José Celestino Campusano traslada su elenco de actores no profesionales (veteranos estables y amigos, protagonistas de otros films como Daniel “el Perro” Quaranta y Aldo “el Vikingo” Verso) del conurbano bonaerense a las márgenes de Esquel y Bariloche, para filmar un drama carcelario al estilo tumberos andinos, con alguna (pero sólo alguna) influencia del revanchismo al estilo western. Nehuén Puyelli (Chino Aravena), un descendiente de mapuches llegado con su familia desde Chile, es acusado de tener relaciones con un menor y de haber envenenado a un local al querer curarlo mediante prácticas aborígenes. Lo que para Nehuén es natural según sus costumbres se transforma en crimen para el hombre blanco, y este es el nudo central de la filosofía en Campusano: el enfrentamiento entre el bien y el mal, en donde el primero está representado por lo salvaje y lo puro y lo segundo por lo corrupto, aquello que quiere barrerse pero, para el realizador, forma parte inherente de la civilización. A esta altura, con tantos films en su haber, hay algo irritante en los diálogos toscos de los actores de Campusano; lo que en algún momento pareció una idea diferente, con una ética sólida por detrás, termina agobiando por ser reiterativo. De todos modos, pasada la mitad (o más, seamos honestos) de la película, el conflicto carcelario de Nehuén y sus protectores, Ramón (Damián Ávila) y el Perro (Quaranta como una extensión de su rol en otro film), contra el bully Henderson (Emanuel Gallardo), un enviado de la “civilización” para ajusticiarlo, termina dándole intriga a la acción e involucrando más al espectador. Es de destacar la fotografía de Eric Elizondo, lo mismo que la edición de Horacio Florentín, no sólo por algunas imágenes de interesantes claroscuros sino por destacar el contraste entre el bello paisaje montañoso y la precariedad social que repite estereotipos del conurbano.
Shithappens!, dicen los americanos, pero lo que le pasó a Sully no fue tan grave; menos, aun, en comparación con lo que le ocurrió a otros tantos compatriotas en un vuelo dentro de la misma ciudad. Pero hablamos de una tragedia que ocho años antes hizo dar vuelta al mundo en sentido contrario. Lo que le pasó a Sully, repetimos, no fue tan grave. En enero de 2009, pleno invierno neoyorquino, el vuelo 1549 con destino a la ciudad de Charlotte sufrió un accidente apenas despegar de La Guardia. Una bandada de pájaros hizo un clavado en las turbinas de ambos alerones y al avión no le quedó otra que planear. Sin que le tiemble el mostacho, el piloto Chesley “Sully” Sullenberger (Tom Hanks) pidió permiso para volver a La Guardia o aterrizar en la base más cercana; se lo dieron. Sully calculó, le cambió la mirada y –sin consultar con su copiloto, Skiles (AaronEckhart)– dijo a torre de control: “aterrizo en el Hudson”. Y así hizo, y pese a los 20 grados bajo cero del agua, que a duras penas los flotadores podían impermeabilizar, pese a que un loco quiso alcanzar la costa a nado y a una mujer que patinó con el salvavidas puesto río abajo, la tripulación entera sobrevivió, sin un rasguño. El único que la empezó a pasar mal fue Sully; primero, porque la compañía aérea le inició una investigación, por hacerlo responsable de pagar una indemnización y por creer que habría podido aterrizar en un lugar que no fuera agua (ni la ciudad, claro está). Y por otro porque, precisamente, Sully empezó a tener pesadillas, incluso diurnas, donde creía ir directo con el 1549 hacia algún edificio de la ciudad. Todo bien, hasta ahí. La semi tragedia ocurrió y está bien calcada. Bien Hanks como el veterano piloto, y mejor aún Eckhart, echándole un poco de nervio al impertérrito Forrest Gump. Pero el nervio flojo de Clint Eastwood (pura corrección política en la pantalla, total incorrección por fuera) es lo que exaspera. Siempre para sus personajes en algún momento el mundo parece venirse abajo, pero se salvan, aunque sea en las aguas frías del Hudson. Y después, ¿es necesario mostrar una vez más a los verdaderos protagonistas entre los títulos finales? Estas son las cosas que hacen que Eastwood nunca deje de ser un realizador, en el mejor de los casos, apenas correcto.
Un actor bastante desconocido con algunos títulos resonantes (El aviador, American Psycho) para una carrera notablemente escasa, Matt Ross abandonó la actuación en 2008 para dedicarse a escribir y dirigir cine, y Capitán Fantástico es su segundo largometraje. Cuesta creer lo exiguo de su filmografía a la hora de ahondar en un film que, si bien no destella, es un entretenimiento redondo, de mensaje sólido y perfecto timing para el público norteamericano. Hay que aclarar de entrada que Capitán Fantástico tiene mucho más sentido (y es casi un mensaje) para la América proto Trump, con un Viggo Mortensen que hace su rol más loable desde Una historia violenta, y el –o al menos el que uno imagina– más cercano a su persona desde El señor de los anillos. Con todo –o tan sólo por– esto, el film de Ross es un estreno destacable en los Estados Unidos y en cualquier otra parte del mundo. Ben Cash (Mortensen) lleva adelante una aventura quijotesca. Comanda (y la palabra no es metafórica) a sus cinco hijos por una vida al margen de la sociedad. Como siguiendo los preceptos anarquistas de Thoreau, Ben enseña a sus hijos a cazar para sobrevivir, a entrenar el cuerpo, la mente y el espíritu a espaldas del Estado, pero recibe su primer cachetazo tras enterarse de que su esposa Leslie, internada en una clínica por un trastorno bipolar, se acaba de suicidar. Para un alma dogmática como la de Ben, es casi una tragedia de igual magnitud que su suegro, Jack (Frank Langella), traicione el deseo de cremación de su hija budista y haya arreglado exequias al estilo cristiano, advirtiéndole, de paso, que se mantenga al margen. Y hacia ahí van, del bosque a Nuevo México para impedir la profanación, Ben y su familia contracultural, a bordo de un motorhome lleno de simbolismo hippie, con tonos de comedia oscurecida por la nube de Little Miss Sunshine y su familia disfuncional. En el camino, los Cash simulan un paro cardíaco para robar un supermercado y almuerzan su botín celebrando el Día Noam Chomsky; el enorme (en todo sentido) Langella hace otro rol a medida, como un De Niro sin fórceps en El padre de la novia, y Mortensen es tan creíble que moldea a los mini actores hasta parecer el verdadero padre de la prole. Viggo se mueve a sus anchas, tanto que sale tomando mate en tres escenas –una lo muestra como Dios lo trajo al mundo, en la puerta de la motorhome, como araucano rubio que espanta a un matrimonio WASP de la tercera edad, de esos que uno imagina torciendo el voto latino en Florida–. El resto es protocolo indie: un tema de los Guns en versión unplugged para despedir a Leslie, Viggo soplando una gaita en el bosque para encarar a Jack, y hasta cabe pensar que Ross vio al galán cuervo con mate y termo leyendo el guión antes de pensar que era un buen añadido para subrayar su salvajismo. Pero es la convicción del actor, su transmisión de un humanismo anti Hollywood para Hollywood, lo que convierte a Capitán Fantástico en un film que amerita ser visto.
Michael (Richard Madden, de Game of Thrones) es un punga de alto vuelo. En la primera escena de este film de acción e intriga internacional, el ladrón se vale de una amiga desnuda en la escalinata del Sacre Coeur para desplumar a una docena de babosos. La escena siguiente es protagonizada por Zoe (Charlotte Le Bon), una militante idealista que es enviada a plantar una bomba en la sede del Partido Nacionalista francés, pero recula al ver personal de limpieza que aparece inesperadamente. Zoe no quiere víctimas inocentes pero, antes de que arroje el artefacto al Sena, Michael le roba la bolsa letal. Minutos después, explota; el punguista es registrado en una cámara de seguridad y pasa a ser el enemigo público número uno, buscado tanto por la policía francesa como por la CIA, en su carácter de norteamericano. Aparece Briar (Idris Elba), hombre fuerte de la CIA que enseguida pesca a Michael y descubre la farsa, pero para probar su inocencia deberán atrapar a Zoe, punta del ovillo de una conspiración que involucra a parte de la policía francesa. Entre manifestaciones anti fascistas preparadas para el 14 de julio, engaños y corrupción en altas esferas, esta coproducción resulta efectiva por su timing, algunas escenas vibrantes (como una persecución en los tejados parisinos) y la infalible presencia de Elba en el rol protagónico.
El Doctor Stephen Strange (Benedict Cumberbatch) se calza los guantes para operar y pone un hit disco para hacerle una apuesta a uno de los asistentes. Es “Feels So Good”, de Chuck Mangione; el asistente dice que es de 1978 según Wikipedia y Strange insiste en que el hit es del ´78 pero el tema salió en el ´77, y gana. “¡Qué pavada!”, se queja una asistente; “¿Cómo pavada?”, le responde Strange: “¡Es el primer hit que entra al top 5 interpretado por un flugelhorn!”. Esta perla de diálogo aparece al principio de Doctor Strange, y no habrá otra igual. Es atípica para un film de Marvel, y el film es atípico en sí. “Feels so good, feels so good”, exclama entusiasmado el doctor, brillante y cínico, capaz de los implantes más inverosímiles, pero a la vuelta del hospital sufre un choque y pierde la movilidad de los dedos, tan hábiles para operar. Y la medicina alopática (y futurista) no le dará la solución; la solución está en un monasterio de Katmandú. El doctor viaja al monasterio y tiene una trifulca con una misteriosa sacerdotisa (Tilda Swinton, rapada); la mujer le dice que abandone su ego si quiere curarse, que busque en su espíritu. Strange responde con una venenosa carcajada de escéptico, y la sacerdotisa le da una patada de kung fu que lo saca de su cuerpo y lo lleva de viaje astral. Convencido y convertido en alumno capaz de trucos semejantes (lanza fuego con las manos, flota, etcétera), la sacerdotisa y su fiel asistente Mordo (Chiwetel Ejiofor, de 12 años de esclavitud) luego lo convencen para luchar del mismo lado (el de la magia buena) contra Kaecilius (Mads Mikkelsen), un alumno renegado que busca derribar los tres portales (en Londres, Nueva York y Hong Kong) para dominar al mundo y conseguir la eternidad. Así, lo que empezó como Doctor House termina como una mezcla de The Matrix, Star Wars e Inception, con luchas de encapuchados que portan espadas mágicas, abren puertas a otras dimensiones, vuelcan edificios como alfombras y demás fantasías del universo digital. Con todo lo estrambótico, Doctor Strange es un espectáculo visual atractivo con el aporte inusual de tres actores británicos. En cine, Marvel sigue por delante de la alicaída DC.
El danés Billie August, director de la célebre Pelle el conquistador, no es ajeno a los dramas familiares, pero con Corazón silencioso parece haberse superado a sí mismo en términos de sorpresa y (aunque esto es más subjetivo) ridiculez. En la primera escena, Heidi (Paprika Steen, de Los idiotas, ganadora en el Festival de San Sebastián por esta actuación) visita a su madre en compañía de su marido y su hijo adolescente; allí se reunirá con su hermana menor, Saane (Danica Curcic), con antecedentes de suicidios frustrados, su novio Dennis y Lisbeth, la mejor amiga de la madre. Hay un tono inequívocamente lúgubre en la reunión, reforzado por la fotografía preciosista de la casa de campo y sus alrededores, pero cuando aparece Esther, la madre (Ghita Norby), sonríe como esperando un regalo de Navidad. ¿Qué pasa? ¿Está senil y murió el padre, Poul (Morten Grunwald)? No: Poul enseguida aparece, ambos se ven bien, hasta que un diálogo casual revela al espectador que Esther padece una esclerosis degenerativa y planea despedirse de todos con una eutanasia en el bucólico entorno. Surgen escenas dramáticas de Saane, pastera adicta que se opone al largo adiós de su madre, mientras su novio, mucho más despreocupado, se entretiene armando porros y convida al resto para levantar el ánimo. Dennis es infantil, pero sus ocurrencias son bienvenidas (sobre todo por el espectador). En algún momento, Heidi descubre a papá y Lisbeth en una situación algo íntima y se brota. ¿Qué hay detrás de todo esto? August pudo aprovechar el elemento disruptivo para dinamitar la trama y despertar a la platea; en vez de eso, el director opta por un desenlace más conservador, más afín a una narrativa de film nórdico pre Wallander.
Presentada como una suerte de precuela de Harry Potter (si bien la franquicia dará para cortar varios filmes más), en Animales fantásticos y dónde encontrarlos la novelista J.K. Rowling movió la magia de Hogwarts a Manhattan, y la adaptación de esta novela de 2001 hace a la mudanza bastante efectiva. Hay algo especialmente gracioso al ver a Newt Scamander (Eddie Redmayne) llegar al puerto de Nueva York en 1926 cargando una valija repleta de criaturas extrañas cuando, en un paralelismo ingenioso, Rowling cambia a la Ley Seca por una ley anti animales fantásticos. Scamander es un alumno de Hogwarts y, mientras busca a una suerte de pequeño ornitorrinco que escapó de su valija, desesperado por robar joyas, descubre la caza de brujas que hay en la ciudad. La organización MACUSA controla parte de Nueva York y evita por todos los medios que la magia se difunda; por tal motivo, los desmanes de Newt y sus animales, junto a las hermanas magas Tina y Queenie Goldstein (Katherine Waterston y Alison Sudol) y el no-mago Jacob Kowalski (Dan Fogler), serán objeto de persecución para la organización, y en especial para el mago manipulador Percival Graves (Colin Farrell). Los puntos flojos son la creación de un tímido y oprimido personaje, Credence, que al desatar su furia arrasa Manhattan en la forma de un ciclón digital (trayendo obvias comparaciones con King Kong, X-Men y demás) y la extensión de una película basada en un libro de apenas 126 páginas. En cambio, la dupla Newt/Jacob y sus pequeños animales son pura magia, y la propia magia de Nueva York, en cualquier década que sea ambientada, nunca decepciona.
Con adecuada ambientación para un film de suspenso, La chica del tren tiene una rebuscada trama que no está a la altura de las expectativas ni del potencial de la actriz principal, Emily Blunt. Desempleada, Rachel (Blunt) viaja todas las tardes en el tren que va de Manhattan al norte del estado de Nueva York; siempre desde la ventanilla, en cada viaje observa a Anna (Rebecca Ferguson) junto a su ex marido Tom (Justin Theroux), disfrutando del bebé que ellos no pudieron tener, a veces en brazos de Megan (Haley Bennett), la niñera, que vive con el posesivo Scott (Luke Evans) pero está enganchada con su analista Kamal (Edgar Ramírez). Una tarde, Rachel ve (siempre desde la ventanilla del tren) a Anna besándose con alguien que no es Tom. Rachel desciende a la estación y va en busca de Anna, que justamente sale de la casa y se mete en un túnel. Minutos después, Rachel aparece ensangrentada en su casa y la policía busca a Megan, que está desaparecida. ¿Pero a quién vio Rachel, realmente?, le pregunta la policía, porque Megan y Anna son muy similares… Como un film de Brian De Palma hecho a los apurones, La chica del tren es un thriller con un inesperado giro en el final, pero sin solidez argumental y personajes inverosímiles, apenas elaborados.
10 de noviembre de 1996 –o sea, exactamente veinte años atrás–: tres amigos salen de campamento a una playa prácticamente desolada, de esas que solo existen pasando Reta. Uno de ellos, Daniel, registra todo en una cámara handheld, esas que usaban minicasetes VHS y murieron ante el primer paso de bebé de la tecnología digital. Daniel y Santiago se filman sellando su larga amistad, y al amanecer siguiente Daniel palpa al amigo como quien no quiere la cosa. El tercero en discordia, Adrián, vive más bien una amistad de dulce de leche; está en babia; tiene el tipo de formación del que jamás creería que sus amigos pueden (o, peor aún, deben) ser gays. Pero la incipiente relación se coarta con la aparición de Julieta, que seduce al indeciso Santiago. Adrián, por su parte, cree que la situación ideal es el tipo de amistad que da título a la película –aunque sin saberlo, también tendrá su momento–. Pero el centro del drama es Santiago. La resistencia que impone para asumir su sexualidad llegará a exasperar al resto, y constituye la mejor creación de la película. El momento en que Daniel debe decidir entre aceptar la realidad o la quimera de una amistad constituye un interrogante que condensa buena parte de las relaciones humanas.
Más allá de gustos y criterios, sin duda El secreto de sus ojos marcó una instancia importante para el cine y la cultura nacional: fue un momento en que la desaparición de personas durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional pasaba a ser el contexto y la tragedia, pero no el núcleo central de la historia. La más reciente Kóblic sugirió algo parecido, pero en términos artísticos ninguna de las dos películas había logrado un resultado sobresaliente. Resulta pertinente decir que no es este el caso de La larga noche de Francisco Sanctis. Como el film de Campanella, se trata de otra adaptación de un texto literario (aquel, de Eduardo Sacheri; este, de Humberto Costantini), pero el trabajo es de una factura soberbia, inteligente e incomparable, formado de gestos mínimos e imágenes estáticas (cortesía de Federico Lastra), portadores de enorme carga sensorial. En plena dictadura militar, Francisco Sanctis (un contenido y notable Diego Velázquez) es un empleado de oficina en busca de un ascenso; esa cotidiana obsesión se ve alterada al recibir el llamado telefónico de una vieja amiga, alguien con quien compartió tibios sueños revolucionarios y quizás un amor igual de frágil e incipiente. El reencuentro se hará en el auto de ella, durante una noche; la antigua compañera le pasa el nombre de dos personas y una dirección, rogándole que les avise que esa misma noche los irán a buscar. Sanctis regresa a su hogar para la cena y con la excusa de ir a buscar vino sale a la calle, indeciso de si honrar o no al pasado, de cuán efectiva pueda ser su misión y, fundamentalmente, si podrá salir vivo. En el camino a esa dirección, Sanctis hará innumerables zigzags, apilando, más que angustia, un suspenso que remite a los más oscuros thrillers del Hollywood dorado. Hay también una Buenos Aires casi irreconocible, tan lejos de los estereotipados Falcon verde de los films testimoniales como de cualquier film de época. Es una Buenos Aires laberíntica, como la de El sueño de los héroes. Y es que, a su modo, Francisco Sanctis también carga el karma del inolvidable Emilio Gauna. Casi surrealista y noir, el film de Andrea Testa y Francisco Márquez es una verdadera joya del cine contemporáneo.