La tradicional historia de Cenicienta tiene un giro aún más dramático en un reciente best seller contemporáneo. En Yo antes de ti, adaptación de la exitosa novela de Jojo Moyes, Louisa (Emilia Clarke, conocida por el público de Games of Thrones) es contratada por un matrimonio millonario para cuidar a su hijo cuadripléjico. El muchacho en cuestión es Will (Sam Claflin), un playboy de 31 años que vivió la buena vida, en parajes exóticos, rodeado de lindas chicas y practicando deportes extremos, hasta que un desafortunado accidente lo dejó en silla de ruedas. La distancia con el ayer es tan grande para Will que ha decidido ir directo a la eutanasia, y es la misión de los padres (Charles Dance y Janet McTeer, los únicos actores de peso en el reparto), y luego la de Louisa, hacerlo cambiar de parecer. El guión hace pendular a Louisa entre su enamoramiento de Will y su parodia de noviazgo con un torpe y narcisista entrenador físico. Pero Clarke posee un candor de dulce de leche poco creíble para la hazaña de levantar el peso muerto en Will. Tanto los momentos dramáticos como los de comedia resultan forzados, y malogran lo que en papel resulta una interesante idea.
Adaptación de tres historias de la Nobel canadiense Alice Munro, el vigésimo film de Almodóvar iba a tener como protagonista a Juliet Henderson en Vancouver, pero el manchego arrugó y jugó de local en la seguridad madrileña: una pena, porque su debut angloparlante lo hubiera forzado a soltar el rimbombante camp para focalizarse en una historia de naturaleza ascética. Lo almodovariano surge de entrada, con un aparente telón rojo carmesí que referencia a Hable con ella, y cuyas ondulaciones resultan los movimientos de la blusa de Julieta. Grandinetti como Lorenzo, marido de la protagonista, es otra referencia al exitoso film de 2003 que refuerza la estrategia de conexiones, externas e internas, usadas por Almodóvar para amplificar el secreto de la protagonista. En el rubio de Julieta (Suárez) hay más referencias, tintes de Kim Novak en Vértigo, y la alusión hitchcockiana es un indicio del misterio de la mujer, que se desarrolla dentro del film con una implosión de escritos y flashbacks. A punto de partir a Portugal con Lorenzo, Julieta descubre que tiene asuntos irresueltos en Madrid donde, al visitar su viejo departamento, la memoria la devuelve treinta años atrás, y la película se abre como una serpentina. La joven Julieta (Adriana Ugarte) conoce en un tren a Xoan (Daniel Grao), queda embarazada y da a luz a Antía (representada por dos actrices, lo que muestra las capas del film). Pero en el medio queda enredada en la complicada vida de Xoan, que acababa de perder a su esposa y no escatimaba en amantes. En el rol de Lorenzo como espía de su mujer se objetiva una ventana, la curiosidad del espectador. El misterio de Julieta tarda en revelarse; hay cosas de La piel que habito como de Hable con ella. Es un Almodóvar ambicioso y no lineal, que, aunque placentero, se mueve mejor en su elemento de labios carnosos y tacones lejanos.
Hija de padres separados, Sara es una niña preadolescente que está entrando en todos los conflictos típicos de la edad, a los que se suma el trato especial que le dispensan las autoridades del colegio, preocupadas porque crece en el hogar de su madre Paula y su pareja lesbiana. Nada en Sara hace pensar que haya conflictos, a ese respecto; tanto ella como su hermana Cata tienen una relación maravillosa con Paula y Lía. Pero su padre está a la caza del menor conflicto para reclamar la tenencia de sus hijas, y la ocasión se presta tras una fiesta bulliciosa, en la que Sara intuye no haber sido tomada en cuenta. La directora, Pepa San Martín, filma de manera notable el modo en que Sara se siente desplazada, su incomodidad interna, apenas expresada, hasta ser objeto de una guerra entre los padres. Lo atractivo y lo verdaderamente logrado del film pasa por presentar la historia con total naturalidad, en locaciones apacibles y hasta confortables de un suburbio paquete en Viña del Mar. Rara es una grata sorpresa del cine chileno.
Siguiendo el rumbo de comedia light marcado, con rotundo éxito comercial, por Le prenom, ahora llega otra adaptación de matriz teatral que flaco honor hace a la prestigiosa fama del cine francés. Max (Richard Berry, también director) es un bon vivant que vive en un lujoso piso parisino, meticulosamente arreglado, con un equipo hi fi y prácticamente amueblado con discos de vinilo. Como es habitual, los viernes tiene allí su cita al estilo “los machos” con dos amigos, Paul (Daniel Auteuil), casado y con dos hijos, y Simon (Thierry Lhermitte), un donjuán más adinerado que Max, pero casado con una bomba rubia veinte años menor. El conflicto arranca con la llegada demorada de Simon, que acaba de asesinar a su rubia Estelle por infiel, y queda noqueado tras ingerir una sobredosis de barbitúricos. Lo que sigue es un debate entre los dos amigos, sobre denunciar el hecho o no, sobre la vida que lleva cada uno y, pese a alguna perlita actoral de Auteuil, todo ocurre en el almidonado estilo teatral de Le prenom, como una francoparlante versión de los enlatados de Guillermo Bredeston y Nora Cárpena. Como los balbuceos del dormido Simon, hay momentos en que la película da síntomas de querer despertar, pero siempre cae en monólogos altisonantes, como si el cine fuera un tablado sin micrófonos. No hay siquiera un solo remate ingenioso, aunque los actores, siempre sobreactuando, excitados, terminan cada soliloquio con un silencio, como esperando el festejo de una inexistente claque.
James Wan logra hacernos creer que las casas embrujadas, las posesiones y los crucifijos invertidos siguen siendo tan terroríficos como en la época de El exorcista. Aún más, ignorando la maldición que pende sobre las segundas partes, Wan, 43 años después del clásico de Friedkin, diseñó a la secuela de El conjuro como una recreación del duelo más demoníaco de la historia. Los Warren, Ed y Lorraine (Patrick Wilson y Vera Farmiga), son ahora una pareja de cazafantasmas; su atuendo semeja en mucho al de pastores protestantes y viajan, cual misioneros, desde su Amityville sobrenatural al más mundano pero tanto más gótico Enfield, norte de Londres. Es 1977; al llegar los recibe “London Calling” (un error cronológico, ya que el tema es de 1979) y se dirigen al hogar de Peggy Hodgson (Frances O’Connor), cuya hija menor Janet (Madison Wolfe) muestra linda-blairismos varios, como objetos de su dormitorio que se mueven o un ser diabólico que habla por su garganta. Más allá de aciertos y desaciertos en la trama (el equipo de guionistas es notable en los efectos sorpresa, pero alarga un poco la narración), Wan sabe que nada es más horroroso que un rostro, y viste a su demonio de monja con una máscara de teatro kabuki. La historia sigue siendo la misma, pero el director toca los nervios adecuados y revive en el horror algo primitivo, efectivo como un desnudo rock’n’roll.
Las ficciones sobre venganza tienen esa mezcla de bronca y elaboración que, desde una obra esencial como El conde de Montecristo, dejan un regusto a cierta sordidez, real como la vida misma. El cine moderno reparó en tal solemnidad y dotó a las épicas revanchistas de cinismo y humor (ver Kill Bill). La australiana El poder de la moda es consecuencia de ese estilo; sin el humor de los primeros 45 minutos sería una especie de culebrón inclasificable. Adaptación de un best seller, con guión de P.J. Hogan (El casamiento de Muriel) y su mujer Jocelyn Moorhouse, directora, el film, ambientado en los ’50, muestra a Tilly Dunnage (Kate Winslet) de regreso en su pueblo natal, un caserío rural del desierto australiano que semeja a un decorado de western, con Winslet como una versión sofisticada de Sharon Stone en Rápida y mortal. Tilly vuelve para vengarse de un hecho de su infancia, un infortunio que le valió su destierro y la exclusión de su madre (brillante e hilarante Judy Davis) al rol de paria, y cuyo origen se va develando con el remanido recurso del flashback. Pero antes de ejecutar su venganza tiene que ganarse al pueblo, y saca a relucir sus dotes de costurera para vestir a las mujeres, víboras y arpías como las enemigas de Laura Ingalls. Aparte de su madre, sus aliados son el policía del pueblo (un delirante personaje inclinado al travestismo, personificado de manera fantástica por Hugo Weaving) y Teddy (Liam Hemsworth), el galán del elenco, cuyo rol es cómico de tan estereotipado. Moorhouse acierta al parodiar el estereotipo y vestir de diosas a los cachivaches del pueblo, y eleva la apuesta con certeras citas a Macbeth, pero el film da mil vueltas antes de hallar un final a la altura del comienzo: cae sin necesidad en el melodrama y una confusión que empaña tan buena propuesta.
Si la adaptación fílmica de la comedia francesa Le prenom se quedó corta, aquí está la versión italiana, que recrea los mismos escenarios, las mismas situaciones y un par de, digamos, innovaciones. Pero no son muchas, ni relevantes. Por empezar, la tensión del grupo de amigos reunidos en una cena, que arranca con la discusión acerca del nombre que tendrá el bebé de Paolo (Alessandro Gassman), se matiza con imágenes de los mismos en la adolescencia, e incorpora a los hijos de Sandro (Luigi Lo Cascio) y Betta (Valeria Golino), la pareja anfitriona. La adición parece un exceso a la italiana, innecesario, pero el protagonismo del hijo de Vittorio Gassman remite un poco a La familia de Ettore Scola, y las intenciones de alejarse de la versión francesa, demasiado teatral, entregando un producto más fílmico, se agradecen en primera instancia. El problema es la redundancia. En la versión original, el nombre que produce urticaria es Adolfo; en esta, Benito. Para rematar tamaña obviedad, los personajes lucen estereotipados, y se pierde la oportunidad de ver a grandes intérpretes como Lo Cascio o el propio Gassman.
Sandu Patrascu (Teodor Corban) es el prototipo del hombre común. Juguetón con su perro Jerry, intenta ser un padre ejemplar y con su mujer, Olga (Oxana Moravec), trabaja como agente de licencias de manejo. Bien intencionado tanto en su rol de padre como de ciudadano, un día, subiendo las escaleras hacia su departamento, escucha en el primer piso una violenta discusión entre la vecina del primero y el vecino del segundo. Al día siguiente se entera de que la chica está muerta y un policía lo visita para interrogarlo. Sandu se hace el tonto, prefiere no mencionar el incidente con Vali (Iulian Postelnicu), su vecino del segundo, para no generarle un conflicto a su familia. Pero la conciencia de Sandu tiene un rol invisible, lo perturba por las noches y lo subleva cada vez que Vali, misteriosa o perversamente, trata de interferir en su vida familiar. El cine rumano se especializa en esta clase de thriller, sin efectos dramáticos ni la parquedad del cine de autor, con un efecto similar al que consiguió Ana Katz con Mi amiga del parque. Incómoda e irresoluta de principio a fin, El vecino es una de las muestras más refinadas de esta tensión de la cotidianeidad.
Hay algo espectral y casi espeluznante en esta cinta. Il solengo, “el solitario” en italiano, es un tal Mario de Marcella, un espectro al que no se verá durante el film pero será recordado de diversa manera por un grupo de parroquianos, habitantes de un pueblito montañés situado en las afueras de Roma. Alguno se reirá, otro hablará de un enigma absoluto, pero nadie hará sentir (y aquí está la fuerza del documental) la irrelevancia de Mario de Marcella, pese a su total anonimato. Y todos se refieren a él como a un ser feroz, un loco, un ermitaño a quien mejor no cruzarse (hay referencias de otros, igualmente anónimos, que tuvieron el tupé de gastarle una broma, y la terminaron pasando mal). En un ambiente pastoril, poblado de seres casi brutales, de aquellos que cazan y comen lo que cazan, el aislamiento de Mario resulta casi lógico y su retrato es magnético y elusivo, como una pintura de Van Gogh.
Adaptación de una novela del siglo XIX del portugués Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa fue la penúltima realización del genial realizador chileno Raúl Ruiz, y quizá su obra más ambiciosa. Inicialmente serie para televisión, en 2011 Ruiz pudo editarla como largometraje, algo por lo que el mundo cinéfilo estará eternamente agradecido. Son cuatro horas y media y la ambientación, decimonónica, con flashbacks y flash-forwards, puede disuadir al espectador más predispuesto; pero enseguida la ficción de época se transforma en una odisea de tintes surrealistas, con efectos visuales y narrativos inusuales para el género. No alcanza con decir que el film es inclasificable: Ruiz está claramente en la cima de su genio como cineasta, y todos sus experimentos formales de los 70s y 80s se vuelcan en pro de la narración, en un film que deja huellas imborrables en la memoria de su público. Todo empieza con los recuerdos de João, en primera persona y en off, desde su crianza en un convento de Lisboa hasta el descubrimiento de su madre, que acude a verlo en su lecho, enfermo, y lo alude en su verdadero nombre, Pedro. Cautiva de un tirano conde, la madre clama por recuperar a su hijo, a lo que ayudará el honrado padre Dinis. La trama seguirá en otras ciudades, guiada por cinco o seis voces de narradores distintos, y los personajes cambiarán de identidad, generando una narración tempestuosa que jamás cae en una experimentación caprichosa. Aparte de juegos con lentes, de un moderno neoclasicismo, hay escenas memorables: Pedro baila con una muchacha en un gran salón, y sus desplazamientos son fantásticos, como si flotaran rodeados de parejas que a su lado parecen toscas. Será una hipérbole, grande como su duración, pero Misterios de Lisboa es la clase de film que honra al arte, no siempre feliz, cierta vez caratulado de octava maravilla.