominante. Actualización de los mitos folklóricos y de la historia bíblica del enfrentamiento entre hermanos, con ecos de tragedia shakespereana y ribetes de filosofía new age, y el típico grupo de amigos freaks que superan juntos sus faltas e incapacidades, la trama sostiene el suspenso matizándolo con ráfagas de humor a cargo de los consabidos comic reliefs y no se luce claramente por originalidad alguna. Salvo por la oscuridad y la violencia de sus escenas que hacen que a uno se le complique decidir a qué público se dirige. Muertes, traiciones, peleas, crímenes se suceden dentro del cuadro y se exponen sin ninguna sutileza y menos oportunidad que oportunismo. En búsqueda de una nueva saga que ocupe el cetro que Harry Potter está dejando vacante con su final, se siguen trasladando best sellers a la pantalla grande, productos que no pueden evitar mostrar su finalidad comercial.
A descubrir El filme permite acercarse a una filmografía que aún busca sus espectadores. Jorge Prelorán es un nombre en nuestra cinematografía que apenas suena conocido. Sólo en determinados círculos se sabe de su importancia y su trabajo. Y sus películas definitivamente no son moneda corriente en el recuerdo ni en la cita. Documentalista capaz de crear un estilo propio, Prelorán trabajó arduamente para crear un corpus de filmes que aún está por descubrirse. Su acercamiento a “los objetos de estudio” en sus documentales etnobiográficos (así bautizó a sus ensayos fílmicos) lo llevó a subjetivar a sus personajes exaltando su persona, incorporando el paisaje y el contexto vital que los constituía y trasladándose él mismo a esa vida para no pasar por un observador externo que apenas muestra al mundo una historia pintoresca y al espectador la posibilidad de crear una buena conciencia. En Huellas y memoria de Jorge Prelorán el director Fermín Rivera, tras una labor de más de 5 años de filmación, ofrece testimonios (siempre evitando el recurso de las cabezas parlantes, siguiendo el expreso pedido del homenajeado) que recuperan anécdotas mientras se van contando los viajes y los exilios, la docencia, los recuerdos, los pedazos de una vida y lo hace con profundo sentimiento y evidente cariño mientras empalma material de los documentales realizados por el protagonista. Reconstruyendo lazos de generación, estirpes, cruces e influencias se traza un panorama de una parte de nuestro cine, el documental, de gran relevancia y poco conocimiento general. Para alimentar el snobismo característico de los argentinos y aquello de que nadie es profeta en su tierra, se muestra ese tiempo de docencia en la Universidad de California y la nominación a un Oscar reforzando un reconocimiento que no necesita de blasones y medallas para sospechar su importancia. La película entrega un Prelorán vivo y vívido (el director falleció víctima de un cáncer el año pasado) pero por sobre todas las cosas permite acercarse a una filmografía que aún busca sus espectadores.
Lo primero es... lo primero Desde su estreno en el Sundance, Mi familia viene sumando aplausos, críticas laudatorias y opiniones calificadas que profetizan con seguridad varias nominaciones en los próximos Oscar. Directora del indie, -lesbiana y madre por inseminación artificial-, Lisa Cholodenko se interna en el mundo de las nuevas familias para ofrecer una mirada fresca y (supuestamente) libre de prejuicios sobre parejas del mismo sexo e hijos concebidos artificialmente. Temas que del ámbito de lo privado saltaron a la agenda pública, renovando lo social en la vida cotidiana. Si hay algo que agradecerle a los guionistas es que estas cuestiones son presentadas con la mayor naturalidad, sin solemnidades ni panfletariamente. No son ejes centrales donde se expondrá la teoría feminista, de género o queer correspondiente, si no una parte de sus protagonistas y una elección y una decisión que permiten que sucedan los hechos que hacen avanzar la trama. Nic (Bening) y Jules (Moore) conforman la pareja central. Años de convivencia y dos hijos. La mayor, Joni (Wasikowska), una adolescente a punto de dejar la casa para estudiar en la universidad; el menor, Laser (Hutcherson), un joven que al verse a merced de sus dos madres y “abandonado” por su hermana le pide un favor a ésta: que busquen a su padre biológico. La aparición de Paul (Ruffalo), -un entrepreneur gastronómico ecologista, soltero y algo inmaduro sentimentalmente-, hará que cada una de las piezas de esta familia (que ya deberíamos dejar de llamar disfuncional) revean sus roles y se piensen en función de la nueva situación. El “Otro” en este caso no porta la revulsión del joven visitante de Teorema de Pasolini. Aquí no hay dramas filosóficos ni tragedia, apenas comedia con toques (melo)dramáticos y en esa liviandad es donde el filme encuentra su piso y su techo. El trabajo con los estereotipos y el toque de humor permiten que aumente la base del público, es decir que la elección por este tipo de películas no se circunscriba sólo a los grupos minoritarios referidos en ellas sino que se acreciente la (buena) predisposición de los heterosexuales que ni se sienten amenazados ni desplazados ni fuera del registro. Escollo que las películas de minorías sexuales aún padecen y pocas pueden superar. Uno podría cuestionar el binarismo que todavía parece manejar Mi familia con los roles sexuales definidos en lo femenino (sometido) y ama de casa de Jules frente al masculino (dominante) y profesional de Nic, explicitados hasta en lo físico (corporal, vestuario y peinados) y en lo actitudinal, o la “caída” de una de ellas frente al deseo otro, pero no se leen sino en referencia a lo antes dicho (estereotipos y búsqueda de ampliación de público). Quizá sí es más chocante cierto uso que el guión hace de la culpa ante lo sexual y que parece utilizar como aleccionador y especialmente cierto conservadurismo familiar que estos nuevos modelos suponían venían a cuestionar y ahora sólo pugnan por entrar en los mismo moldes. Pero esto último ¿hasta que punto no es más que un reflejo de lo que sucede en lo cotidiano (y que contradice las teorías que decían la subversión de los géneros frente al status quo) que una bandera que levante el filme? Más allá de la teleología que uno sospecha por detrás de ciertas elecciones estéticas, Mi familia resulta un retrato inteligente, divertido y adulto sobre las familias hoy día donde las situaciones conflictivas se pueden resolvelr con elegancia y altura (evidentemente la clase social reflejada -económica e intelectualmente- es importante para esto) pero donde lo emocional y emotivo no es dejado de lado en detrimento de lo racional. Mención especial merece el gran elenco que transmite con sutileza y arte la palabra escrita. Los jóvenes están muy bien, Bening vuelve a demostrar su crecimiento, Ruffalo su solvencia y Moore… es Moore y está todo dicho.
Amiguitas El filme observa como las niñas ven desde su óptica a los mayores en tensión. Hay emociones que son y no precisan de explicaciones. Hay un tiempo en la vida en que uno descubre que hay una relación que empezamos a forjar y será muy importante. Esa relación es la amistad. En nuestra infancia aprendemos que hay personas que no son familia pero por las que haríamos cualquier cosa, y ellos por nosotros. Yuki y Nina están transitando ese momento. Viven en Francia, tienen 9 años y lo hacen todo juntas. Pero los incomprensibles mayores intervendrán y habrá que inventar una forma de vencer los obstáculos. Los padres de Nina están separados, los de Yuki comienzan a separarse pero cargan con otro problema. La mamá es japonesa y el papá, francés. Y ambos resuelven que madre e hija regresen a vivir a Japón. Las niñas no saben de amores que se terminan, de familias disueltas, de diferencias culturales. Primero cuestionan el accionar de los adultos, luego intentan con cartas de amor y fórmulas encantatorias, mas la separación de las amigas se intuye inevitable y entonces asoma la huida y el bosque surge como portal mágico y puente fantástico a la vida que se desea. El filme cuenta con sutileza y delicadamente este sucederse. Observa a las niñas y sus miradas, ve desde su óptica a los mayores siempre en tensión y sin saber cómo resolver la ruptura de la mejor manera posible. Desarrolla un guión armado de cotidianeidades que van componiendo, a través de esos retazos, el rompecabezas final, no sin antes sumergirnos en un mundo de fantasía -lugar al que el cine suele recurrir, y mitificó, como el método infantil para “solucionar” los problemas-, que sumado a lo oriental ofrece otra mirada, una ambigua, que deja flotando nuevas posibilidades, la incertidumbre y el sueño. Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot dirigen a dos manos y cruzando dos mundos una sencilla y emotiva historia que presenta personajes creíbles y queribles pero quizá abusa un poco de esos “trucos” a los que son tan afectas las películas festivaleras. De a ratos se asoma un cálculo inocultable que no afecta profundamente el resultado final pero no permite que uno aprecie la cinta sino a través de un ejercicio puramente racional. Digo, hay emociones que son y no precisan de explicaciones mi necesitan tantos entendimientos.
Añoranzas La evocación y el homenaje se dan la mano y una pátina de nostalgia y melancolía va cubriendo la trama. Mis días con Gloria es una película de regresos. Juan José Jusid hacía varios años que no filmaba. Y la Coca, otros tantos que no protagonizaba. Y el mismo relato trabaja el tópico de los retornos para saldar cuentas con el pasado o para intentar regresar a esos lugares de donde partimos y descubrir, al fin y al cabo, que ya no hay dónde volver. Roberto es un asesino a sueldo en una ciudad de provincias, amparado y empleado por la fuerza policial. Arrastra una culpa que lo está matando (una muerte accidental, como no puede ser de otra manera en estos casos) y quiere abandonar su profesión, pero no es tan fácil salir de determinados sitios. Gloria es una actriz que ha sido muy famosa y ahora está muriendo y quiere intentar reparar un error del pasado y para eso viaja al pueblo que la vio nacer. Estas dos vidas, en caída libre, se cruzarán casualmente y se acompañarán en el tiempo que les queda sin decirse cuáles son sus cuitas y sin saber cuánto se están ayudando mutuamente. Elaborado como un policial de esos que revisitaron el género en los ‘80, -y pueden leerse como un seleccionado clase B-, y el melodrama de personaje femenino con conflictos maternales, el filme ofrece una historia que no por conocida resulta agotada. Correcta en los rubros técnicos, con clisés y estereotipos y frases irrisorias en lo que respecta al guión y con algunas falencias en lo actoral, la película trabaja un plus que no se puede ignorar. Como en aquellos tiempos del star system hollywoodense en los cuales la estrella sumaba su estela a los roles que interpretaba, la imagen icónica de Isabel Sarli tiñe toda la cinta. No sólo su halo personal se impone y ofrece una interpretación contenida (acostumbrados a los excesos propios de sus colaboraciones con Armando Bó) sino que la misma película juega, utilizándolas a su favor, con esas innumerables y recordadas imágenes que el cine puede aportar dada su mítica carrera. La evocación y el homenaje se dan la mano y una pátina de nostalgia y melancolía va cubriendo la trama y el visionado para quien se deje llevar. Quiero ser sincero, no he sido espectador directo de los exitosos tiempos de la dupla Sarli-Bó, -no me da la edad-, pero los recuperé tiempo después y aprendí a quererlos, y a pensarlos desde lo kitsch y lo camp, y seguramente estuve predispuesto a captar este sentimiento, pero me parece que más que una sensación es algo que se puede analizar y hallar en Mis días con Gloria. La protagonista mirando sus viejas películas en la pantalla de un televisor, tirada en un sofá, bebiendo whisky, en deshabillé, además de aportar a la trama actúa simbólicamente como una remisión directa a la Norma Desmond-Gloria Swanson de Sunset Boulevard, y a la misma Coca. Por supuesto que hay citas que replican mejor que otras, también está el Roberto Sánchez de Luis Luque. Más allá de la herencia planteada en la incorporación de Isabelita Sarli como relevo “cárnico” de su madre, se la nota principiante en estas lides, pero la elección inentendible es la convocatoria de Nicolás Repetto en un papel importante y que definitivamente le queda grande. El cine a veces puede funcionar como una manera de reflejar algunos fantasmas, tiempos idos que se plantan frente a nuestras retinas y entre las brumas nos trasladan a un ayer para confirmar que hay bellezas que sí fueron reales y no un producto de nuestra imaginación.
Gato por liebre El trabajo con la animación resulta más que correcto. Se advierte un cuidado en la forma que demuestra que hay posibilidades en el país para seguir desarrollando esta técnica, por lo menos con dignidad. Quizá tenga un concepto equivocado de Gaturro (debo decir que nunca he sido un seguidor de la tira humorística que publica La Nación) pero siempre lo percibí como una creación de Nik para desarrollar su mirada política. Una manera de exponer el sentido común más común a través de un comic relief que lee la coyuntura menos con la acidez de un observador inteligente que con la provocación de un adolescente. Su mismo nombre deja denotar una búsqueda facilista de la comicidad y un guiño adulto. El salto a la pantalla grande (y al 3D) de semejante personaje bucea por otros caminos intentando atrapar a un público familiar siguiendo una trama que desarrolla un típico culebrón televisivo. Gaturro, siempre obnubilado por el amor que siente por Agatha y que nunca se anima a expresar abiertamente, ve amenazada la relación ante la aparición de Max, un gato ganador, cool y seguro de sí. Para recuperar a su amada se convertirá en una estrella de televisión apoyado por su familia y sus amigos. Pero para conseguirlo se meterá en situaciones complicadas y (supuestamente) divertidas. El trabajo con la animación resulta más que correcto. Se advierte un cuidado en la forma que demuestra que hay posibilidades en el país para seguir desarrollando esta técnica, por lo menos con dignidad. Y hasta el doblaje es un punto a favor. Pero el problema evidente es el guión. Una historia remanida, predecible, hasta aburrida. Con algunos gags que cumplen su cometido pero poco más. Eso sí todo matizado con números musicales y canciones pegadizas porque así (se cree) hacemos un filme más fluido y encantador. Puros prejuicios o preconceptos que se notan hasta en esa cierta mirada antigua en la construcción de los personajes que parecen seguir sosteniendo, por ejemplo, a la histeria femenina tal como se la pensaba en el siglo pasado XIX. No sé si Gaturro conseguirá sumar nuevos adeptos, sobre todo en la franja etaria infantil, pero seguramente desorientará a sus antiguos seguidores.
Un paso en falso Fernando Trueba ha construido una interesante carrera dentro del cine español de los últimos tiempos. Allí están La niña de mis ojos, El milagro de Candeal y hasta el Oscar de Belle Epoque para demostrarlo. Con El baile de la victoria las cosas se complican seriamente. Basada en la novela homónima del chileno Antonio Skármeta (el mismo autor de El cartero), la película hace agua por varios flancos. Bajo el amparo de una ley de amnistía para presos que no han cometido delitos de sangre dictada en el Chile post-dictadura, Nicolás Vergara Grey (Darín), un popular y mítico ladrón de cajas fuertes, y Angel Santiago (Ayala), un joven ratero de poca monta, salen de la cárcel y cruzan sus destinos. Uno queriendo recuperar a su esposa y su hijo, el otro procurando llevar a cabo un plan que los resarcirá económicamente. Pero las cosas se complican y la irrupción de Victoria, -una joven bailarina que ha perdido el habla luego de la desaparición de sus padres en plena dictadura pinochetista y vaga nocturnamente por la ciudad y, especialmente, en los cines XXX-, conseguirá que las vidas tomen nuevos rumbos. Si bien la trama no resulta muy original, es el desarrollo errático del guión y la profusión de historias, las construcciones livianas y estereotipadas de los personajes y los saltos de género los que hacen que la película no funcione. Repeticiones de situaciones e inverosimilitudes se conjugan para que merced a personajes trillados y vacíos la empatía flaquee peligrosamente en una cinta que requiere a gritos una respuesta cómplice del espectador. Trueba intenta imbricar la intriga policial, el romanticismo, la mirada social, la comedia de parejas desparejas y el drama y, en lugar de amalgamarse, todos estos tonos se chocan violentamente sin poder marcar un rumbo. Además el lirismo que parece proceder de lo literario abunda en simbologías y metáforas que muchas veces son obvias y forzadamente poéticas y que en su traslado a la imagen sólo resultan en bellas postales vacías, cuando no en definitivas grasadas. Tanta alegoría que busca hablar de los “grandes” temas no hace sino remarcar una postura progresista que puede servir en la vida cotidiana pero al arte no le suma, es más le resta, lo empequeñece, lo vuelve mensaje. Y para mensajes, ya sabemos, mejor el correo. El baile de la victoria se toma su tiempo para demostrar que es el resultado fallido de una sumatoria de errores que apenas ofrece una sentida creación de Abel Ayala, entrega una de las actuaciones más flojas de Darín y demuestra que jamás alcanza con las buenas intenciones. Una decepcionante sorpresa.
Buenos vecinos Cohn y Duprat apuestan a un duelo actoral donde los distintos registros encajan funcionalmente y organizan el espacio de tal manera que hacen de la casa una protagonista importante. Leonardo (Spregelburd) es un diseñador argentino de renombre, reconocido aquí y en el exterior. Tiene una esposa, profesora de yoga, creída y bastante insoportable, una hija adolescente con la que no puede establecer la mínima comunicación y una señora encargada del servicio doméstico en una casa muy especial, sita en La Plata, la única construida por Le Corbusier en América. Moderna pero quizá un poco desprotegida y expuesta para estos “tiempos de inseguridad”. Víctor (Aráoz) es su vecino, un hombre algo despreocupado por las formas, un tanto invasivo, rudo y burdo, que trabaja en la venta de autos pero no parece muy legalista en lo que hace. Dos mundos completamente diferentes se enfrentarán por la apertura de una ventana en la medianera de ambas casas y la necesidad de “un rayito de sol que a vos te sobra”. Un pequeño acto que podría resolverse amigablemente, o al menos cuidando las formas regladas de convivencia, va generando complicados enredos, recurrencia a las mentiras y hasta la participación de abogados que entorpecen la resolución, alargan el tiempo de conflicto y permiten el desarrollo de una relación entre los protagonistas (encuentros, charlas por teléfono y personalmente) que de otra manera jamás se hubiera iniciado. Leonardo es un snob, un pedante que ejerce poder sobre los que cree inferiores y subordinados, se avanza a una alumna (y hace el ridículo), echa a unos periodistas que le hacen una entrevista, se burla de los proyectos de sus alumnos y a sus amigos les cuenta la relación que mantiene con Víctor de una manera que lo deja bien parado pero que dista de ser real. Porque la realidad lo expone sin miramientos como un pusilánime. Todos los fundamentos que esgrime para negar la construcción de la ventana y resguardar su intimidad son avasallados por él mismo que hasta pone en práctica, con su mujer, cierto voyeurismo sexual y por la misma cotidianeidad del espacio exterior que siempre es registrado por la cámara como una asidua pasarela de espectadores que se asoman, piden acceder a la casa o le sacan fotografías. Mientras, del otro lado se construye un ser que vemos asomar como un violento en ciernes, capaz de explotar en cualquier momento y hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que se propuso. Si observamos bien, todo esto no es más que un reflejo de nuestro prejuicio, avalado por la mirada del diseñador que tampoco se gana ni se merece nuestra simpatía. El hombre de al lado es una película donde el guión es primordial. En forma sencilla y con una narración clásica se entreteje una comedia con un humor negro y diferente y que presenta un estudio sociocultural de típicos caracteres de nuestro tiempo. Un filme que expone nuestras miserias, nuestro lado oscuro y nuestros fantasmas sin didactismos ni apologías superficiales. La tensión generada desde el comienzo explota de la manera menos esperada y el cierre sin palabras, con la simple omisión, dice más que muchas frases altisonantes. Cohn y Duprat apuestan a un duelo actoral donde los distintos registros encajan funcionalmente y organizan el espacio de tal manera que hacen de la casa una protagonista importante, aprovechando con talento las líneas rectas, los blancos, las escaleras, los planos inclinados y los lugares abiertos. La consistente construcción de los personajes y su desarrollo lógico consiguen hacer creíbles las situaciones, aún cuando éstas se estiren en algunas ocasiones o parezcan repetir esquemas ya planteados. Como en El artista, su anterior cinta, los directores vuelven a elegir la polémica vistiéndola con sofisticación e inteligencia.