Al Pacino es un actor que vive el crepúsculo de su carrera en Un nuevo despertar, la nueva película de Barry Levinson, uno de los grandes que quedan en Hollywood. Se sube el telón y el laureado actor Simon Axler, un veterano del teatro, nos dice que el mundo es un escenario y que los hombres y mujeres son meros actores. La frase se repite y resuena en la sala porque la voz de quien la pronuncia es de otro famoso actor que vive el crepúsculo de su carrera: Al Pacino. Las líneas shakespereanas atrapan y hacen que todos presten atención al discurso de ese actor/personaje que, antes de salir al escenario, besa las máscaras de su propia tragedia y comedia. Así empieza Un nuevo despertar (su título original es The Humbling), película basada en una novela del también famoso veterano de la literatura norteamericana Philip Roth y dirigida por Barry Levinson (Rain Man), uno de los pocos grandes que quedan en pie en la cada vez más pesadillesca fábrica de los sueños. Simon es un actor entrado en años que siempre se movió en las tablas como en la vida cotidiana. Hasta que un día se da cuenta de que esa capacidad natural para actuar comienza a extinguirse y que su vida está justo en ese punto donde se empieza a perder gradualmente lo que mueve y activa a las personas: el deseo. Después de un intento de suicidio fallido, Simon decide recurrir a una institución para el tratamiento y la rehabilitación. Allí conoce a Sybil (Nina Arianda), una extraña mujer que le pide que asesine a su marido. Pero una vez que Simon vuelve a su mansión se lleva una sorpresa mayor. Alguien le toca la puerta y al abrirla se encuentra con la seductora Pegeen (Greta Gerwig), la hija de una vieja amiga, a la que sólo recordaba como niña y nunca la hubiese imaginado convertida en semejante mujer. ¿Qué hacer ante la senilidad que avanza lenta pero segura? ¿Podrá Pegeen cambiar su vida y devolverle la capacidad para actuar? Estas son las cuestiones que preocupan a Simon. Y si la línea que separa al genio de la locura es muy fina, este es el drama de un personaje que se encarga de borrar esa línea. Barry Levinson utiliza mucho el primer plano, el plano corto, la cámara al hombro que se mueve de un rostro a otro en el medio de escenas intimistas, de confesiones, de delirios y largos monólogos y soliloquios existenciales. Y, por supuesto, no faltan las fantasías eróticas marca Roth y los vaivenes cómicos de su protagonista sexagenario. Meterse con un texto ajeno siempre es un riesgo y Un nuevo despertar no hace más que demostrar que a su director le salen mejor las cosas cuando dirige sus propias historias, cuando se mete en su territorio, en Baltimore, donde está la gente que conoce, como en la excelente Diner, su ópera prima. Sin embargo, Levinson logra intercalar de manera clara la historia que Simon le va contando a su psicólogo. El resultado es una película digna que evita los golpes bajos y el sentimentalismo lacrimógeno.
Razones para ver "Vacaciones", quinta entrega de la comedia que comenzó en la década de 1980 Empaquen las maletas, suban al auto, ajústense los cinturones y déjense llevar por la flamante Vacaciones, quinta entrega de la franquicia que se hizo popular en la década de 1980 gracias a la efectividad de su guion, firmado por John Hughes, y a la actuación memorable de Chevy Chase en el papel del ya mítico padre de familia Clark Griswold. Lo que hizo John Hughes en 1983, año en el que se estrenó la primera, fue diseñar un guion con una estructura efectiva y simple, que consiste en una sucesión de disparatados chistes en forma de sketches (aunque no llegan a serlo) que convierten a las aventuras ruteras de los Griswold en un caos hilarante. En esta oportunidad es Ed Helms (¿Qué pasó ayer?) el encargado de interpretar al hijo crecido de Clark, Rusty Griswold, un piloto de avión que lleva una vida rutinaria y anodina y que, por eso mismo, decide emprender un viaje en auto con los suyos para ver si con el cambio de aire mejora su situación y salva la familia, sobre todo su matrimonio, que está en crisis. El destino es Walley World, un parque temático que está a 4.100 kilómetros. Por supuesto, su esposa (Christina Applegate) e hijos (Skyler Gisondo y Steele Stebbins) no quieren saber nada pero Rusty los convence. La cantidad de chistes que se dispara de entrada nomás, cuando apenas alquilan el auto súper moderno en el que viajarán, alcanza y sobra para toda la película. El resto es asistir a una ristra de gags fulminantes en cada una de las paradas que hace la familia. No faltan los paisajes característicos de los Estados Unidos, la escena obligatoria de la ducha en el motel, el momento creepy, la famosa charla entre padre e hijo y, por supuesto, la infaltable chica despampanante en la Ferrari. Y, como si todo esto fuera poco, también está el blondo Chris Hemsworth como el tío Stone, cuya aparición en bóxer es para los anales de la historia de la comedia americana. Vacaciones satisface y hace reír a carcajadas. Repite la estructura de las anteriores y su humor incorrecto pero no se queda en eso y aporta lo suyo, con situaciones adaptadas a los tiempos que corren. Los personajes son queribles y ninguno está de más, todos hacen su aporte para que el filme dirigido por John Francis Daley y Jonathan M. Goldstein no decaiga nunca. La utilización de las canciones destacan por su sincronismo y armonía (por ejemplo cuando suena Summer Breeze, de Seals and Croft, en el momento “chico conoce a chica”). A la famosa frase que dice que lo que importa es el viaje y no el destino, acá se la da vuelta: lo que importa es el destino, ya que el viaje siempre es una mala experiencia para los personajes. Lo importante es llegar a destino cueste lo que cueste, porque es ahí donde está la felicidad.
Una cuestión de fe El gran pequeño es un melodrama más preocupado por hacer llorar al espectador que por su historia Si se le preguntase a un director norteamericano qué es el cine, seguramente la primera respuesta sería la que dio Samuel Fuller en Pierrot, el loco (Jean-Luc Godard, 1965), cuando después de compararlo con un campo de batalla termina diciendo que el cine es emoción. Ahora bien, Alejandro Monteverde, director de El gran pequeño, parece haberse tomado muy a pecho esta definición, ya que se concentra demasiado en las emociones y descuida el cine propiamente dicho. La historia es sencilla: en un pueblito de California, un niño vive feliz en compañía de su ídolo máximo, su padre. Todo es maravilloso para el pequeño Pepper Busbee/Little Boy (Jakob Salvati), quien tiene un detalle físico que lo hace objeto de burla de los niños que lo rodean: es petiso. Un buen día, su hermano mayor (David Henrie) no puede ingresar al ejército para ir a combatir contra los japoneses (por tener pie plano) y es el padre quien tiene que reemplazarlo. La Segunda Guerra Mundial está que arde y la partida de James Busbee (Michael Rapaport) es dolorosa para todos pero sobre todo para Little Boy. Es aquí donde empieza realmente la película, cuando el niño tiene que sobrellevar la ausencia del padre. Triste por la situación, Pepper asiste a una función reveladora del mago Ben-Eagle (Ben Chaplin) en la que aprende que todo es posible si creemos que lo podemos lograr. En el pueblo, a su vez, vive Hashimoto (Cary-Hiroyuki Tagawa), un japonés al que todos marginan por llevar el rostro del enemigo. El único que habla con Hashimoto es el cura del lugar (Tom Wilkinson), quien dice a Little Boy que para que el poder de la fe sea efectivo no debe haber en él el más mínimo rastro de odio, además de entregarle una lista ancestral que tiene que cumplir a rajatabla si quiere que su padre vuelva con vida. Se podría decir que el filme tiene tres etapas: primero, la vida del niño con su padre antes de que este parta a la guerra. Después, lo que podría considerarse la etapa de la fe y el aprendizaje. Por último, una especie de realidad distinta a la primera, influenciada por la segunda etapa. El problema de El gran pequeño es que Monteverde está más preocupado por hacer llorar al espectador que por hacer cine. Busca las lágrimas con golpes bajos rastreros y busca el milagro a toda costa, porque lo milagroso en este tipo de películas es una convención que permite regresar a una verdad original, que acá en vez de verdad es sólo un mensaje de perogrullo, un lugar común de melodrama sensiblero, perteneciente a un cine que ya debería ser sepultado.
Ciudades de papel, basada en la exitosa novela de John Green, es un buen retrato de la amistad adolescente. "Todos nos merecemos un milagro”, dice la voz en off de Quentin (Nat Wolff) para introducirnos en Ciudades de papel, la nueva película basada en un best seller de John Green, autor de la exitosa novela Bajo la misma estrella, llevada al cine en 2014 y acompañada del mismo éxito que el libro. Acá el asunto también huele a espíritu adolescente y el milagro que le sucede a Quentin es el del amor. La niña Margo Roth Spiegelman llega al barrio a vivir justo enfrente de su casa. Quentin se enamora y no tardan en hacerse amigos inseparables. Hasta que llegan a la adolescencia y un buen día Margo (Cara Delevingne), después de vengarse de un exnovio con ayuda de “Q”, desaparece súbitamente. Uno de los temas principales del género coming-of-age es el fin de una etapa y el aprendizaje que conlleva la misma. Esto permite ubicar a las historias, en la mayoría de los casos, en el último año de la secundaria, lo que da pie al baile de graduación y su consiguiente problema: conseguir a esa chica o a ese chico que no los haga quedar como perdedores solitarios y, en lo posible, que los haga perder la virginidad antes de cumplir la mayoría de edad. El fin de la secundaria no sólo significa tener que irse del pueblo para estudiar en la universidad sino también separarse de los amigos. Por eso todas las películas de adolescentes son sobre la amistad, sobre esas primeras amistades que marcan a fuego. Y es ahí donde Ciudades de papel se hace fuerte, en la relación de ese trío que conforman Quentin, Ben (Austin Abrams) y Radar (Justice Smith), al que se le agregan la novia de Radar (Jaz Sinclair) y la hermosa Lacey (Halston Sage). Los cinco emprenden el típico viaje aventurero en busca de Margo, viaje que funciona también, y tan bien, como un viaje interior (fortaleciendo los lazos que los unen). Así, la película dirigida por Jake Schreier se vuelve una road movie intimista de adolescentes, que recorre las convenciones del género de manera digna y fresca, con momentos tímidamente emotivos (la secuencia de Ben orinando en el auto es un verdadero logro). También destaca la banda sonora, que encaja muy bien cuando los adolescentes están juntos. La gran falla está sin dudas en no haberle dado más protagonismo a Cara Delevingne, y en haberle asignado un personaje poco querible (quizás si le daban el papel de Halston Sage hubiera sido un golazo). Cara es carismática y especial como Margo. Pero, al contrario del personaje, Cara es una mujer imposible de odiar. A pesar de esto, lo positivo de Ciudades de papel es que sirve como una puerta de entrada al género para las nuevas generaciones.
Te deja sin habla: flojo debut de “Locos sueltos en el zoo” La comedia argentina tiene un pobrísimo lenguaje cinematográfico. Lo mejor que le puede pasar a Locos sueltos en el zoo es que las críticas la coronen con una estrellita. La calificación más baja hasta podría jugarle a favor. Quizás dentro de 20 años sea recordada como “la ‘peli’ mala de los animales que hablan”, uno de los mayores desastres de Argentina Sono Film, productora y distribuidora que ha sabido dar algunos de los peores títulos del cine argentino (lo más grave es que además viene respaldada por Telefe, la compañía Disney, Ideas del Sur y, aunque resulte incomprensible, el Incaa). "Locos sueltos en el Zoo" y el volantazo de Disi y cía: ahora van por los chicos El argumento sale de taco: Gregorio (Alberto Fernández de Rosa), el viejo guardián del zoológico, decide retirarse del trabajo que tanto ama. Es él quien enseñó a los animales a hablar. Su gran amigo Alfredo (Emilio Disi) y director del lugar lo despide con mucha tristeza. El problema surge cuando un mafioso, interpretado por Alejandro Müller, le dice a Alejandro (Matías Alé), otro mafioso pero de menor rango, que le consiga animales grandes para llevar a Las Vegas y montar un gran negocio. Es aquí cuando entran en escena los detectives Bielsa (Pachu Peña y Waldo), contratados por Alejandro para que roben del zoológico algún animal del tamaño que pide el jefe. Cuando los Bielsa descubren que el gorila habla, se dan cuenta de que el negocio puede ser más que millonario. Lo que sigue es el intento por sacar al gran simio de su jaula, con los típicos cameos de figuras ya gastadas de la televisión nacional: Marley comiendo bichos, Gladys Florimonte en el papel de la nueva guardiana, Fabián Gianola y Luciana Salazar como la pareja que le da el toque romántico a la historia, Nazareno Móttola a cargo del humor físico, Karina Jelinek como… Karina Jelinek, y La Niña Loly en un personaje que parece un androide a medio terminar. Locos sueltos en el zoo tiene un paupérrimo lenguaje cinematográfico. Por ejemplo, cada vez que su director Luis Barros tiene que presentar el interior de un edificio lo hace con un plano de la fachada (¿sabrá Barros lo que es un plano?). Todo es de manual, pero mal usado. Peor aún, no solo es pobre en lenguaje cinematográfico sino en lenguaje (los animales dicen todo el tiempo: “¿Y ese? Y este, ¿qué onda?”). No se sabe muy bien en qué momento el cine popular se bastardeó, no se sabe cuándo empezó a ser mal interpretado y a bajar el nivel. Si actualmente hay gente que entiende por cine popular este tipo de productos es que en algún momento se hicieron mal las cosas. En épocas de vacaciones, los cines necesitan recuperar el verdadero cine popular y llenar las salas con animales que hablen, pero como el perro de Jean-Luc Godard en su última película estrenada.
Dos torpes en apuros Socios por accidente 2 confirma la dudosa regla que dice que las segundas partes nunca son buenas. Si la primera era aceptable, se debía a que en ella se vislumbraba un intento por hacer del cine de género nacional algo digno de ver. Lamentablemente, en esta nueva entrega desaparece por completo todo lo que en aquélla había de esperanzador. Después de un año de la primera historia, Rody (Peter Alfonso), agente secreto suspendido de Interpol, vuelve a aparecer en la vida de Matías (José María Listorti), el reconocido traductor de ruso. Esta vez, su objetivo es salvarlo para que no explote (literalmente), ya que unos terroristas lo quieren utilizar como hombre bomba para atentar contra la vida del primer ministro de Rusia (Mario Pasik), que llega al país (a La Rioja) a reforzar las relaciones diplomáticas. Matías sigue viviendo con Rocío (Lourdes Mansilla), su hija de 15 años, y con un nuevo personaje, su joven novia llamada Jessi (Luz Cipriota). La tarea de Rody consistirá en prevenir y evitar el atentado y tratar de que Matías elimine de su organismo la bomba que le hacen ingerir en un evento (sí, una sofisticada bomba que al tragarse se transforma en el explosivo mortal). Lo que hacen los directores Nicanor Loreti y Fabián Forte (responsables de las películas Diablo y La Corporación, respectivamente) no es ni parodia ni homenaje ni cita, es copiar y pegar a secas. Y ya se sabe que el séptimo arte no consiste en copiar y pegar formas y recursos cinematográficos, lo que se traduciría en un mero plagio. El ralentí, por ejemplo, es algo que se tiene que usar si está justificado, si la película lo requiere, y no pensar primero en la cámara lenta y después en la escena en la que se la pueda utilizar. Y los clisés no tienen que parecer clisés, o al menos nos tenemos que olvidar que lo son (ni hablar de las marcas y publicidades, que aparecen del modo más burdo). Es indiscutible que la comedia consiste casi exclusivamente en hacer divertir al público, sin importar demasiado la reflexión intelectual, pero eso no quiere decir que haya que caer en el chiste fácil con tal de provocar la risa. Por último, no se puede dejar de mencionar uno de los problemas principales de Socios por accidente 2: el registro televisivo que tienen incorporado Alfonso y Listorti, que no hace más que transformar la película en un unitario en el que los sketches y gags se dosifican con la intención de que el producto parezca cine, aunque en el fondo siga teniendo la impronta de la televisión.
Tonta y retonta: pulgares para abajo para lo nuevo de Reese Witherspoon y Sofía Vergara El historial de las buddy movies (películas de amigos) es muy vasto como para explayarse y recorrerlo, aunque es necesario aclarar que dentro de este subgénero hay otros parecidos pero con características bien marcadas. Uno de ellos es el buddy cop, películas en las que dos protagonistas antagónicos, por lo general uno policía y el otro convicto, deben trabajar juntos para atrapar a un criminal, lo que lleva a que se conozcan hasta hacerse amigos (48 horas, de Walter Hill, es el ejemplo más emblemático). Dos locas en fuga es una comedia dirigida por Anne Fletcher y protagonizada por Reese Witherspoon y Sofía Vergara que se inscribe en este último subgénero, aunque no obtiene buenos resultados. Rose Cooper (Witherspoon) es una agente de policía que tiene que custodiar a la esposa de un testigo clave para mandar a prisión a Vicente Cortez (Joaquín Cosio), un capo de un cartel del narcotráfico. La esposa en cuestión es Daniella Riva (Vergara), una latina voluptuosa y de carácter fuerte que tiene una gran debilidad por los zapatos cotizados en millones de dólares. Juntas tendrán que trasladarse de San Antonio a Dallas, donde se llevará a cabo el juicio. Pero las cosas no salen como lo habían planeado porque antes de emprender el viaje se arma un tiroteo que las obliga a fugarse para salvar sus respectivos pellejos. Lo que Cooper no sabe es que Riva tiene una secreta misión: vengar la muerte de su hermano, asesinado a sangre fría por el propio Cortez. Dos locas en fuga respeta las reglas y los pasos a seguir del buddy cop, y el viaje en forma de fuga se convierte en una mezcla de western movie con buddy film de mujeres. El sentido de este tipo de películas es que los dos personajes se fusionen hasta convertirse en uno, y aquí yace el problema principal de la película: una de las partes, la interpretada por Vergara, entorpece a la otra, erosionando la consistencia de esa unidad. El detonador es la sobreactuación exasperante de la actriz colombiana, que nunca logra poder reírse de sí misma sin provocar vergüenza ajena (su afán por explotar su latinidad desemboca en una actuación telenovelesca y ridícula). El resto de los personajes tampoco cumplen su función, que consiste en ayudar a las protagonistas principales, en reforzar la trama, potenciarla, dotarla de esa capacidad de sorpresa necesaria para hacer reír. A pesar de todo, la poca química que hay entre las dos es suficiente para lograr que se complementen y que la pareja, de algún modo, funcione. Dos locas en fuga tiene, entre sus escasas virtudes, una simpatía capaz de robar la risa tímida del espectador menos exigente, el que entra a la sala sin más pretensión que la de pasar el rato.
y algo en la nueva película de Cameron Crowe (Casi famosos, Vanilla Sky) que la hace sobresalir del resto de la cartelera. Tiene que ver con sus decisiones, con su actitud atentatoria hacia el espectador. Filme comercial con personalidad, Bajo el mismo cielo desafía al público sin que éste se dé cuenta. Ya desde el principio vemos cómo nos presenta el logo de la 20th Century Fox, remitiéndonos directamente al pasado del cine, a la era dorada del formato analógico, seguido de varias imágenes de hitos de la historia de la humanidad. El argumento es una especie de burla sutil. Brian Gilcrest (Bradley Cooper), el protagonista principal, es un reconocido militar que regresa a Hawai para una misión un tanto confusa. Tiene que negociar el terreno de una tribu de la zona para instalar una base desde la cual se lanzará un satélite para permitir, supuestamente, que muchos lugares del mundo a los que todavía no llegó la tecnología tengan acceso a las telecomunicaciones. Lo que Brian no sabe es que allí vive Tracy, su exmujer (Rachel McAdams), con su nueva familia. A la vida de Brian también entra la capitana Allison Ng (Emma Stone), de la que se enamora aunque no pueda evitar el cariño que aún siente por su exesposa. El triangulo amoroso que se forma da lugar a que la mano maestra de Crowe, que ya no escribe diálogos memorables como en Jerry Maguire, nos regale un par de líneas excelentes. La música siempre jugó un rol importante en la filmografía de Crowe (no olvidemos que, antes de ser director, era periodista de la Rolling Stone). Desde su primera película, las canciones funcionaron como su arma más poderosa. A través de ella, logra dotar a las escenas de grandeza, llenándolas de emoción para que conmuevan. La rareza de Bajo el mismo cielo reside en cómo Crowe inserta elementos que refuerzan una trama de por sí estrambótica y endeble. La música, los primeros planos, la sonrisa fotogénica de las actrices y la participación siempre notable de Bill Murray son sus virtudes y aciertos. A medida que la película avanza, el director va dejando la sensación de que todo se le va de las manos, pero a eso lo remacha con planos perfectos y con el soundtrack mencionado, como si con eso ayudara a levantarla de algunos tropezones.
En Jurassic World: Mundo Jurásico, los dinosaurios vuelven a ser el motor de una gran película de acción y aventuras. Desde los comienzos de su carrera, Steven Spielberg entendió que el cine tenía que ser entretenimiento o no ser nada. Y así fundó, junto a su amigo George Lucas, el blockbuster (películas pochocleras) tal como lo conocemos hoy. Le hizo alineado y balanceado a un camión psicópata que se manejaba solo; luego se fue a pescar y nos trajo un escualo voraz cuyas mandíbulas masticaron el suspense patentado por Hitchcock hasta triturarlo. Después vinieron los extraterrestres y su tributo al sci-fi clase B que tanto supo ver en su infancia, seguido de la puesta en pantalla de las aventuras del arqueólogo mata-nazis y su saga; y finalmente creó a las criaturas prehistóricas de grandes ojos que van desde las más tiernas a las más agresivas: los dinosaurios. Pero Spielberg tiene también toda una carrera como productor ejecutivo y la nueva Mundo jurásico –cuarta entrega de la saga- es su último y grandioso producto. Poco más de 20 años después de la apertura del mítico parque de diversiones ubicado en la isla de Nubar, Costa Rica, Jurassic World reabre las puertas para que sus monstruos vuelvan a pisar fuerte la taquilla y el corazón del espectador nostalgioso. Esta vez redobló la apuesta. Los chicos y los grandes ya no se sorprenden con los dinosaurios, quienes pasaron a ser algo cotidiano. De lo que se trata ahora, para captar la atención y que el negocio pueda reactivarse con más fuerza, es de agrandar, multiplicar, pasar de ocho especies que había en la primera temporada, allá por el año 1992, a 14. Y la única manera de lograrlo es con intervención biotecnológica: experimentar en los laboratorios, crear una especie de dinosaurio que supere a los Velocirráptores y al temido Tiranosaurio Rex. Es así que los científicos del lugar juntan células de muchas especies para darle vida al Indominus Rex, una verdadera máquina de matar: más inteligente, más fuerte, más veloz, más ágil, más malvado. Pero la gente del parque, comandada por Claire (Bryce Dallas Howard), una especie de gerenta general, no tiene mejor idea que criarlo en soledad, aislado, lo que es un peligro tremendo, ya que si el bicho se llega a escapar no va a quedar ni una mosca. Quien se encarga de avisar que lo del Indominus Rex es un peligro alarmante es Owen (Chris Pratt), el galán del filme, un experto en seguridad y entrenador de velocirráptores. Y sí, Indominus se escapa y en su carrera asesina por devorarlo todo transforma a Mundo jurásico en una película de aventuras increíble. Hay por lo menos tres subtramas: la militar, con el grupo que quiere cazar al Indominus Rex; la amorosa, formada por los protagonistas principales (Owen y Claire); y la de los chicos con sus padres a punto de divorciarse que van a pasear por el parque jurásico. Si bien la dirigió Colin Trevorrow, en Mundo jurásico está todo el universo de Spielberg: sus tics, sus movimientos de cámara, las miradas asombradas de sus personajes. La película no da vueltas y avanza. Los dinosaurios no tardan en aparecer y cuando lo hacen son para el deleite del público. La partitura de John WiIliams (suena apenas unos minutos) eriza la piel. Y el duelo final entre Indominus y Tiranosaurio es lo mejor que le pasó al cine en los últimos años. Con cada uno de los pasos desestabilizadores de estas dos bestias, el cine vive, el cine triunfa.
Cada vez que a la cartelera entra una película como Spy: Una espía despistada, el público debería sentirse agradecido. Hoy en día, las buenas comedias escasean en las salas comerciales, en las que se impone un blockbuster serio, políticamente correcto y homogeneizante. Las sagas Bond, James Bond, que se consolidaron cuando la Guerra Fría aún estaba caliente, no sólo dieron a luz a un subgénero bien definido (el de espías y agentes secretos) sino que dieron pie para hacer algo mucho más interesante y placentero: la autoparodia a secas, la ridiculización del modelo original, la burla autoconsciente en versión extraoficial. El esquema 007 es simple: agente secreto fachero y mujeriego tiene como misión imposible infiltrarse en banda criminal para frenar plan maquiavélico que incluye bomba atómica. Pero lo que interesa, tanto en las franquicias originales como en los productos derivados como el que nos ocupa, no es tanto el argumento en sí sino lo que sucede en él. Es así que en Spy, protagonizada por la talentosa Melissa McCarthy y dirigida por el no menos genial Paul Feig (quienes ya trabajaron juntos en anteriores películas), lo que cuenta son los medios y no el fin, el camino y no la llegada: los enredos con mujeres con licencia para infartar y todos los momentos de acción, gags y gajes del oficio. Susan Cooper (McCarthy) es una solterona que trabaja en una oficina de la CIA desde la cual guía, cucaracha audífono mediante, al verdadero especialista en la materia: Bradley Fine (Jude Law), el encargado de satirizar al Bond de la película. Pero debido a un percance que no se puede revelar, Cooper deberá calzarse los guantes de su 007 preferido y convertirse en una impensada agente secreta, con la misión de frenar a una banda de malhechores que quiere activar, ¿adivinen qué? Sí, una bomba nuclear. Lo que viene es un tour de force plagado de chistes políticamente incorrectos para la desaprobación del espectador "progre", y a un ritmo de montaña rusa que recorre varias capitales del mundo (París, Roma, Budapest). Sin duda los dos personajes que se roban la cinta, además de Cooper, son el encarnado por Jason Statham, un agente insoportable y ridículamente fanfarrón, y el interpretado por Peter Serafinowicz, una especie de italiano degenerado con ínfulas de Don Juan. Paul Feig conoce a la perfección los códigos y las convenciones de los distintos géneros que aborda y el resultado es de una libertad y una violencia graciosísimas, donde el humor físico para que se luzca McCarthy (quien se cansa de reírse de sí misma) es la columna vertebral alrededor de la cual se construyen las dos horas que dura el filme.