Para todos aquellos de más de 40 que crecimos tomando la leche y mirando Heidi a la vuelta de la escuela, con la convicción de que esos Alpes de caligrafía nipona sólo debían existir en un universo paralelo (eso era antes de descubrir a Tolkien, obvio), el recuerdo es de una melancolía siempre al filo de un pico nevado, y de una candidez que la pubertad, con su inminente realismo y sarcasmo, tornará culposa. Heidi fue el primer melodrama (y para muchos el último) de nuestras vidas. La objetividad de la distancia, sin embargo, muestra que la tira animada de Isao Takahata es una versión definitiva y cerrada sobre el clásico texto de Johanna Spyri. Y entonces, es un alivio descubrir que esta reciente adaptación fílmica, de enorme suceso en Suiza, no desanda los logros del animé; más bien reconfigura aquellos atisbos precarios de ternura y desigualdad, de la mano con una visión nada condescendiente de la infancia. Con una magistral sincronía entre guión (Petra Volpe) y dirección (Alain Gsponer), Heidi (Anuk Steffen) y Pedro (Quirin Agrippi) vuelven a dotar de magia a esos Alpes de leyenda, aguardando la frugal pero nutritiva dieta de pan, leche y queso de cabra que prepara el abuelito. El abuelito es Bruno Ganz, el mejor actor del mundo. Y con esa carta ningún film puede fallar.
Alex Ross Perry, rey neoyorquino del mumblecore en su faceta más arty, se aventura en su primera producción destinada a recorrer las salas del mundo –y así lo tenemos por primera vez en nuestro país–. El elenco (y sus criaturas adosadas) es cosa seria. Jason Schwartzman (Rushmore y casi todas las de Wes Anderson) es el ultraneurótico y pedante Philip Lewis Friedman, un escritor con bloqueo permanente; Jonathan Pryce (Brazil) es el consagrado y megalómano Ike Zimmerman, consejero de Philip, a quien intentará, por todos los medios, desestabilizar aún más; Elizabeth Moss (Mad Men) es la batalladora fotógrafa Ashley Kane, novia de Philip, y una de sus víctimas. Completando el cuadro, Eric Bogosian (La radio ataca) pone su superlativa voz de barítono en off para contextualizar la vida de Philip mediante súper literarias y mordaces observaciones escritas por el propio Ross Perry. El director quiso contar el típico cuento de intelectual judío marca NYC con la imperturbable flema del stiff upper lip británico. Y lo logró. O sea, Ross habrá logrado su definitiva entrada al mainstream siempre y cuando uno quiera seguirlo por el amable pero intoxicante circuito ombliguista de su personaje. Con apenas una novela publicada, pero convencido de que esa novela no es para cualquiera, Philip enfrenta su bloqueo de escritor, que lo obstaculiza para el tan necesario segundo opus, y se lleva puestos a todos en el camino. Sólo Zimmerman, su envejecida alma mater, podrá ayudarle a abrirse camino, mientras Ross, voz en off mediante, con todas las señas de conocer demasiado al personaje, despliega comentarios a veces graciosos y a veces redundantes (aunque en la redundancia hay algo de gracia, también). Schwartzman repite como el pedante de Rushmore; de hecho, es el mismo personaje crecido. En suma, un clásico instantáneo para fans del cine de Anderson y Noah Baumbach.
Tras un accidente automovilístico, Pete se pierde en el bosque y encuentra la amistad de un dragón montañés, si tal cosa es posible. En unos indeterminados setenta u ochenta (no existe el celular), en una aldea cercana al hecho, el viejo Meecham (Robert Redford) cuenta historias del dragón, y años después, durante un desmonte, aparece Pete, un niño salvaje, la punta del ovillo para hallar a la criatura. Pero el film de Disney cuenta todo más deshilvanado, no sabe si ir por una cacería tipo King Kong, una fantástica historia de amistad (el dragón tiene un colmillo roto y algún ADN del perro gigante en La historia sin fin), o hacer ambas cosas. Y así lo hace, mete todo y genera cierta irritación por tanta torpeza. Una pena. Disney junta a un chico selvático a la Kipling con un dragón de animación en las Montañas Rocallosas, y hace creer que, por momentos, tal cuadro es posible. No es poca cosa.
La cosa es más o menos así: aparentemente, Superman muere tras batirse con Batman en el film de Zack Snyder. El murciélago está retirado; Ciudad Gótica necesita protección. La agente Viola Davis (Amanda Waller) recluta a un puñado de villanos recluidos en una celda de máxima seguridad, prometiendo reducción de la pena a cambio de un servicio prestado. Así se juntan, entre otros, el francotirador Deadshot (Will Smith), el incendiario Diablo, el lagarto mutante Killer Croc y la psicótica novia del Guasón, Harley Quinn (Margot Robbie), para enfrentar a una diosa exótica, que toma el cuerpo de una agente (Cara Delevingne) para dominar al mundo. Es la X-Men de DC, anémica como toda copia. El promocionado Guasón de Jared Leto aparece en lo que califica como cameos premium, lo mismo que el Batman de Ben Affleck, anunciando que lo fuerte (digamos) estaría por venir. Mucho estampido y pop flúo, pero, en el fondo, el cine quiere emular a las series.
Durante la Segunda Guerra, los habitantes de la isla de Lampedusa temían salir a pescar de noche; los barcos bombardeados parecían fuegos en el mar, y hasta inspiraron una canción popular. Hoy, situada entre África y Cerdeña, Lampedusa es un precario pero codiciado puente para cientos de inmigrantes que huyen del hambre, las dictaduras e ISIS. El documental del italiano Gianfranco Rosi (hombre curtido en festivales) tiene la bondad de situarnos en distintos puntos de la tragedia, no precisamente equidistantes en intensidad. Un médico rescatista realiza la más tierna ecografía a una muchacha rescatada; recién pasados por la aduana, unos juegan al fútbol y otros cantan su lamento del desierto del Sahara. Estas postales, fuertes como documento como por su impacto audiovisual, se contrastan con las andanzas del hijo de un pescador, un pibe que en vez de usar celular se distrae llamando pájaros o agujereando cactus con una gomera. Agudo y sin pretensiones, Rosi logra un cometido que aborda y trasciende lo testimonial.
Es difícil seguirle el rastro a Mathieu Amalric. Desde aquel loco entrañable de Reyes y reinas (2004), el rostro del francés se vio en innumerables películas. Somos una familia es uno de esos casos, y otro más de un cine francés que olvidó las ideas para adoptar un lenguaje que no parece propio. Hombre de negocios en Shangai, Jerome (Amalric) viaja con su novia china a su pueblo natal. Ahí se entera de una orquestación para quitarle a su familia la mansión construida por su padre y que involucra al alcalde, un amigo y la hijastra del padre, una sensual veinteañera que lo seduce. Un guión confuso, con una historia de amor y un Jerome heroico, apenas se sostiene por un Amalric siempre sólido, en su clásico rol de Romeo bienintencionado.
Stefano Accorsi, famoso por su protagónico en la celebrada comedia romántica El último beso, vuelve a las pantallas argentinas en el rol de otro neura desaforado. Basada en hechos reales, la película presenta a Loris (Accorsi) como un ex campeón de automovilismo que el destino llevó al olvido y su descarrilamiento por el bajo fondo de las drogas y mujeres de la calle. Excomulgado de la familia, Loris regresa al morir su padre, otro gran piloto y entrenador; quiere una parte de la herencia, pero lo único que hay es una casa hipotecada, en donde vive su hermana menor, Giulia (Matilda de Angelis), con su hijo y un perro. Giulia es la protagonista moral de la película. También piloto, participa de un campeonato para conseguir dinero, y en un momento se anota en una carrera salvaje, del tipo vale todo, donde se juega la vida por retener la casa. Este punto límite acerca a los hermanos en busca de un bien común. Con buenas escenas automovilísticas y un Accorsi fiable, explosivo pero natural, poniendo a raya la sobreactuación, el film conserva un tono neutro, apenas envolvente, que resulta casi un test sobre cómo mostrar la desesperación italiana sin caer en el grotesco.
Los villanos pasan, la amnesia queda. Ese sería el leitmotiv de la franquicia Bourne, que en su quinto episodio busca revivir la magia mediante el reencuentro de su actor fetiche con el director que maniobró los capítulos dos y tres. Matt Damon hizo suyo al personaje; pese a su formación en la CIA y a su relieve torvo, brutal (un tipo morrudo, con habilidad para las artes marciales y para caer de escaleras usando a otro como colchón), Bourne tiene debilidad por los justos y su eterna búsqueda de identidad lo vuelve un paria. Por su parte, Paul Greengrass se inició filmando docudramas sobre el asesinato de civiles en Irlanda del Norte y crímenes raciales en Londres. Greengrass filma con precisión, la acción se siente real y no existe el pixelado al 90% del cine digital contemporáneo. Sin embargo, la narración se percibe trillada. Tommy Lee Jones baja su potencial para encarnar a Robert Dewey, el director de la CIA. La caza en cadena pasa de Atenas a Berlín, de Londres a Las Vegas. Es todo implacable, cierto, pero nada es creíble. A casi quince años de The Bourne Identity, el mundo es algo peor, y no hay casi distinción entre héroes y villanos.
Siempre se dice que los argentinos somos iguales a los italianos, y esta nueva comedia es para que más de uno se mire al espejo. Checco (el comediante Checco Zalone) es un empleado municipal de 38 años que vive con sus padres y tiene a sus beneficios de “empleo fijo” (vacaciones pagas, aguinaldo, etc.) como un orgullo, algo que arrastra de tradición familiar (como muchos empleados estatales en nuestro país, su padre es un jubilado municipal). Pero a Checco le tiembla el piso cuando aparece un funcionario neoliberal que ofrece “retiros voluntarios” para achicar el Estado. Aconsejado por el político que lo “acomodó”, Checco rechaza toda oferta de indemnización y en reprimenda es trasladado a un remoto puesto en un fiordo noruego, como asistente de tareas ecológicas. Allí, el protagonista no solo descubre formas civilizadas y remotamente distintas a las latinas, sino también a una italiana europeizada de quien se enamora. Aun en condiciones idílicas, Checco se resiste al cambio, a renunciar al empleo fijo, y ahí está la interesante moral, con ecos en nuestras costumbres, de esta discreta comedia italiana.
Competidora en el último Cannes en la categoría Un Certain Regard, esta película islandesa tiene una trama simple exprimida en diversos niveles dramatúrgicos y cinematográficos: buenas locaciones, personajes adorables y una fotografía exquisita. En un valle remoto, donde los pocos pobladores viven de la crianza de carneros, la competencia tradicional por el mejor ejemplar (una Rural en miniatura) despierta la antigua enemistad de dos hermanos. Una noche, a hurtadillas, Gummi (un actor singular, Sigurður Sigurjónsson), el despechado perdedor, entra al establo de Kiddi (Theodor Juliusson) y descubre que su carnero ganador, a la sazón semental, tiene una enfermedad venérea. Alertadas las autoridades, se decreta el sacrificio de todo el ganado del valle. De un modo caricaturesco, Kiddi quiere ajustar cuentas con el más menudo Gummi, quien por las dudas se esconde y oculta a un puñado de carneros en el sótano de la cabaña. Pero la pasión de Kiddi y Gummi por sus animales es tal que hasta parecen mimetizarse. Bella y graciosa, la película de golpe toma un giro dramático, y su final es tan inesperado como deslumbrante. Imperdible.