Reverencia a la infancia, el país, la maternidad, el cine y el mundo todo, Roma de Alfonso Cuarón es el filme más ambicioso hasta la fecha del exponente más contenido y solvente de los actuales mejicanos consagrados en Hollywood, y eso ya es mucho decir viniendo del responsable de Hijos de los hombres y Gravedad. En su predominio de travellings distantes y estilizados, Cuarón –que toma las riendas de la fotografía en ampliado y profundo formato 65mm en blanco y negro, aspecto sublime del filme junto al detallista sonido Dolby Atmos– retrata la vida hogareña de una familia mejicana de clase media de 1970 con foco especial en Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada doméstica de la casa. Tácitos gestos de exclusión indican que la pertenencia de ella a ese entorno cómodo y seguro marcado por rutinas profesionales, niños cultos y distinción de clase es sólo aparente, aunque la mano de uno de los chicos que cruza su espalda en el ritual grupal de ver la televisión también prueba que es querida. Esa ambigüedad entre marginalidad e integración, que es también la convivencia de la burguesía con el pueblo mejicano en las calles, marca la primera parte de la película con tono de épica intimista. Roma se torna casi elegíaca en su celebración de los objetos del pasado, las costumbres telúricas y las veredas congestionadas, invocando una armonía popular en la que las diferencias se amortiguan. El puente entre contrastes se insinúa también en la desesperación de Sofía (Marina de Tavira), la madre que padece la creciente ausencia de su marido Antonio (Fernando Grediaga). Su desazón es compartida con Cleo, que acaba de ser embarazada por un novio abandónico. “Estamos solas”, le confiesa Sofía a Cleo con cierto subrayado en una escena de cámara que convoca a las dos mujeres. Roma es una película de capas, y así los personajes se movilizan en primer plano mientras de fondo se despliegan miniaturas coreográficas de tableau vivant (fiestas, deportes, desfiles); los cloqueos de gallinas se yuxtaponen con el soplo del viento y las canciones que suenan en la radio; y la vida entre cuatro paredes deja paso al clamor colectivo y a la furia de los elementos: el temblor de la tierra, el incendio en el bosque, la vastedad del mar. Y todo condensado en un mismo gesto de emoción apaciguada, de intensidad pasatista, de majestuosa imperturbabilidad. Esa fina orquestación sucumbe hacia el final, cuando Cuarón introduce una instancia de torpeza efectista que vira el filme hacia la tragedia. Allí se desnuda el abordaje clasicista del director y el abismo que lo separa de la protagonista de ascendencia nativa, a la que manipula con ánimo provocador. El desliz –que más tarde dibuja una fábula moral– no opaca un filme en estado de gracia que reúne un par de secuencias maravillosas y que más allá del guiño neorrealista del título es también un homenaje a la palabra al revés, al tan negado como evidente amor.
Una capa evanescente de fábula contemporánea transfigura el hiperrealismo serrano en Julia y el zorro, segundo largometraje de Inés Barrionuevo que eleva la apuesta de Atlántida (2014) a pulso de contrastes: si allí se imponía la iniciación adolescente sobre un trasfondo provinciano de lacónico preciosismo, aquí es una mujer recientemente enviudada (Umbra Colombo) quien se repliega en una crisis aguda –de maternidad, sexualidad, carrera, deseo– en un paisaje de hogar en las sierras que deviene mágico. Todo se altera en este tránsito radical, que lejos del mero estancamiento en la depresión o el patetismo se reviste de sensualidad, elegancia y una belleza misteriosamente revitalizante. Julia (Colombo) es una glamurosa actriz que se aleja temporalmente del teatro por un problema en la rodilla y cuya repentina viudez la obliga a cuidar de su pequeña hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) en contra de su desganada voluntad. En un caserón de pueblo tan majestuoso como decadente deberá hacerse cargo de ruinas físicas y anímicas; desde el auto chocado de su expareja a una irrupción vandálica que deja como saldo un genital masculino soez garabateado en su pared, de la masturbación fallida al llanto frenético, del retorno a los escenarios al que la induce su pretendiente Gaspar (Pablo Limarzi) al coqueteo lésbico en un bar nocturno. La apertura con una narración breve sobre un zorro que pierde su cola y quiere hacer creer a los suyos que la carencia es adrede anticipa la dimensión más profunda de Julia y el zorro, una serie de encuentros de la protagonista con un zorro que simboliza la fascinación por el otro absoluto, el llamado a la aventura, la animalidad latente, el enigma de la existencia. Dos elementos del filme de Barrionuevo son magníficos: la actuación de Colombo y la fotografía de Ezequiel Salinas invocan una cualidad irreal inédita en el cine local que hace del contexto autóctono un signo palpitante, una nueva realidad. Los claroscuros entre velas, la vegetación apagada de invierno, la niebla de la mañana son la sustancia atmosférica de la presencia sobredimensionada de Julia, de su mirada contemplativa, cuerpo contorsionado y atuendo vistoso. El personaje apunta a icónos como Gena Rowlands y Marlene Dietrich, aunque más acá en el tiempo se asume pariente de las heroínas melancólicas de Christian Petzold, Todd Haynes o Terence Davies. El encantamiento de Julia y el zorro se hace intermitente por instancias pedestres que se atan demasiado al libreto, pero es también esa alternancia entre dos mundos que son uno la gracia del filme. Como el animal sigiloso que se deja ver de manera excepcional, así también Julia y el zorro exhibe el destello magnético de un cine que se resiste al documento, desgarrándose entre el drama de lo irrefutable y la maravilla de lo posible.
Falsos comienzos, cortes, distorsiones, ralentíes, abruptos fundidos a negro, registros mixtos, sonidos superpuestos: el incansable Jean-Luc Godard está de vuelta con El libro de imagen, un ensayo visual urgente sobre el presente humano que hace de la cita y el montaje su arma semiótica, un instrumento anti-espectáculo enraizado en el amor y la manipulación artesanal del celuloide. Fragmentos de cine clásico (Saló, El soldadito, Mabuse, El expreso de Shangai) coexisten con documentos audiovisuales de los siglos 20 y 21 con primacía de guerras, bombas, ataques terroristas, migrantes, árabes y refugiados y la persistente voz de Godard, una voz anciana, seria, virulenta, de último y eterno momento, de noticiero espectral, de catacumba utópica. La pedagogía de Godard es tan clara como lo permite su hermetismo: a sus 88 años el cineasta se erige vocero superviviente de una modernidad trágica que ha quedado atrás sin ser superada, con el statu quo económico, político y simbólico que aquel movimiento cuestionaba hoy consolidado y profundizado. Por eso si bien la consigna brechtiana de la autenticidad del fragmento por sobre el continuum ilusionista se cumple a rajatabla en el collage Godard habla sin ambages de revolución, utopía, esperanza, extinción, violencia de la representación occidental, ricos y pobres y la desaparición del cine, una agenda sintética y afiebrada de emisario rebelde. En su incomodidad exhibitoria El libro de imagen se debate entre aporía y sentido, tiempo y atemporalidad, imagen y palabra, denotación y signo. ¿Cómo estar sin diluirse, cómo nombrar sin matar, cómo conciliar apariencia y verdad, límite y posibilidad? ¿Desde dónde y cuándo se pronuncia Godard? “Esperar es demasiado cuando el tiempo está fuera del tiempo y la espera que tiene lugar en el tiempo abre el tiempo a la ausencia del tiempo, donde no hay nada que esperar”, dictamina el francés. Más allá de la elusión, el trabalenguas o la histeria metafísica (y es que Godard también es ese maestro mimado en Cannes que se hace aparecer en pantallas de teléfono como un receloso holograma y se resiste a abrirle la puerta a Agnés Varda cuando ella lo visita en Visages Villages), la clave de El libro de imagen se cifra en el tono, el temblor, la vibración material de cada pasaje: es en ese latir de escenas y rostros y convulsiones sociales y formales que se condensa la vida en su presencia y potencia, el mensaje en la botella de este “libro de imagen” mecido con emoción en las costas del pasado y el futuro, la luz y la oscuridad.
La banda que quiere parecerse a Queen en la decepcionante Bohemian Rhapsody bien podría ser cualquier grupo de rock del montón, con la salvedad de que recrea fragmentos de canciones que han motorizado la emoción de millones. Esa empatía forzada, casi extorsionadora, a la que recurre el filme del retirado-antes-de-tiempo Bryan Singer para compensar una épica inexistente es el mayor defecto de una película ñoña e insufrible. En un arco perezoso que abre y cierra con el multitudinario Live Aid de 1985, Bohemian Rhapsody reduce la vida de Freddie Mercury (Rami Malek) a un anecdotario lineal, apresurado y caricaturesco. La llegada a Londres seguida de cargadas por su origen “paki” y dentadura exagerada, la visita a un pub donde conoce a sus colegas instrumentistas, el flechazo instantáneo con Mary Austin (Lucy Boynston), las chicanas con los mánagers y las primeras giras marcan el inicio del filme, que subraya cada hito biográfico con indolente torpeza: “Nunca mirar atrás”, dice Mercury frente al piano familiar en el instante inocuo en el que decide transformar algo tan trascendental como su apellido; himnos como Bohemian Rhapsody, Another one bites the dust o We will rock you nacen por un azaroso rozar de teclas, batir palmas o ensayar un riff en el bajo; el ascenso imparable de la banda inglesa se ilustra con carteles manidos que enumeran locaciones o estadios por donde el grupo va tocando sin transmitir el magnetismo que evidencie tal evolución. La película comete así el error común de mencionar lo que sucede en vez de desplegarlo: los músicos se definen como “inadaptados” por actos adolescentes como romper una ventana o se habla de los “excesos” del cantante cuando solo se muestra a un adonis semidesnudo que pasó la noche con Mercury, una línea de cocaína sobre una mesa y una fiesta de cotillón lejana a las orgías freak asociadas a Queen. La misma lógica ingenua se traslada a la sexualidad de Mercury, que va y viene entre tenues relaciones con hombres y el amor que siente por Austin, cuya reconciliación tras la salida del clóset adviene en un ridículo juego de luces que ambos intercambian desde sus cuartos. El sida se anuncia por la pregunta de un periodista tan insultante como ese recurso narrativo a futuro y el diagnóstico de la enfermedad se da a conocer en una rarísima escena de hospital, que más tarde sus compañeros asumen con la tristeza banal de una apendicitis. Malek –en consonancia con el vestuario, por otro lado fecundo viniendo de Queen- es lo mejor de la cinta gracias a su simbiosis progresiva con Mercury, de quien logra emular perfiles, entonaciones y movimientos de silueta, aunque no sin imperfecciones: el gesto redundante de sacar la trucha y abrir los ojos lo acerca a una cruza de Mick Jagger con Zoolander y la actitud arrogante se torna cansadoramente bidimensional. Es interesante contrastar el díptico de Lorena Muñoz a la luz de esta fallida biopic hollywoodense: tanto Gilda como El potro encarnan una sensibilidad popular aquí inhallable. Floja de guion y con un Singer errático que perdió sus poderes mutantes, Bohemian Rapsody muerde el polvo bajo presión de esa cosa pequeña llamada corrección: la marca celosa del guitarrista Brian May y del baterista Roger Taylor –que oficiaron de productores– deriva en una oficialidad letal para el filme, digno como merchandising didáctico para convencidos y bochornoso al confundir magia musical con karaoke y cine con publicidad.
De inevitable comparación con la espléndida Gilda, no me arrepiento de este amor, el filme de Lorena Muñoz dedicado al “Potro” Rodrigo Bueno se impone como variación, extensión y respuesta. La cumbia, la diva femenina y el protagonismo de Natalia Oreiro se sustituyen en El Potro, lo mejor del amor por el cuarteto, el ídolo masculino y la interpretación del no actor Rodrigo Romero. Por lo demás, Muñoz se concentra de nuevo en ese umbral sensible y de distancia medida entre escenario y detrás de escena, frenetismo y contemplación, ascenso incontenible y tragedia súbita sobre ruedas. Salvo por la secuencia de inicio arrojada al futuro en que Rodrigo ingresa como estrella consagrada al ring del Luna Park, El Potro reconstruye la vida del artista de manera lineal, sintética y fluida, más a ritmo de cuarteto de cuerdas que de cuartetazo, más próximo al barroquismo de cámara que al vértigo exacerbado de bailanta. Daniel Aráoz y Florencia Peña componen a los padres que apoyan al hijo de melena tropical absorbido por la música, el primero desde la conciencia industrial y la segunda desde la incondicionalidad de madre. El viaje iniciático a Buenos Aires, en el que aparecen de manera premonitoria la ruta nocturna y el Luna Park, deriva en el contacto clave con el “Oso” (Fernán Mirás), representante fijo del cantante, y en el encuentro encendido con Marixa Balli (Jimena Barón), que inicia la tanda de amantes del “Potro”. El llanto solitario del músico junto al cadáver del padre y la visión epifánica de un caballo (en un primer plano extraordinario, que eleva el filme a un destello místico) cierran un primer arco que se repetirá dos veces, a la manera de una meseta espiralada. Esos sucesos por venir aguardan la transformación en el Rodrigo extrovertido, de pelo corto y teñidos chillones (verde, rojo, azul) que ocurre ante espejos, reflejos y una perspectiva que acecha al cuartetero de cerca, muchas veces desde la espalda; la concepción de hits contundentes celebrados por una audiencia eminentemente femenina, en recitales que contagian la emoción del vivo (pasan Lo mejor del amor, Amor clasificado, Soy cordobés, Cómo olvidarla); una estela promiscua simultánea al romance trunco con Patricia Pacheco (Malena Sánchez), madre de su hijo; y la alternancia entre la arrogancia y la fragilidad, la calma de la existencia cotidiana sacudida por el llamado a la gloria. El talento de Muñoz para captar el enigma de la creación de un mito de la música popular –desde la reanimación tardía de un cine pospopular– se mantiene, ya sea por la contundencia de los planos, la eficacia de las caracterizaciones, la soltura narrativa y la recreación sobria del contexto como por el abordaje sutil y cuidadoso, casi de fan comprometida, que nunca cae en la obviedad, la grandilocuencia o la redundancia. Ahora bien, El Potro concentra sus proezas en las partes, pero carece del in crescendo y carisma total de Gilda, un filme misterioso acaso por su figura atravesada por el fuego y la inocencia, además de la performance virtuosa, de holograma encarnado de Oreiro. Tal abordaje moral se asume pudoroso y esquemático en un personaje como Rodrigo, que parece situarse a una cercanía inalcanzable de la cámara, inescrutable en su relación con las drogas o las mujeres. Ese hermetismo lleva a que la historia se focalice en el corazón roto de Patricia, que sufre las infidelidades de su expareja entrevistas en chispazos explícitos, o que recurra al curioso personaje secundario de Diego Cremonesi, que le regala al “Potro” pequeñas dosis de drogas en varias oportunidades, para sugerir el comportamiento transgresor del cantante. El esmerado rol de Romero como Rodrigo resigna naturalidad en pos de semejanza, mimetismo un tanto rígido que se traslada al acento cordobés, que sin desentonar se escucha lavado, de estudio. Su aporte, teniendo en cuenta la ausencia de experiencia previa, es un hallazgo. El resto de los actores acompaña y justifica un sólido trabajo de casting, pero no hay interpretaciones sobresalientes. En buena medida, El Potro se limita a presentar a sus criaturas verídicas y a exponer las instancias decisivas del biografiado en una sucesión que, al momento del accidente fatal (evocado con parco sensacionalismo), no dibuja un destino. Dicho esto, El Potro es un valiente pariente de Gilda, una muy digna semblanza de Rodrigo y una confirmación de la capacidad autoral de Muñoz, que ahora se arrincona entre el tríptico y el volantazo. Resulta inusual en tiempos de diseño y volatilidad una película así de blanca, plástica y elegante que transmita la emoción genuina del ascenso artístico en juego afectivo con el espectador. La combinación única de azar, ilusión y realidad que hace a una estrella pop (entre el santo y el póster de habitación) es, en definitiva, la energía que alimenta al cine.
Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud. Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica. El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película). SUSCRIBITE ML Buscar en Vos... LA VOZ MUNDO D VOS Tevé Cine Música Personajes Videos Escena Comer y Beber Cartelera Agenda Clima Cartelera Horóscopo Fúnebres Estadísticas Quiniela Agenda Clasificados Musa Voy de Viaje AgroVoz Club La Voz La Voz Global Comentario de "La quietud", de Pablo Trapero: rural y decadente Calificación VOS: 1 de septiembre de 2018 • Cine > Comentario de cine Por Javier Mattio 10 En La quietud Pablo Trapero pone el foco en una familia de clase alta de elenco internacional presidido por Graciela Borges. El resultado deja que desear. Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud. Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica. El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película). Una torpe escena de masturbación mutua entre las hermanas –y un primer subrayado de la decadencia del clan en el recuerdo de un pasado de celuloide que siempre fue mejor– corona con su canción a todo volumen de Mon Laferte una superposición insólita de capas y tonos y registros de la que La quietud nunca se recuperará. La entidad masculina que integran Joaquín Furriel y un desaprovechado Edgar Ramírez y que insufla sexo, infidelidad y feromonas al súbito matriarcado está igualmente traída de los pelos y sucumbe entre el lugar común y lo inverosímil. Como las frustrantes intermitencias lumínicas del living hogareño de la que se queja el personaje de Borges, La quietud chisporrotea entre la exageración vincular de telenovela, un mal thriller pseudoerótico, una tragicomedia de risa involuntaria y un policial político metido a presión. Aunque las intenciones de un director siempre permanecen inescrutables, la película sugiere que Trapero quiso dar aquí un desvío del foco social-marginal de su conocido sello (Carancho, El bonaerense, Leonera), que parece asomarse en un ínfimo fuera de campo en la aparición de una ambulancia, un juicio, un coche de policía, la amenaza carcelaria. Este otro lado de intimidad aristocrática de cámara –que es el coqueteo consagrado con estrellas internacionales– acaba siendo un traspié forzado en quien entregó algunas de las cintas más paradigmáticas del Nuevo Cine Argentino. No es raro, entonces, que en La quietud haya un embarazo perdido suplido por la inseminación artificial, símbolo de una película sin razón de ser que encuentra su acabado en una obsecuente manipulación.
El ángel, de Luis Ortega, recrea la estela criminal de Robledo Puch desde el mito pop, en una fábula estilizada y plagada de citas sobre el final de la inocencia. Quien espere de El ángel una biopic del asesino serial Carlos Robledo Puch se encontrará con la refutación de dicha veracidad: la simetría entre la primera y última coreografía solitaria que Puch (Lorenzo Ferro) despliega a pulso de rock nacional retro eleva al personaje por encima de la progresión dramática, la profundización moral y la oscuridad criminal. Puch y su compinche Ramón Peralta (“Chino” Darín) son artistas (y podría decirse, modelos, actores) que escenifican la apropiación que Luis Ortega hace de un mito urbano y de una época precisa, el angelical y previolento comienzo de la década de 1970, con el fin de activar un artefacto de citas, pastiches y homenajes. Ortega fusiona la narración de eficacia mainstream de sus incursiones televisivas (El marginal, Historia de un clan) con su poco conocido cine de reverencias místico-rebeldes (su anterior, Lulú, puede considerarse antecedente depurado de la hiperconsciente El ángel) en un filme que celebra la ternura ilegal, fantasiosa y existencial en un fuera de campo histórico que se pone pesado. “La gente está loca, ¿nadie considera la posibilidad de ser libre?”, se pregunta Puch al pasearse por las mansiones que profana con su delgada y ligera presencia, mientras que sus asesinatos distan de parecer tales (son accidentales, fortuitos, defensivos, por ahí Puch dice: “Yo no creo que estos tipos estén muertos, si es un chiste todo esto”) y la auténtica inquietud se asoma cuando un jefe de Policía lo acusa de guerrillero, en un contraste entre ilusión y realidad que se acentuará al final. Anticipándose a la inminente recreación tarantinesca de los homicidios del clan Manson, Ortega adopta la figura de Puch para trazar una fábula del fin de la ingenuidad estética y política con la imaginería pop –que nacía entonces– como matrix especular: allí están el frenetismo blues de Manal, los hits tempranos de La Joven Guardia y un vinilo de Billy Bond; el vestuario cool a la moda (camperas de cuero, poleras de cuello alto, vaqueros Oxford, patillas, bigotes, trenzas hippies); menciones a los icónicos Gardel, Evita, Perón, el Che, Frank Sinatra y Marilyn Monroe; el despertar de la homosexualidad reprimida en un filme obsesionado con los genitales masculinos (que evoca soterradamente la tradición gay-ilegal de Villon-Rimbaud-Genet-Arlt); el cruce con el efervescente mundo del arte (Puch coquetea con un joven Federico Klemm) y la autorreferencia explícita a la intervención de la familia Ortega en la cultura popular en una versión de Tengo el corazón contento que el aspirante a famoso Peralta ensaya en una aparición televisiva blanquinegra. El ángel es en definitiva un remix de la argentinidad entendida como dialéctica entre inocencia de clase media y corrupción elitista-institucional (la pobreza aparece en una veloz escena de extrarradio), con Puch como lumpen desclasado que sin embargo toca el Himno en el piano, come la emblemática milanesa con puré que le sirve su madre y busca la cama como consuelo. En su abordaje estilizado, es posible que el filme también sugiera que el cine ya no mata como antes.
El trabajo en tiempos de precariedad bien puede asociarse a un loop, al sacrificio en pos de una orilla más soñada que real. En ese trance está sumida Paula (Sofía Brito), la madre joven protagonista de La omisión, que intenta ahorrar unos pesos durante una temporada breve en Ushuaia para partir a Canadá junto a su pareja Diego (Pablo Sigal) y su hija Malena (Malena Hernández Díaz), que están instalados en Río Grande. La recurrencia del plano panorámico de una combi que la busca de madrugada acentúa el estancamiento de Paula, que recala en prácticas como la limpieza de hotel y la guía turística. La soledad física y anímica de la joven conoce intemperies externas e internas, y por eso la cámara la enfoca de lejos en esforzadas caminatas invernales tanto como de cerca en el interior de vehículos: La omisión es en ese sentido un filme sobre el tránsito, la deriva, la suspensión. El paréntesis que vive la protagonista se revela sin embargo pieza de un paréntesis mayor, una vaga crisis existencial ligada directamente al título del filme. La “omisión” es puntualmente la que Paula siembra en el diálogo con Manuel (Lisandro Rodríguez), un fotógrafo municipal que la corteja en su auto y al que le retacea su sufrido estado civil. La posibilidad de callar su condición le permite a Paula ser otra, y así la desolación que atraviesa adquiere un matiz de liberación, de oportunidad. Ella le cobra a Manuel para tener sexo, pero en ese gesto no hay crudeza sino la picardía de quien hace de la ausencia de dinero una excusa adúltera a la vez que un resguardo contra el compromiso afectivo. Por eso la comparación que se ha hecho entre el largometraje debut de Sebastián Schjaer y el cine de los hermanos Dardenne es anecdótica, una afinidad formal y temática que se queda en la superficie. El abordaje de Schjaer –semejante al de un Santiago Mitre minimalista en su ambigüedad deliberada– es más contemplativo que dramático, más reposado que nervioso (de ahí que varias tomas provengan de asientos traseros de coches). La escena de sexo furtivo es impersonal, casi cómica e inverosímil, y los momentos sobresalientes incluyen a un teclado de juguete y una danza de sombras.
Joel, la última película de Carlos Sorín, conecta una historia íntima con problemas urgentes. El director evita los subrayados y despierta interrogantes. La nieve del inicio de Joel impone un desplazamiento dentro del reconocible territorio argentino, clave para la ambivalencia de una historia cerrada y a la vez conectada con problemáticas urgentes. Como en la reciente Temporada de caza, la vastedad sureña y su geología climática se prestan bien para el drama íntimo y el thriller subterráneo. Entre ambos tonos y con cauto virtuosismo se desplaza Carlos Sorín en el filme, sobre todo en la primera hora, cuando la llegada del inescrutable niño adoptado de 9 años (Joel Noguera) de pasado marginal a la casa de Cecilia (Victoria Almeida) y Diego (Diego Gentile) despierta temores y prejuicios de clase con una precisión incómoda y demoledora. Fiel a la tradición naturalista, Sorín evita subrayados y multiplica interrogantes que dejan la última decodificación al espectador. De manera sutil, la pareja pasa de la esperanza a la frustración, de la autocrítica al esmero, de la rabia a la desesperación, a medida que Joel se revela imposible de adaptar primero a sus vidas acomodadas y después al pueblo, por las alusiones a drogas y actos delictivos que el niño le transmite a sus compañeros. En esa segunda instancia el filme se entorpece, avanzando demasiado rápido y con resoluciones de trazo grueso. “Tengo la imagen del cuerpo humano. Viste cuando aparece algo extraño, una infección, algo malo, el cuerpo lo encapsula, lo expulsa, lo rechaza. Es algo natural”, dice Cecilia con candor racista, sintetizando la operación de un filme que convierte el abismo cultural en terror moral.
La vendedora de fósforos de Alejo Moguillansky, ganadora del Bafici en 2017, aborda con sutileza el arte y la paternidad. Se estrena en el Hugo del Carril. Engranaje sutil del provechoso laboratorio de El Pampero Cine –y suerte de némesis retraido del siempre megalómano Mariano Llinás–, Alejo Moguillansky ostenta la admirable capacidad de tejer un hilo de prodigio modesto en sus películas, tan tenue que a veces pasa desapercibido: a esta altura ya es habitual que el director de la marciana Castro, la autorreferencial El loro y el cisne y la cómico-aventurera El escarabajo de oro (la más llinasiana del conjunto) entregue a ritmo apacible una cinta que exhibe su marca intangible. Premiada en la competencia argentina del Bafici el año pasado, La vendedora de fósforos es la película más evasiva de Moguillansky y probablemente la más ambiciosa. Numerosas capas de sentido se amalgaman en un acople inclasificable, una canción de una sola nota, una sinfonía vacía, comparación musical que no resulta arbitraria: La vendedora de fósforos es el nombre de la ópera que intenta poner en escena el despistado Walter (Walter Jacob) en medio de un registro de los preparativos de cámara de la verdadera obra de ese nombre que el compositor de vanguardia alemán Helmut Lachenmann presentó en el Teatro Colón en 2014 (a su vez adaptación del relato homónimo de Hans Christian Andersen). Walter alterna opciones escenográficas estrafalarias a la vez que discute en la intimidad sobre la puesta con su mujer Marie (María Villar, destacable como es costumbre), quien a su vez se dedica a asistir a una anciana pianista (Margarita Fernández). Las dificultades de pareja que vive del arte en tiempos de precariedad –un tema propio de Moguillansky– no tarda en acentuarse con los problemas para cuidar a la hija pequeña de ambos, que pronto pasa a ser la actriz posible de la ópera así como la oyente protagonista del relato de Andersen, que su madre le lee en voz alta, o la espectadora de Al azar Baltasar, la película de Bresson con que los padres tratan de hacer que la niña se entretenga. La huelga de los trabajadores del teatro, un hurto y comentarios políticos y artísticos de solapada provocación al pasar van encendiendo las pequeñas llamas de La vendedora de fósforos, herencia explícita de la nouvelle vague en una era sin empuje histórico y como tal ensayo de un ensayo, filme procesual y collage de citas (entre otras al cine de Matías Piñeiro, con el que el filme dialoga asumiendo el presente cómplice). Excéntrica en su simplicidad, La vendedora de fósforos no puede evaluarse en términos de consagración en la carrera de un cineasta rebelde que hace implosionar sus trabajos desde adentro (una implosión zen), en un gesto que se desplaza hacia la periferia al mismo tiempo que la crea. Así y todo cualquier radicalidad hoy es dudosa, y por eso el filme de Moguillansky no puede sino comprimirse, ablandarse, resguardarse bajo la misma libertad que sus personajes, dandies pobres de siglo 21 que siguen reinventando a contramano el arte, la familia, la paternidad y la supervivencia. Tal vez allí radique una de las claves de mamushka mitológica que es La vendedora de fósforos, la de una película como una luz cálidamente frágil en la salvaje intemperie que aún confía en el porvenir de los niños, los cuentos de hadas y la magia frugal del mundo cotidiano.