La mujer del cuadro Actriz (2017), documental de Fabián Fattore, se concentra en la figura de su protagonista para seguir su travesía a través de este relato de no ficción que, vista de más cerca, utiliza elementos propios de la ficción para hacer una película mucho más oscura, de marcado humor negro y con tintes oníricos y hasta expresionistas que enriquecen todo lo que nos quiere mostrar. Ella, la actriz (Analía Couceyro), se prepara para un nuevo personaje teatral. Y la película viene a ser el registro de cada momento que surca para llegar hasta dicho momento. Desde los ensayos, repeticiones de texto, vida rutinaria y entrenamiento corporal, el camino hacia ese fin único será vertiginoso. Todo para alcanzar dicho papel enigmático y seductor para ella. Desde el inicio mantiene ese camino un tanto desordenado que gravita cierta incomprensión y lentamente va dilucidando el lugar donde nos encontramos. Sin embargo, no se puede negar que la película tiene un doble efecto. Uno que le juega a favor y otro no tanto. Empezando por el segundo efecto (el mismo que puede disminuir su planteamiento general) se puede decir que al ser más contemplativa y sin un conflicto claro, tan necesario en el documental, produce escenas marcadas por una languidez exacerbada. Esto sucede porque se concentra en la cámara testigo que mantiene una distancia hacia escenas cotidianas que pierden lo que tienen de cautivantes. Empiezan tan llenas de energía y finalmente parecen decaer. Todo por una búsqueda, en demasía, de un tiempo natural donde los personajes sean lo más reales posibles. Por otro lado está el efecto positivo, el cual viene a ser su postura fragmentaria. Todo lo cuenta a partir de planos fijos, un lenguaje visual propio de la ficción y que utiliza para irrumpir lo convencional. Se aventura a tener su propio tiempo y ritmo en cada plano y con ello se enrarece el mundo natural de la actriz, con elementos del suspenso, del humor grotesco, del thriller psicológico. No obstante, este vaivén entre ambos efectos hace que el relato sea un tanto desigual. Siempre va de escenas extensas y muy extrañas hacia otras que si son cautivantes y más emotivas. Una dicotomía que en honor a la verdad, resulta una interesante paradoja porque le resta por momentos, y en otros, le suma. Por ejemplo, existe una escena donde la actriz ensaya y da una clase (se intenta romper con la convencionalidad del ensayo de un actor) pero se vuelve demasiado robótica y poco atrapante al extenderse, y en ese momento, sigue una escena genial y risueña y, a la vez, larguísima donde ella juega con unos niños. Escena memorable donde se resume toda la idea de la actuación a partir del juego. Al final, no quiere decir que sea una película no lograda, sino al contrario, estará lejos de la perfección, pero tiene su mundo propio y una atmósfera personal y de resultado enaltecedor. Realza al construir una mirada “rara” para un documental. Un efecto Lyncheano usado para dar cuenta de un mundo rutinario, aunque al decir esto uno podría pensar en un efecto Godardiano. Y con todo ello hace que surja del cuerpo la voz, las imágenes dentro de las imágenes, del rostro la mirada de la protagonista, de las sombras el blanco y negro, impresiones tan expresionistas y suculentas, que generan un gesto potente y directo.
El hombre del agua La mirada del colibrí (2017), de Pablo Leónidas Nísenson, es un documental sobre la lucha personal y en solitario de un hombre que defiende, por sobre todo, el ecosistema natural. Un retrato emotivo sobre lo que significa luchar por la naturaleza. Francisco Javier de Amorrortu es un sexagenario que vive en “el campito”, la zona de los humedales adonde el equipo de filmación llega para entrevistarlo. Él no es ni biológico, ni científico ni político ni mucho menos un partidista ecológico, anda por sí solo en la lucha por el ecosistema, con foco en el agua, debido a la erosión industrial que muestra, una vez más, como el hombre socava y se daña a sí mismo, y en ese accionar, a su propio hogar. La idea de ver a un hombre de edad avanzada con un perfil de luchador, soñador e idealista haciendo un poco de lado la noción de tiempo detenido con una fortaleza innegable es atractiva, igual que la imagen de retrato que construye. Siendo lo mejor, la manera de seguir la locura del personaje envuelto en su propia soledad cotidiana, y decidido a enfrentar una lucha personal. Sin embargo, es un poco difícil seguir el soliloquio que mantiene la película, principalmente a nivel información. El retrato sublime y potente decae con la voz del entrevistado que entra en cierta dispersión. Es cierto que no es un experto o profesional ecológico en la lucha que promueve, pero la atención podría difuminarse, sobre todo porque los planos son muy extensos y continuos. Entonces cuesta hilar lo que nos cuenta que no es menos importante, aunque uno se quede atrapado más en su personalidad que en el discurso que elabora. Por otro lado, la idea del equipo de filmación adentrado a la ficción, como una especie de backstage a lo Abbas Kiarostami, no le juega muy a favor, porque al equipo se lo ve muy serio, muy incrédulo de aquello que dice Francisco, que ya esboza cierta desconfianza con su discurso al espectador. Desde luego que conforme avanza el documental se va alineando y corrigiendo algunas falencias. Nadie se puede olvidar la imagen del colibrí que sobrevuela y se posa en la ventana de Francisco, una imagen que resume a su propio personaje y cabe señalar que al final es un documental que tiene que verse, pues su contenido es esencial: la lucha por la naturaleza. Rara vez alguien se anima a emprenderla, y pocas veces desde una voz frontal y real. El espectáculo del cine en su mayoría está dirigido hacia otros temas, y entonces apariciones como ésta resultan necesarias para abrir la reflexión dentro de la vida cotidiana.
Entre el cielo y el infierno La historia de Moacir dos Santos, un santista brasileño que llegó a la Argentina para convertirse en músico exitoso, pero que en cambio encontró miseria y desgracia, es toda una aventura épica que el director Tomás Lipgot ha registrado a través de una trilogía que empieza con Fortalezas (2010) sigue con Moacir (2011) y esta última que nos compete, y que debe ser la mejor de las tres: Moacir III (2017) llena de frescura, emotividad y avidez, nos trae a escena los recuerdos de un viejo hombre que renace de su miseria para cumplir su sueño de cantar y sumergirse en un mundo de fiesta y alegría. Moacir dos Santos presenta el epilogo de su vida personal a través de la reconstrucción en ficción de sus memorias. Si dejar de cantar, presenta sus recuerdos de infancia, centrados en la figura de su madre, así como algunos sucesos de su primera llegada a Buenos Aires, entre los que surgen personajes secundarios muy diversos y entretenidos, que fueron participes de su supervivencia, así como el gran drama amoroso. A partir de ahí aparecen temas tabú, de transformación y cúspide musical que sin embargo, no serán tan fáciles de traer a escena. Moacir III es un documental sorprendente y atrapante, sin duda que los mayores contribuyentes a que no decaiga su ritmo ni emoción son su composición visual y montaje, pero la estructura de idas y vueltas bajo la constante construcción y desarrollo creativo del film, tal como si viéramos el backstage real a la par que la realización de las escenas en ficción, es la mayor responsable. Porque siempre resulta interesante ver el proceso creativo y su resultado cuando es bien utilizado pues mantiene al espectador en una curiosidad constante y a la película le otorga unos enérgicos matices. Por otro lado, es un gran acierto que el punto de vista esté concentrado de manera efusiva sobre Moacir, incluso con la aparición del director como participe junto al protagonista, se opta siempre por el personaje principal. Las entrevistas, las charlas, la ficción todo lo que aparezca en imágenes, empieza y termina con Moacir. Si se compara con Fortalezas (2010) y Moacir (211) (las dos películas precedentes) podríamos decir que es un proyecto también sobre el punto de vista. Inicia plural y diverso y lentamente va concentrándose de manera psicótica sobre nuestro protagonista. Ya en Moacir III (2017) queda todo de manera tan excesiva que se vuelve un relato íntimo y casi de perfil psicológico de este personaje entrañable. Quizás la clave de todo también está en tratarse de una historia sobre las ciudades: Buenos Aires y Santos de Brasil. El lugar que recibió a Moacir y aquel donde quedó su infancia de siempre. Ambas ciudades se retratan desde el arte musical que nace desde la nostalgia, desde lo onírico y su desdicha hasta volverse sublime, cuestión que contagia a todo ese mundo under, oculto, de transformación gay y de fiesta que la película va descubriendo sin excesivos dramatismos y por el contrario, con absoluta naturalidad. Siempre bajo un manejo de lo inesperado que aunque podría encontrase pequeños vaivenes o altibajos por lo vorágine de su propia estructura de idas y vueltas, termina por ser un documental muy conmovedor y que merece ser visto.
Después de la oscuridad Oculto el sol (2016), de Fabricio D´Alessandro, es un relato coral que desde un minimalismo citadino intenta ser una película particular, que irrumpa con lo convencional, construir una tensión polifonía, enigmática, directa y musical, donde el misterio se hile desde lo teatral con un solo y único tema: la oscuridad. Y aunque sea austera y carezca de profundizad, sorprende al generar un clima incierto y apoyarse en lo sobrenatural con el mito griego de los eclipses solares. Siete historias, cada una con dos personajes en un mismo espacio. La movilidad de los mismos es muy poca y el montaje alterna historias paralelas: Un chico descubre que no es hijo de sus padres, una novia huye de su fiesta de bodas, a una esposa se le presenta, mágicamente, su amante, un bailarín desanimado, dos hermanos involucrados en un escándalo familiar, dos mujeres se inmiscuyen en la casa de una ex actriz famosa, y una esposa extranjera tiene miedo de la soledad. Todas apuntan hacia el mismo final: en algún momento ocurrirá un eclipse que cambiará sus vidas. Desde el inicio la película se promete extraña, irreverente, carente de lógica y a la vez atrapante. Sin embargo, empieza un poco lánguida, con una excesiva presencia musical (cabe señalar, a la vez, que la música es de los mejores aciertos que tiene) que habla más de un videoclip, recapitulación de una serie o del avance televisivo de lo que vamos a ver. Todo por la manera como está editado y que, si bien es interesante que la mezcla de música, armamento teatral, y montaje rápido nos recuerde en distintos momentos a David Lynch cuando filma escenas en formato de video en una sola locación, aquí no termina por dilucidarse del todo puesto que no profundiza demasiado y se queda un poco al borde de dicho efecto. Cuando las historias se asientan, ahí mejoran. Los personajes se adueñan de la situación y es puro drama hipnótico, entonces uno se interesa más, la curiosidad se presenta como algo inevitable y es ahí en la mitad del cuerpo narrativo de la película donde crece y deja de ser algo solo naif y sencillo. Es cierto que grandes directores de cine han usado el teatro como eje central, algo que aquí ocurre y es atractivo aunque olvida un poco de lo cinematográfico (lo retoma con los primeros planos) y las historias quedan como pequeños ejercicios de teatro. Sin embargo, el aire de tensión que tienen los personajes desde el comienzo es lo que más realza al estar todos atravesados por un problema. Y el eclipse llega por fuera de campo, nada más teatral que eso, produciendo que el espectador no pierda la atención. La mejor historia es la de las dos mujeres intrusas que, paradójicamente, es la que menos cambio tiene. Podría citarse también la esposa extranjera y su temor indescifrable. Esto también define que la película posee todo lo que se espera que tenga una ópera prima: es arriesgada y sorprendente porque logra los climas lentamente con los pocos recursos que tiene, maneja bien los tiempos de las actuaciones (no se puede negar algunas sobreactuaciones) se cubre lo que parece que no va a llegar a cubrir, y aunque termine en cierta exageración forzada con algunas historias mejor que otras y tiene exceso de musicalidad y de teatralidad, mantiene un buen nivel dramático. No queda un sin sabor sino, al contrario, algo prometedor al tratar de darle una mirada distinta a algo que se hubiera desbarrancado sin freno alguno.
Apres l'amour El invierno llega después del otoño (2015), dirigida por Nicolás Zukerfeld y Malena Solarz, es una película argentina con toques de Nouvelle Vague. Tomando a la escritura como otro personaje principal, los libros y todos los textos posibles circulan en este pequeño cuento de escritores potenciales que deambulan por la ciudad relacionándose entre sí y dejándose llevar. Una película interesante porque parece construirse sobre sí misma. Pablo (Guillermo Masse ) es un muchacho que no dice su edad y tampoco admite ser escritor; sin embargo, parece serlo y a la vez ser una especie de “modelo-extranjero” para sus amistades. Este joven rubio es al inicio del film el punto de vista desde cual se construye toda la apuesta narrativa, para cambiar luego a Mariana (Marina Califano). Cada uno aporta una mirada neurótica, y juntos arman un esquema como si fuera posible construir todo desde un solo lugar, que es el de la escritura. El film juega con pequeños folletos, libros, bibliotecas, charlas de libros presenciales o por radio, pura literatura. Todo tiene que ver con la palabra. La vida de ambos, sobre todo la de Pablo, hacen recordar al camino de James Joyce con “Retatro de un artista adolescente”, como si ambos estuvieran escribiendo su primera novela, siempre pasando de un amorío a otro, yendo sobre el mero sin sentido. El cambio de personaje genera una película desigual. Toda la primera hora con Pablo es de una atmósfera atrapante, con tintes oníricos y divertidos en el cual se nota más ese estilo afrancesado que siempre le juega a favor. Cuando todo pasa a Mariana se deja un poco esa construcción y se pasa a un estilo más documental, siguiendo el recorrido a la deriva de la protagonista femenina. Sin duda el uso de un único punto de vista, con una cámara que se mantiene sobre su protagonista, es un recurso utilizado más que nada por el thriller psicológico. Pero aquí no hay terror ni suspenso, y eso le da un matiz muy atractivo y que permite relacionarlo con la Nouvelle Vague. La cámara está siempre junto a los protagonistas, acercándose mucho en su deambular y dándole un profundo uso al fuera de campo, con un constante cruce de personajes como una coreografía. La película se hace eco del estilo de Jean-Luc Godard quien decía que las películas se pueden interrumpir en cualquier momento, como si el film es también aquello que no se vio y que, aunque termina la proyección, el relato continúa existiendo. Una apuesta arriesgada con ese cambio de ritmo a la mitad, pero que soslaya lo que hubiera sido un final soso y de verdad un pleno sin sentido, dejando en claro su emotiva búsqueda inicial.
No libertad, no amor Entre dos mundos (Bein Haolamot, 2017) es un drama sobrio concentrado en un conflicto religioso familiar que muestra cómo la misma religión, que ordena la vida de los personajes, puede hacer que el recuentro, la ausencia, la nostalgia, el arrepentimiento, la expiación, el origen materno y sobre todo, el amor y la libertad, sean arrancados de su devenir natural para convertirse en consecuencias violentas. Tras un atentado terrorista Oliel de 25 años queda en estado vegetativo internado en un Hospital de Jerusalén. A ese lugar se presentan dos mujeres, primero su madre Bina, a quien no veía hace muchos años debido a que Oliel dejó su casa por romper con las tradiciones de su familia, y también su novia Amal, quien no puede revelar su identidad árabe y dice estar al cuidado de otro interno para estar cerca de su novio. A partir de allí las dos mujeres comienzan a relacionarse bajo la tensión de que la verdad se descubra y cambie el buen clima existente entre ambas. La película trae el tema de las razas y creencias religiosas como elementos de tensión para la buena relación entre los personajes. Lo hace de manera interesante y desde un nuevo punto de vista, pues si bien estamos ante el eterno conflicto árabe-israelí, el espacio de acción deja de ser el campo de batalla para concentrarse en un solo escenario donde la fragilidad de los enfermos hace que las personas parecieran olvidar sus orígenes y puedan relacionarse mejor. No obstante, luego aparece nuevamente la idea religiosa que termina por dinamitar todo, al mostrar lo profundo que resulta para algunos seres humanos su relación con sus dioses y la visión del mundo más allá de la muerte. Es loable como la película no intenta adentrarse en el documental o mostrar los efectos de los atentados terroristas de fondo, ni armonizar las diferencias raciales o menos generar reflexiones de manera intencional. El espectador pensará después, pero la película hace todo de manera directa y concreta en el hospital porque -si bien se ven otras locaciones- intenta seguir la idea de una tragedia griega donde espacio y tiempo coinciden. En este caso el drama gira alrededor del hijo herido. Sin ser una obra maestra, la película es atractiva por centrarse en dicha tensión. Resulta conmovedora ya que apuesta más que nada por las sensaciones de sus personajes y, aunque bordea el melodrama, el film esquiva cierta liviandad menos impactante. Ahí estamos en un clima Chejoviano -aunque también de Beckett- con personajes esperando sin otra cosa que relacionarse en el mismo espacio con el origen de Amal siempre a punto de develarse.
Seres de otro planeta Noticias de la familia Mars (Des nouvelles de la planète Mars, 2017), película franco-belga dirigida por Dominik Moll, es una comedia desmedida e irreverente que literalmente se construye sobre lo inconexo, la sorpresa. Paradójicamente tiene un ritmo mesurado que la hace atrapante y atractiva, pues lo sintético y bien delineado del guion gira alrededor de un personaje cautivante que sirve de llave para adentrarse a otros seres aún más divertidos y conmovedores. Phillipe Mars (François Damiens) es un programador de computación divorciado apaciguado y tranquilo, gris y ordinario, que debido a un viaje laboral de su ex esposa se queda a cargo de sus hijos adolescentes que resultan ser de lo más particulares: una hija que solo se preocupa por estudiar para un examen además de su situación sentimental, y un hijo menor que se ha vuelto vegetariano en una lucha por defender a los animales y a la vez, poco preocupado por su educación sexual. Pero no solo queda ahí, Phillipe también tendrá que hacerse cargo de Jerome (Vincent Macaigne), un compañero de trabajo que ha sufrido un ataque de locura y ha sido llevado a un psiquiátrico del cual escapa junto con su novia. Sin duda Phillipe es una especie de loser que debe hacerse cargo de todos como un padre o jefe de tribu, pero a la vez es la historia de la explosión de un personaje que no sabe negarse a nada. Lo disparatado de las acciones y la construcción de los personajes son lo mejor que tiene la película. Desde el inicio, Phillipe, de vida rutinaria, sueña todos los días que es un astronauta, pero que recorre su casa como si hubiera descendido en otro planeta, a la vez que se le aparecen sus padres ancianos y felices de estar en el mundo de la muerte. Cabe señalar que su apellido Mars en francés quiere decir “Marte” como si fuera la familia del planeta rojo y sobre ese hecho vuelve más cautivo lo disparatado. Es una colección interesante de personajes raros, obsesivos y alejados de la realidad, pero a la vez ordinarios, próximos y que pueden plagar nuestro mundo cotidiano. Un gran trabajo actoral que demuestra que en una comedia los personajes son la base de todo, siendo la fuerza de su protagonista el sostén de las acciones que se desencadenan. Una gran propuesta sobre el absurdo, sobre la creación dramática desde la ausencia evidente de conexión alguna, pero a la vez una manera de alcanzar distintos matices poéticos y sobre todo, gags divertidos que generen la empatía suficiente para que el espectador no se pierda frente a la rareza. Noticias de la familia Mars tiene el aire europeo, el mundo cartesiano de los franceses, fundado sobre la estructura y la vida laboral esquemática llevada a la desintegración, pero sin perder su pulso musical lleno de romanticismo poético que hará que uno se encuentre con un film emotivo y lleno de gracia.
La fórmula del silencio Le confessioni (2016) es una película con un elenco de lujo que intenta ser un film de suspenso e intriga pero no termina de redondearse completamente como tal, queda más como un gesto que bordea el thriller y la parodia con la negatividad de tender a una excesiva solemnidad. La película parece solo salvarse por sus buenos actores, pero no se le puede negar su búsqueda constante de una solidez narrativa. En Alemania se va a dar cita una reunión del G8, los grandes economistas que van a decidir una estrategia económica para el futuro del mundo, empezando por Europa. El organizador y director del Fondo Monetario Internacional, Daniel Roché (Daniel Auteuil), junta a todos en un hotel de lujo entre los que se encuentran tres invitados ajenos a la ocasión: un cantante de rock, una escritora de famosa de libros infantiles y el peculiar e inesperado monje italiano Roberto Salus (Toni Servillo), que mantiene sus costumbres de la edad media, vistiendo su sotana y leyendo y orando a la luz de la vela. Este personaje enigmático es un invitado especial de Roché puesto que este quiere confesarse. Así lo hace pero al amanecer, el confesor Daniel Roché está muerto, suicidado en su habitación. A partir de ese momento, todos los economistas, entran en vilo de saber si el monje sabe de la estrategia que iban a aplicar para el mundo después de este encuentro. Pero si algo caracteriza a los monjes del estilo de Salus, es el silencio y secreto de confesión. El suspenso surge entre todos hasta finalizar la cumbre pues Salus es el único ajeno a la cumbre que sabe el destino trágico que se está decidiendo. Si uno describe la película dirigida por Roberto Andò empezando por su artificio, es decir, que se trata de personajes encerrados en un espacio determinado del cual no pueden escapar, más aún cuando ha sucedido una muerte y un secreto oral se ha develado, entonces uno recuerda alguna película clásica del mejor Alfred Hitchcock, de Roman Polanski, una de Alejandro Amenábar y, por qué no, una de Luis Buñuel o Quentin Tarantino. Ahí donde los únicos constructores de suspenso e intriga son el espacio y la palabra, será la Residencia-Hotel con sus enormes pasillos y la confesión que se pasea entre todos, la misma que trae conversaciones entre el monje y los invitados. Sin embargo, aquel detalle que trae a las grandes referencias cinematográficas en cuanto al thriller, por momentos se diluye. Todo recae sobre el personaje del monje italiano y entonces aquellos que no se crucen con él o tengan alguna conversación, divagan en una oscuridad aislada. Ahí es donde hace falta el juego, la riqueza de las acciones secundarias, introducirse más en el terror, no caer en sorpresas un tanto predecibles ni soluciones fáciles. Al final, se queda en un esbozo divertido con un cierre a lo Pier Paolo Pasolini sobre un mensaje esperanzador para que las decisiones de los economistas sean las adecuadas. No se puede obviar el elemento estético altamente cuidado para dar la imagen de olimpo sagrado donde “los dueños del mundo” se reúnen para decidir el destino del mismo, pero también que son los buenos actores empezando por Daniel Auteuil, Richard Sammel, Pierfrancesco Favino y Toni Servillo, los que hacen que la película no pierda su atención. Están en un nivel altivo aunque la trama, que hace pensar más en una pieza teatral, no termina por definirse ni tener esa fuerza necesaria para profundizar en el pleno suspenso y ser convincente, aunque luche constantemente por no decaer.
Golpes a tu honor Manos de Piedra (2016) es la historia del boxeador Roberto Durán que fuera campeón mundial en su categoría y que sin duda se convirtió en un gran icono de su país natal, Panamá. Con un ritmo vertiginoso y haciendo suyo el tiempo cronológico, yendo del presente al pasado, sin despabilarse, y con un sublime Robert De Niro, el relato dirigido por Jonathan Jakubowicz logra un buen film épico / dramático. La película está contada desde el punto de vista de Ray Arcel (Robert De Niro) que, siendo un entrenador amenazado por la mafia de los años 50 y en medio del surgimiento de la televisión como negocio, decide salir del retiro y entrenar al joven Roberto Durán (Édgar Ramírez) para convertirlo en el campeón mundial de peso ligero. A partir de allí empieza el protagonista a contar la infancia de su pupilo panameño, quien sufrió la pobreza y la disputa que tuvo su país con los Estados Unidos por el canal de Panamá. Hecho que trajo violencia y conmoción a la isla. No se puede negar lo cautivante que resulta ya de por sí que la voz del narrador sea Robert De Niro. Su voz vuelve interesante cualquier argumento y nos sumerge al instante en la ficción. Por otro lado, hay un gran placer de volver a ver a De Niro con el tema del boxeo. Es muy difícil no tener en la memoria la inolvidable Toro Salvaje (Raging Bull, 1980) de Martin Scorsese. Un aire de romanticismo rodea al film con el actor en una edad avanzada y en la piel de entrenador retirado que vuelve al boxeo, como si aún fuera Jake La Motta tratando de forjar un nuevo campeón. Esto sin duda hace que la película alcance una fuerza atrapante. No es un film perfecto ni va a desplazar a películas históricas del género que están en la meca del cine, pero cumple y no es para nada desdeñable. Va al frente de todos los temas con un vértigo fiestero que debe tener este tipo de películas que son “caminos hacia la gloria” o que se centran en “la senda del campeón”. Además explota el folclore y color del uso del “español a lo panameño” con un protagonista interpretado por Édgar Ramírez quien se encarga de que no decaiga la principal fuerza argumental. Sin duda lo que puede jugarle en contra es su forma de avanzar a los golpes con cada tema. Te muestra el amor en una escena, la emoción en la siguiente, luego la pelea, después la disputa, la siguiente es para la traición, la subsiguiente es sobre la victoria, ahí mismo sigue la re-amistad, y así, preocupada más en cumplir un esquema biográfico que en trazar pasajes para encadenar una escena con la otra. Así mismo esa misma forma atolondrada le hace bien cuando tiene que avanzar en el tiempo y saltar cada año y no alejarse del drama, es evidente que la forma de toda la película es ágil y hecha con la intención de no decaer en ningún momento ni quedarse fuera de ritmo, pero se pierde algunas veces en las conexiones. De todas maneras es emotiva y cuenta con un De Niro dispuesto a salvar todo.
Otra vez Tim Miss Peregrine y los niños peculiares (2016) es sin duda la película que trae al mejor Tim Burton de vuelta. Si bien nunca se había ido, el aire de nostalgia y estilo personal del director de El joven manos de tijera (Edward Scissorhands, 1990) se reitera aquí con el mismo énfasis de sus mejores films. Otra vez toma sus elementos de siempre pero les da un soplo renovado que solo puede dejar la agradable sensación de que estamos ante una gran película, llena de emoción y suspenso. Basada en la novela de Ransom Riggs, la historia comienza con el joven Jake Portman (Asa Butterfield) contando su historia de cómo siendo un chico que vive en Florida, tranquilo y con la dificultad de relacionarse con el mundo que lo rodea, cambia su vida al tener que ir a cuidar a su abuelo Abe (Terence Stamp), quién parece sufrir demencia. Sin embargo, un suceso trágico le muestra a Jake que su abuelo ha ocultado un secreto por años. Ese secreto está en Gales adonde Jake viaja con su padre, encontrándose con una bahía tenebrosa y oscura. En ese lugar está el hogar donde su abuelo vivió junto a unos niños peculiares que aún siguen allí. Niños con poderes sobrenaturales y bajo el cuidado de Miss Peregrine (Eva Green), quién los mantiene en un tiempo alejado al real. Pero algo se ha roto en el hogar y sus niños están en peligro ante el acecho del Mr. Barron (Samuel L. Jackson) del cual sólo Jake puede salvarlos. Sin duda que el tema más fuerte en esta película es la herencia paterna, en este caso, del abuelo con su nieto. No se puede negar que es una idea que siempre gira en los relatos de Tim Burton: el drama que empuja el argumento siempre viene por herencia familiar, por destino manifiesto. En este film, no es la excepción, y aquí como buen narrador Burton construye las historias de los abuelos que van abriendo la imaginación de sus nietos. Hecho que nos recuerda un poco a El Gran Pez (Big Fish, 2003), aunque en este caso las historias sirven a la iniciación de un joven en crecimiento. Un dato interesante para traer la aventura -aunque devenga en fantasía- desde un elemento emocional y muy real como es la existencia de un abuelo y sus recuerdos. Aquí también vuelve la dicotomía entre un mundo real lleno de oscuridad, y un mundo sobrenatural donde lo grotesco y la carencia de belleza es mostrada precisamente como algo maravilloso y lleno de colores. Pero hay una renovación en la mezcla que va desde el género de terror hasta el videoclip en una escena homenaje a Ray Harryhausen, en que pelean esqueletos contra monstruos alienígenas en un parque de diversiones. Lo más atractivo son los personajes de los niños peculiares: la diversidad de sus personalidades junto con las extrañezas de cada uno. Finalmente, lo mejor de la película es su manera de tratar la fantasía, las dosis de humor negro y la efervescente imaginación de los libros, haciendo que todo sea una historia sobre historias. Cada personaje relata una historia que a la vez sirve para relatar otra y así ir uniendo los sucesos y por qué no, nuevas historias. El abuelo Abe tiene su relato, lo mismo que Miss Peregrine, los niños y el propio Jake. Una trama de diferentes voces sobre un viaje hacia mundos paralelos llenos de acción y emoción, con un gran reparto que hacen de Miss Peregrine y los niños peculiares una muy buena película.