Según Alfred Hitchcock, el concepto de MacGuffin se refiere a “un rodeo, un truco, una complicidad, lo que se llama un gimmick” (una trampa). El maestro del suspenso decía, además, que el mejor MacGuffin es el más vacío, el más inexistente, el más irrisorio. Algo de esto hay en Tren bala, la nueva película de David Leitch (Atómica, Deadpool 2), protagonizada por Brad Pitt, ya que tiene un MacGuffin insustancial que lleva a unos asesinos a sueldo a tomar el tren bala que viaja de Tokio a Morioka para dar rienda suelta a un continuum de peleas cada vez más violentas. Si bien algunos de los personajes que suben al tren tienen motivos personales para hacerlo, el MacGuffin de la valija con dinero es lo que lleva a Catarina (Brad Pitt) a subir al tren en el que se enfrenta con unos personajes que van de un novio vengativo, interpretado por Bad Bunny, a unos gemelos que no se parecen en nada. Sin embargo, aquí empiezan los problemas, ya que el director no solo no escatima información de los personajes (algo que atenta contra la pureza del MacGuffin), sino que también les dedica flashbacks que subrayan sus motivos. En un momento, hasta le dedica un flashback al recorrido de una botella de agua, algo completamente innecesario porque ya entendimos qué pasa con esa botella. El personaje de Brad Pitt se la pasa pidiendo disculpas cada vez que mata a alguien, lo cual le quita el encanto que tiene que tener una película de acción. Al actor se lo ve en piloto automático, casi como si estuviera haciendo el papel por cuestiones estrictamente económicas, sin divertirse. Y la participación de Bad Bunny es apenas un detalle decorativo, una inclusión oportunista. Leitch apuesta por una cáscara vacía, que no tiene prácticamente nada que se destaque, hundiéndose en largos diálogos sin chispa de personajes desprovistos de carisma. La película es un tren que no conduce a ninguna parte y que descarrila por culpa de una superficialidad anodina, casi tonta. Tren bala pretende ser cool y cómica, pero sus chistes no hacen gracia. Y lo peor es que se da cuenta de que sus chistes no hacen gracia y se queda a vivir en ellos por largos minutos, repitiéndolos hasta el hartazgo. La recurrencia a los cameos sorpresa es otro de los tantos manotazos de ahogado de la película. Y así se la pasa durante dos horas, en un tren que se ve quieto, como si le costara arrancar. Leitch filma muy poco el tren en movimiento (que debería ser el protagonista), y cuando lo filma, lo hace con CGI o cuando llega a alguna estación, nunca en otro momento. Lo que quiere hacer el director es convertir a su película en un gran MacGuffin entretenido, pero no entretiene (salvo por un par de gags). A la película le falta pulso trepidante y generar la adrenalina y el suspenso que pretende alcanzar, y le falta aprovechar a esos personajes que podrían haber logrado un mejor resultado. Tren bala intenta abordar el tema del destino sin lograr que el destino de sus personajes importe. Quiere ser superficial y entretenida, pero es superficial en el sentido que está desprovista de escenas que enganchen al espectador. Aquí la acción se reduce a un atolondramiento de sangre innecesaria que no impresiona a nadie ni aporta nada, y a diálogos interminables e insulsos.
Las animaciones ya no son lo que eran. El ingenio desopilante y la creatividad subversiva de los grandes maestros de la época dorada de los dibujitos (décadas de 1940 y de 1950, con Tex Avery y Chuck Jones a la cabeza) quedaron completamente olvidados por el actual cine apto para todo público, que parece desconocer sus influencias. A pesar de que casi todas las películas de superhéroes e infantiles están hechas como si fueran hamburguesas de una gran cadena de comida chatarra, lo cierto es que aún mantienen subtextos que resultan más interesantes que la historia que se ve a simple vista, a tal punto que es lo único que puede dar pie a una lectura que vaya más allá de lo que muestra la pantalla. Lo que DC Liga de Supermascotas propone entre líneas es tan inocente como arriesgado: una especie de exaltación de las “relaciones tóxicas”, como llama la literatura de autoayuda a las relaciones patológicas. Eso sí, hay que reconocerles a sus directores, Jared Stern y Sam Levine, y a Dwayne Johnson en su rol de productor, el darse cuenta de que las mascotas son el ejemplo perfecto de seres que demandan intensidad afectiva a cada rato. No hay nada más fiel que un perro, pero ellos también quieren el mismo nivel de fidelidad que entregan. Por lo tanto, al ser una animación con personajes que quieren relaciones intensas con sus dueños, es también una animación sobre los celos, ya que cuando la devolución afectiva no llega con el mismo grado de cariño, la estabilidad emocional del animal cae en prolongados llantos al ritmo de Bad Blood, de Taylor Swift. Eso es lo que sucede con Krypto, el perro de Superman, quien está con el superhéroe desde que a este lo mandaron a la Tierra para salvarlo de la destrucción de su planeta. Superman y Krypto crecieron juntos y son amigos inseparables, pero cuando la periodista Loise Lane aparece en la vida de Clark Kent, el perro se muere de celos porque su amo empieza a dedicarle más tiempo a su amada. Si bien DC Liga de Supermascotas tiene la típica trama de las películas de superhéroes, en el fondo, la historia gira alrededor de la disputa amorosa central, que se expande hasta contagiar al resto de los personajes, quienes también van a luchar por obtener el amor inquebrantable de un dueño. Sin embargo, los planes malvados de Lex Luthor (quien tiene unos conejillos de Indias en su laboratorio, entre los que se encuentra su enamorada Lulu) consisten en obtener la kryptonita naranja para vencer a la Liga de la Justicia (integrada por Superman, Batman, Aquaman, Flash, Cyborg, Linterna Verde y la Mujer Maravilla). Pero la kryptonita naranja da poder a las mascotas, y es así como Lulu se convierte en una supervillana. Las mascotas que acompañan a Krypto son un acierto, ya que en ellas se concentra la poca inventiva y se despliegan los gags más efectivos. El equipo de supermascotas está integrado por PB (una cerda que se agranda y se achica), Merton (una tortuga veloz y miope), Chip (una ardilla con poderes eléctricos) y Ace (el sabueso que se convierte en el perro de Batman). La película funciona gracias a los momentos cómico-dramáticos y a la química que se genera entre los animales del bando de los buenos. Es más de lo mismo, pero lo que dice solapadamente es un riesgo interesante.
Muchas veces se cree que el cine es lo que se ve en la superficie, lo técnico, lo formal, sin advertir que el cine también es darse cuenta de quién tiene que tomar la palabra para decir lo que se cree que es la verdad. Es decir, el cine también es saber elegir el punto de vista desde el que tiene que estar narrada la película. Elvis, la biopic de Baz Luhrmann sobre el rey del rock and roll, es de esas películas que lo tienen todo para ser una obra maestra: despliegue técnico arrollador, edición frenética, fotografía perfecta, vestuario deslumbrante y una banda de sonido emotiva y contagiosa. Luhrmann tiene experiencia en el manejo visual, sabe cómo tienen que lucir sus planos y sus personajes, y entiende el espectáculo como un atuendo extravagante con mucha brillantina, porque quiere que sus imágenes resplandezcan con belleza decorativa. Pero la película falla al ponerse del lado del villano, el Coronel Tom Parker, interpretado por un correcto Tom Hanks. No se sabe qué mató a Elvis Presley en la vida real, lo que sí se sabe es que en la película, durante sus excesivos 160 minutos, Luhrmann muestra quién lo condujo a la muerte. La actuación de Austin Butler como Elvis es un acierto, ya que el profesionalismo histriónico del actor logra transmitir algo de la personalidad del ícono de Misisipi, aunque Luhrmann le corta las alas a cada rato. Cuando Parker le dice a Elvis que tiene que elegir entre la política o el espectáculo, Elvis elige la política, aunque Parker lo obliga a elegir el espectáculo para seguir facturando sin tener consecuencias legales. Por lo tanto, la película también elige el espectáculo frívolo que quiere Parker en vez de la rebeldía comprometida de Elvis. Elvis se da cuenta de que la música negra es lo que lo apasiona, ya que se crió rodeado de afrodescendientes que la tenían clara en materia de swing. De joven queda impactado cuando los ve tocar la guitarra, cantar y bailar, entre quienes se encuentran Little Richard, B. B. King y Mahalia Jackson. Elvis siente esa música en el cuerpo y no puede evitar hacer esos movimientos obscenos (para la época) arriba del escenario. Sin embargo, en vez de asumir la veta desobediente y rocanrolera del personaje, o en vez de darle más importancia a la versión de B. B. King (quien tira la posta sobre el representante de Elvis), Luhrmann decide continuar la historia desde el punto de vista de Parker, quien viene de la feria de fenómenos, en la que aprendió el arte del engaño y la estafa. El origen de Parker siempre fue un misterio, y esto queda claro en la película. También se muestra la relación con la madre de Elvis, Gladys (Helen Thomson), cuya temprana muerte lo marca para siempre. Y cuando conoce al amor de su vida, Priscilla (Olivia DeJonge), con quien se casa. Luhrmann nos quiere hacer creer que Parker y Elvis son lo mismo, pero nos muestra con lujo de detalles que no lo son. Quiere hacernos creer que lo que mató a Elvis fue el amor a su público, pero durante toda la película muestra lo contrario, es decir, que el amor a su público era lo que le daba vida. Luhrmann se empecina en mostrar cómo destruyen a su personaje principal, cómo le chupan la sangre, sin darle la posibilidad de que se redima, de que hago algo para demostrar que su vida merecía otro destino.
Qué bien le hizo Taika Waititi a las películas de Thor, qué bien le sienta ese humor juguetón y esa puesta en escena plagada de efectos especiales inverosímiles. Qué bien le hizo también a la saga del Dios Trueno estar protagonizada por Chris Hemsworth, el blondo musculoso con más presencia del universo Marvel. Y qué grande el cine norteamericano, que siempre deja claro qué es lo importante. Thor: amor y trueno es la segunda película del personaje que dirige Taika Waititi (también dirigió la anterior, Thor: Ragnarok) y nuevamente apuesta por un entretenimiento descontracturante, en el que se toma plena conciencia de su función lúdica y del público al que tiene que dirigirse: los niños. Son los niños los verdaderos protagonistas de Thor: amor y trueno, como si Waititi nos dijera que no hay que olvidarse de jugar, pero sin olvidarse de priorizar algunos valores esenciales. Una de las tantas cosas interesantes de la película es que funciona como un relato oral, contado a la orilla de un fogón por el más viejo de la tribu a un grupo de niños ávidos de escuchar aventuras del hijo de Odín, el dios del martillo poderoso de Asgard. Y lo que cuenta es cómo nace Thor para luego narrar lo que le sucede en el presente, cuando se lo ve un poco triste, intentando superar a su exnovia Jane Foster. Otro elemento destacable, y que es un regocijo melómano para los más grandes, es el homenaje a Guns N’ Roses. La acertada utilización de sus canciones es una vuelta al corazón rockero de la década de 1990, detalle que sin dudas nos está diciendo algo, como si se tratara de recuperar algunos principios que se perdieron a partir de ahí. La película arranca con un prólogo extraordinario. Gorr (Christian Bale) está a punto de perder a su hija (interpretada por India Hemsworth, hija de Chris) y le pide a su dios Rapu (Jonny Brugh) que la salve. Cuando Gorr ingresa al paraíso de Rapu, le pide recompensa eterna por haber confiado en él, lo que provoca la risa burlona de Rapu y el odio vengativo de Gorr, quien después de matar a su dios quiere llegar a Eternidad, esa entidad cósmica que concede un deseo al primero que la descubre, para pedir por la muerte de todos los dioses. Una vez presentado el villano, interpretado de manera apabullante por Bale, la película vuelve a Thor. Primero, hay una presentación de los guardianes de la galaxia, a quienes despide rápidamente para hacer frente a Gorr en compañía de la guerrera Valquiria (Tessa Thompson) y de Korg (voz de Waititi). En eso aparece Jane (Natalie Portman), el viejo amor de Thor, quien tiene poco tiempo de vida. La presentación de Jane convertida en Poderosa Thor es un logro de Waititi. El personaje de Portman es indispensable para entender el sentido de la historia. Luego van a pedirle ayuda a un bizarro Zeus (Russell Crowe), en un momento en el que tiran un par de chistes que distan mucho de la corrección política reinante. Eso, los elementos políticamente correctos están más para cumplir con la cuota obligatoria que como elementos necesarios de la trama. La película cuenta con escenas de acción que respetan los cómics en los que está basada, logrando una acción más de trazo grueso, más para niños y para decir que lo que importa es lo que está en el centro del relato: la necesidad de los dioses, la importancia del amor y lo fundamental que es la figura paterna.
La proliferación de dibujitos animados en tiempos de vacaciones de invierno es un clásico de las salas comerciales. Son muchas las animaciones que desfilan como propuesta para los más chicos en el mes de julio, y más este año, que trae algunos estrenos atrasados por la pandemia, como es el caso de la nueva entrega de la saga de Mi villano favorito, Minions: nace un villano, que se iba a estrenar en julio de 2020. La clave del éxito del dibujito producido por Illumination Entertainment, que tiene como personajes principales a las ya icónicas cápsulas humanoides de color amarillo vestidas con jardineros y gafas grandes, es fácil de explicar y de entender: las películas son muy graciosas porque sus personajes lo son. El humor de los minions es tan elemental y efectivo como el que supo tener el cine en sus comienzos, cuando estaba desprovisto de palabras y la comedia física era su fuerte. Los minions no hablan, balbucean, y esa característica es lo que más gracia hace, además de las desopilantes situaciones por las que atraviesan mientras acompañan a Gru, su villano favorito, lo que les da la posibilidad de desplegar innumerables gags y travesuras hilarantes. Minions: nace un villano es la secuela de Minions (2015) y la precuela de las tres entregas de Mi villano favorito (2010, 2013 y 2017). La película dirigida por Kyle Balda, Brad Ableson y Jonathan del Val cuenta el origen de Gru, es decir, la vida del personaje de nariz ganchuda antes de que se convierta en el malvado que todos conocemos. Para eso, la película se remonta a la década de 1970, cuando un preadolescente Gru sueña con ser el villano más grande del mundo. Entre música disco y personajes afro, al mejor estilo del blaxploitation, se abre paso Vicio6, un grupo de supervillanos, liderado por Wild Knuckles, que busca la Piedra del Zodíaco para poder hacer sus maldades y atacar a la Liga Antivillanos en la noche del Año Nuevo Chino. Mientras tanto, Gru manda una carta a los integrantes de Vicio6, de quienes es fanático, para que lo acepten en una convocatoria secreta para cubrir una vacante. Vicio6 le da la entrevista a Gru, pero no lo acepta debido a su corta edad. La decisión de Belle Bottom, la nueva líder del grupo después de dejar afuera a Wild Knuckles cuando este encuentra la Piedra del Zodiaco en una isla, lleva a Gru a robarles el objeto mágico que lucen como trofeo. A partir de ahí, la trama se va a dividir en dos subtramas, una que tiene a Gru y a sus minions (con Kevin, Stuart, Bob y Otto a la cabeza) escapando de los supervillanos que los persiguen para recuperar la piedra, y otra que tiene a Knuckles persiguiendo a Gru por el mismo motivo, subtrama que muestra, además, cómo se va construyendo la amistad entre el viejo Wild y Gru. Quizás esto la perjudica un poco, ya que por momentos la película se olvida de algunos personajes. Las historias siempre estuvieron contadas por los superhéroes, dejando en un segundo plano la voz de los supervillanos. La inversión del punto de vista es la fórmula que explota la saga de los Minions. Los chistes entran como balas infalibles gracias a la motricidad torpe de las criaturas amarillas. Y el hecho de dar rienda suelta a la villanía más inocente lleva a que todo sea una fiesta de gags para todo público.
Nacida del cuento homónimo de Joe Hill (hijo de Stephen King), El teléfono negro es un efectivo y, por momentos, terrorífico compendio del universo del escritor estrella de Maine, como si el hijo no tuviera más remedio que reescribir una y otra vez las historias y los tópicos abordados por el padre, esa bestia ubicua del género. Quizás Scott Derrickson, director de El exorcismo de Emily Rose (2005), de Sinister (2012) y de Doctor Strange: Hechicero Supremo (2016), sea el indicado para poner en escena el imaginario macabro de los King. Y si a esto le agregamos el respaldo de la productora Blumhouse y la participación de Ethan Hawke en el papel del villano, todo está servido para que la película se convierta en un nuevo hito del terror contemporáneo. Sin embargo, hay algo que no convence en El teléfono negro, algo que falla y que lleva a que la película se vaya desinflando a medida que avanza, hasta culminar con un tropiezo (literal) que quiebra por completo la verosimilitud que había mantenido hasta ese momento. Si en una película de terror su antagonista muestra demasiada debilidad, todo se viene abajo, por más que tenga buena fotografía, buena música y buenas actuaciones. El villano tiene que aterrar, ser casi invencible (o al menos difícil de vencer), y no un elemento más de la trama. Derrickson desaprovecha a su villano, no le da la suficiente maldad para que aterre de verdad. Finney (Mason Thames) es un niño de 13 años que vive con su padre (Jeremy Davies) y con su hermana menor Gwen (Madeleine McGraw) en una casa de barrio de clase media baja en Denver, año 1978. La madre se suicidó por tener la capacidad de soñar cosas que luego se hacían realidad, don (o castigo) que heredó la hija. El padre, sumido en el alcohol, trata de cuidarlos y de contenerlos, aunque a veces se le va la mano con alguna reprimenda. Finney sufre el bullying constate de sus compañeros de grado. Pero pronto lo empieza a ayudar un nuevo amigo, Robin (Miguel Cazarez Mora), quien sabe pelear y quien pone en su lugar a los compañeros que se hacen los malos. Mientras tanto, en el pueblo desaparecen niños, secuestrados por un tipo con la cara pintada que maneja una furgoneta negra, con globos del mismo color en el interior del vehículo (la referencia a It es inevitable). Cuando desaparece Robin, Finney queda desprotegido. Hasta que le llega el turno a él, a quien “el Raptor” lleva a un sótano en el que hay un misterioso teléfono negro, por el que Finney se puede comunicar con las anteriores víctimas del monstruo enmascarado (la máscara del personaje de Hawke es un acierto espeluznante). La alegoría del bullying y cómo hay que enfrentarlo queda clara. A partir de allí, la película entra en una alternancia entre el terror onírico y el terror más realista, que intenta recordar a las cintas de la década de 1970, sobre todo por el tono vintage de la fotografía y por la cautelosa construcción de la atmósfera y del suspenso. Con simples recursos narrativos (como un corte o una elipsis), Derrickson aprovecha la sugerencia sin maltratar al espectador con subrayados groseros. Pero la película no llega a ser del todo perturbadora, ya que no se adentra en la maldad del “Raptor”. Lo que finalmente la salva es que funciona como una especie de cuento de hadas terrorífico que no sólo dice que los monstruos viven a la vuelta de la esquina, sino que se los puede vencer.
La lectura más inmediata que se puede hacer de Todo en todas partes al mismo tiempo es que se trata sobre lo difícil que es para una madre aceptar que su hija tenga novia. Evelyn Wang, interpretada por Michelle Yeoh (El tigre y el dragón), pertenece a una generación (y a una cultura) en la que las relaciones del mismo sexo son un problema que puede desencadenar un desorden propio de la ciencia ficción, en la que el caos multiversal funciona como el efecto de una noticia difícil de procesar. De ahí que en la película escrita y dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert, más conocidos como “los Daniels”, se monte un espectáculo de realidades paralelas como un modo juguetón de representar la fractura interna de Evelyn, el quiebre que sufre esta pobre mujer que trabaja en una lavandería con su esposo Waymond (Ke Huy Quan), del que está a punto de divorciarse, cuando su hija adolescente Joy (Stephanie Hsu) llega con su novia y se la presenta. A pesar de que todo lo que vemos en sus casi dos horas y media está inspirado en otras películas que abordan las vidas paralelas o los multiversos, los Daniels se las arreglan para ser ingeniosos con elementos tan disparatados como efectivos, que provocan la carcajada del espectador por lo absurda que son sus escenas y por lo bizarras que son las situaciones que se generan entre los personajes. Quien entra en escena también es la gran Jamie Lee Curtis, en un papel que no aporta demasiado, pero que suma un par de gags estrafalarios. Los Daniels ponen en juego toda su inventiva para llevar adelante una historia que parece compleja, pero cuyo trasfondo es tan claro y sencillo como el amor de una madre hacia su hija. La metáfora con las preferencias sexuales de la joven es el centro simbólico de la película. Por ejemplo, hay una rosquilla gigante en la que Joy quiere ingresar y su madre lo impide a la fuerza, como si le dijera: “No, no es por ahí”. Lo mismo pasa con los personajes que intentan sentarse en consoladores en el medio de una pelea al mejor estilo “kung-fu”, mientras Evelyn les aparta los objetos para que no se los introduzcan, como si todo se tratara de una constante pelea de Evelyn contra la homosexualidad de quienes la rodean. La película se divide en tres partes. En la primera, titulada “Todo”, vemos cómo el marido la lleva a Evelyn a hablar con una extraña mujer para que apure los papeles del divorcio, excusa que le sirve a Waymond para explicarle a su mujer la cuestión de las muchas vidas que está viviendo en universos paralelos. A partir de allí, la película deriva en ese caos físico y mental que implica estar en un multiverso, pero siempre manteniendo el tema central, con sus antagonistas (madre e hija) que se enfrentan en batallas descabelladas e hilarantes. La segunda parte, titulada “En todas partes”, es la que más aprovechan los Daniels para experimentar con distintas variantes de un humor plagado de referencias pop y sexuales. Y en la tercera parte, titulada “Al mismo tiempo”, los directores hacen un cierre con reminiscencias de Frank Capra para darle un tono de comedia familiar en clave fantástica. En Todo en todas partes al mismo tiempo, los Daniels orquestan un multiverso con mucha parafernalia para decir que una hija vale más que cualquier moda ideológica, que cualquier sensibilidad del momento, que cualquier corrección política. El cine norteamericano, más que conservador, siempre fue humanista.
La saga de los dinosaurios inaugurada con Jurassic Park en 1993 (película dirigida por Steven Spielberg a partir de un best seller de Michael Crichton) es de ese tipo de espectáculo que puede continuar con todas las entregas que quiera porque siempre es un entretenimiento rendidor para el público amante del cine en pantalla grande. Dirija quien dirija, y por más que estén llenas de altibajos, las películas del parque jurásico posibilitan el despliegue total del arte cinematográfico, dando lugar a que los efectos visuales hagan realidad cosas tan improbables como que tengamos que convivir con esos enormes animales que habitaron la Tierra hace millones de años. Jurassic World: Dominio, sexta entrega de la franquicia y tercera parte de la segunda etapa iniciada con Jurassic World en 2015, retoma los hechos de Jurassic World: El reino caído (2018) y se ubica cuatro años después de la destrucción de Isla Nublar, cuando los dinosaurios quedaron sueltos y dejaron la incógnita de qué pasará ahora que son los nuevos viejos integrantes del planeta. Con el elenco estable encabezado por Chris Pratt y Bryce Dallas Howard, acompañados por los protagonistas de la saga original como Laura Dern y Sam Neill, cuyos personajes se reencuentran después de muchos años, y la participación de Jeff Goldblum como Ian Malcolm, la película vuelve a plantear temas tan importantes como actuales. El laboratorio Biosyn, liderado por Lewis Dodgson (Campbell Scott), realiza experimentos con ADN de dinosaurio en langostas con el fin de encontrar la cura a muchas enfermedades. Pero lejos de alcanzar los resultados deseados, los experimentos generan una invasión de estos insectos (ahora más grandes que lo normal) y la consecuente baja de maíz y trigo en los campos, lo que puede llevar a una hambruna mundial, entre otros peligros para el medio ambiente. Por otra parte, que los animales prehistóricos estén en cautiverio en el valle donde se encuentra el laboratorio, y otro tanto ande libre por el mundo, genera todo un mercado negro, lo que lleva a la película a una zona nunca antes explorada, con recovecos subterráneos en varias partes del mundo y antros de mala muerte en los que se venden a los animales como mercancías de mucho valor. Colin Trevorrow vuelve a la dirección (dirigió la primera Jurassic World), después de cederle el mando a J. A. Bayona en El reino caído, para dotar a la película de la mística que supo tener la trilogía original y del sentido de la aventura marca registrada de Spielberg (quien acá hace de productor ejecutivo), con secuencias que son un prodigio de la acción a máxima velocidad. La subtrama con Maisie (Isabella Sermon), la niña clonada, también es algo que suma porque es quien se va a complementar con Beta, la hija de la velocirraptor Blue, nacida casi de la misma manera experimental que Maisie. En la historia resuena un mensaje que nos dice que habrá que acostumbrarse a convivir con la amenaza de la naturaleza, porque nada se podrá hacer si no controlamos la ambición de poder. Es decir, es una película de ciencia ficción, ya que plantea la posibilidad de una sociedad que puede existir si se dan determinadas condiciones. Es cierto que la película tiene resoluciones mecánicas y que le falta profundidad en el tema que plantea y más consistencia en el desarrollo de los personajes. Sin embargo, Trevorrow retoma la esencia de la franquicia con un manejo de la narración que no distrae un segundo, además de dejar planteadas ciertas cuestiones del estado del mundo actual.
Si bien no hace falta decir que a Top Gun: Maverick hay que verla en cine, no está de más recordarlo. La secuela de la icónica película de 1986, protagonizada por Tom Cruise, tiene la vena de lo cinematográfico en estado puro. Es imposible disfrutarla en pantalla chica. De hecho, fue su protagonista quien salió a decir que a la película hay que verla en una sala de cine. Lo que hace el equipo detrás de esta nueva Top Gun es admirable y emocionante. Con Cruise a la cabeza y Joseph Kosinski en la dirección, la película logra sumergir al espectador en su trama trepidante. Es tan buena que cuando los créditos anuncian el final, el público se encuentra extasiado y contagiado de la adrenalina de las escenas que acaba de ver. La película tiene una primera hora que está al servicio del fan, respetando fórmulas del género y procedimientos modélicos como si estuviera calentando los motores de la nave voladora en la que se convertirá. Kosinski presenta a su estrella principal y nos retrotrae de una bofetada nostálgica al pasado de Maverick, haciendo uso de flashbacks, de fotos y de diálogos para refrescarnos la película anterior. Luego se presenta a los integrantes de la nueva élite de pilotos, y Kosinski aprovecha una situación de distensión en un bar para mostrar los sentimientos de algunos de ellos, sobre todo de Rooster (Miles Teller), el hijo de Goose, el compañero y amigo de Maverick fallecido en la película de 1986. Rooster no quedó bien, y Maverick tendrá una segunda oportunidad para no sentirse culpable por la muerte de su amigo. Después de 35 años, los oficiales de la Marina de Estados Unidos llaman a Maverick para que sea el entrenador de la nueva élite de pilotos, llamada “Top Gun”, ya que tienen que cumplir con una misión arriesgada y peligrosa. Maverick se entusiasma y quiere ser el capitán del equipo, respaldado por su viejo rival y amigo Iceman, interpretado por un conmovedor Val Kilmer, quien debido a su imposibilidad para hablar tiene que recurrir a la comunicación escrita (aunque gracias a la magia del cine, logra finalmente emitir unas palabras que le sacan el primer lagrimón al espectador). De este modo, el homenaje a la vieja Top Gun queda sellado con escenas cargadas de nostalgia. Sin embargo, hay quienes se oponen a la idea de que Maverick se involucre en la misión. Por ejemplo, el personaje de Jon Hamm, Cyclone, rechaza la participación de Maverick, pero el personaje es tan rico en matices que nunca llega a ser un odioso de trazo grueso, sino más bien alguien con corazón, como los personajes de Charles Parnell y Bashir Salahuddin, que se emocionan con cada logro de los pilotos. Y el personaje de Jennifer Connelly le da el toque romántico a la historia, con un cierre que refuta cualquier interpretación ambigua. Si bien la película recurre a soluciones propias del género, en los últimos 40 minutos levanta vuelo y se concentra en una película de aviones diseñados para el combate. Top Gun: Maverick empieza como una película anclada en el pasado y termina como una apabullante película de acción de naves supersónicas. Dedicada a la memoria de Tony Scott (director de la de 1986), Top Gun: Maverick hace hincapié en el equipo, en la camaradería, en la amistad. Maverick es el padre presente de una generación huérfana, a la que ayuda para que sus integrantes puedan constituirse como verdaderos hombres. Top Gun: Maverick cree en los grandes valores, en sus personajes, en la historia que cuenta y, sobre todo, en el cine.
Nicolas Cage ha logrado hacer de su persona un personaje con entidad propia, casi como si hubiera desaparecido para darle paso a la figura cinematográfica. Al igual que Peter Sellers, Nicolas Cage también ha logrado erradicar cualquier atisbo de privacidad. Es un personaje del cine, una ficción que cobra existencia en la pantalla. La prueba de que es más un personaje que un actor es El peso del talento, su nueva película, en la que se interpreta a sí mismo. Es decir, en la película dirigida por Tom Gormican, Nicolas Cage hace de Nicolas Cage, y esa es la singularidad de la película, la rara sensación que produce ver al actor haciendo de él mismo. Sin embargo, si a la película le sacamos esta singularidad actoral, tiene muy poco para ofrecer, ya que en ese juego metaficcional se intenta desarrollar una trama de comedia de secuestros que puede llegar a aburrir al público que no esté familiarizado con el actor/personaje principal. Las referencias y las citas que se hacen de las películas de Cage son bastante limitadas, sobre todo si se tiene en cuenta la extensa filmografía del actor. También fracasa un poco en su intento de ser una película cinéfila, ya que se queda solamente en la mención de un par de clásicos de la historia del cine (El gabinete del doctor Caligari) y de un capricho más reciente (Paddington 2). Quien acompaña a Cage es Pedro Pascal, en el papel de un pseudomafioso que se hace amigo íntimo y con quien comparte los momentos de acción más graciosos. Es Javi (Pascal) quien lo acompaña en la aventura de rescatar tanto a la hija del actor como a la hija de un importante político de España, secuestradas por un mafioso cercano (Paco León). Nick Cage vive el declive de su carrera y quiere su próximo papel, pero las productoras consideran que ya está pasado de moda. En su familia tampoco la está pasando bien, ya que su hija adolescente (Lily Sheen) está cansada de que le hable todo el tiempo de él mismo y la obligue a ver películas de hace 100 años. Y su mujer (Sharon Horgan) trata de decirle que su hija necesita un padre y no un actor obsesionado con el personaje. Lo inesperado surge cuando su amigo Richard (Neil Patrick Harris) lo obliga a aceptar un millón de dólares para asistir al cumpleaños de Javi, quien dice ser un fan del actor. Pero cuando Nick llega a la casa del admirador, la CIA lo intercepta para que los ayude a atraparlo, ya que Javi no es quien aparenta ser. La película se guarda algunos cameos y tiene una narración que por momentos se estanca un poco, aunque siempre logra salir con pasos de comedia efectivos. Mitad autoparódica y mitad en serio, El peso del talento es sobre un actor que se homenajea así mismo en el tramo final de su carrera, y al que no le importan los papeles que puedan ofrecerle ni la calidad de las películas en las que pueda actuar. Si bien El peso del talento no está a la altura del personaje que homenajea, es una película amena y divertida, que se deja ver gracias al carisma y a la voluntad arrolladora de su protagonista.