Y después del frustrado intento (o sabotaje) de Woody Allen con Café Society, Hollywood renace en la frágil elegancia de Emma Stone, en la media sonrisa ganadora de Ryan Gosling. Y La la land es una especie de auto homenaje, cierto, porque está la remake de Rebelde sin causa en el viejo cine Rialto, la ventanita original de Bogey y Bergman en Casablanca, las ubicuas props, los pasitos de baile de Emma y Ryan. Pero en La la land, Hollywood renace como el ave fénix al que sus personajes también aluden, como por azar. Porque la cita y el homenaje están en la misma hechura del film, no se reducen a la cita posmoderna. Obvio, la posmodernidad está muerta; el presente es de acción, simbolizado en una charla de café, cuando Sebastian (Gosling) un pianista de jazz que finalmente encuentra su norte en una banda de rock y soul capitaneada por John Legend (sí, el auténtico, aunque aquí encarna a otro, claro) reprocha a Mia (Stone), una actriz enamorada de la actuación, que ella lo prefiere desorientado, a la deriva, a la par de su (escasa) suerte. Gosling encuentra en Stone a la mejor partenaire desde Michelle Williams en Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010); en aquella tocaba el ukelele, aquí, quizá con mayor destreza, el piano. Con las cuatro estaciones de Los Ángeles y frescos, azarosos encuadres de los estudios, todo eso constituye de por sí un triunfo. Si 7 Globos de Oro parecían demasiado, esperen a lo que deparará la Academia. Hollywood está agradecida, porque La la land es aparte un musical, y la musicalidad se desenvuelve en escenas claves (descontando citas –no necesariamente posmodernas, se insiste– como el Café Parapluie, vecino al trabajo de la francófila Mia, y que remite a Les parapluies de Cherbourg, el famoso musical de Jacques Demy). La primera es la del inicio, cuando un traffic jam en una carretera angelina deriva en que todos los conductores bajen de sus vehículos para bailar y cantar el tema central, y que culmina con el primer torpe encuentro, poco feliz, entre Seb y Mia. La otra es el segundo, no menos feliz, encuentro de los protagonistas. Seb improvisa algo arbitrario al piano en el restaurante que lo contrata; Mia oye la melodía, sube seducida cual roedor de Hamelin y presencia cómo el jefe de Seb lo despide; el pianista, molesto, desoye el elogio de Mia al pasar por su lado –y de paso le propina un accidental codazo–. El director y guionista Damien Chazelle es muy hábil para construir el relato en base a esos desencuentros, tan caros a la tradición hollywoodense pero inoculándolos en el mismo ADN de la historia, de manera que el verosímil de género ya no resulta caricaturesco sino encantador y natural. Un párrafo final para la excelente dirección de Chazelle, que ya había demostrado enorme talento con Whiplash (2014), y aquí alcanza la consagración de su pasión musical aplicada a la pantalla grande, cuyo pináculo es una escena de baile con vista sobre la ciudad de Los Ángeles, de gusto y proyección de clásico, que recuerda a grandes filmes como The Red Shoes, de Powell y Pressburger, o incluso One from the Heart de Coppola. Junto al más prolífico, aunque menos original e incisivo Denis Villeneuve (Prisoners, Sicario, Enemy, Arrival, y ya director asegurado para la secuela de Blade Runner), los francocanadienses, de modo inesperado, están dotando de un nuevo aire a los sets hollywoodenses.
Otra película nacional con buenas locaciones, protagonistas empáticos y el tipo de trama no pasa nada pero está todo bien. El título es apto: Interludio; el pasaje entre una separación y una nueva vida. Y quizá sea eso, la posibilidad de que todo siga bien, los simpáticos y disfuncionales personajes a lo Little Miss Sunshine, lo que hace que la película funcione un poco por encima de otro filme nacional de 70 a 80 minutos simplemente ok. Sofía tiene una rabieta de mil demonios. Acaba de descubrir que su marido es gay, así que hizo las valijas, subió al auto a sus dos hijas y se fue a pasar septiembre en una casi fantasmagórica locación atlántica (los títulos luego acreditan las locaciones en San Bernardo y Mar de las Pampas). Así que Interludio es un poco como los tiempos muertos de Balnearios, de Mariano Llinás (aquellos sin barquilleros ni salas de videojuegos que explotan), pero poblados de personajes estrambóticos. Al parecer, Sofía es la más normal, pero no. Irina está cansada de los bajones y los raptos neura de su madre y traba relación con una chica local; por su parte, Pachi, la más chica (una especie de Chilindrina mansa y juguetona), desconfía de los locales, en especial de dos hermanos gemelos, que ve como extraterrestres. Sofía sueña, y uno de los juegos de la directora, Nadia Benedicto, es entrever cuáles de los sueños son reales. Hay una escena especialmente evocativa de las vacaciones costeras, y ocurre cuando Sofía invita a sus hijas a cenar fuera de casa. Todas coinciden en pedir rabas, pero en el restaurante rabas no hay, y terminan cenando pizza y coca, contentas de todos modos. Simple como suena, ésta es la clase de pequeña anécdota inevitable en cualquier escapada costera, y la simpleza misma con que se retrata mueve nervios especiales. De este tipo de azar, acertado cuando ocurre, se nutre lo mejor del cine argentino independiente.
Hay una reseña ya disponible y maravillosa sobre esta película, escrita por Richard Brody para el New Yorker. La crítica es negativa. Y empieza así: “¿Es posible ayudar a una persona provocándole daño? Platón creía que no; el director David Frankel y el guionista David Loeb opinan que sí”. Hay algo cierto en su posición, pero eso no afecta al buen desarrollo y a la empatía que genera la película, juicios al margen. El argumento es el siguiente. Howard (Will Smith) acaba de perder a su pequeña hija de seis años; es el mayor accionista de una empresa que no va para atrás ni para adelante, y cuando aparece un holding dispuesto a comprarla el resto de los accionistas no puede convencerlo para desprenderse del leviatán. Ellos son Whit (Edward Norton), Claire (Kate Winslet) y Simon (Michael Peña); los tres contratan a un trío de actores (Helen Mirren, Keira Knightley y Jacob Latimore) para acosarlo en la calle y dejarlo verdaderamente sacado en plena Quinta Avenida de New York City, mientras una detective privada filma los episodios y los edita en una especie de compacto de bloopers. Y sí, la idea es desacreditarlo, hacerle perder el control de la compañía a Will, que ciertamente no anda bien, alegando la locura a la que lo llevó la pérdida de su hija. Y aquí aparece el meollo: hay algo cierto en la locura de Howard, ¿pero era necesario humillarlo? La película no queda ahí, por supuesto; es una factura 100% Hollywood y no habrá lastimados. Y es que, pese a todo, y quizá por las grandes actuaciones, en Belleza inesperada hay intermitentes chispazos de grandeza, de bonhomía incluso. Será porque en estos tiempos, cuando nadie espera la moral personificada, la esperanza es más alta. Y en ese sentido, tanto por los diálogos, por el capital actoral como por el debate que abre, en el balance final la película termina convenciendo.
¿Quién quiere más películas sobre zombis? Bueno, evidentemente, los coreanos tienen algo para decir sobre los torpes pero peligrosos muertos vivos, e Invasión Zombie (internacionalmente promocionada como Tren a Busan) cuaja a la perfección con el estereotipo de cine surasiático, con ingredientes morales, familiares y macabro maquillaje. Hija de padres separados, la pequeña Soo-an no recibe suficiente atención de Seok Woo, un exitoso empresario. Tan distanciado está Woo que para el cumpleaños de su hija le regala una consola Wii, ignorando que Soo-an ya tiene una. Lo que la chica quiere como regalo de cumpleaños es un viaje en tren a Busan (qué hay de interesante en Busan, es algo que jamás se explica). Padre e hija suben a un tren súper moderno –una imagen realmente envidiable para este rincón de Latinoamérica– mientras los monitores de cada vagón muestran disturbios en la ciudad (no manteros ni protestas por cortes de luz: zombis). Por supuesto, un zombi se cuela en el tren antes de que arranque; primero, muerde a una azafata y (he aquí una innovación) la chica no tarda tres segundos en poner los ojos en blanco y proceder a morder cual zanahoria al resto de la tripulación. En principio, Woo actúa en soledad, sólo le interesa cuidarse y cuidar a Soo-an, pero luego un musculoso futuro padre le da una lección con su ejemplo: no sólo cuida a su esposa embarazada sino a los demás pasajeros. La película también reproduce la división social a pequeña escala. El clásico ejemplo es High Rise, la novela de JG Ballard que el año pasado llevó al cine el británico Ben Wheatley, sobre un ultra moderno rascacielos donde las clases altas se apropian de los más lujosos pisos superiores, como metáfora social. Aquí, Woo y su musculoso colega deben llegar al primer vagón para salvar a sus familias y a los sobrevivientes, mientras un pequeño grupo de privilegiados resiste a los recién llegados bajo la excusa de un contagio. Esto es lo más logrado de la película, que sin introducir novedades entretiene con buen pulso, zombis moderados (nada de destripamientos) y actuaciones verosímiles.
Aquellos convencidos de que el cine europeo “es lento” hallarán en esta película catalana una prueba irrefutable. Todas las mañanas Julia ensaya chelo en su habitación y recibe a alguien, un alumno, su pareja, su amante –varios años menor que ella–. En el caso de este último, el cuadro se extiende a escenas en la cama, a la insatisfacción de ella, al enojo y los pucheros de él. Julia siente dolores; padece una extraña clase de fibroma que no termina de definirse como aquel enemigo mortal y ella prefiere interpretar, más bien, como cierto estrés vital, un cansancio con neuralgias inmotivado. En algunos aspectos, Julia parece inspirada en Carol White, la hipersensible y paranoide protagonista de Safe encarnada por Julienne Moore; pero las comparaciones con el notable film de Todd Haynes acaban ahí, en el boceto de esa insoportable levedad de ser. Hay amateurismo en la sintaxis del film, en el modo en que se suceden escenas que podrían definirse de (mal) goce lacaniano, mayormente en flashbacks o imágenes de relax en una piscina, que, si bien a veces son interesantes, no tienen un orden causal y por ende no afectan al desarrollo del film. De mala manera, la película tiene un verosímil más real que cinéfilo, lo cual afecta al interés del espectador, más allá de (o sumado a) los denodados esfuerzos en las actuaciones.
Como espectadores, se supone que necesitamos una explicación para todo, y esto ocurre especialmente en el cine de género, en donde las reglas son más rígidas. Hay personajes fantásticos más fuertes que el acero por venir de otro planeta, en el western hay buenos y malos en extremo, en el policial siempre hay un agente corrupto, los zombis reviven por una epidemia, etcétera. ¿Pero qué pasa cuando Anna Fritz resucita porque se le da en gana? Podría ser catalepsia, pero el director mallorquín Héctor Hernández Vicens no pone mucho esfuerzo en explicar por qué pasa lo que pasa. Y en ese desinterés por dar el plato servido a la audiencia está lo interesante y lo bueno del film, aquello que atrapa, sorprende, y sí, deja con las ganas de una explicación. Anna Fritz es una celebridad de figura perfecta, y la película empieza cuando Anna Fritz ya está muerta. Dos reporteros gráficos tienen un amigo en la morgue adonde fue a parar el cadáver de Anna, y con la excusa de pasar a buscarlo para ir a una fiesta lo convencen para pasar a ver el cuerpo de la actriz. En principio iba a ser una sesión fotográfica para un medio amarillento, pero uno de los fotógrafos, al destapar del cuerpo, decide que mejor idea es violar a la occisa. Al fotógrafo se suma Pau, el asistente de la morgue, pero en algún momento Ana despierta del sueño que no era tan eterno. Con la renuencia del segundo reportero gráfico, la duda es qué hacer respecto a la actriz, consciente de su violación; y cuando la decisión es asesinarla empieza un desparejo derrotero de suspenso y acción. Pero no será fácil: ¿Anna es cataléptica, es un vampiro? Pese a actuaciones flojas y a la falta de una atmósfera apropiada, El cadáver de Anna Fritz convence y atrapa hasta los minutos finales.
Terror 5 son cinco historias paralelas, entre bizarras y apocalípticas, que transcurren en una Buenos Aires desangelada, como detenida en el período 2001-2004 (el que va del colapso económico a Cromañón). El inicio es desconcertante: por un lado, se espera el resultado del juicio político al jefe de gobierno y su gabinete, acusados de una tragedia (el arco imaginario va, de nuevo, de Cromañón a Once), por el otro, un adolescente virgen es iniciado en un ritual que consiste en torturar a profesores del secundario (inocultable “préstamo” de Los juegos del hambre, y otro quizá menos evidente a Diario de la guerra del cerdo). El inicio es desalentador, y aún más que los personajes de la segunda historia no reaparecerán en la película. Al menos, la tercera historia es más empática: una parejita entra a un hotel y termina discutiendo con altas dosis de histeria, sin saber que los están filmando. Los que filman venden historias de fuerte contenido sexual a un maquillado al estilo Kiss, que se divierte psicopateando a un gordito virgen (otro), y todo el desmadre culmina con una invasión zombi al Congreso. Pese a las actuaciones de Rafael Ferro, Joaquín Larquier, Walter Cornás y Cecilia Cartasegna, entre otros buenos intérpretes, las historias corales no tienen pie ni cabeza, pero como ocurre con casi todo el terror argentino, marcado a fuego por el colectivo Farsa quince años atrás, al menos no aburre.
Daniel Roché (Daniel Auteuil), director del Fondo Monetario Internacional, es la estrella principal de un nuevo encuentro del G8 en un hotel a las orillas de un paradisíaco hotel, en el sur de Alemania. El encuentro, huelga decirlo, es de esos que deciden los destinos del mundo, pero este tiene algo de particular. Roché convocó a algunos outsiders, entre los que destacan la escritora de cuentos infantiles Claire Seth (Connie Nielsen) y Roberto Salus (Toni Servillo, de La grande bellezza), un curioso y discreto monje de la orden de los palotinos. Una noche, Roché pida la visita de Salus en su habitación, y a la semana siguiente aparece ahorcado. El hecho tiene repercusión internacional y el resto de la estadía en el hotel lujoso tiene la tensión de 10 indiecitos, o casi, porque si bien el número da exacto nadie sospecha de que alguien haya matado al director del FMI, pero sí que Salus, que debió oficiar como confesor esa noche, sabe algo. El siciliano Andò (de Viva la libertá, otro éxito con Servillo) maneja de manera excelente el contraste entre el lujo obsceno de las comitivas con el ascetismo del monje, y aquí es donde Salus aparece como un personaje entrañable (y más de uno imaginará, con diverso grado de acierto, si el personaje está inspirado en nuestro rebelde Francisco). Es cierto, la película es otro tour de forcé hecho a medida para Servillo, pero la trama, de la que Andò es corresponsable, se vuelve intrincada, como un thriller donde el Padre Brown no es el investigador sino el investigado. Otro gran film de Andò y Servillo y un recomendado para el fin de semana.
En aras de promocionar su documental Lo and Behold, el alemán Werner Herzog fue al programa de Conan O’Brian y contó –siempre bajo el teleobjetivo de ilustrar de otro modo la revolución digital, de mostrar que lo que parece natural en realidad no lo es– que existen varias cuentas de Twitter a su nombre cuando él no tiene ninguna. Y remató la ponencia con su conocido y disparatado humor, definiendo a los impostores como “unpaid stooges” (algo así como chiflados ad honorem) ante la risa del auditorio y los cameramen. Buena parte de esa comicidad espontánea se permea en el documental, y tiene su lógica. Después de haber documentado sus peripecias por los polos, cumbres montañosas, volcanes a punto de estallar, y hombres que conviven con osos grises, Herzog ahora se entrevera con el mundo quizá más inhóspito (para él): el virtual. En Lo and Behold hay de todo: un científico que muestra un mueble más parecido a una heladera, con el cual, en 1969, se hizo la primera comunicación virtual (la expresión que usaron, “lo and behold”, da título al film y se traduce como “oh sorpresa”); una familia que recibe un incomprensible acoso por mail tras la muerte de una de sus hijas; un científico que inventó vehículos que se movilizan solos; el rey de los hackers (que pasó tres años tras las rejas), y una comunidad de personas establecidas en un bosque, lo suficientemente alejado de las torres de telefonía celular y Wi Fi, convencida de que las señales las afectan. Estos son algunos de los casos; y todos tienen cara de locos. El documental es variado, entretenido, y da a entender que hay una revolución en marcha de la cual uno ya es escasamente consciente (y de la cual hay renovadas muestras con cada nueva aplicación que surge, minuto a minuto). Quizá lo más interesante son las reflexiones enfáticas, como la de una científica para quien los sueños de establecer una comunidad en Marte (un emprendimiento del que participa Elon Musk, el creador de PayPal, también entrevistado) es un capricho de lunáticos sin ninguna viabilidad (y da pruebas contundentes para que así sea interpretado). Y si bien no existe la tensión de La soufriére o la fascinación visual de Encounters in the Natural World y Cave of Forgotten Dreams, el documental tiene las inequívocas huellas dactilares de Herzog, que convierte en 24 quilates todo lo que toca.
Imaginen que un hombre cualquiera puede ser Dios. Incluso, más bien, es un tipo de la peor calaña. Vive en Bruselas y se entretiene en una inmensa habitación repleta de ficheros del suelo al techo, con una computadora que no tiene nada de sofisticado (en conjunto, el ambiente recuerda a esa genial recreación de la burocracia de Brazil, mitad burla, mitad ciencia ficción). Este Dios –inspirado más bien en los terribles demiurgos de los gnósticos– tiene hábitos escatológicos, mal carácter y le encanta mandar al cajón a las personas con sólo apretar Enter. Dios vive con una mujer sometida y una hija rebelde; de su famoso hijo hay una estatuilla en el cuarto de la chica. Un día la estatuilla toma vida y le dice a su hermana lo que debe hacer para castigar al padre. Entonces la chica entra a hurtadillas en la gran habitación de comandos y hackea la computadora. Lo que hace, para enfurecer a Dios, es liberar todos los ficheros que dicen día y hora de la muerte de todos los humanos y manda ese dato crucial por SMS.La gente toma al principio los mensajes con sorna, pero cuando los medios empiezan a dar cuenta de que la profecía se cumple, el mundo entra en pánico. El director belga Jaco Van Dormael (Mr. Nobody) tiene un par de ases verdaderamente graciosos; por ejemplo, un muchacho que vive en excesos de fiesta en fiesta, a sabiendas de que vivirá más de cien años, mientras otro juega a tirarse de balcones, estilo Jacksass, desafiando a una muerte que tardará en llegarle. Mientras tanto, la rebelde va armando un equipo de nuevos apóstoles, cerrando un número que complazca a su madre (fan del béisbol), para salvar al mundo. Hay algo liviano y de realismo mágico en la película de Van Dormael, pero su gracia y humanismo la redimen. No sólo El nuevísimo testamento es un film entretenido sino que promueve reflexiones sobre nuestra aturdida humanidad.