“Focus: Maestros de la Estafa” (Focus, 2015) forma parte de la tradición de las clásicas películas de timos con protagonistas carismáticos y encantadores como “El Golpe” (The Sting, 1973), cualquiera de las entregas de “La Gran Estafa” (Ocean's Eleven) o incluso “Nueve Reinas” (2000). Tipos que convierten este “oficio” en un arte y una forma de subsistencia, y viven al límite esquivando las consecuencias. Glenn Ficarra y John Requa -los mismos de “Loco y Estúpido Amor” (Crazy, Stupid, Love, 2011) y “Una Pareja Despareja” (I Love You Phillip Morris, 2009)- escriben y dirigen esta aventura internacional que los trajo hasta nuestras Pampas para contar la historia de Nicky (Will Smith), un experimentadísimo estafador que comanda una verdadera “empresa” de timos menores, mayormente relacionados con robos de guante blanco, apuestas y similares, con un sinfín de “empleados” a su servicio. Así conoce a Jess (Margot Robbie), una joven sin mucho que perder con ganas de aprender del maestro y formar parte del equipo, una carterista del montón que pronto se convierte en su mejor alumna. Pero el amor empieza a fluir entre los dos, un verdadero obstáculo (y distracción) para este estilo de vida, y al muchacho no le queda otra que cortar por lo sano para no seguir arrastrando a la chica por el mal camino. Tres años después el destino los reencuentra en Buenos Aires. Así, las callecitas de San Telmo, La Boca y Puerto Madero toman otro color al convertirse en el escenario de un fraude millonario que involucra al dueño de una escudería de Fórmula 1, interpretado por Rodrigo Santoro. El magnate quiere deshacerse de su principal competencia y no tiene mejor idea que contratar los servicios de Nick para llevar a cabo sus planes, claro que la inesperada aparición de Jess podría estropearlo todo, además de revivir esa llamita que nunca terminó de extinguirse. “Focus” no va a quedar en los anales. Tiene demasiados giros en una trama de apenas 105 minutos, explica por demás cada uno de sus trucos como un mago que no puede quedarse callado y tiene unos cuantos baches argumentales, pero no deja de ser entretenida y llevadera gracias a la química y al encanto de sus protagonistas principales. A Will Smith ya se lo puede considerar un galán maduro que no necesita tirar un chiste cada dos frases, más recatado y sereno que la burbujeante Margot, que se roba suspiros, miradas y cada escena en la que aparece. Ficarra y Requa saben mantener el ritmo y el glamour que este tipo de películas siempre exuda, la acción es vertiginosa y elegante, sobre todo en la primera parte de la historia. Después desbarranca un poco, más que nada, porque no podemos evitar pensar donde está el truco en este juego del gato y el ratón constante, como una muñeca rusa que esconde un engaño dentro de otro. A Smith y Robbie los acompaña un gran elenco de ilustres desconocidos, de esos que las caras nos suenan de miles de producciones (Adrian Martinez, Gerald McRaney, BD Wong, Brennan Brown, Robert Taylor) y una banda sonora que mezcla clásicos de los Stooges y los Rolling Stones con el candombe de Los Mareados. Para pasar un buen rato sin muchas pretensiones, admirar la blanquísima sonrisa de Robbie y aprender a cuidarse de los chorros en el subte.
“Alma Salvaje” (Wild, 2014) es una de esas películas superadoras donde el protagonista (en este caso LA protagonista) necesita dejar todo atrás, hacer borrón y cuenta nueva, y poner a prueba sus límites como un proceso inevitable para acceder a esa vida diferente que la espera al final de esta (muchas veces traumática) experiencia. Básicamente son dos horas de ver a una persona transitar por un camino re jodido -camino metafórico y, como en este caso, también literal- de autodescubrimiento y expiación, donde no puede faltar un poquito de sufrimiento. La nueva película del director Jean-Marc Vallée, el mismo de “Dallas Buyers Club: El Club de los Desahuciados” (Dallas Buyers Club, 2013) por la que Matthew McConaughey y Jared Leto ganaron sus respectivos Oscar, también se basa en hechos reales, más precisamente, en las memorias de Cheryl Strayed (protagonizada por Reese Witherspoon), “Wild: From Lost to Found on the Pacific Crest Trail”. En 1995, la actual escritora decidió dejar de lado su conducta autodestructiva y bastante promiscua, en parte, producto de la temprana muerte de su mamá, Bobbi (Laura Dern), un matrimonio fallido y años de drogas y descontrol, y sin más pertenencias que una mochila cargada de suministros, se lanzó a una aventura por más de 90 días recorriendo esta ruta que atraviesa los Estados Unidos de Sur a Norte sobre la costa del Océano Pacífico. Miles de kilómetros sin un alma a la vista, pero rodeada de paisajes imponentes, peligros y un montón de frases célebres que adornan la travesía. La historia va y viene en el tiempo, alternando la extensa caminata con un sinfín de flaskbacks mezclados sobre el pasado de Cheryl, desde su tierna infancia hasta la actualidad: un padre abusivo, el coraje de su madre para rehacer su vida y llevar a buen puerto la crianza de la joven y su hermano Leif (Keene McRae), su matrimonio, los hombres que entraron y salieron de su vida de forma casual y una larga lista de etcéteras que incluye los consejos y el hombro para llorar de su amiga Aimee (Gaby Hoffmann) que, a esta altura, se puede recibir de “compañera buena onda y comprensiva”. Queda más que claro que la muerte de Bobbi, así como su vida, marcaron a fuego a esta joven descarrilada que ahora busca su lugar en el mundo. Las apariciones de Dern son tan esporádicas y azarosas que no se puede entender que haya recibido una nominación como Mejor Actriz de Reparto por esta película. Por el contrario, Witherspoon se carga al hombro esta historia tan pesada como la mochila que acarrea por el desierto y las montañas, pero el problema principal es creernos que esta “America's sweetheart” de treintilargos, es una jovencita desenfrenada que necesita curarse a sí misma. El drama biográfico termina convirtiéndose en una road movie contemplativa, pero que no conmueve demasiado. Cada paso de Cheryl es un logro gigantesco, pero se nos hace complicadísimo relacionarnos y compadecernos con su historia, aunque ese no sea el punto final que persigue la protagonista. Uno de esos tantos obstáculos en el camino de la trama es la incesante irrupción en la escena de personajes masculinos de apariencia lasciva que –sea ese su propósito o no- amagan con atacar a la pobre e indefensa muchacha, pero terminan demostrando que no todos son malas gentes en este mundo de porquería, un extraño recurso que termina por aburrir y darnos a entender que, en el fondo, todos los hombres podrían ser depravados sexuales si tuvieran la oportunidad o a Reese Witherspoon a la vista (¿?). “Alma Salvaje” bebé un poco de “Hacia Rutas Salvajes” (Into the Wild, 2007) y “127 Horas” (127 Hours, 2010), pero falla en llegar a los extremos de la primera o la tensión y el dramatismo de la segunda. Una historia más del montón sobre los traumas y la superación de otras personas.
Todo lo que “El Destino de Júpiter” (Jupiter Ascending, 2015) hace mal en cuanto a la explotación de un género como la ciencia ficción, la nueva película dirigida por Matthew Vaughn lo ejecuta con maestría tomando como base las clásicas películas de espías ingleses y sus derivados. “Kingsman: El Servicio Secreto” (Kingsman: The Secret Service, 2015) tiene de todo. Acción sin respiro, aventura, entretenimiento, humor negro, referencias a la cultura pop y un elenco tan distinguido como inverosímil (en el mejor de los sentidos), porque admitámoslo, ¿quién podría creer que Colin Firth patea traseros de la forma en que lo hace, sin perder ni por un segundo el glamour y el porte británico que tanto lo caracteriza? “Kingsman” es James Bond recargado. Toma cada uno de sus elementos formales, los da vuelta como una media, los mastica y luego los regurgita en un amasijo de violencia desenfrenada que hace ver al agente del MI6 como un niñito de pecho que apenas está dando sus primeros pasos. La violencia es gráfica y es mucha, y un mecanismo esencial en las películas de Vaughn cuando no tiene que apegarse al formato “para toda la familia”. Es el hilo conductor de esta historia y el fundamento de esta parodia que no es parodia, sino una nueva vuelta de tuerca al subgénero de espionaje que ha gozado de altos exponentes en la última década, tanto televisivos como cinematográficos. Esta es apenas la quinta película del director, guionista y productor inglés, todas adaptaciones con mayor o menor éxito. Tras haber llevado a la pantalla grande sus versiones de “Kick-Ass” (2010) y “X-Men: Primera Generación” (X-Men: First Class, 2011), vuelve a probar suerte con los cómics de la mano de “The Secret Service”, una historia de Dave Gibbons y Mark Millar publicada en el año 2012. Junto a su coguionista de cabecera, Jane Goldman, tomaron la esencia de la novela gráfica para contar su propia historia demencial sobre Kingsman, una organización ultra secreta de espías ingleses destinada a proteger al mundo de las amenazas terroristas más diabólicas. Diecisiete años atrás, el agente Harry Hart (Colin Firth) -también conocido como Galahad- fue salvado por un novato que dio su vida a cambio, un sacrificio que lo puso en deuda con la viuda y su pequeño hijo que jamás supo las circunstancias en las que falleció su padre. El pequeño Gary 'Eggsy' Unwin no creció siguiendo los heroicos pasos de su viejo, pero sí una vida mundana llena de maltratos que lo convirtieron rápidamente en un delincuente callejero, más allá de sus grandes aptitudes, su astucia e inteligencia. Tras el rescate fallido del profesor Arnold (Mark Hamill), cautivo en una cabaña en las nevadas montañas de Argentina (¿?), Kingsman pierde a uno de sus hombres clave, Lancelot (Jack Davenport), a manos (mejor dicho piernas) de la cruenta Gazelle (Sofia Boutella), asesina despiadada y asistente personal del extravagante multimillonario Valentine (Samuel L. Jackson). Ahora, cada miembro de la organización debe proponer a un joven candidato capaz de ocupar el lugar que quedó vacío entre los Caballeros de esta moderna Mesa Redonda liderada por Arthur (Michael Caine). Un prospecto que se someterá a un estricto programa de reclutamiento y eliminación del cual, tal vez, no salga enterito. Saldando las deudas del pasado, Eggsy (un ignoto y brillante Taron Egerton) se convierte en el discípulo de Harry y pasa las siguientes semanas aprendiendo sobre el recontra espionaje: lidiando con sus compañeros, las misiones asignadas y un pequeño perro, todo esto bajo la estricta vigilancia de Merlin (Mark Strong), algo así como la activa contrapartida de “Q” en este multiverso ultraviolento. Al mismo tiempo, una nueva amenaza se extiende por el mundo. Entre secuestros de famosos y mandatarios, Valentine -todo un genio de la electrónica- se prepara para dar su gran golpe. Es tarea de los Kingsman descubrir que maquiavélicos propósitos se encuentran detrás de este extraño personaje, más precisamente de Galahad, el más experimentado de todos ellos. “Kingsman: El Servicio Secreto” atrapa desde los títulos. Súmenle una increíble banda sonora ochentera -que va desde Dire Straits hasta Bryan Ferry- muy al estilo de “Guardianes de la Galaxia”, unas estrambóticas escenas de acción, una cámara vertiginosa y grandes actuaciones (acá nadie desentona y los estudios deberían fichar a Egerton para cualquier vacante de joven superhéroe); pero más allá de todo funciona porque juega con las convenciones de la clásica película de espías y se ríe de ellas en su propia cara, haciéndonos que nos descostillemos de risa a la par. Acá, lo predecible es impredecible y viceversa. Nada es lo que parece, pero todo en algún punto se asemeja. “Kingsman” es irreverente y violenta, es clásica y moderna y, ante todo, muy, pero muy inglesa.
Mi problema principal con las películas de Alejandro González Iñárritu siempre (o en la mayoría de los casos) termina siendo el mismo: no logró descifrar que me quiere decir al final, sobre todo, porque sus puntos de vista no son del todo claros. Al igual que “Babel” (2006), “Birdman (o la Inesperada Virtud de la Ignorancia)” (Birdman: or The Unexpected Virtue of Ignorance, 2014) tampoco se la juega para revelar sus verdaderas intenciones que, en realidad, son las de su director y las de sus guionistas, entre los que se encuentran dos argentinos. Cualquier forma de arte es subjetiva y el cine no es la excepción. Es imposible tratar de entender que pasa por la cabeza de un artista a la hora de generar una obra y es por eso que cada uno puede tener su propia interpretación. Pero el mensaje no puede ser contradictorio y es ahí donde reside el problema principal de esta fantasía casi onírica que nos propone el director y guionista mexicano. “Birdman” es una fábula donde la realidad y la fantasía del protagonista se entremezclan en un drama que intenta colar algunos pasos de comedia que van desde erecciones en público y referencias hollywoodenses tan actuales que, por ejemplo, mi mamá o mi abuela, jamás entenderían. Es una película “moderna” con un protagonista que no lo es, un tipo de otra época que rechaza las redes sociales, pero al mismo tiempo se niega a vivir en un pasado donde su popularidad encabezaba los titulares. Riggan Thomson (Michael Keaton) se hizo famoso interpretando a un icónico superhéroe, Birdman. Tras haber rechazado la cuarta entrega de sus aventuras cinematográficas el tipo cayó en el olvido y ahora quiere demostrar que es mucho más que un papel comiquero y prepara su debut en Broadway como director y actor de una adaptación de “What We Talk About When We Talk About Love” de Raymond Carver. Riggan tiene sus razones personales que lo vinculan con este material en particular, pero el ámbito teatral no es amable con la farándula que llega a sus salas para demostrar que saben y pueden actuar. A pocos días del estreno el caos se desata a su alrededor causando un sinfín de problemas: uno de los actores principales (uno muy malo, por cierto) sufre un accidente y es reemplazado a último momento por Mike (Edward Norton), un tipo entregado a su arte al cien por ciento cuyo ego sólo se compara a su gran talento. Sam (Emma Stone), la hija rebelde que no tuvo la suficiente atención de su padre y termina convertida en su asistente tras haber abandonado un centro de rehabilitación, los problemas financieros que exceden la venta de entradas, el terror de recibir las peores críticas por parte de la más prestigiosa periodista (Lindsay Duncan) y la sombra de Birdman que (literalmente) lo sigue a todas partes. En medio de tanto problema surgen las dudas, sobre su carrera, su matrimonio fallido, las culpas por haber sido un padre ausente, su verdadero talento y su vida en general, tan ligada a un personaje que lo hacía sentir liberado y ahora lo oprime hasta cortarle la respiración. Las comparaciones entre Thomson y Keaton no se pueden obviar, pero tampoco es un casting azaroso. El ex Caballero Oscuro busca una segunda oportunidad y se pone en la piel de esta estrella que alguna vez supo ser, un poco renegando de su pasado y de aquello que lo hizo tan popular. Keaton es el protagonista absoluto y los demás sólo pululan a su alrededor dándole el pie. Imposible justificar las nominación al Oscar de Edward Norton y mucho menos la de Emma Stone, que sólo despotrica en un par de escenas y muestras sus ojos, tan creepys, como personaje de animé. Zach Galifianakis, Naomi Watts y Amy Ryan completan el elenco de esta película que aspira a nueve estatuillas doradas, incluyendo las categorías principales y algunos premios técnicos como la maravillosa dirección de fotografía de Emmanuel Lubezki que logra convencernos de que “Birdman” está filmada en una larguísima y única toma que, en realidad, no es más que una sucesión de planos secuencias unidos de forma muy disimulada. Nada muy diferente a lo que hizo Alfred Hitchcock con “La Soga” (Rope) en 1948. “Birman” es una película que hay que ver, más que nada, por sus formas “innovadoras”, pero tanta técnica no permite una completa conexión con la historia ni con el protagonista (ni hablar de una banda sonora que termina por resultar bastante molesta) cuyo drama se diluye en una fantasía inconclusa. Pero su problema principal es que no decide, se supone que es una crítica, pero no termina de definir quien es su verdadero objetivo: el vacío sistema hollywoodense que genera blockbusters, pero no puede crear arte (del que Iñárritu forma parte, aunque reniegue). El snobismo de las tablas, sus representantes y sus críticos que creen tener la razón absoluta sobre las correctas formas estéticas. Ambas cosas o ninguna. ¿Es una crítica a la crítica? No queda claro y enseguida nos viene a la mente “Chef: La Receta de la Felicidad” (Chef, 2014) que lidia con los mismos temas, pero en otro ámbito y de forma más sencilla, y por supuesto “Ratatouille” (2007) y el monólogo de Anton Ego, una joyita indiscutida.
Complicadísimo tratar de catalogar, y mucho más de calificar, la nueva película de los creadores de “Matrix” (The Matrix, 1999). Si esta mega producción de los hermanos Wachowski fuera una parodia basada en aventuras espaciales o con toques de ciencia ficción al estilo de “Spaceballs” (1987) o un episodio de “Robot Chicken” sería una gran propuesta, pero su problema principal es que no lo es, ¿o si? “El Destino de Júpiter” (Jupiter Ascending, 2015) termina siendo un film demasiado rebuscado dentro de la sencillez de su trama, tan colmada de elementos comunes al género (ni siquiera voy a llamarlos “homenajes”, digámosle referencias), que desvía la atención sobre lo que realmente ocurre en la pantalla. Soy la primera en celebrar la originalidad, mucho más cuando se trata de géneros tan copados como la ciencia ficción, pero ¿puede llamarse “original” cuando sólo se trata de la suma de un montón de elementos conocidos? Durante dos horas de película, cargada de acción non-stop, peleas, persecuciones, planetas extraños, criaturas aún más extrañas, abejas, un poquito de romance y un largo etcétera (sí, pasa de todo), los Wachowski nos pasean por un repertorio que evoca desde “La Guerra de las Galaxias” hasta “La Cenicienta”, de “El Mago de Oz” a “Volver al Futuro”, pasando por “Brazil”, “Los Juegos del Hambre” y cuanta película de superhéroes se les ocurra. Si esto es bueno o malo, la verdad no lo sé, así que voy a dejar que ustedes decidan. Igualmente, el film no deja de entretener y nos arranca una sonrisa (irónica) a cada minuto. La cosa viene más o menos así. Jupiter Jones (Mila Kunis) lleva una vida poco glamorosa dedicada a limpiar las casas de gente rica y afortunada. Hija de padres rusos, sin nacionalidad ni futuro, pronto descubre que su destino podría ser mucho más interesante que el de frotar inodoros durante todo el día. Jupiter tampoco tiene mucha suerte para el amor, pero sí un código genético que llama la atención de los tres herederos de la casa Abrasax, tres hermanitos que se reparten la posesión de los diferentes planetas del universo de donde sacan la materia prima para el producto más comercializado de la galaxia. Al descubrirse la identidad de la muchacha comienza una feroz cacería que involucra a varios mercenarios intergalácticos y al rastreador más eficiente que se conoce: Caine Wise (Channing Tatum), un ex militar genéticamente modificado y medio albino, una extraña mezcla de ADN humano y lobo capaz de rastrear cualquier gen, venga de donde venga. Una cruza de Wolverine y Daryl Dixon con las orejitas de Legolas, como para que se hagan una idea. Caine tiene la misión de llevar a Jupiter ante Balem Abrasax (Eddie Redmayne) -el mayor de la familia-, un tirano con pocas pulgas que tiene sus propios planes para el futuro de la chica. Pero tanto Kalique (Tuppence Middleton) como Titus (Douglas Booth) –los más jóvenes en la línea sucesora- también tienen ganas de sacar una tajadita de la nueva heredera del planeta más codiciado de todo -la Tierra-, lo que arma un flor de quilombo intergaláctico que involucra naves estrambóticas, lagartos alados y unos cuantos trámites burocráticos. Ante todo, Jones tiene que asimilar el hecho de que existe vida inteligente en otros planetas y que estamos rodeados de alienígenas aunque no nos demos cuenta de ello. Aceptar su nuevo estatus real y salir a recorrer la galaxia de la mano de estos extraños. De la noche a la mañana, la ingenua mucamita se transforma en una heroína capaz de patear traseros como si hubiese sido entrenada por las fuerzas especiales, uno de los tantos detalles sin sentido que podríamos pasar por alto en este mar de incongruencias. Podemos conjeturar que mucho de “El Destino de Júpiter” quedó tirado en la sala de montaje, tal vez, para hacer una película más llevadera y no una ópera espacial de más de tres horas de duración. Se nota el apuro por cerrar esta historia, pero los cabos sueltos y las incoherencias la dañan bastante si uno se pone detallista con la trama y los personajes que, como si fuera poco, tienen menos química que el spinoff de “Breaking Bad”. ¿Es una mala película? No del todo. ¿Es una buena película? No, para nada. Lana y Andy hicieron realidad todas sus fantasías cinematográficas y las vomitaron sobre este film donde desde el minuto cero se exagera las formas (por ejemplo, un simple asalto se transforma en el ataque de un grupo comando), donde la mitad de los interrogantes no obtienen respuestas y, al mismo tiempo, se sobre explican tantos detalles que uno termina mareado y restándoles interés porque en el fondo no importan: nombres, lugares, razas, eventos y fechas que no llegamos a computar porque no nos dan el tiempo suficiente. “El Destino de Júpiter” (Jupiter Ascending, 2015) es una película que no aburre -eso no se le puede negar- gracias a que deja de lado la filosofía New Age de “Cloud Atlas: La Red Invisible” (Cloud Atlas, 2012), pero ni se acerca a su calidad visual. Ni hablar de compararla con la trilogía que catapultó a los Wachowski a la fama, al menos que tengamos en cuenta las mil y una piruetas aéreas que realizan los protagonistas a la hora de enzarzarse en una pelea. Jupiter es la Cenicienta de esta fantasía espacial (hasta tiene hermanastros malvados, je), aunque sea casi imposible creer que esta piba se dedique a limpiar baños, incluso, después del desenlace de la historia. Uno de los tantos momentos “WTF?” que tiene la película, que no pienso listar para no spoilerarles la diversión. Más allá de la espectacularidad de sus escenarios, el vestuario y los efectos especiales, “El Destino de Júpiter” no logra conmover desde lo visual, cortesía de un millón de pantallas verdes e incontables horas de trabajo para los magos del CGI. Hasta la música nos remite a la nueva trilogía de George Lucas, convirtiéndola en uno de los peores trabajos de Michael Giacchino (“Los Increíbles”, “Up”, “Super 8”) hasta la fecha. Admito que estoy desilusionada y, aunque no esperaba una maravilla, duele ver el resultado final de la nueva obra de esta dupla que supo redefinir el género a finales de la década del noventa. Sólo recomendada para amantes incondicionales de la ciencia ficción descerebrada, de los romances fugaces que hacen honor al mejor cuento de hadas, admiradores del torso desnudo de Channing Tatum y morbosos que gustan de ver a Terry Gilliam “homenajeándose” a sí mismo.
Una de las grandes pegadas de Luc Besson fue ponerse a producir con su EuropaCorp franquicias llenas de acción como “El Transportador” (Transporter), “Taxi” y, por supuesto, las aventuras de Bryan Mills, el ex agente de la CIA entradito en años –personificado por Liam Neeson-, experto en amenazas telefónicas y en acabar, él solito, con todos los malos que se atrevan a poner en riesgo a su familia. Ahora, la trilogía de “Búsqueda Implacable” (Taken) parece llegar a su fin y, en esta oportunidad, no hace falta sacar ningún pasaje a Europa ya que los quilombos se presentan en la mismísima ciudad de Los Ángeles y, más precisamente, en la residencia de nuestro protagonista. El director francés Olivier Megaton se pone tras las cámaras de esta saga por segunda vez - además de ser responsable de otras adrenalínicas producciones de Besson como “El Transportador 3” (Transporter 3, 2008) y “Venganza Despiadada” (Colombiana, 2011)- y no escatima en acción, persecuciones, tiros y sangre. Tras las peripecias ocurridas en Estambul dos años atrás, la relación de Bryan con su hija Kim (Maggie Grace) sigue viento en popa, aunque el tipo vive en negación y no se da cuenta que la “nena” ya tiene edad suficiente para convertirlo en abuelo, más que para jugar con enormes ositos de peluche. Las cosas con su ex esposa son más complicadas. Lenore (Famke Janssen) se consiguió un nuevo marido, Stuart St John (Dougray Scott), pero sigue habiendo entre los dos buenas vibras y un poquito de pasión contenida que podría generar más de un problema. Y claro que los quilombos no se hacen esperar. Mills es inculpado por un crimen que no cometió, lo que lo obliga a darse a la fuga y tratar de poner a resguardo a su hija mientras intenta encontrar a los responsables para darles su merecido. Todo esto al tiempo que debe escapar de un astuto policía, Franck Dotzler (Forest Whitaker), que le sigue los pasos bastante de cerca y no descansará hasta descifrar la verdad, más allá de que todas las pistas apunten al ex agente. Bryan tendrá, una vez más, el apoyo y la ayuda incondicional de sus viejos camaradas, y pondrá en juego todas sus habilidades y destrezas conseguidas a través de los años para encontrar y cazar a los verdaderos culpables: tal vez alguien de su pasado que le juró venganza o algún que otro ruso enojado porque trató de interferir con sus planes, quien sabe, Mills es un tipo que acumuló más enemigos que amigos, sin duda alguna. “Búsqueda Implacable 3” (Taken 3, 2015) desparrama acción en cada escena y no se detiene a pensar en ningún momento. Liam vuelve a ser ese héroe solitario que le hace frente a todo y se calienta cuando se meten con su familia, repartiendo piñas y balazos a troche y moche. Megaton nos plantea puro entretenimiento y una cámara frenética. La historia y la fórmula se repiten (porque funciona y reditúa), no hay mucha originalidad de por medio, pero al menos se esfuerza en demostrar que no todos los policías son unos inútiles. Mills siempre está un pacito adelante, pero Dotzler y su gente hacen un trabajo por demás eficiente para tratar de atraparlo, algo que no se suele ver muy seguido en este tipo de films y que, gracias a Forest Whitaker, le otorga cierto grado de veracidad a la trama. Claro que no la necesita, “Búsqueda Implacable 3” es sobre tipos buenos acusados injustamente, la búsqueda de la verdad y la inocencia, un padre capaz de cualquier cosa por un hijo y, sobre todo, Liam Neeson pateando traseros.
Casi todos pasamos por ese momento en la vida donde nos obsesionamos con ser buenos en algo: un deporte, un instrumento, alguna otra disciplina artística o, simplemente, ser el mejor alumno de la clase. A veces ocurre en la niñez, impulsados por los propios fracasos o deseos incumplidos de nuestros padres, otras (la mayoría de los casos), producto de la mera competitividad del medio que nos rodea. Pero, ¿dónde está el límite entre la “obsesión” y la “pasión” por algo? En esa vorágine de adrenalina, noches sin dormir, emociones encontradas, sangre, sudor y lágrimas… ¿alguien puede notar la diferencia? Acá reside uno de los puntos centrales de “Whiplash: Música y Obsesión” (Whiplash, 2014), la típica película chiquita y festivalera que llega a colarse entre las nominadas al Oscar: sencilla desde la historia y su tratamiento, contundente desde las actuaciones, que nos brinda un conjunto casi perfecto a lo largo de sus 107 minutos gracias a una narrativa entretenida y una banda sonora que se mete en el cerebro como un virus zombie. La única forma de no gustar de esta película es odiar la música en todas sus formas o no haber tenido jamás una pasión tan grande a lo largo de sus vidas. El director y guionista Damien Chazelle ama la música y, además, se lo nota un tipo apasionado. El guión original de “Whiplash” formó parte de la famosa “Black List” de 2012, esa listita de grandes proyectos sin producir en Hollywood de la que han salido tanto grandes maravillas como bodrios infumables. Como para muestra basta un botón, el muchacho tomó quince de las 85 páginas escritas y realizó un cortometraje de unos 20 minutos protagonizado por Johnny Simmons y J.K. Simmons, un cortito que debutó en el Festival de Cine de Sundance y juntó premios a montones, además de conseguir la financiación necesaria para hacer una película completa. Miles Teller, el próximo Reed Richards del reboot de “Los Cuatro Fantásticos” (The Fantastic Four, 2015), tomó el lugar de Johnny en el papel de Andrew Neiman, un joven estudiante de batería en uno de los mejores conservatorios de Nueva York que logra la tutela del mejor profesor del lugar, Terence Fletcher (J.K. Simmons), reconocido por sus aptitudes, pero también por sus métodos poco “saludables y ortodoxos”. El talento de Andrew logra llamar la atención de Fletcher que lo invita a formar parte de la prestigiosa banda de jazz de la escuela, un sueño hecho realidad para el pibe y un escaloncito más arriba en su meta por convertirse en un grande del género, a la par de genios como Don Ellis o el mismísimo Charlie Parker. No hay nada más en la vida de Neiman, hijo de madre ausente y un padre que lo apoya a pesar de sus propias frustraciones, todo gira en torno a la batería, el jazz y, sobretodo, lograr la aprobación de su maestro, un perfeccionista insufrible con una personalidad más volátil que la central de Atucha. Ahí es cuando la pasión se torna en una meta obsesiva, arrasando con todo a su paso (y cualquier tipo de relación social), poniendo a prueba y empujando al límite las habilidades del joven, además de su salud, tanto física como mental. “Whiplash” es una historia de relaciones. La de alumno y maestro, y la de Andrew con la música, sus sueños y su futuro. No hay nada más allá de esta ecuación y al relato no le hace falta. Acá no hay efectismos ni golpes bajos, no hay grandes presupuestos, pero si un gran manejo de la cámara y de cada situación; una edición vertiginosa por momentos y sutil y calmada cuando se la necesita (por algo se ganó muy merecidamente una nominación a Mejor Montaje, además de Mejor Película, Mejor Guión Original, Actor de Reparto y Mezcla de Sonido), más una atmosfera austera y brumosa porque así es el jazz, una catarata de emociones con un espíritu oscuro que acá hace explosión en los últimos quince minutos de película. J.K. Simmons se luce y roba a mano armada en cada escena que aparece, con su sonrisa a medias, “sus frases de cabecera” y un par de anécdotas que saca a relucir cuando quiere. Pero hay mucho más detrás de este personaje perfeccionista y de pocas pulgas: ¿Sus propios fracasos o realmente anda en busca de un nuevo talento jazzístico? Miles Teller tal vez queda un poquito eclipsado, pero no hay que restarle mérito a este joven actor que le pone cada fibra de su cuerpo al personaje de Neiman. No decimos nada más, vayan y experiméntenla, gócenla y muevan la patita al ritmo de “Caravan”, “Whiplash” y tantas otras. Amen y odien, porque en definitiva esa es nuestra relación con las pasiones… y las obsesiones.
En 2007 la clásica productora de terror británica Hammer Films volvió al ruedo tras casi cincuenta años de inactividad. Entre sus primeros proyectos figura la remake de la sueca “Déjame Entrar” (Let me in, 2010), “Invasión a la Privacidad” (The Resident, 2011) y, por supuesto, “La Dama de Negro” (The Woman in Black, 2012) protagonizada por el ex Harry Potter Daniel Radcliffe. El moderado suceso de la película dirigida por James Watkins, fue suficiente para pergeñar esta secuela que mantiene la misma atmósfera truculenta (gracias, en parte, a la música de Marco Beltrami, Brandon Roberts y Marcus Trumpp) y esa cuidadísima puesta en escena, pero lamentablemente no aporta nada nuevo desde la historia. Watkins le cedió la silla del director a Tom Harper -más conocido por sus trabajos en la TV inglesa con series como “Peaky Blinders”, “This is England 86” y “Misfits”-, y el guionista Jon Croker decidió llevar el relato cuatro décadas más acá en el tiempo para situarlo durante la Segunda Guerra Mundial. Estamos en época de bombardeos alemanes sobre Londres y un grupo de pequeños logra ser evacuado de la ciudad con la ayuda de sus dos maestras: la joven y dulce Eve Parkins (Phoebe Fox) y la severa directora Jean Hogg (Helen McCrory). Su destino es Eel Marsh, la casona abandonada y en ruinas situada en un brumoso islote que queda separado del pueblucho de Crythin Gifford cada vez que sube la marea. El lugar es un espanto, pero es el único refugio que pueden conseguir por el momento, ni hablar del pueblo fantasma, que parece haber salido del peor cuento de terror (se entiende). Las mujeres desconocen el pasado de la mansión y de las tragedias que allí ocurrieron, pero nada puede ser peor que los acontecimientos de los que están escapando. ¿O sí? Como era de esperar, al poco tiempo de su llegada, las cosas se empiezan a complicar. Ruidos y presencias extrañas acechan la casa y más precisamente a Edward, uno de los niñitos del grupo que no dice palabra desde la reciente muerte de sus padres. Eve está convencidísima de que hay algo raro en este lugar y pronto sus sospechas se hacen realidad cuando los chicos a su cargo empiezan a desaparecer y experimentar confusos accidentes. La chica tendrá la ayuda del piloto Harry Burnstow (Jeremy Irvine, ¿se acuerdan del muchachito de “Caballo de Guerra”?) para tratar de esclarecer tanto misterio, hasta que descubre la historia del pequeño Nathaniel Drablow y su madre Jennet Humpfrye, la merodeadora y vengativa figura fantasmal, también conocida como la Dama de Negro. Más allá del contexto y de que esta vez las víctimas están al alcance de la mano, la historia de “La Dama de Negro 2” (The Woman in Black 2: Angel of Death, 2014) no sufre alteraciones, no agrega datos, ni vueltas de tuerca, sólo vuelve a repetir la misma fórmula que su antecesora. La única diferencia se da en la relación que se establece entre Eve y el pequeño Edward –blanco principal de este espíritu maligno-, donde el pasado de la maestra puede jugar un papel importante. Harper logra mantener el clima tenebroso que la película necesita, pero no hay nada que haga que se destaque dentro del aluvión de films terroríficos que nos invaden año tras año. La historia, las actuaciones y la puesta en escena son correctísimas y no aburren, y hasta logra que las obviedades no sean tan molestas. Entretenida y previsible, para mirar un domingo de lluvia… amenos que les de miedo.
“Tenemos que dejar de adaptar sagas para jóvenes adultos, por lo menos, dos años”. Sí, algo bastante parecido a lo que dijo Barrionuevo, una costumbre adoptada por Hollywood que, en la mayoría de los casos, no rinde ningún fruto. ¿Se acuerdan de “Eragon” (2006)? ¿De lo mala que era? Bueno, “El Séptimo Hijo” (Seventh Son, 2014) va por ese mismo camino y no hace absolutamente nada para remediarlo. Por cada adaptación exitosa, aparecen un sinfín de bodrios que sólo atraen a los fanáticos. Nadie puede culpar a los estudios cinematográficos que ven los logros conseguidos por franquicias como “Los Juegos del Hambre”, “Divergente” o “The Maze Runner” (ni hablar de Harry Potter) e intentan copiar esta fórmula hasta el hartazgo. Los amantes de las aventuras fantásticas sin muchas pretensiones estarán de parabienes con esta versión de la primera entrega de la serie literaria “El Último Aprendiz” (The Wardstone Chronicles) del autor inglés Joseph Delaney. Una típica historia sobre la lucha del bien contra el mal, que podría haber tomado nota de exponentes del género más oscuros e interesantes. Pensar que el director ruso Sergei Bodrov es responsable de “Mongol” (2007) -nominada al Oscar a Mejor Película Extranjera- y uno podría esperar una obra de mejor calidad (tanto desde lo visual como lo narrativo), un poco más de dramatismo y hasta mejores actuaciones, teniendo en cuenta que el elenco está conformado por grosos como Jeff Bridges, Julianne Moore y Djimon Hounsou. Jamás me atrevería a insinuar que estos monstruos de la actuación lo hacen mal, pero si el guión de Charles Leavitt, Steven Knight (¡no, no puede ser él!) y Matt Greenberg ya viene mal parido, no hay nada que puedan hacer para salvar las papas, aunque tampoco se entiende las sobreactuación y los extraños acentos que le impusieron a sus personajes. Nadie tiene la vaca atada. “El Séptimo Hijo” tiene todos los elementos clásicos de este tipo de historia al punto de la previsibilidad y, en vez de tratar de convertirla en un producto más oscuro y maduro, termina siendo un cuentito “de hadas” bastante aburrido e infantil. John Gregory (Bridges), también conocido como el “Espectro” -último sobreviviente de una antiquísima orden mística-, se dedica a combatir las fuerzas oscuras que acechan sobre este mundo. Como el tipo no puede hacerlo solo anda en busca de un asistente que, como sus antecesores, debe ser el séptimo hijo de un séptimo hijo (varón, obviamente). Ahí es donde entra el joven e inexperto Tom Ward (Ben Barnes, el príncipe Caspian de “Las Crónicas de Narnia”), que abandona su aburrida vida de granjero para convertirse en el nuevo aprendiz. El muchacho, que ya viene cargado con algunos extraños poderes, tendrá la tarea de ayudar a su “maestro” a hacerle frente a Madre Malkin (Moore), la reina de todas las brujas, que logró escapar tras años de cautiverio, impuestos por el hechicero, y ahora pretende reunir a una ejército de aliados sobrenaturales para destruir a los humanos. Mucha magia, criaturas fantásticas, un poquito de romance (que nunca debe faltar) y efectos que no maravillan para una nueva saga que, de seguro, pasará desapercibida y nunca jamás veremos una continuación. Por suerte, sus realizadores se aseguraron de cerrar esta parte del relato sin dejar muchos interrogantes para el espectador. Por las dudas, si creen que algo de todo esto no tiene el menor de los sentidos deben saber que “un hechicero lo hizo”.
Realizar una película bélica ambientada en la Segunda Guerra Mundial tiene un punto a favor: se sabe perfectamente quienes son los buenos y quienes son los malos. Algo bastante más complicado de determinar en contiendas posteriores donde los intereses ya no están tan puestos en salvar al mundo de la tiranía y el genocidio (¿?). Los nazis eran malas gentes, eso lo sabemos todos, pero también es sabido que la guerra transforma a las personas y, en muchos de los casos, no en el buen sentido. Pasaron casi siete décadas desde la finalización del conflicto armado que enfrentó a las Potencias del Eje contra los Aliados, y en todos estos años Hollywood nos deleitó con una infinidad de versiones ficcionadas que abarcan todo un abanico de posibilidades: desde las más patrióticas, heroicas y propagandísticas que buscan nuevos reclutas para la causa, hasta las más férreas entregas antibélicas, crudas y sin anestesia, que nos obligan a desviar la vista y hacer de cuenta que estas cosas no pasan en el mundo real. Hoy por hoy, este género (caído en desuso) debe apelar a la acción descarnada, la sátira o algún otro entrecruzamiento de estilos para atraer a una audiencia que está acostumbrada a ver la guerra en vivo y en directo por CNN. Los relatos de época siguen atrayendo mucho más que los conflictos actuales, en parte por estar más lejanos en el tiempo (o sea, por ser parte de la “historia”) y, una vez más, porque podemos distinguir muy bien a los villanos. David Ayer, guionista de “Día de Entrenamiento” (Training Day, 2001), “Rápido y Furioso” (The Fast and the Furious, 2001) y director de películas cargadísimas de violencia y acción como “Soldado de Ciudad” (Harsh Times, 2005), “En la Mira” (End of Watch, 2012) y, por qué no, la inminente adaptación comiquera de “Suicide Squad” (2016) (ahora se entiende por qué lo eligieron), se mete con la Segunda Guerra Mundial y la avanzada de los yanquis sobre territorio enemigo. Es abril de 1945, el final de la guerra está a la vuelta de la esquina, pero los alemanes no se rinden así de fácil y van a dar pelea hasta el último minuto. El problema en cuestión es que sus tanques son mejores y los americanos no pueden hacerles frente a estos monstruos de metal con los propios. Así y todo existen valerosos soldados que se aventuran encerrados en estas máquinas de guerra que podrían convertirse tanto en su último refugio como en su tumba, en este caso, el “Fury” del título original. Don 'Wardaddy' Collier (Brad Pitt) y sus hombres son uno de estos grupetes de camaradas que se cuidan las espaldas mutuamente. Estos muchachos vienen sobreviviendo juntos dese África, ya pasaron por Francia y Holanda, y ahora sólo les queda esta última escala para poder volver a casa de una vez por todas. Claro que el grupo debe ser variopinto para que todos se vean representados: esta el muchacho religioso, Boyd "Bible" Swan (Shia LaBeouf), capaz de recitar convenientemente cada salmo de memoria, Trini "Gordo" Garcia (Michael Peña), el latino simpaticón, Grady "Coon-Ass" Travis (Jon Bernthal), el bruto maleducado pero de buen corazón y, por supuesto, Norman Ellison (Logan Lerman), el joven novato recién llegadito al que la guerra le pega en la cara como un Ice Bucket Challenge. A Norman le toca reemplazar a la baja más reciente de este pelotón que está a punto de salir a cumplir un par de misiones peligrosísimas. El pibe tiene que aprender a matar o morir y sus compañeros, muy amablemente, se van a encargan de ello. Acá reside un poco la cuestión de esta historia que pone de excusa a la guerra para mostrar la verdadera naturaleza de la raza humana. Don y sus hombres son valientes, buenos soldados, leales, pero también perdieron su humanidad por el camino y, la mayoría de las veces, no son muy distintos al enemigo que combaten. Ayer cae en los estereotipos y en los lugares comunes que no deben faltar en este tipo de film, pero no se priva de mostrar la crudeza y crueldad de estos tipos, ya sea con el enemigo, con las pocas mujeres que se cruzan a su paso (representadas como botines de guerra que pueden ser utilizadas a gusto y piacere por el sólo hecho de ser del bando contrario) o entre ellos mismos. “Los ideales son pacifistas. La historia es violenta” es lo primero que aprende Ellison de boca de su sargento cuando trata de poner en práctica todas sus buenas intenciones en medio de este infierno sobre la Tierra. La película está cargada de testosterona, pura acción y muertes a destajo, bien filmada (aunque no se destaca desde lo estético) y llevadera (a pesar de sus 134 minutos), más allá de que, a veces, se detiene a meditar demasiado las cosas. Se nota que Ayer tomó buenas notas de Steven Spielberg y “Rescatando al Soldado Ryan” (Saving Private Ryan, 1998). Los paralelismos no pueden evitarse, sobre todo a la hora de retratar a este grupo de soldados casi en misión suicida. Claro que el Collier de Pitt es más cercano al bestial Aldo Raine de “Bastardos Sin Gloria” (Inglourious Basterds, 2009) que al abnegado capitán Miller interpretado por Tom Hanks, aunque el mensaje fraterno termina siendo el mismo. ¿Hay diferencias entre un héroe y un sobreviviente? Ustedes decidan.