La caída del muro de Berlín, el fin de la URSS y el inicio del desasosegante “Período especial” de hambruna y apagones sumieron a Cuba en su tercera edad en la década de 1990: un periodo de declive, pero también una oportunidad para renacer. El estado se cosas se encarna de manera tan delicada como evidente en una pareja entrada en años en Candelaria, tercer filme del colombiano Jhonny Hendrix. Victor Hugo (Alden Knight) y Candelaria (Verónica Lynn) componen un vínculo interracial basado en la amistad sentimental, el humor y –sobre todo– las penas, agudizadas por la supervivencia cotidiana en una Habana agónica en la que escasean recursos y hay que improvisar labores innobles, trueques o empeños para sobrevivir. Es justamente en la rutina de su trabajo como lavandera que Candelaria encuentra y hace suya una cámara de video con la que más tarde Victor Hugo la registra en furtivas y domésticas filmaciones eróticas. Así la renovada sexualidad mutua destella en clave de fábula social, picaresca y voyeurista de senectud, y en los pliegues del cuerpo de Candelaria se materializa la desnudez añeja que deja tras de sí la revolución cubana. A Candelaria le espera una última vuelta de tuerca en la propuesta de comercialización de los videos íntimos, que le llega al matrimonio después de que una de sus cintas caiga en manos ajenas. Así, la película se desvía del romanticismo crepuscular à la Elsa y Fred caribeña para bordear el subgénero del lucro explícito-amateur de Torremolinos 73 o Zack y Miri hacen una porno. El carácter sexual “extremo” (tal la categoría designada en el filme para englobar la mercancía que producen Victor Hugo y Candelaria) queda fuera de campo: Candelaria es tierna, pudorosa, aun preciosista, como puede apreciarse en los planos frontales de la bellamente decadente Cuba. Entre el desencanto y la promesa, la cinta se desvanece en sus contrastes.
Al desierto de Ulises Rosell sume a su dúo protagonista en un extravío patagónico con intenciones de thriller y western poco definidas. Un devenir errático, árido, inhóspito, en un escenario que hace de majestuoso reflejo: Al desierto de Ulises Rosell (Sofacama, El etnógrafo) se cubre con arena de thriller y western para desplegar una mera sucesión de acontecimientos hacia delante, una road movie sin trazado y sin coche. Los casi solitarios protagonistas son el rubio y grandote Armando (Jorge Sesán) y la bella y oscilante Julia (Valentina Bassi), que se conocen –aparentemente por primera vez– en un casino de Comodoro Rivadavia. Armando muestra un interés retínico por Julia y concreta el avance verbal con una sugerencia laboral petrolera que implica adentrarse en el vasto desierto patagónico. Ella accede, y en esos atractivos y breves términos se inicia la aventura. Ya en medio de la polvareda, Armando desvía su camioneta de la ruta, Julia amaga una huida, hay un tirón entre ellos y el auto vuelca. A partir de allí el dúo de personajes atravesará páramos, subirá empinadas cuestas y recaerá en casas e instalaciones a veces abandonadas y otras atendidas por tímidos lugareños en un rumbo y un vínculo más desconcertante que ambiguo: ¿qué los mantiene juntos? ¿Estamos ante un secuestro, un pacto tácito de supervivencia o una pareja en ciernes (como lo prueban súbitos y mecánicos arrumacos)? No hay tensión entre ambos, tampoco amor, menos perversión. Hacerse preguntas es hasta improcedente: Al desierto apunta a un abordaje redux de género a lo Mad Max o a la fuga narrativa de los relatos de Sergio Bizzio, que firma el guion junto a Rosell. De todos modos, el filme peca de omisión porque sugiere sentimientos o psicologismos que no se evidencian de manera física. La razón de ser de Al desierto es, además de su linealidad sinuosa y a la intemperie, la fotografía (a cargo de Julián Apezteguia), también a su modo un friso: el desierto del título es concepto y trama, figura y fondo, plano detalle y panorámico, expuesto en la forma de texturas rocosas, abismos geológicos y cimas impasibles. La campera de cuero roja de Julia funciona como contrapunto potente a tanto cromatismo tierra y subraya la sensación de collage, de cómic, de estampa petrificada. Que el género se activa de manera puramente estética en Al desierto lo confirma la otra dupla del filme, dos policías –uno viejo, canoso y caricaturesco, el otro joven y morocho– que persiguen las huellas de la pareja evadida con el mismo confuso y perezoso interés del espectador: corazas de un policial ubicuo, su paso entre bares precarios y paradas ruteras le inyecta pintoresquismo al filme, que así y todo permanece siempre detenido en su obsecuente avance. Al desierto se resiste a ser lo que aparenta, y de ese repliegue extrae una singularidad a medio camino.
George Clooney, además de prestar su rostro de joker bronceado para algunas de las producciones más paradigmáticas del Hollywood reciente, se ha dedicado a dirigir películas resonantes y de cuidada factura como Buenas noches y buena suerte o Secretos de estado. Es en esa faceta que el ícono multitasking se muda al barrio noir de los hermanos Coen –responsables del guion– en Suburbicon, donde conviven medianía mediante el policial de humor negro y el drama social. En el arranque se muestran retratos de familias felices que celebran la mudanza a Suburbicon, ciudad de casas bajas y homólogas de las afueras estadounidenses en la década de 1950 donde –ya lo sabemos– nada bueno puede pasar. En efecto, a la vez que la familia negra Mayers se muda al lugar y recibe un temprano índice de rechazo blanco por parte del cartero, los vecinos Lodge padecen el atraco de dos delincuentes que matan a la madre Rose (Julianne Moore), dejando como protagonistas a su hermana gemela y de pocas luces Margaret (Moore, otra vez), a su insulso y anteojudo esposo Gardner (Matt Damon) y a su hijo de 11 años Nicky (Noah Jupe). En adelante y en paralelo se evidencia que el asesinato de Rose fue mucho menos azaroso de lo supuesto y que Gardner y Margaret lo planearon todo para quedarse con la plata de la aseguradora; y que los Mayers son cada vez menos bienvenidos en Suburbicon, sufriendo desde el aumento arbitrario de los precios en el supermercado al directo asedio colectivo con destrozos y quema de auto incluido. La apoteosis racista coincidirá con el desenlace violento de la intriga criminal, desatada con el arribo al hogar de los Lodge del inquisitivo investigador de seguros Bud Cooper (Oscar Isaac). Si bien la trama de los Mayers ocurre en segundo plano y casi en términos decorativos, hace de contrapunto in crescendo del sangriento devenir de los Lodge, tanto como espejo de la violencia blanca y de clase media contenida en el suburbio (una hacia adentro de la vivienda, la otra hacia afuera) como en el contraste de objetivos entre ambos clanes: los Mayers quieren adaptarse, los Lodge sueñan con fugarse a la idílica Aruba. Todo Suburbicon está erigido en base a dualidades lindantes: mañana y noche, luz prendida y apagada, inocencia y perversión, piel clara y oscura, drama y comedia, realismo y caricatura; lo que no impide que el prolijo equilibrista Clooney se pase de la raya y termine pisando el terreno fácil de la farsa, el grotesco y la exageración, tal vez para no caer en la peor vereda del didactismo. Al final el único que se salva es Nicky, alma secreta de una película fría que exorcisa su diatriba macabra con la pureza sin raza ni hipoteca de la infancia.
Edificios gubernamentales, fracs oscuros, música de thriller noble y palaciego: El informante tiene a las altas oficinas del FBI en Washington (EE.UU.) como escenario de las instancias cruciales en la vida de Mark Felt, mejor conocido como “Garganta Profunda”, el soplón que desató el escándalo Watergate y obligó a la dimisión del presidente Richard Nixon en 1974. No hay mayores detalles del entramado del caso en el filme de Peter Landesman, que se concentra en la figura canosa y desgarbada de Felt (Liam Neeson), agente del FBI que reconoció su rol recién en 2005, poco antes de morir. Su condición de informante desde dentro del sistema lo hace especial, y así la cinta se tensa con efectividad a medida que Felt emprende su cruzada solitaria contra el gran aparato para el que fue fiel. Si hay alguna razón menos loable que el altruismo institucional para justificar su traición, eso sólo se sugiere al comienzo: el súbito deceso del escandaloso cabecilla del FBI Edgar Hoover deja al número dos Felt como el candidato ideal para sucederlo, pero el designado es el domesticado Patrick Gray (Marton Csokas), puesto ahí para cubrir las espaldas de Nixon. Las consecuencias se hacen sentir en casa: la esposa de Felt (Diane Lane) se queja de 30 años invertidos en nada. Lejos de lamerse las heridas, Felt clava el puñal donde más duele, revelándole a la prensa los pormenores de los tejemanejes presidenciales. Su integridad y jerarquía (se dice de él que es “competente, confiable, leal”) lo salvan de la sospecha, pero aun así es apretado y arrinconado. Más allá de posibles vendettas, la motivación explicitada por Felt para su proeza de cabina telefónica es el típico discurso anticorrupción: en sus palabras, “la confusión es control” y la verdad la única solución social. Pero el accionar del funcionario es contradictorio, en tanto se autoadjudica su misión moral tras oficiar de mano derecha del mismísimo Hoover, lo que supone que el héroe no lo sea tanto después de todo (ambigüedad que se intuye en un posterior juicio a Felt por allanamientos ilegales). Esa turbiedad explica el cromatismo opaco y tono amargo del filme, ajeno a la épica fácil, aunque la incipiente ambivalencia no hecha raíces: El informante es demasiado lineal, predecible y unidimensional como para que un complejo y auténtico “Garganta Profunda” se filtre en pantalla.
Acostumbrada a los dictámenes de la animación industrial, la cartelera se permite cada tanto un ejemplar artesanal, experimental o autoral en la materia: Anomalisa, Despertando a la vida o Vals con Bashir han sido algunos de ellos. Loving Vincent de Dorota Kobiela y Hugh Welchman entra en ese esquema insular, pero lo hace más como curiosidad que como anomalía. El presente homenaje a Vincent Van Gogh a partir de su propia obra se justifica cuanto menos en proeza y dedicación detallista: más de 100 artistas pintaron más de 62 mil óleos basados en más de un centenar de cuadros paradigmáticos del genio holandés para dar a luz al filme, que a su vez recurre a la reconocible técnica de la rotoscopia con actores reales para desplegar su acción (como en las ya nombradas Despertando a la vida y Vals con Bashir). El resultado –colorido, fresco, movedizo, cuidadoso, siempre con los motivos, trazos y paletas de Van Gogh como referencia– es delicioso mientras dura la novedad, pero una película no sobrevive en base a una atracción óptica: Loving Vincent (título ambivalente que apunta a la despedida afectiva que el pintor ensayaba en sus cartas como a la devoción hacia él profesada) recurre al policial para dar vida y continuidad a su múltiple tableau vivant: Armand Roulin (Douglas Booth), personaje extraido de un óleo histórico, es un joven que a un año de la muerte de Van Gogh recorre los lugares en Francia que habitó el artista en pos de desentrañar el misterio del deceso, ambiguamente determinado por el fracaso, la enfermedad mental y el suicidio. Con ánimo de pesquisa documental desfilan por la narración médicos, posaderos, taberneros, campesinos, marchantes y hasta alguna posible amante retratados por Van Gogh en escenarios asimismo inmortalizados por el plástico, desde su recóndita habitación a los campos extáticos con cuervos, estrellas y girasoles. La convivencia entre la ficción implantada y la fiel recreación formal se vuelve por momentos tensa, y es que tanto respeto por el corpus original no puede sino demostrar que el animismo es imposible. Dentro de sus marcos, Loving Vincent es entrañable, audaz y contundente.
Redonda y efímera El salto que Andrés Muschietti da en It con respecto a su anterior Mamá es notable: lejos de ser un filme de terror literal más, It hace la diferencia en los luminosos detalles (casting, fotografía, ambientación); en el cuidado reverencial con el que trata a sus personajes (una pandilla de niños héroes entre los que paradójicamente sobresale la incandescente Sophia Lillis); en una personificación del mal que sorprende cuando aparece, no cuando se oculta (Pennywise, un desgarbado, estrábico y estúpidamente siniestro Bill Skarsgård) y en una historia que es doble: está el monstruo, sí, pero la comedia y el humor y el romance son claves emotivas de la película. It aun así no llega al nivel artístico de cumbres recientes como It follows o The witch: los efectos digitales de las criaturas que personifican los miedos de cada niño son banales y opacan la entrañable materialidad de la comunidad estadounidense de Derry, el último tercio en casa embrujada aplana y concentra todo aquello que hasta entonces permanecía virtuosamente disperso y las citas a Street Fighter, los New Kids on the Block y el crecer en la década de 1980 lucen redundantes en una era consagrada a ensalzar la nostalgia. Los besos, los chistes y los enfrentamientos con los pesados de turno son encantadores pero ya se han visto mil veces: más que un filme sobre el fin de la infancia, It representa el fin de un acercamiento natural a la niñez. Cinta infante para adultos, It no es todo lo oscura que podría ser –sus escenas más potentes involucran la mutilación de un brazo y un chorro de sangre de baño abstracto muy Kubrick-, haciendo que la impresión final sea ambiguamente ATP. It es más el globo que el payaso, una figura ligera que está en suspenso sin caer ni esfumarse, destacándose en su singularidad redonda pero efímera.
Un filme sencillo, pero no naif Al igual que en una clase de idioma, el mundo no empieza a conocerse desde su amplitud, sino desde sus elementos y prácticas más aprehensibles. Para Zhang Xiaobin, la adolescente recién llegada a Buenos Aires desde China que protagoniza El futuro perfecto, el universo porteño-español comienza a cobrar forma a partir de la mercadería de la fiambrería en la que obtiene trabajo: “Jamón crudo, lomito, salame, panceta, mortadela”, son las palabras que debe memorizar. Pero el aula es también parte del filme de Nele Wohlatz, y así Zhang asiste a la enseñanza propiamente dicha frente a cámara, repitiendo términos en voz alta e interactuando con otros. En su doble juego de realidad y reconstrucción, El futuro perfecto parece en principio un híbrido más de ficción documental en el que Zhang representa su vida iniciática en la gran ciudad a la vez que responde a las preguntas antropológicas de la directora frente al pizarrón. Pero ahí donde el filme rompe la cuarta pared levanta una quinta, la que connota el sentido ensayístico y condicional del título, donde se refleja el artificio complejo del cine, un lenguaje de reglas tan rigurosas y misteriosas como las de cualquier idioma. Por eso a medida que Zhang aprende el castellano la cinta pierde inocencia y esquematismo y se va volviendo naturalista, lo que explica que el intercambio monosilábico entre ella y su novio indio que deja dos jugos sin tomar derive más adelante en un diálogo fluido en el que beben sus sopas. Lo mejor de El futuro perfecto es que más allá de sus sagaces juegos cinematográficos el telón de fondo permanece inalterable: el filme es sencillo como una maqueta abstracta de delicadeza oriental, una narración migrante que toma su riqueza de la frontera lúdica que habita. Lo que no quiere decir que sea naíf: su planteo exigente y provocativo hace quedar a la torpe Un cuento chino como un filme rodado en épocas de la Gran Muralla.
Navegar contra la corriente Una costa entera se aleja del pequeño barco que Fernando (Julio Chávez) conduce en el curso de un río agreste, en concreto la vida del personaje, sintetizada en la casa modesta que deja atrás, un hijo con el que evade la comunicación y una dolencia que se anticipa delicada. Carla (Pilar Gamboa) aparece de manera inesperada en la cabina del velero –llamado Cronos- con otra historia fuera de campo: un tipo turbio con el que salía fue atacado en un barco cercano y bullicioso, ella escapó con su remera manchada de sangre y ahora quiere ser cruzada al Uruguay. Con esos escasos elementos los personajes de El Pampero interactúan en el interior del barco con discusiones, charlas y silencios y en la cubierta con acciones físicas, obedeciendo a sus personalidades contrapuestas: Fernando sufriente y compungido, Carla llorosa y fuera de sí. Así como los personajes cargan con dos pasados, El Pampero asume dos tonos: uno contemplativo y propio del universo natural retratado y otro opresivo y circunscripto al espacio cerrado, un bien llevado teatro dentro del cine amparado en las singularidades de sus protagonistas. La problemática Carla –pasiva a pesar de su intensidad- empuja a la cinta hacia donde el misántropo Fernando no quiere, buscando ayuda en el pérfido Marcos (César Troncoso), de la que el protagonista deberá rescatarla. Si bien Lucchesi resuelve el fluir entre registros con solvencia narrativa y formal (fortificada por el gran trabajo de Chávez, que transmite la fragilidad de su personaje con mínimos y luminosos detalles), El Pampero se disfruta más cuando navega río arriba –cuando es puro Cronos, tiempo- que cuando encalla en los bajos fondos humanos: es la literalidad del género lo que Fernando retepnde expulsar de su barco ya libre de ataduras, y en esa nobleza culpable se le van sus últimos e inasibles días.
La alegría de los muertos En Casa Coraggio Baltazar Tokman muestra a una familia verídica dueña de una ancestral funeraria de pueblo, entre la ficción y el documental. Se exhibe en Cineclub Municipal Hugo del Carril. Una familia ubicada literalmente entre la vida y la muerte es el fascinante eje de Casa Coraggio, quinto filme de Baltazar Tokman (I am mad, Planetario). Y es que el hogar pueblerino al que Sofía regresa en verano es una funeraria fundada por sus ancestros en el siglo 19, y así los hábitos domésticos están divididos sólo por una puerta de los ataúdes brillantes donde se acuesta y prepara a los recién fenecidos. Lejos de cualquier morbidez, drama, comedia o humor negro a lo Six feet under, el mérito de Casa Coraggio está en naturalizar esa convivencia entre planos en apariencia irreconciliables con pasajes y correspondencias de cotidiana luminosidad. “Desandarás el camino de tus antepasados” es la frase oída en un sueño que evoca un familiar, mientras que el brazo de Sofía lleva tatuado el lema spinettiano “Mañana es mejor”. De la misma manera, el pueblo Los Toldos donde opera el servicio fúnebre (que recepta misteriosamente todos los años la misma cantidad de muertos, 150) es conocido como “la capital de la alegría”: en Casa Coraggio conviven la fiesta y el velorio, la vejez y la juventud, el pasado y el futuro, la pulsión de vida y la de muerte. El padre de Sofía sufre del corazón y observa el sol caer consciente del carpe diem, el maquillaje sirve tanto para embellecer cadáveres como adolescentes que celebran sus 15, Sofía comparte diálogos retrospectivos con su madre y abuela y recuerda a su tatarabuela de origen mapuche, el amor nace entre las tumbas y los fantasmas son el tema de conversación de un asado. En Casa Coraggio el fin de la existencia es un elemento vital más, una instancia asumida como rito, negocio y providencia. Otra superposición, la de ficción y no ficción, define el registro del filme, en tanto Sofía y los demás personajes se reparten roles verídicos y ficticios. Tokman anuncia esa doble naturaleza al inicio. El gesto es innecesario como lo son algunos insertos sonoros y actuaciones forzadas, si bien la hibridez sale adelante y sella la extrañeza de Casa Coraggio, que fusiona dos tópicos del cine independiente argentino (la juventud en el pueblo y el hallazgo documental) como si sólo una pared los separara.
Vínculos sensibles en tiempos sórdidos Mariano González dirige y protagoniza Los globos, debut sobre un hombre que le escapa a la paternidad. Su hijo Alfonso es el niño de la ficción. El filme se estrena esta semana en el Cineclub Municipal Hugo del Carril. Los globos de Los globos, ópera prima de Mariano González, nunca se inflan: se aferran con su color apagado a los moldes con forma de paletas de ping-pong de la modesta y desahuciada fábrica de conurbano en la que César (González) se rearma después de un pasado de reclusión. Esa falta de condescendencia en un filme sobre el a menudo tierno vínculo padre-hijo atraviesa todo Los globos, que a su modo hiperrealista (entre la vertiginosa cámara en mano de los hermanos Dardenne y el pulso social de Pablo Trapero) cuenta con intervalos sobriamente efectistas que incluyen sobredosis, golpiza y sexo clandestino. Pero hay reposo en Los globos, sobre todo en la segunda mitad, cuando el plano solitario de César se amplía al peso visual y emotivo de su hijo (también hijo de González), si bien la experiencia conjunta no será gratuitamente apacible y entregará uno de los instantes más desgarradores del cine argentino reciente. Ese retrato sensible de lo roto (o pinchado, o desinflado), condición que arrastran el protagonista en primer plano y el contexto sórdido sugerido, es el aire fresco que nutre Los globos.