Cuando se estrenó “Sector 9” (District 9, 2009), tanto el público como la crítica aplaudieron la visión original, el estilo despojado y el análisis social disfrazado de relato de ciencia ficción que el debutante Neill Blomkamp le impregnó a esta historia sobre extraterrestres marginados de Johannesburgo. “Elysium” (2013) mantiene en pie un montón de estos elementos que destacaron al director y guionista sudafricano, pero no logró el mismo impacto y coherencia, quedándose a mitad de camino entre la película de acción-espectáculo y la crítica socio-económica futurista. “Chappie” (2015) tiene ganas de enmendar esos errores y, al igual que con su debut cinematográfico, Blomkamp echa mano a uno de sus viejos cortometrajes (“Tetra Vaal”, 2004) para hilar, junto a su coescritora de cabecera Terri Tatchell, este nuevo thriller sci-fi cargado de acción, violencia, humor y cierta ternura gracias a su metálico protagonista. “Chappie” (tanto la película como el personaje del título) tiene buenas intenciones, pero se queda a mitad de camino, simplemente, porque esas intenciones son demasiadas. Llega un punto de no retorno donde ya no pueden acomodarse la infinidad de ideas que el realizador nos propone, nociones que se entrecruzan y chocan entre sí despojando al relato de toda coherencia y sentido. Ojo, la historia se entiende, pero los conceptos que plantea Blomkamp (tan bien construidos en “Sector 9”) terminan siendo contradictorios, desorientan y hasta aburren. El realizador arranca, una vez más, con esa estética semi-documental (que capta todo “en video”) que tan efectiva le resultó para contar la historia de Wikus Van De Merwe, pero la abandona casi enseguida como si se hubiese arrepentido. Este tipo de inconsistencias se repiten a lo largo de toda la película, que se balancea entre un relato oscuro, violento y metafórico sobre la infancia y las pandillas/guerrillas sudafricanas, y un cuentito de hadas cargado de ingenuidad y ternura. Al final, ninguno de los dos funciona. Estamos en Johannesburgo en un tiempo ¿futuro? indefinido. Para reducir los altísimos índices de criminalidad, el gobierno ha puesto toda su confianza en una fuerza robótica policial cortesía de la empresa armamentista Tetravaal, un logro que consiguió reducir ampliamente la delincuencia en las calles. El creador de los androides, Deon Wilson (Dev Patel), tiene planes más ambiciosos para sus criaturas y, sin la aprobación de la directora de la empresa Michelle Bradley (Sigourney Weaver), decide seguir adelante con un proyecto personal: la construcción de un prototipo de inteligencia artificial que imita la mente humana hasta el punto de sentir emociones y tener opiniones propias en vez de seguir las directivas que se le asignen. Ante la negativa de poder probarlo en uno de los robots de la empresa, Deon sustrae uno de los “oficiales” dañados antes de ser destruido con la intención de concretar su proyecto, pero en el camino es interceptado por una bandita de delincuentes de poca monta que, sabiendo muy bien a que se dedica el muchacho, le exigen que programe uno de los robots para ayudarlos en sus felonías. Ante las amenazas de los pandilleros -Ninja (Watkin Tudor Jones), Yolandi (Yolandi Visser) y Amerika (Jose Pablo Cantillo)- Deon le da vida a Chappie (con la voz y movimientos de Sharlto Copley), un nuevo ser que deberá aprender desde cero, al igual que un bebé humano que se desarrolla más rápidamente. Chappie resulta un curioso e ingenuo pequeñín encerrado en un cuerpo blindado, con todos sus miedos y curiosidades, pero también con la capacidad de decidir por sí mismo. El robot queda al cuidado y la “crianza” de su nueva familia disfuncional con la intención de que pronto pueda ser de utilidad para perpetrar grandes golpes criminales. Por el camino va creando un estrecho vínculo con su nueva mamá y va aprendiendo a expandir sus conocimientos y habilidades (tanto las buenas como las ilegales), y descubriendo la crueldad de la que es capaz el ser humano. Todo esto forja la personalidad del robot al que su creador le inculcó el libre albedrío, pero al mismo tiempo, le prohíbe constantemente unas cuantas actitudes. Entonces, ¿en qué quedamos? “Chappie” está plagada de este tipo de incoherencias que no encuentran salida por ningún lado. Blomkamp nos presenta una pandilla de delincuentes ultraviolenta, pero al mismo tiempo casi infantiloide, que pretende agregar una cuota de humor bastante fallida. No ayuda el hecho de que esté protagonizada por los miembros de la banda de rap Die Antwoord y sus escasas habilidades interpretativas. El director intenta conmover y enternecernos con la figura y la historia de Chappie (una cruza entre Johnny 5 y Robocop), pero no logra su objetivo, en parte, porque el contexto está muy mal construido. Hay violencia desmedida, Hugh Jackman interpretando a un malo muy malo ex militar sin más motivaciones que los celos y la codicia, y todos esos lugares comunes que terminamos odiando en las películas de acción más berretas. Al final, Blomkamp se copia a sí mismo y termina repitiendo el “esquema” (pero trunco) de su primera película. Entonces, su propia originalidad se diluye, desmereciendo una obra que un poco más cuidada en los detalles narrativos (desde lo visual cumple, aunque no aporta nada nuevo) podría haber sido más interesante y traspasado esa frontera del mero entretenimiento intrascendente al que aspira.
El cine “catástrofe” tuvo su verdadero auge en la década del setenta con maravillas como “Aeropuerto” (Airport, 1970), “La Aventura del Poseidón” (The Poseidon Adventure, 1972), “Terremoto” (Earthquake, 1974) e “Infierno en la Torre” (The Towering Inferno, 1974), como para citar algunas. Películas que conminaban la acción trepidante, el drama más humano, la aventura, un elenco súper destacado y, por supuesto, los últimos avances de la época en efectos especiales. A partir de la década del noventa, directores como Michael Bay (“Armageddon”), Mick Jackson (“Volcano”), Mimi Leder (“Impacto Profundo”) y Roland “te rompo todo” Emmerich trataron de reflotar este subgénero con mayor y menor éxito, haciendo uso y abuso de las nuevas técnicas por computadora y totalmente alejados de ese espíritu de hermandad y heroísmo que exudaban los clásicos setenteros. Las historias se volvieron ñoñas, los efectos se convirtieron en los verdaderos protagonistas y el “cine catástrofe” en sinónimo de explosiones y temas melosos de Aerosmith. Ahora, el director Brad Peyton –un tipo con poca experiencia tras las cámaras, pero que ya incursionó en la aventura de la mano de “Viaje 2: La Isla Misteriosa” (Journey 2: The Mysterious Island, 2012)- anda con ganas de devolverle al género un poco de dignidad y el resultado, a pesar de quedar a mitad de camino, no es tan malo. “Terremoto: La Falla de San Andrés” (San Andreas, 2015) sigue las peripecias de Ray (Dwayne Johnson), un experimentadísimo piloto de rescate que en medio del desastre debe buscar la forma de atravesar toda California para llegar hasta San Francisco junto a su ex esposa (Carla Gugino) para rescatar a su única hija Blake (Alexandra Daddario), atrapada en una ciudad que se derrumba en medio del peor terremoto al que estuvo sometida la costa Oeste norteamericana. El guión de Carlton Cuse (“Lost”, “Bates Motel”) juega con el drama familiar –una pérdida que desencadenó la separación-, cierta “verosimilitud científica” y el espíritu de supervivencia de los personajes, pero el protagonista principal sigue siendo el caos y el desastre que se cuela por todos los rincones de la pantalla, sin darnos respiro para prestar atención a los detalles, ni a los afectados a encontrar un lugar donde guarecerse. Todo se derrumba, se inunda, explota… pero de la mano de la joven Blake y los dos hermanos ingleses que la acompañan en la travesía (incluyendo al pequeño Rickon Stark - Art Parkinson-), el relato no parece tan descabellado y consigue un par de situaciones bastante creíbles. Claro que hay un poquito de romance en medio de la tragedia, y es papá y mamá los que llegarán al rescate, pero Daddario consigue convertirse en la heroína ocasional que sabe desenvolverse en medio del caos sin histeriquismos, usando sus habilidades y la cabeza. “Terremoto: La Falla de San Andrés” está a años luz de “Mad Max: Furia en el Camino”, pero sigue la misma línea de igualdad femenina que parece querer ponderar las películas de acción del siglo XXI. Las chicas dejan de ser víctimas o damiselas en peligro, para tomar al toro por las astas y las cartas en el asunto. Así, el film se divide en dos: las peripecias de Blake en San Francisco y la de sus padres yendo a su encuentro mientras California colapsa bajo la falla geológica más famosa del mundo. El desastre es exagerado y la historia no puede evitar los lugares comunes, pero se permite usarlos a su favor y cumplir el objetivo de entretener y maravillar al espectador con sus escenas catastróficas que se disfrutan mucho más de la mano del 3D. Peyton se contiene y no cae en el absurdo sin sentido de Emmerich, pero en ningún momento nos olvidamos que estamos ante una película cargadísima de acción protagonizada por The Rock que, por suerte, acá le acierta al personaje, un rudo que se permite demostrar sus emociones. “Terremoto: La Falla de San Andrés” es puro entretenimiento y exceso, pero no indigna al punto de Miguelito Bay. A los científicos se los pondera (de la mano del siempre genial Paul Giamatti), todos la pasan mal por igual y la naturaleza avanza sin que nadie la pueda detener.
Algún mal pensado querrá creer que la última película de Brad Bird es sólo un ardid publicitario para atraer al público a una de las atracciones menos visitadas de Disneyworld. Algo similar a lo ocurrido con la saga de “Piratas del Caribe”, destinada a acumular millones y millones de dólares. El director de maravillas como “El Gigante de Hierro” (The Iron Giant, 1999), “Los Increíbles” (The Incredibles, 2004) y “Ratatouille” (2007) es un soñador y un optimista que, a pesar de todo, mantiene la esperanza en el futuro que le depara a este planeta en manos de la raza humana. Algo bastante parecido (y diferente) a lo planteado por Christopher Nolan en “Interestelar” (Interstellar, 2014), pero con menos agujeros de gusano y más fantasía retro-futurista. Con “Tomorrowland” Bird se pone nostálgico y rescata esas típicas aventuras familiares que engalanaron la década del ochenta y se convirtieron en clásicos instantáneos. Films disfrutables por chicos y grandes, con un poquito de moraleja, pero también con bastante ironía acumulada. Desde los títulos, la película nos invita a dejar volar nuestra imaginación y a sumergirnos en una historia cargada de misterios y ciencia ficción. Frank Walker (George Clooney), chico prodigio e inventor, supo cumplir algunos de sus sueños de la niñez, pero con el tiempo las desilusiones le ganaron de mano convirtiéndolo en un cínico taciturno cuya ermitaña existencia va a chocar con la curiosidad científica, el intelecto y el optimismo de la adolescente Casey Newton (Britt Robertson). Con la ayuda de una extraña jovencita conocida como Athena (Raffey Cassidy), los dos deberán sortear unas cuantas amenazas (robots asesinos incluidos) e intentar arribar a Tomorrowland, un enigmático lugar perdido en una dimensión paralela que podría cambiar para siempre el destino de la raza humana. Tomorrowland, el lugar, no la película, es una hermosa utopía retro-futurista construida gracias al aporte de científicos, artistas, inventores… en una palabra, soñadores que, desde hace décadas, trabajan en conjunto para mejorar nuestro planeta. Un refugio idílico en caso de emergencia, destinado a salvar a la humanidad cuando el momento lo amerite. La cuenta regresiva ya está en marcha y dependerá de la astucia de Casey y los conocimientos de Frank intentar ponerle un freno a algo que parece inevitable. Visualmente fascinante y entretenida, “Tomorrowland” se balancea entre el humor, la acción y complicadas teorías científicas cortesía de su coguionista Damon Lindelof (co-creador de “Lost”) que acá, tampoco puede evitar impregnar la historia con algunas extrañas conspiraciones y vueltas de tuerca que podrían llegar a marear al espectador desprevenido. Sorteando estos pequeños obstáculos y un final digno del Disney más empalagoso, que igual no llegan a deslucir una gran trama de fondo y personajes con los que enseguida podemos identificarnos, hay que aplaudir la valentía (y destrezas) de Bird y Lindelof que se animan a contar una historia original y diferente en esta época plagada de secuelas, remakes y adaptaciones. “Tomorrowland” se destaca, tal vez, más por lo visual que lo narrativo, pero el combo fantasía/ciencia ficción/diversión/moraleja sigue siendo una buena propuesta para disfrutar en familia o con amigos.
Así como las milanesas de berenjena NO pueden considerarse milanesas y la fruta NO es postre, los clásicos del terror (y los clásicos en general) no deberían reversionarse NUNCA porque el gustito no es el mismo. Muy pocas remakes salen airosas de las garras del Hollywood actual tan falto de ideas que debe echar mano a los éxitos del pasado para juntar unos cuantos millones en sus arcas. Los motivos nunca parecen ser artísticos, ni las ganas de presentarles estas historias remozadas a un nuevo público. Cuando se ve el insípido resultado final, no quedan dudas: por la plata baila el mono. “Poltergeist”, el film de Tobe Hooper y Steven Spielberg estrenado en 1982, es la última víctima del vandalismo hollywoodense que se empecina en destruir los sustos de nuestra infancia y reemplazarlos por historias insulsas que cuentan lo mismo y, al mismo tiempo, no cuentan nada. El director Gil Kenan tiene un gran antecedente en su haber, la simpática “Monster House” (2006) que toma elementos de todos los clásicos de casas embrujadas para crear un gran relato cargado de humor, aventura y miedito para chicos y grandes. Pero cuando se trata de llevar esta nueva versión a la pantalla grande, a Gil no le quedan trucos bajo la manga. La historia es la misma, aunque un poquito diferente: los Bowen se mudan a una nueva vivienda porque papá Eric (un inexplicable Sam Rockwell) se quedó sin trabajo y es todo lo que pueden pagar por ahora. Mamá escritora y ama de casa (Rosemarie DeWitt) se quedará cuidando a los hijos mientras el sale a buscar un nuevo empleo, hija adolescente despreocupada, nene del medio con algunos traumitas y miedos (al que no tienen mejor idea que darle la habitación más terrorífica que existe) y nena chiquita, curiosa y simpática que, desde el minuto cero ya está experimentando extraños fenómenos paranormales. Al parecer, no hace falta dar muchas explicaciones ni desarrollar demasiado cada personaje. Apenas papá y mamá se descuidan, la pequeña Madison desaparece en medio de una tormenta y queda atrapada en algún “plano” extrasensorial junto a malévolos espíritus que no piensan soltarla tan fácilmente. Una vez que la familia acepta está realidad, y el hecho de que su casa esta “poseída”, recurren a la ayuda de expertos que harán lo posible para recuperar a la nena. Todo aquel análisis crítico sobre “vivir el sueño americano” y los excesos materialistas de principios de los ochenta que tan bien retrataba la película original, acá ya no importan, no tienen peso ni un traslado a la realidad de este convulsionado siglo XXI, incluso el guión de David Lindsay-Abaire se toma el atrevimiento de “burlarse” de su antecesora que, a pesar de los años a cuestas, sigue teniendo muchísimo más sentido. “Poltergeist” (2015) resuelve todo a las apuradas. No nos da tiempo a relacionarnos con los personajes y mucho menos sufrir por sus problemitas familiares. No hay conexión ni drama, los sustos son de manual, los efectos nada que no hayamos visto antes y si no hay sobreactuación, hay desgano por parte de sus protagonistas. Se la extraña a Carol Anne (Heather O'Rourke), así como las destrezas narrativas y visuales de Hooper. “Poltergeist” no aporta nada nuevo al género y, encima, enoja bastante lo que pretenden hacer con este clásico ochentero. Hace poquito, “Mad Max: Furia en el Camino” demostró que se puede tomar un universo conocido, enriquecerlo y resignificarlo. Lástima que acá ocurra todo lo contrario.
Cuando se trata de un estreno muy esperado, a veces, la anticipación y las altas expectativas nos terminan jugando una mala pasada, y cierta decepción (inoportuna) se atreve a acompañarnos al salir de la sala. Cada avance de “Mad Max: Furia en el Camino” (Mad Max: Fury Road, 2015) prometía acción sin control, violencia desmedida, una parafernalia visual pocas veces vista en pantalla y una historia de fondo que le calza a la perfección a esta versión 2.0 de la saga post-apocalíptica pergeñada por el director y guionista australiano George Miller hace más de treinta y cinco años. Le agradezco a mi instinto no haber dudado ni un sólo momento. Miller cumple con creces su palabra y nos regala uno de los mejores thrillers de acción/ciencia ficción del nuevo milenio. El siglo XXI le calza a Max como anillo al dedo, dejando un poco de lado, no sólo el estilo rústico de la trilogía original, sino cierto protagonismo masculino muy propio del cine de los ochenta. “Mad Max: Furia en el Camino” tiene todos los elementos que una película distópica, futurista y apocalíptica debe tener. Ya sea desde lo estético o lo narrativo, el director no pierde de vista su meta: otorgarnos un viaje desesperado y sin control a lo largo de dos horas de película. Esa siempre fue su intención, una persecución que comienza a los cinco minutos y que se extiende hasta el mismísimo final, sin la necesidad de demasiados diálogos, donde todo pasa por el plano visual. El cine es arte en movimiento y Miller hace honor a esta frase despachándose con las mejores escenas de acción que hayamos podido presenciar en los últimos años. Acá no hay carreras descerebradas, ni explosiones sin sentido, todo tiene un propósito y una consecuencia, la violencia es totalmente cruda y el glamour no tiene cabida. El realizador nos sigue planteando el mismo futuro desesperanzado. No importan los motivos y cómo llegamos hasta acá, sólo este presente salvaje donde el agua, el combustible y la “humanidad” escasean. No hay malos y buenos, sólo sobrevivientes, aunque algunos cuentan con más recursos para poder pasar por encima de los otros. En este contexto nos encontramos con Max Rockatansky (Tom Hardy), el ex agente de la ley que lo perdió todo (incluida su humanidad y su cordura), vagando por esta Tierra incivilizada con el único propósito de sobrevivir. El “camino de la furia” es un lugar peligroso y Max termina en la Ciudadela gobernada por Immortan Joe (el mismo Hugh Keays-Byrne de la película de 1979), como dador de sangre (involuntario) de algunos de los miembros de su “ejército de kamikazes”, jóvenes guerreros que ostentan las marcas de mil enfermedades, pero dan hasta su último aliento por morir con honor e ingresar al Valhalla. Así se mezcla este futuro imperfecto lleno de figuras grotescas y muchos elementos mitológicos que terminan dándole sentido a estos “espartanos” defectuosos. Es la tarea de Emperador Furiosa (Charlize Theron) liderar un convoy hasta Ciudad Gasolina y La Granja de las Municiones para recoger suministros. Pero la chica, toda una luchadora aclamada por el público, tiene su propia agenda y esta incluye desviarse del camino llevándose consigo el camión cisterna y un preciado botín perteneciente al maniático Joe. La treta desencadena una persecución a gran escala que suma, además, a un joven y enfermizo guerrero hambriento de gloria, Nux (Nicholas Hoult), y al mismísimo Max, aunque no quiera. Un despliegue de vehículos y personajes tan bizarros como mortíferos, enfrascados en una lucha que no perdona ni discrimina por sexo. Este es el punto de partida, después llegan las alianzas, las relaciones, los enfrentamientos y algunas revelaciones. Nada sobra y nada desentona durante esta odisea de sangre y polvo donde las mujeres dejan de ser víctimas para convertirse en salvadoras: de sí mismas, de sus compañeras, del alma de los otros. Todos tienen un propósito, incluso el loco Max, aunque él no lo crea o no lo sepa todavía. El director expande su propio universo agregando una poderosísima figura femenina a la altura de una Ripley o la Sarah Connor más combativa. Furiosa es un personaje tan complejo como humano que termina siendo el estandarte de una época delimitada (al parecer) por hechos muy extremos como la lucha de las mujeres en Hollywood y sus igualdades laborales o la realidad más siniestra de nuestro país donde los femicidios se volvieron una moneda demasiado corriente. Miller entendió todo y su visión deja a todos muy bien parados o, al menos, donde deberían estar ubicados. Theron está mejor que nunca y, en un punto, se apropia de esta historia que igual necesita de Max, ese hilo conductor y aglutinante de todo este universo cinematográfico. El guerrero de Hardy es mucho más taciturno, violento y desconfiado que el de Mel Gibson, casi un salvaje que necesita reencontrarse con su humanidad para reconocerse en los otros. Acá no valen las comparaciones ya que estamos ante una pseudo continuación de “Mad Max” (1979), pero al mismo tiempo se hace borrón y cuenta nueva de un multiverso que se mantiene intacto y recargado más allá de sus tres décadas de existencia. Miller nos entrega grandes personajes y una historia sencilla llena de matices y reflexiones, muchas de ellas, escondidas entre las explosiones, la sangre, los efectos monumentales que hacen gala de su ausencia de CGI, la impecable fotografía de John Seale que crea climas y sobrecoge visualmente y la intensa partitura de Junkie XL, que mezcla los sonidos de una chirriante guitarra eléctrica con las melodías más tradicionales. “Mad Max: Furia en el Camino” es acción de la buena. La que entretiene y sorprende, la que evita los lugares comunes y nos invita a charlar durante horas después de haber abandonado la sala. Clamamos todo el tiempo por originalidad, pero este tipo de relecturas y reimaginaciones también son bienvenidas. Gracias por el viaje y que se repita pronto.
Liam Neeson nos quiere seguir demostrando que, con sus más de sesenta años, todavía le da el cuero para patear traseros en pantalla. Esta vez, intenta darle un giro a su típico héroe de acción, ese que adoptó desde el año 2008 con la primera entrega de “Búsqueda Implacable” (Taken). El ex Caballero Jedi vuelve a hacer buenas migas con el realizador español Jaume Collet-Serra, que ya lo dirigió en dos oportunidades: “Desconocido” (Unknown, 2011) y “Non-Stop: Sin Escalas” (Non-Stop, 2014), afianzando ese personaje repetitivo que debe salvar el día, pero que en “Una Noche para Sobrevivir” (Run All Night, 2015) nos muestra el lado más decadente, humano y antiheroico del irlandés de la mano de una historia sobre padres e hijos, plagada de lealtades, violencia y venganza. Jimmy Conlon (Neeson), ex matón y borracho de tiempo completo, vive sus días atormentado por los fantasmas del pasado e incapaz de recomponer la relación con su único hijo, Mike (Joel Kinnaman), que decidió apartarlo de su vida para evitar a toda costa seguir sus violentos pasos. El pibe dedica su tiempo a entrenar a jóvenes en situación de riesgo en un gimnasio local, mientras conduce una limosina para mantener a su esposa y sus dos pequeñas hijas. El destino mete a Mike en el lugar y el momento equivocado cuando le toca conducir a dos contrabandistas albaneses hasta la casa de Danny (Boyd Holbrook) –hijo del mafioso irlandés Shawn Maguire (Ed Harris), ex empleador de su padre y amigo de toda la vida- sin saberlo. Danny anda con ganas de tomar las riendas del negocio familiar introduciendo el tráfico de heroína, algo que enfurece a su viejo y corta de raíz el trato económico que tenía de antemano con los traficantes. Cuando los albaneses llegan hasta la vivienda para reclamar su dinero el infierno se desata. Tras atestiguar la masacre cometida por joven Maguire, Mike huye de la escena y regresa a su hogar con toda la intención de darle aviso a la policía. Si bien Jimmy (bajo las órdenes de Shawn) logra convencer a su hijo de que no se vaya de boca, el nerviosismo de Danny le juega una mala pasada y decide acabar con los cabos sueltos. A Jim no le queda otra que ayudar a su hijo. La partida de Danny es inevitable, desatando así la ira del mafioso que hará lo que sea para que los Conlon paguen por la muerte de su propio retoño descarriado. Acá no se trata de lo que es justo, sino de las lealtades acumuladas a través de los años. Ahora, Jimmy tiene sólo una noche para mantener a salvo a su hijo (su vida y su alma) y, con suerte, encontrar cierta redención por el camino. Jaume Collet-Serra juega al gato y al ratón por los recovecos más oscuros de la ciudad de Nueva York, un personaje más en esta intrincada historia de revanchas que enfrenta a dos padres y amigos. La estética es interesante, la música de Junkie XL aporta un buen clima al thriller y el elenco, en general, es una verdadera joyita que se completa con nombres como Vincent D'Onofrio, Bruce McGill y la sorpresiva aparición de Nick Nolte. La historia es conocida, y el final un poco predecible. A decir verdad, y salvando las distancias, enseguida nos retrotrae a la segunda película de Sam Mendes, “Camino a la Perdición” (Road to Perdition, 2002) por sus innumerables semejanzas, aunque estén a años luz en materia estética y narrativa. Pero esta trama “esquemática” igual cumple ampliamente con su propósito: entretener a base de un sinfín de escenas de acción ultraviolentas, el drama familiar y los códigos inquebrantables entre amigos. Las mejores escenas se dan entre los actores más veteranos, demostrando que el género todavía les guarda un lugarcito especial y que no siempre las reglas del juego las dictan las jóvenes estrellitas de turno.
“Para qué arreglarlo, si no está roto”. Traducido sería: para que cambiar una fórmula que funciona a las mil maravillas. Ese es el regustito que deja en la boca “Avengers: Era de Ultrón” (Avengers: Age of Ultron, 2015), una nueva entrega de esta mega franquicia marveliana que comparte universo y que cosecha éxito tras éxito desde el año 2008. A no malinterpretar, esto no es algo malo, pero tampoco es lo mejor del mundo. La idea es entretener a un público masivo y de todas las edades, y recaudar billones en el proceso. En ese aspecto, el suceso del dream team comiquero está asegurado, tras un poco más de dos horas de acción sin respiro y un repertorio de humoradas que se conjugan a la perfección. ¿O no tanto? Las dos películas del UCM (Universo Cinemático de Marvel) que se estrenaron durante el 2014 parecían querer expandir las fronteras creativas y estéticas gracias a la visión de sus directores: “Capitán América y el Soldado del Invierno” (Captain America: The Winter Soldier) de los hermanos Russo y “Guardianes de la Galaxia” (Guardians of the Galaxy) de James Gunn, triunfaron (en parte) gracias a que desbordaron el molde y trataron de impregnarle a los superhéroes un estilo más personal. Esta estrategia parece estar bien para las películas en solitario y las nuevas propuestas, pero cuando se trata de la niña linda del baile, Joss Whedon saca el manual del bolsillo y lo sigue al pie de la letra. No hay cambio, no hay revolución, estamos ante “Los Avengers Recargados”, un formato repetido que no intenta/no quiere/no puede (ustedes elijan) aportar nada nuevo a un subgénero cinematográfico que está en lo más alto de la ola. Whedon parece obligado a llevar adelante esta instancia, todo lo que le divertía en la primera entrega, ahora resulta desgastarlo. Pero, una vez más, esto no es algo malo porque, en definitiva, funciona. Si algo demostró el papá de Buffy es que los superhéroes de Marvel son, ante todo, divertidos, patea traseros, nerdos y tipos muy capaces a la hora de arreglar los quilombos que ellos mismos comenzaron. Por ahí viene la mano de “Avengers: Era de Ultrón”, una trama que no se puede describir demasiado sin spoilear el resto, pero que básicamente se centra en un “experimento” fallido. Acá, el hombre (o sea, Tony Stark) juega a ser Dios y, obviamente, el tiro le sale por la culata. La idea es crear un programa “pacifista” que, a la larga, pueda contener todos los quilombos para que los vengadores puedan retirarse y disfrutar de su jubilación. Pero una extraña combinación de factores dan vida a un villano imparable cuyas ideas van para el otro lado. Ojo, Ultrón no quiere destruir el mundo, quiere mejorarlo, con todo lo que ello implica. Los muchachos (y muchacha) están listos para dar pelea y, mientras tanto también deben lidiar con los “mejorados” de Hydra. La malvada organización sigue haciendo de las suyas en algún ficticio país de Europa Oriental, su nueva arma secreta son los gemelos Wanda y Pietro Maximoff (Elizabeth Olsen y Aaron Taylor-Johnson), dos huerfanitos con poderes que sólo quieren venganza. Léase “mejorados” y no “mutantes”, para que no haya confusión con el otro Pietro de los Hombres X. Desde el minuto cero, la película de Whedon es un cúmulo de acción sin respiro, frases cancheras y los típicos chistecitos de turno. La suma de Ultrón ¿pretende introducir? ciertas cuestiones éticas, filosóficas y hasta religiosas, que se quedan por el camino bajo un montón de explosiones, tiros y patadas. Marvel tiene un villano a la altura, pero lo desaprovecha hasta cierto punto, así como al genial James Spader que le pone la voz a este “ser” inteligente. No caben dudas de que “Era de Ultrón” pertenece a este universo. El director y guionista se encarga de recordárnoslo a cada momento al agregar (o nombrar) a cuanto personaje se paseó por la franquicia hasta ahora. Algunos están ahí de forma totalmente anecdótica, otros, que habían quedado en un segundo plano en la primera entrega (¡Hola Clint Barton!) tienen su momento, pero uno termina preguntándose ¿de dónde salió todo esto? Atrás quedó la trama de “Capitán América y el Soldado del Invierno”, ojo, no desentona, pero tampoco se preocupa por explicar algunas conexiones. Suponemos, eso vendrá en el futuro. Así, “Ultrón” termina siendo una secuela de “Avengers” con algunas alusiones al resto de este universo. Todo lo que funcionó en la primera, vuelve a hacer efecto porque se repite: su estructura, la interacción entre los personajes e, incluso, algunos chistes. Whedon logra armonizar una infinidad de personajes y situaciones sin llegar al extremo del pastiche de “X-Men: La Batalla Final” (X-Men: The Last Stand, 2006), pero no parece tan equilibrado como “X-Men: Días del Futuro Pasado” (X-Men: Days of Future Past, 2014), si buscamos un punto de comparación. Es como si Joss hubiera dicho: “me despido a lo grande y con todo”, más gente en pantalla, más destrucción, más quilombo, pero para ello debió dejar algunas cuestiones por el camino. Los momentos más geniales vienen de la mano de nuevos personajes (hasta acá llegamos con los spoilers), un poquito de aire fresco al lado de los superhéroes que ya nos conocemos de memoria. No voy a ser injusta, el que quiere diversión, entretenimiento y acción desenfrenada, la tiene y de sobra. Eso es Marvel y sus coloridos personajes. Lo que molesta es la falta de innovación, la repetición constante, las pocas ganas de entregarle a un público que lo está viendo “todo” y cada día se vuelve más “sofisticado”, algo diferente. Ni siquiera desde los visual, donde muchas veces a la pantalla verde y las imágenes digitales se le notan demasiado los hilos. Obvio, es una de superhéroes con poderes, pero esa no es excusa para intentarlo, muchachos. Si “The Avengers: Los Vengadores” (The Avengers, 2012) es LA película superheroica por excelencia, entonces “Era de Ultrón” es sólo una secuela y, en parte, un retroceso en el territorio ganado por otros films marvelianos, pero sigue manteniendo el mismo espíritu juguetón que agrada a los fans y a la audiencia en general que, en definitiva, es lo único que importa.
Si nos descuidamos por un segundo y no prestamos atención a los títulos de “Big Eyes” (2014), tal vez ni nos demos cuenta que estamos ante la última obra de Tim Burton. Por alguna extraña razón, el característico director de “Batman” (1989) y “El Joven Manos de Tijera” (Edward Scissorhands, 1990), entre otras tantas maravillas visuales que nos regaló, abandonó su estética gótica, sus personajes oscuros y truculentos y esas historias fantásticas que rebalsan su currículum para concentrarse en un drama de la vida real, tan común y desapercibido como un telefilm de sábado por la tarde. La historia de Margaret Keane, sin dudas, supera la ficción, pero en manos de Burton podría haber sido un tanto más interesante desde lo visual y no sólo un drama “basado en hechos reales” con algunos toques de comedia, grandes actuaciones y una magnifica puesta en escena que resalta los coloridos años cincuenta y sesenta. La cosa viene así. A finales de la década del cincuenta, Margaret (Amy Adams), una mujer bastante corajuda para la época, decide abandonar a su abusivo esposo y enfilar hacia San Francisco junto con su pequeña hija. Sola y sin un peso en el bolsillo, se abre camino por su cuenta y, de vez en cuando, saca a relucir su talento artístico vendiendo retratos en las plazas. Ahí conoce a Walter Keane (Christoph Waltz), otro artista bohemio que adquirió muchos de sus conocimientos paseándose por las callecitas de Francia. La relación va viento en popa, el amor crece, así como las aspiraciones del pintor que, ante la negativa de las galerías de arte para exponer sus trabajos, prueba suerte con los de su nueva compañera. Las obras de niños tristes con ojos grandes de Marge pronto llaman la atención de los coleccionistas, los críticos y los curiosos que empiezan adquirir sus cuadros sin saber que hay una mujer detrás de todo esto. Esa es la realidad, en aquella época las féminas sólo pertenecían al hogar, la cocina y el cuidado de los niños. Debían depender de sus esposos para absolutamente todo y jamás (al parecer) tener espíritu propio, mucho menos talento. Probablemente nadie hubiera comprado una de sus pinturas si Margaret se las hubiera ofrecido, así que de común acuerdo, Walter decide firmarlas con su apellido dando origen a una de las estafas artísticas más grandes de todos los tiempos. La pareja contrajo matrimonio y así compartió el éxito y los dividendos de los “ojos grandes”. Walter tomó todo el crédito mientras que su esposa se encerraba a pintar durante horas para satisfacer las demandas cada vez mayores, sin percatarse de todo lo que estaba perdiendo con este “arreglo”. Los Keane revolucionaron el arte en más de un sentido, no sólo desde lo artístico, sino desde la comercialización de las obras, cuya popularidad se extendió más allá de las galerías e inundó la vida cotidiana con sus reproducciones más económicas y sus imágenes pegadas a cuanto objeto se les ocurra. La popularidad siguió creciendo, como la codicia de Walter, y cansada del temperamento y los abusos de su esposo, Margaret huyó Hawái y dio a conocer la verdad sobre la autoría de las obras, desatando un quilombo legal que sacudió a los medios de todo el mundo. Hoy, Margaret Keane disfruta de sus logros, pero su lucha es la de muchas mujeres que tuvieron que superar los prejuicios y abrirse camino en un mundo dominado por la testosterona. Ese es uno de los puntos a favor de la película, el tratamiento de está era tan “machista” que en seguida fue absorbida por los desenfrenados años sesenta como si nunca hubiera pasado nada. Burton triunfa desde la prolijísima reconstrucción de época, sus colores, sus texturas y su puesta en escena. La actuación, siempre genial e impecable de Amy Adams, se destaca mucho más que la previsibilidad del encanto/psicopatía de Waltz que parece no poder abandonar este tipo de personajes. Danny Huston, Krysten Ritter, Jason Schwartzman, Terence Stamp y Jon Polito completan un gran elenco, pero es el guión y la “simplicidad” de la historia de Scott Alexander y Larry Karaszewski lo que falla. No hay nada nuevo para ofrecer, y gran parte de lo que muestra aburre después de un rato, se vuelve monótono y reiterativo como los grandes ojos que nos miran desde la pantalla.
Debo admitir que Paul Thomas Anderson no es santo de mi devoción, y su última película no me ofrece muchos elementos para cambiar de opinión. El director y guionista se mete con la adaptación de la novela homónima escrita por Thomas Pynchon publicada en 2009, una trama que roza la clásica novela negra, pero con la psicodélica y desvergonzada California de los albores de la década del setenta como escenario. Anderson saca el mejor provecho del relato de Pynchon que, admitámoslo, le calza como anillo al dedo a su característico estilo y a sus obras corales cargadas de talento actoral, una puesta en escena meticulosa y una increíble banda sonora al tono. A lo largo de 150 minutos (sí, un exceso, pero el tiempo necesario para desarrollar los mil y un recovecos argumentales de la novela), el realizador nos pasea por una trama con toques de humor, drama, romance, crimen y todas las sustancias alucinógenas que quieran. Lo que comienza siendo una comedia detectivesca con un trasfondo amoroso, pronto muta en algo más serio, violento y conspirativo, sin dejar por un momento la filosofía y la contemplación de lado. Fantasía y realidad se mezclan un poco, o mejor dicho, conviven sin problema y nos hacen dudar de la veracidad de lo que está pasando en la pantalla. Si es a propósito o no, ya no importa, porque parte de esa magia se pierde entre los incontables diálogos y la voz en off que guía la historia. Una verborragia incontenida, poética y metafísica (o tal vez sobreanalítica), que desconcierta en cierto punto y puede hacerle perder el hilo de la trama (así como el de cualquiera de las conversaciones) a cualquier espectador desprevenido. “Vicio Propio” (Inherent Vice, 2014) se deja llevar por los excesos (de toda clase), tanto fuera como dentro de la pantalla, y es ahí donde falla para la audiencia en general, no acostumbrada al estilo de Anderson o al de Pynchon. Larry ‘Doc’ Sportello (Joaquin Phoenix), un relajadísimo detective de Los Ángeles, queda metido hasta el cuello en un complot de secuestro cuando decide ayudar a su ex noviecita Shasta Fay (Katherine Waterston) y a su nuevo amante -el multimillonario Mickey Wolfmann (Eric Roberts)-, cuya esposa y su nuevo compañero amoroso andan con ganas de encerrar en un loquero para apropiarse de su fortuna. Pero el problema toma otros tintes cuando la chica desaparece y las investigaciones de Doc terminan implicándolo en otros asuntos, incluyendo el tráfico de drogas, grandes negocios inmobiliarios, mafiosos, hippies desaparecidos, la Hermandad Aria y una extraña clínica dental, un quilombo general donde empiezan a confluir muchos de sus casos. Doc tiene sus recursos, sus contactos y cierta ayuda por parte de su actual pareja Penny (Reese Witherspoon) y Sauncho Smilax, Esq. (Benicio del Toro), pero también tiene su némesis: Christian F. ‘Bigfoot’ Bjornsen, un detective de la policía de Los Ángeles que se la tiene bien jurada. Cada personaje deja su impronta, arquetipos de una historia tan enmarañada como alucinógena. Son encantadores, exagerados, símbolos de una época donde choca la libertad absoluta con el más estricto institucionalismo. También hay que sumar a Owen Wilson, Jena Malone, Joanna Newsom, Maya Rudolph y Martin Short, entre otros, pero tanto talento no alcanza para terminar de darle forma concreta a una obra que se queda a mitad de camino entre el absurdo de su protagonista y “filosófico” de su relato. Hablando mal y pronto: termina siendo un viaje bastante aburrido.
Para aquellos que vivimos en carne propia las consecuencias y el deterioro que conlleva una enfermedad como el Alzheimer, “Siempre Alice” (Still Alice, 2014) resulta tan vacía e indiferente que, si no fuera por la correcta actuación de Julianne Moore, podría tranquilamente haber sido una lacrimógena película para TV, de esas que presenta Virginia Lago. La querida pelirroja se llevó la estatuilla dorada a casa por esta actuación, bastante alejada de lo mejor de su carrera, pero apegada a la fórmula de qué las historias reales y las enfermedades aseguran más premios que cualquier otra cosa. La dupla de directores y guionistas Richard Glatzer y Wash Westmoreland –responsables de cosas más interesantes como “Quinceañera” (2006)- no logran ningún mérito artístico con la adaptación de la novela homónima de la escritora Lisa Genova, publicada en el 2007 y considerada todo un bestseller, más allá de la sobriedad con la que tratan un tema que fácilmente podría ser el blanco de una infinidad de golpes bajos. Pero hasta ahí llega lo atrayente de esta película, al menos que sean de esos gustosos de ir a moquear al cine con este tipo de historias sobre “enfermedades”. Acá no se habla de avances en la medicina, ni se muestra el lado más escabroso de este padecimiento, sólo la lucha de una mujer que comienza a detectar los síntomas a una edad muy temprana, sin poder hacer absolutamente nada al respecto. Alice Howland (Moore) es una afamada profesora de lingüística, activa e inteligente, una esposa amorosa y una madre dedicada para sus hijos ya mayorcitos. Pronto descubre que padece de una forma muy compleja y hereditaria de Alzheimer lo que pone patas para arriba su vida, su familia y su trabajo. La reacción de su esposo John (Alec Baldwin) y las de sus hijos Anna (Kate Bosworth), Tom (Hunter Parrish) y Lydia (Kristen Stewart) son tan variadas como sus personalidades –un conjunto de clichés ya establecidos por cualquier otro drama familiar-, pero la más certera, humana y conmovedora, sí se quiere, resulta ser la de su hija menor, y la más conflictiva obviamente, que no decide tratarla de forma diferente a cómo lo venía haciendo, todo un hallazgo por parte de Stewart que, acá, demuestra que tiene más de dos expresiones dramáticas. Todo se resume a cómo la protagonista decide afrontar su inevitable destino, donde lo más importante es no perder la identidad y perderse a sí mismo, ni ser una carga para los otros. Olvidarse unas palabras, algún nombre o la cara de un ser querido es terrible, pero Alice demuestra que lo peor sigue siendo no reconocer a esa mujer que le devuelve la mirada en el espejo, sus logros, los buenos y los malos momentos, eso que, en definitiva, nos distingue del resto de los animales y nos convierte en lo que somos: seres humanos pensantes y emocionales. Hay películas más atractivas con esta enfermedad de fondo como “Lejos de Ella” (Away from Her, 2006) o que se meten con temas más jodidos como la calidad de vida (y de la muerte) como “Mar Adentro” (2004), incluso con un toque de humor como "Las Invasiones Bárvaras" (Les invasions barbares, 2003), pero “Siempre Alice” no tiene ese peso dramático y termina siendo una anécdota sobre un aspecto de la vida de esta mujer increíble con algunos toques didácticos para los que no saben de que se trata esta enfermedad degenerativa. Al final, nada de lo que ocurre en la pantalla puede captar la esencia ni conmover de la misma forma que un pariente que no recuerdo tu cara.