Tras su estreno la semana pasada, era número puesto que El buen amigo gigante de Steven Spielberg sería la perlita de las vacaciones invernales, pero no era esperable que la distancia con los nuevos tanques (en términos de calidad, claro, no de números finales) fuese tan grande. La vida secreta de tus mascotas, la apuesta de animación de la semana, es el último invento de Chris Renaud, creador de los Minions. Nada, ni siquiera el corto de Stuart, Kevin y compañía que se proyecta antes de cada función, podría asociar al humor absurdo y slapdash de Mi villano favorito con la discreta simpleza del nuevo film. Cuando los dueños salen a trabajar, el perro Max (voz de Louis C.K.) y sus amigos mascotas tienen por costumbre salir a pasear por Manhattan. Max se agarra un entripado el día que su dueña aparece con Duke (Eric Stonestreet), un perro más grande y ventajero, si bien torpe, que quiere ganar el favoritismo hogareño pero no le da el piné (en la versión doblada, su voz la hace el comediante Campi). Pronto Max domina la situación, cuando durante otro paseo resultan secuestrados por la banda de Snowball (Kevin Hart), un conejo desquiciado, probablemente inspirado (aunque más light) en Blue, el conejo heroinómano de Fritz the Cat (Ralph Bakshi sobre el cómic de George Crumb, 1972). Snowball y su pandilla son una suerte de cruzados contra el yugo humano; en cambio Max, el protagonista, aboga por la sumisión. Si existe un segundo mensaje, como en la brillante Zootopia, es un mensaje conservador. Pero La vida secreta de tus mascotas no es Zootopia, ni mucho menos Toy Story, film del que extrae la idea de “autonomía en ausencia del amo”. Es apenas un largo prolijo, cándido y escaso de dinámica, envasado al vacío y con salida directa al público infantil; dos escalones por encima de Baby TV.
Debe ser una cuestión personal, lo sé, pero estoy convencido de que los héroes, leyendas y relatos pertenecen a su propio tiempo. Todo manotazo al pasado es un manotazo de ahogado, y aun cuando Iron Man, Batman, o el Spider Man de hace diez años hayan llenado los bolsillos de varios, sus recreaciones son embutidos artísticos, impotentes al momento de ocultar la costura. Ahora mismo en las redes la gente empieza a mostrar nostalgia por el Batman de Adam West, por el pop, el camp, las malas de pin-up, y porque no hay nada más antisistema que una batibarriga. Y lo mismo ocurre con Tarzán. Tarzán era el Johnny Weissmüller que veía mi viejo en las matiné de los cines de Avellaneda, o el Ron Ely larguirucho, flaco y de pecho algo hundido (hoy no pasaría la prueba de extra) que yo veía en Sábados de súper acción. O el dibujito hecho a las trompadas en los ‘80, donde el hombre mono se reía como un Guasón hinchado de esteroides. Aclaro: no tengo nada contra el flamante Tarzán sueco de Alexander Skarsgård, que previamente hizo a un vampiro vikingo muy verosímil en la serie True Blood. Las chicas morirán cuando Alex haga un strip a lo Golden (bué, de la cintura para arriba) para un mano a mano contra un gorila sacado. La Jane que hace Margot Robbie tampoco defrauda, para que los muchachos no dejen a sus novias de a pie. Pero la cuestión de fondo, lo importante, es que la idea resulta rancia. Hoy el único superhéroe posible al modo clásico es el superhéroe retirado. La concepción del súper hombre, solo contra el resto del mundo, parece vintage; por eso Watchmen es tan interesante, y por eso su adaptación al cine es la única que resulta, más que convincente, contemporánea. En ese sentido, La leyenda de Tarzán elude en apariencia el makeover del cine contemporáneo. A diferencia de muchos héroes recauchutados (en particular, el Batman de Christopher Nolan), el Tarzán de David Yates, director y casi dueño de la franquicia de Harry Potter, no tiene una vida reinventada; el espectador no asiste, una vez más, al nacimiento del mito. Aún más: en su primera escena, Tarzán ya fue y vino del África. Ahora es John Clayton, de la dinastía Greystoke, y una comitiva anglo-belga trata de convencerlo en Londres para regresar al Congo y supervisar las tareas humanitarias del rey Leopoldo. Clayton/Greystoke/Tarzán olfatea algo raro, pero el emisario americano George Washington Williams (Samuel L. Jackson) lo persuade y ambos viajan junto a una Jane que en el Congo no se embarrará las manos ni tocará una liana. La invitación es una carnada. El mercenario Leon Rom (Christoph Waltz) busca diamantes para levantar el default del rey belga con las potencias europeas, y una tribu le ofrece la cantera madre a cambio de la cabeza del hombre mono (una subtrama con deficitario trabajo de guion). Junto a la actuación de Waltz, esta especie de inversión de la lógica colonialista es casi lo único rescatable de la película. Por lo demás, Tarzán y Jane son filólogos que hablan dialectos congoleños con fluidez, rápidos y letales como ninjas, y tienen una relación con la tribu amiga que parece Fitzcarraldo filmada por Terrence Malick en un mal viaje de ácido. El pobre Samuel hace lo que puede (y se le nota el cansancio). Los gorilas, la especie a la que Tarzán debe su crianza, son criaturas en CGI fieras y violentas, como filtradas por accidente del pendrive rechazado para otra Planeta de los simios o King Kong. O sea, Edgar Rice Burroughs se retuerce en su tumba.
Adaptación de una novela de Roald Dahl, El buen amigo gigante es un ejemplo de híbrido entre animación y actores reales y una de las realizaciones más logradas de Steven Spielberg, que se sigue superando a los 69 años. El director vuelve a colaborar con el británico Mark Rylance (Puente de espías), para crear a BFG, el Big Friendly Giant o buen amigo gigante, así apodado por la pequeña Sophie (Ruby Barnhill) tras ser manoteada de su bow window en un barrio londinense. Sophie despierta en la casa de BFG, localizada en un desierto a la inglesa, y mientras BFG demuestra ser amigable, también resulta ser el enano de una tierra de gigantes, seres realmente grandes y fieros, cuya dieta consiste esencialmente en seres humanos. Mientras BFG oculta a Sophie, nace entre ellos una gran amistad de cuentos, algo que Spielberg traslada a la perfección a la pantalla. Notable entre tantas maravillas es la labor principal de BFG, que consiste en capturar sueños de una laguna para luego inocularlos a niños de los suburbios mediante una peculiar trompeta. En su corazón, la película parece una mezcla de las historias de Neil Gaiman con las animaciones de Harry Harryhausen, pero es mucho más, y no faltan demostraciones bélicas tan caras a Spielberg. En forma, sentimiento y guión, imperdible.
El actor y director Paul Feig entró por la puerta grande de la comedia dramática con Bridesmaids (2011), acerca de un grupo de mujeres que se pelean por ser la mejor amiga de la novia, y esta revisión de Ghostbusters (1984), definitivo clásico ochentoso, repite la fórmula del elenco femenino (y a dos actrices, Kristen Wiig y Melissa McCarthy). Pero su carta ganadora es cómo homenajea a los 80, sin recurrir a atajos de guión como flashbacks o (peor aún) la ambientación de época: Erin Gilbert (Wiig), Abby Yates (McCarthy) y Jillian Holtzmann (Kate McKinnon) no solo son distintas (la flaca Erin, la gordita Abby, la nerd Jillian) sino que al elenco se agrega la negra Patty Tolan (la notable Leslie Jones), con lo que se respeta el hipócrita all-inclusive de los 80. Hay algo más, ¿herencia del film de horror It Follows, en 2014?, y es que si bien el film se siente moderno es al mismo tiempo atemporal. Ese termómetro lo marca la ausencia de celulares. Los personajes se comunican por teléfonos de línea, y se mezclan laptops con los voluminosos radiograbadores de la era dorada del hip hop, junto a los aparatosos mecanismos vintage para cazar fantasmas. Y como colofón, Nueva York se muestra con placer y orgullo, como nunca más volvió a ocurrir desde los ’80. Lo bueno es que el cóctel va sobre rieles, lo mismo que el humor, incluso partiendo de situaciones slapstick algo inocentes para el cine de hoy. Las cuatro actrices no son ajenas al humor y Chris Hemsworth, como el galán torpe que asiste al grupo, demuestra que en el fondo es un gran comediante. Pero la trama es demasiado floja para sostener el artificio. Cuando el antihéroe que convoca a todos los fantasmas se convierte en el icónico fantasmita tamaño Godzilla y ataca Times Square, la película cae en un absurdo y pasa de la buena idea inicial a ser otro tanque de la semana.
Escrita y dirigida por su creador, James DeMonaco, la tercera parte de La noche de la expiación introduce pocos elementos respecto de la idea original, pero esta es suficientemente buena para resistir secuelas y se alimenta de las actuales circunstancias en la política norteamericana. En un futuro distópico, los Estados Unidos son gobernados por una casta, Los Nuevos Padres Fundadores que, además de representar los aspectos más clasistas, racistas e intolerantes, sostiene una filosofía de reducción poblacional (la misma que abonan “filántropos” como Bill Gates) y tiene su propia solución: una vez al año, durante 12 horas los ciudadanos están legalmente validados para matar cuanto y como deseen. La idea es que un ciudadano sacado es un ciudadano manso durante el resto del año. Claro que las doce horas arrancan a las 24, para hacer la carnicería nocturna tan slasher sangriento como de terror a la antigua. El año de la elección ocurre en momentos en que una candidata presidencial quiere acabar con la purga. Por eso, antes de que la senadora Charlene Roan (E. Mitchell, la rubia “milf” de Lost) ocupe el sillón de George Washington, la elite de Padres Fundadores prepara una purga en la puerta de su casa, con neonazis, banderas confederadas, chicas católicas con motosierras y rusos vestidos de Lincoln (un Halloween que se fue de mambo). Roan, alerta, contrata al ex policía Leo Barnes (Frank Grillo) para armar un equipo defensivo y sobrevivir las 12 horas. La tercera parte no tiene el efecto sorpresa de la primera, con Ethan Hawke, pero abundan escenas de buen suspenso y la idea se justifica con este escandaloso año electoral. Eso sí, por favor, que no haya cuarta.
François Cluzet es uno de los tipos más reales del cine francés. Hijo de un canillita, llamado por la vocación al ver a Jacques Brel en El hombre de la Mancha, Cluzet trabajó para directores como Claude Chabrol y Claire Denis, siempre con la capacidad de llegar a la audiencia como un hombre creíble. En este caso, Cluzet es Jean-Pierre Werner, un médico rural a quien diagnostican un tumor cerebral. En tales circunstancias, su supervisor le asigna a una asistente más joven y con menos experiencia, Nathalie Delezia (Marianne Denicourt), que despierta en Werner los clásicos síntomas de intolerancia ante un compañero novato. También previsiblemente, Nathalie siente atracción por el doctor maduro, pero la coquetería de Werner le impide blanquear su delicada situación, y en consecuencia mostrar sentimientos. Afín al prototipo del actor, las escenas de casos clínicos rurales (o lo que para Francia sería rural) tienen un enorme poder de realidad: se muestran llagas, suturas y pacientes con un pie en el otro lado representados por actores que no están mucho mejor. Si bien juega a seguro, la película tiene pinceladas. Tras un accidente de Werner, Nathalie lee de espaldas al doctor unas radiografías en el cuarto de revelado. En ese cuarto hay muchísima insinuación, alusiones y un magnífico poder simbólico del director Thomas Lilti.
Agazapado, el campesino ve una figura yaciendo bajo la ladera. Desciende ágilmente, toma en brazos al extraño cuerpo y lo lleva para su morada. A partir de entonces, Lucas (Lucas Schell) ha introducido un elemento extraño en la comarca a la que pertenece, el prototipo de colonia alemana que varó en Entre Ríos o Misiones casi un siglo atrás, con los rasgos de origen inalterables. La chica (Ailín Salas) llega en momentos cruciales, mientras el pasto se seca y el ganado se muere, por una helada tan inexplicable como su llegada. A excepción de Salas, la chica misteriosa, de aura mística, que genera incógnita y esperanza en los campos de los hermanos Lell, todos los personajes están interpretados por actores no profesionales. Y sin embargo, la naturalidad de las actuaciones está a contramano de la naturaleza del enigma: claramente, algo extraño pasa, aunque parece contradecirlo el carácter apacible de los colonos y la bella fotografía de Soledad Rodríguez. Con aires a Teorema de Pasolini y Luz silenciosa del mexicano Carlos Reygadas, Maximiliano Schonfeld se anima a configurar un film de frágil incertidumbre, donde las cosas son, de tan elípticas, contundentes.
Las bondades de un largometraje suelen dirimirse en sus primeros quince minutos, veinte como mucho, pero La última ola es una anomalía. Versión noruega del norteamericano cine catástrofe, la película toma su tiempo antes de apretar el gatillo, y en este peculiar subgénero de acción, que parece dormitar y cada tanto se despierta como las calamidades de sus relatos, si no se maneja bien el tiempo previo es tiempo muerto. Este es el fracaso parcial del film: Kristian (Kristoffer Joner) es un geólogo que, de entrada, prevé el alud en una cadena montañosa cuyo consecuente tsunami afectará a un pequeño poblado y un resort de lujo. Su jefe no lo toma en serio; su familia, coincidentemente, deberá alojarse en el resort donde, con metáforas del Titanic, habrá de concentrarse el relato. Toda esta previsibilidad para el espectador se recompensa en la segunda parte, con escenas de cine catástrofe verdaderamente sanguíneas, tensión y circunstancias creíbles. La clara superioridad respecto del verosímil norteamericano es el justificativo de La última ola.
Con una ambientación en Los Ángeles de los años ’70, Shane Black retoma la tradición del “cine buddy” que ayudó a consolidar con su guión de Arma mortal (1987); lo hace con un twist paródico, menos saña y más dosis de comedia. El film arranca con un choque de personalidades: el detective Holland Marsh (Ryan Gosling) busca a una chica, Amelia, vinculada al asesinato de la actriz porno Misty Mountain, mientras el detective Jackson Healey (Russell Crowe) trabaja para que nadie la encuentre. Del choque, Marsh sale con un brazo enyesado, y el hecho signa una faceta bufonesca hasta ahora desconocida de Gosling. Como en toda historia pulp, hay algo más organizado y fuerte por encima del crimen y la desaparición, que demanda la alianza de los rivales. Luego, el film cae en lo previsible: persecuciones, explosiones y puñetazos de Crowe en una disco con música ídem. Pero Black mueve un par de hilos con gran pericia. El clima de época recicla clichés con gusto. Hay citas a The Death of a Chinese Bookie, de Cassavetes, y cuando una actriz reaparece con batido afro, Marsh se sorprende como si viviera en 2016. Otro crédito son las acertadas escenas slapstick de Gosling, y la inclusión de Rice como la astuta hija de Marsh. Esas ocurrencias compensan las falencias de un reciclado género.
Duncan Jones, hijo de Bowie, tiene la oportunidad de consagrarse como el nuevo Peter Jackson en esta saga de extracto tolkiano. Adaptación del videojuego Warcraft, la película trata sobre la guerra de orcos y humanos: Gul’dan, jefe de los primeros, consigue dominar el Fel, una magia negra que le permite abrir un portal para invadir Azeroth, planeta donde conviven elfos, enanos y seres humanos de atuendo medieval. Resulta imposible abstraerse de Lord of the Rings, pero Jones elaboró tanto el universo orco que consiguió darle a la película una entidad propia. Los orcos son moles de animación, un ejército de Hulks que además habla un dialecto especialmente diseñado. Y el conflicto interno entre el feroz Gul’dan y el honesto Durotan, que percibe la magia negra y la consecuente fractura en la probidad de su tribu, añade un tinte moral como de leyenda. Del lado humano también aparece un conflicto. Mientras el guerrero Lothar (Travis Fimmel) y el rey Wrynn (Dominic Cooper) traman una resistencia estratégica contra este enemigo formidable, sus esfuerzos se ven boicoteados por el extraño comportamiento del mago Medivh (Ben Foster). Dos personajes secundarios gradualmente se apoderan de la trama: Garona (Paula Patton), una mestiza que ayudará a los humanos, y Khadgar (Ben Schnetzer), un aprendiz de brujo que muestra el costado más frágil y humano, y donde se conserva cierta inocencia esencial a la fantasía de raigambre tolkiana. Es interesante el tratamiento del Fel, cuya magia se nutre de vidas humanas, por lo que Gul’dan acumula campos de prisioneros, estilo Holocausto, a los que chupa la energía. Hay muchas buenas ideas, pero la película no las desarrolla, quizá por reservarlas para el resto de la trilogía. Ese recorte se percibe y deja con gusto a poco.