Llegó un momento en la historia del cine en el que no alcanzó con darle a la maquinita de fabricar secuelas: nacieron las precuelas, los spin-off y cuanta estructura narrativa imaginable, con el único objeto de poder seguir, no siempre continuando una historia, sino mantener una franquicia viva y que esta rinda (económicamente). Es simple. Es un modelo. Es una ecuación. Tampoco esto constituye algo exclusivo de las franquicias; también de las series episódicas, aquellas en las que alcanzada la fatiga -algo que ya todos habremos experimentado- derivan en cancelaciones y anulación de todo proyecto vinculado. A su vez, este modelo tampoco constituye ninguna novedad. Ya el serial clásico o el “lado B de la clase B” (tal como describe Faretta en este texto) proveía la segmentación de sus productos en capítulos y hasta la noción del hoy tan utilizado cliffhanger, elemento narrativo que explicaba muy bien la Annie Wilkes de Misery, antes de destrozar los pies de Paul Sheldon con un martillo. ¿Qué tiene que ver esto con Lightyear? Hoy le toca a Toy Story y el desprendimiento que se analiza es aquel ideado a partir de uno de sus dos personajes principales: Buzz Lightyear. Lightyear no se detiene en el juguete (muñeco), sino en el personaje animado sobre el que se diseñó el objeto. Ya en los títulos iniciales, Pixar/Disney se ataja con que este es el film a partir del cual el Andy de Toy Story recibió su muñeco de Buzz, tras ver el film que nosotros veremos a continuación. Por lo tanto, ya sabemos que no estarán Andy ni Woody, ni se sabrá de ellos más que por esta línea de crédito inicial. Pero eso no es todo. No importa que no estén presentes estos personajes icónicos de la franquicia en absoluto, pero sí que exista “una falta mucho más presente” y que es la base en relación a la nostalgia, cimiento principal de toda la franquicia de TS. Lightyear es una animación, una de aventuras sobre el personaje que llega con una misión a un planeta desconocido y que, luego de la exploración y eventual fracaso, termina varado indefinidamente en el lugar junto a una colonia, al mejor estilo Marooned, de John Sturges. Buzz tiene una nueva misión que es tomada como objeto de vida y consiste en emprender con su nave una vuelta al sol de tal manera que logre alcanzar la velocidad de la luz. Para esto deberá contar con su destreza de vuelo y una combinación de combustible. A modo de El día de la marmota y El planeta de los simios, Buzz se encuentra viviendo en loop una y otra vez la misma misión, con la diferencia que con cada retorno al planeta, la duración de trayecto, que para él significan minutos, para la colonia se traslada a años. Dentro de las complejidades varias que deberá combatir Buzz, y una que determina uno de los conflictos del film, es que en uno de sus tantos arribos al planeta encuentra que ha sido tomado por las fuerzas de Zurg, un malvado intergaláctico que, por alguna razón que se develará, la tiene con Buzz. Lightyear es un film anodino e insustancial. Es una producción apartada o carente de emociones, a la que hasta le impusieron una mínima cuota de corrección política, un cómic relief con un gato y en el que se usa un personaje por demás querible, aunque sin llegar al destino de la emotividad buscada. La historia de vida de Lightyear en cierto modo se asemeja al Maverick de la reciente Top Gun: Maverick y la noción del hombre que ve pasar su vida de largo a causa de una misión, un ideal o una profesión, así como el aferrarse a individuos de un grupo de trabajo como su único nexo con el exterior, tomar a otro como hijo propio y superar una pérdida afectiva. Además, Lightyear no llega a estar a la altura de otros proyectos de Pixar, que no solo cuentan con éste como su único fracaso. Quizás tras la adquisición de Disney algo se haya perdido y como único objetivo esté la concesión de Pixar por entregar un producto tan light como la gaseosa sin azúcar.
SEGUNDAS OPORTUNIDADES Tom Cruise es indiscutible. Tom Cruise es quien, allá a lo lejos, inició su carrera como otro de esos actores carilindos, debutante con films como Taps, Losin’ It o The Ousiders, y a quien en lo personal se le presentaron proyectos que le permitieron trabajar junto a directores como Coppola, Scorsese, los hermanos Scott o De Palma. Al haber aprendido el oficio, no solo logró mejorar su performance actoral (algo similar ocurrió con Brad Pitt) sino que esto le permitió interiorizarse en la industria cinematográfica por completo, es decir, entendió con qué debe contar un film para convertirse en un éxito de taquilla y a su vez perdurar en el tiempo. Tom se interiorizó en el proceso creativo de sus proyectos, se atrevió a dirigir un episodio de la olvidada serie noir Fallen Angels, que no estaba nada mal, pero al iniciar su faceta como productor fue cuando definitivamente se consolidó como un actor/productor clásico del Hollywood actual. Top Gun: Maverick reúne al personaje de Cruise con Rooster (Miles Terrer), hijo de su co-equiper en el supersónico F14 Tomcat, el amigo y fallecido “Goose” (Anthony Edwards), planteando entre ellos una rivalidad debido a la herida abierta producto de esa muerte. Es cuando se establece una relación padre-hijo no consensuada que mantiene en pie la trama del film a lo largo de una misión casi suicida que se basa en la destrucción de una planta de enriquecimiento de uranio para la que Maverick tomará el rol de instructor, como fuera el de Charlie (Kelly McGillis, ausente incluso de mención alguna aquí) en la primera Top Gun: Reto a la gloria. TG:M apela todo el tiempo a la nostalgia, algo que funciona a la perfección y se materializa por la concatenación de escenas, planos y situaciones simétricas a su antecesora. Maverick entra como ignoto a un bar como lo hiciera Charlie, similar situación que plantea una sorpresa entre los reclutas al día siguiente. Mismo planos, misma puesta en escena, y la misma locación consistente en un hangar. En el bar donde se reúnen los asistentes a la academia de Top Gun se consolida la atracción de Maverick hacia Penny (Jeniffer Connelly), la bartender divorciada y con hija, repitiendo tambien una escena de sexo casi plano por plano. En el lugar, Rooster toca en piano “Great Balls of Fire” al igual que su padre. Hasta se repite la tensión homoerótica del juego de voleyball en la playa mientras sonaba “Playing With the Boys” de Kenny Loggins, pero en esta es reemplazado por fútbol americano. No faltan las rivalidades entre reclutas; la confrontación que existía entre Maverick y Iceman esta vez se da entre Rooster y Hangman (Glen Powell). Dentro de los regresos hay una escena con Iceman (Val Kilmer) muy bien resuelta teniendo en cuenta la actual dificultad para hablar que posee el actor. Aquí se presenta uno de los momentos más emotivos del film. Lo de Tom Cruise en Top Gun: Maverick es increíble. Como en las Misión: Imposible, el actor todoterreno pone una vez más el cuerpo a un personaje por demás querible. Top Gun: Maverick no es otra cosa que un film sobre segundas oportunidades.
MULTI-VERSO Una interesante comparación que he escuchado intenta plantear que es el universo cinematográfico de Marvel (o yendo aún más lejos, los films de superhéroes de los últimos tiempos) se asemeja a consumir fast food. Comida chatarra, esa que no alimenta, que nos da placer su ingesta y que se digiere de manera rápida aunque sepamos que comemos algo no saludable. Sin embargo, es una acción que repetimos cada tanto. ¿Por qué? Hay varios atractivos involucrados: personajes que vienen del cómic, héroes, heroínas y villanos, la tragedia shakespeariana, la mitología… sí, todo eso está presente, sumado a la publicidad, el marketing y una estrategia impecable de distribución y exhibición. En definitiva, un negocio muy bien armado. Esto es, una progresión de films concatenados que, al empezar a dar frutos económicos, se convirtió en una bola de nieve inmensa e imparable. En el proceso nos quedamos atrapados nosotros, los espectadores, que concurrimos una vez tras otra a ver qué nos depara el próximo episodio de una de estas de Marvel, sumado a las escenas postcréditos, referencias a otros de sus films y personajes, ahora series y próximos proyectos. ¿Para qué? Es indiscutible que Marvel supo armar una estructura prolífica, y la armó de manera tal que ya hace rato conformaron Marvel Studios. Algo impensado para la vetusta estructura clásica de los estudios de Hollywood, aunque con algunas semejanzas. Veamos. Los multicast. Hoy no hay actor o actriz que en gran parte no desee estar en una de Marvel, como no mucho tiempo atrás era ser dirigido por el hoy cancelado Woody Allen, ¿cuál es el beneficio? Una presencia multipantalla a nivel global, que no es poco. Ángel Faretta bien definía en su único texto crítico sobre una de Marvel y acertaba en describirla algo así como “el cuento de la buena pipa”. En Doctor Strange en el multiverso de la locura no hay cambio alguno con lo ya visto, por más que esté involucrado un director de la talla de Sam Raimi y a quien por suerte al menos se lo tuvo en cuenta para volver dirigir un gigantesco proyecto antes de ser enviado a un hogar de ancianos, algo que ocurre con Brian De Palma, William Friedkin o John Carpenter; directores a los que se les debería encomendar no menos de un proyecto anual mientras estén vivos y tengan ganas de realizar dicha labor, del estudio o productor que se nos ocurra. ¿Para qué queremos luego homenajearlos si en vida no los financian? Para no seguir pecando con más negatividad, basta afirmar que escasos ejemplos como Logan, la primera Avengers, Ant-Man o Shang-Chi no estaban mal. Eran productos casi completamente singulares e independientes, eran cine que contaba con una puesta en escena y jugaba con los géneros, sobre todo Logan con el western y su homenaje a Shane o Ant-Man con la comedia. Pero, ¿qué pasa con la secuela de Doctor Strange? La comicidad se presenta en destellos. ¿Cómo la catalogaríamos? ¿Con un género? Si no es más que el “cuento de la buena pipa” que describía Ángel una y otra vez. Esto es, un conflicto, diez millones de vueltas, escenas de espectacularidad incesantes y de repente una solución mágica que soluciona el conflicto en segundos como por ejemplo la escena del reloj que le provee Rachel McAdams a su querido Dr. Stephen Strange. Por lo menos a Raimi lo dejaron jugar con la pelota por unos minutos de recreo, y si bien sus ideas afloran y son fácilmente identificables, como plantear un personaje que está muerto en vida (o vivo en muerto) con movimientos esqueléticos como el Ash poseído de la saga de Evil Dead y algo que sorprendentemente quizás sea lo único fresco y motivador que ofrece el film, ver a Cumberbatch, quien a su vez es un actor muy cómico, haciendo comedia.
TÚ ERES MI VENENO En las últimas películas de James Bond y de Venom, el acercamiento del héroe al villano por tacto o intercambio de un fluido crea dos situaciones notoriamente opuestas: la del traspaso de un poder que beneficia a su adversario y la de brindar un “toque” letal. Así se da pie en esta secuela de Venom (spin-off de Spider-Man) a que el recluso y criminal Cletus Kasady (Woody Harrelson) sea liberado de su confinamiento y pueda, en parte, concretar alguno de sus planes, que no son tan extremos como apoderarse de un universo. Su objetivo, en cambio, es recuperar y estar cerca de su amada, a quien conoció en un reformatorio allá por su niñez. Otro nexo que quizás podemos encontrar con el 007 de Craig. El Eddie Brock de Tom Hardy es un periodista que necesita generar con urgencia un contenido exitoso para su medio. Su novia Anne (Michelle Williams) lo dejó a causa de su temperamento un tanto incontrolable. No debe ser fácil ser el huésped de un alien simbionte como Venom. Cletus, todavía convicto, desconoce que el tímido Brock a su vez es Venom, y aunque algo sospeche, el afán un tanto sensiblero que recibe este personaje le permite explicitar su deseo de mantener una relación amistosa con aquel. Al mejor estilo Dr. Jeckyll & Mr. Hyde, tanto Eddie como Cletus deben pelear contra sus alter ego, dos alienígenas que deciden salir a superficie según las circunstancias lo requieran, sin explicación alguna o a causa de una estimulación. A veces para hacer un poco de psicoanálisis con su huésped, o simplemente para derivar en lo mejor que tiene este film, esto es, las charlas cómicas entre ambos. El uso de la comedia es algo que funcionó de maravillas en otros productos de superhéroes y aquí no existe excusa como para no hacer uso de esa misma fórmula. Venom está dirigida por Andy Serkis. En esta, su tercera película, Serkis demuestra ser un conocedor de la utilización de efectos especiales. Ha concretado un film pequeño, de poca duración, efectivo, del que no se vislumbra un espectáculo grandilocuente o majestuoso sino medido y equilibrado. Por momentos aparenta un marco de videojuego, o acaso remite a una lúgubre extrapolación de cómic. Venom podría pasar por producto de los 90; incluso sorprenden algunas líneas de diálogo como una de Anne (Williams) en la que destaca quedarse con cierto hombre a su lado ya que le brinda seguridad. Algo inimaginable para la mujer independiente de estos tiempos. En Venom hay pasado, hay acción, hay persecución, y también la debilidad por la amada, el eventual sacrificio. Todo ocurre en casi la mitad de lo que dura una Bond, escena post créditos incluida.
El músico (Taron Egerton) entra a un pasillo con atuendo de demonio. Su postura es de superhéroe, como si estuviese a punto de enfrentar a un villano, en dirección al que pareciera ser el escenario de uno de sus shows. El destino, en cambio, es una clínica donde lo espera un grupo de autoayuda para individuos con problemas de adicción, lugar que da pie para marcar la columna vertebral y la estructura del film. A partir de estos encuentros, Elton irá realizando un racconto alternando tiempos, en cierta manera un exorcismo, el sacar afuera ese diablo del disfraz y así desarrollar facetas de su infancia, el rise and fall, sus miedos y una temible frase materna que se repite una y otra vez, recorriendo y dando sentido a todo el film: “(por ser homosexual) nadie te amará realmente”. Si bien puede inscribirse en el género musical, Rocketman cuenta con todos los elementos (imagino, intencionales) para que luego de su estreno comercial en salas pueda convertirse en un musical de Broadway. Para ello, la incorporación de escenografías móviles, extras por doquier, cambios de vestuario y climas repentinos va también amalgamando el recorrido de su vida a través de sus temas más conocidos. Entre ellos Your Song, Don’t Go Breaking My Heart (junto a Kiki Dee) o la filmación del videoclip original de I’m Still Standing en la Croisette donde transcurre el Festival de Cannes, algo que podría haberse aprovechado como excusa para abrir el festival. Rocketman hace hincapié en dos relaciones puntuales de Elton: laboral con Bernie Taupin (Jamie Bell), el escritor de las canciones con que Elton comenzó su carrera y quien lo acompañó en una amistad entrañable a lo largo de varias décadas; y sentimental con su manager, John Reid (Richard Madden). El film presenta varios puntos en común con Bohemian Rhapsody, film del que Dexter Flechter tuvo que hacerse cargo repentinamente tras la desvinculación de Bryan Singer. Puntos en los que muchos otros biopics sobre estrellas musicales se ven atrapados con frecuencia. Rocketman en cierta manera intenta eludir estas similitudes y es su aporte coreográfico-musical el que define esa otra manera de poder contar una historia y en el que se luce con generosidad Egerton. Su espacio no se ve limitado a “imitar a” sino que traspasa esa barrera; su timing es perfecto en los distintos registros que debe lograr, el de ser un showman y un músico en escena, involucrando el arco payasesco y hasta el dramático.
Farhadi no es Kiarostami Una familia integrada por padres de distintas nacionalidades (Laura/Penélope Cruz/España, Alejandro/Ricardo Darín/Argentina) y sus dos hijos llega incompleta, sin la presencia del padre, a una villa cercana a Madrid para asistir al festejo de casamiento de la hermana de Laura. La hija, de carácter volátil, ya ha visitado la región con anterioridad y tiene afinidad con un chico que la habita. En medio de la fiesta, desaparece. A partir de esta premisa en el thriller estructurado por infinitas capas, comienza a desarrollarse una trama digna de una novela de Agatha Christie dentro de un ámbito familiar hermético, plagado de aristas que tienen que ver con la desconfianza, el estado socioeconómico y las derivaciones provenientes de la intolerancia entre clases. Por otro lado, Paco (Javier Bardem) es un antiguo amor de Laura (tal vez el más importante), y a su vez, dueño de las tierras que esta le vendió antes de emigrar a Argentina. La familia de Laura nunca aceptó esta adquisición, considerando que el peón se abusó al comprarlas en un valor menor al de tasación real. El personaje encarnado por Darín irrumpe en la segunda parte del film, cuando el conflicto ya está planteado. Se esperaba por momentos que su figura ingresara con imponencia, pero no. De hecho, a Darin se lo nota un tanto incómodo en su rol, que resigna casi todo diálogo por un trabajo mucho más corporal y gesticular. El director iraní Asghar Farhadi, doble ganador del Oscar por La separación y El viajante, acude a filmar a un país y un idioma foráneos (España), siendo este uno de los desafíos que establece el film. Kiarostami lo hizo en Copia certificada (Italia), aquella magnífica obra protagonizada por Juliete Binoche y William Shimell, y luego en Like Someone in Love (Japón). Para algunos cineastas, la distancia y la lengua no resultan un problema. No es el caso de Farhadi. Este thriller, asimismo, transita un camino melodramático y lo hace demasiado mal. Como evidencia, valga mencionar una escena clave en la que Bardem debe sobrellevar una carga emocional importante a raíz de lo que acontece. La escena resulta risible hasta el punto de provocar las carcajadas de una platea que en esa instancia debía acongojarse. Con todo, la dupla Bardem-Cruz funciona muy bien en pantalla; sobre Cruz recae gran parte del peso del film y sale airosa. Farhadi, por el contrario, no logra trasladar la experiencia de rodaje en Irán a otras regiones.
Es imposible no asociar este film a El Clan (Trapero). Ambos se basan en casos policiales que estremecieron a la Argentina por su gravedad y desenlace, para luego permanecer en el imaginario popular. Casos clave, representativos, de los que se habló y se habla; prueba de ello son los libros, las películas y las series televisivas. Luis Ortega fue el responsable de Historia de un Clan, casi en simultáneo al estreno de El Clan pero en formato televisivo. Sus películas anteriores trataban sobre conflictos en ambientes periféricos (Monoblock, Caja negra), convirtiendo el bajo presupuesto en estilo. Historia de un Clan fue el puntapié inicial para atraer inversores y apoyar este nuevo film, su salto a la producción de gran formato. Tras llevar ingeniosamente a destino dicha serie televisiva que alcanzó notorios picos de audiencia, Ortega apunta ahora a otra leyenda de nuestra historia criminalística, el asesino serial Carlos Robledo Puch. La principal revelación del film (sin quitarle mérito a Ortega) recae en la actuación de Lorenzo Ferro, quien interpreta a un Robledo Puch adolescente más cínico que angelical. La primera escena lo deja claro: sus padres no podían concebir, por lo que la madre (Cecilia Roth), luego de ser aconsejada por un cura, le pide a Dios. El joven Puch, entonces, se considera un ángel, un enviado del cielo. No cree en la propiedad privada, todo es de todos y por eso roba. La prensa, encima, lo apoda “El Ángel de la Muerte”. Sus robos iniciales consisten en cosas materiales, ni siquiera para beneficio propio o reventa. El film (que por momentos parece ser demasiado condescendiente con el personaje) aclara que ese accionar es producto de su naturaleza. Eximido de moral o responsabilidad sobre sus actos, El Ángel cuenta su historia en primera persona. En la escuela industrial conoce a Ramón (Chino Darín), un tipo sombrío como él que pronto se convierte en su compinche para el delito. Ramón brinda el nexo para que Ortega pueda mostrar en pantalla otra de las facetas de Robledo Puch: su orientación sexual, claramente vinculada a sus actos. La atracción hacia Ramón no va más allá de la vida criminal, pero sí deriva en celos y en un desenlace por demás adecuado al comportamiento del adolescente. El film tiene una estética muy definida que ambienta los años 70 a la perfección. A esto lo refuerza una selección musical que incluye clásicos de la época como “El extraño de pelo largo” y otros de Ortega padre, Billy Bond, Pappo, etc. Los lugares frecuentados por los personajes (clubes nocturnos, mansiones donde cometen atracos, locales céntricos, una armería) describen una ciudad casi desierta en la que las fuerzas policiales buscan sospechosos por todos lados (los hechos transcurren en 1971). Como el extraño de pelo largo, Robledo Puch vive a contramano de tal coyuntura, “sin preocupaciones” y sin importar las consecuencias. Su habilidad para zafar de situaciones extremas es notable. Una decena de asesinatos y cuarenta y dos robos (declarados) hicieron que Robledo Puch sea en la actualidad el prisionero más antiguo dentro del sistema penitenciario local. A diferencia de lo que observamos en El Clan, la utilización de una técnica casi scorseseana genera aquí un resultado mucho más efectivo. Ortega retrata con acierto uno de los ejemplos de rise and fall más recordados por los argentinos.
La balada pertenece a un género musical que está asociado a la poesía. La balada romántica, en tanto, es aquella basada en un hecho específico, y puede incluir la variante de estar compuesta solo por acordes, sin letra. Desde el surgimiento de bandas de rock ’n’ roll vinculadas a comunidades de surfers o motoqueros (guerreros en el agua o en las rutas), se suele combinar la balada con un acorde particular característico y altisonante que cambia radicalmente su estructura original; este es fácilmente reconocible y muy frecuente en las escenas de motos en el cine. El Motoarrebatador comienza con una escena que incluye una balada, una moto y la imagen de un motoquero (luego sabremos que se llama Miguel; no lo denominaremos motochorro sino arrebatador, ya veremos el motivo). La moto es el caballo de batalla para salir a ganarse el mango y arrebatar. Presentados el vehículo y su conductor, el film continúa mostrándonos al secuaz (personaje que luego tendrá incidencia en una escena clave). Juntos, marcan a una señora que va a un cajero automático durante esas horas muertas y calurosas de la tarde tucumana, locación que por su periferia se asemeja a la de un pueblo fantasmal de western de antaño. Tras el arrebato, la cartera queda aferrada a la señora, hecho que produce un arrastre del cuerpo por varios metros, dejándolo inconsciente y tendido sobre la vereda. A pocos días de esto, el arrebatador, por alguna razón no desarrollada pero que bien podría inferirse sobre la idea de una imagen materna que no está presente en la historia (o vaya uno a saber por qué), regresa al lugar, se dirige a una guardia de hospital y pregunta por la mujer; él sabe su nombre ya que tiene las pertenencias. Mientras que la víctima pasó a un estado inconsciente, el victimario pasará a un estado opuesto. ¿Por qué motoarrebatador en vez de motochorro? Luego del incidente inicial, la temática criminal desaparece, Miguel no vuelve a delinquir salvo en una escena que refleja la situación generalizada de western en el territorio tucumano. Miguel no roba sino que arrebata una identidad que no es la suya, y todo el relato gira alrededor de dicho aspecto; afuera quedan la moto, el robo y todo lo demás. Es el vínculo entre el arrebatador y la mujer lo que toma fuerza en la trama y cambia por completo el destino al que se dirigía el film. Agustín Toscano, el director, ya había codirigido Los dueños, que fue gratamente recibida en Cannes. Su talento es indiscutible y su búsqueda continúa, afianzando conocimiento y experiencia al contar una historia pequeña y minimalista en su Tucumán natal. Miguel y la señora, al igual que en una balada, se funden como el acorde y letra que definimos. Por momentos, sin siquiera darnos cuenta (ilusos nosotros y conscientes ellos todo el tiempo). Ninguno de los dos, en el final, resulta ser quien pensábamos que era.
Star Wars al banquillo de suplentes Los responsables de Star Wars -como cualquier entrenador de un equipo- están probando en el campo de juego todo proyecto que espere en el banco de suplentes. Es así como al agotado ícono pop le llegó el momento de los desprendimientos o spin-offs, que no comenzaron y siguieron con Rogue One y Solo sino que tuvieron su punto de partida en las olvidables La Aventura de los Ewoks y Ewoks: La batalla de Endor, sumadas a las animaciones Clone Wars, entre otras. El spin-off funciona como una especie de film amorfo, anexo y de conexión entre episodios; o simplemente funciona como Solo: a diferencia de lo visto en Rogue One, aquí tenemos una saga secundaria sobre un personaje que intervino en la saga original (uno de los más queridos, además). Solo no justifica demasiado este vínculo salvo por la irrupción de una escena en particular que ubica al spin-off en tiempo y espacio con el resto de los episodios, así como ocurriera con Rogue One y su final pre-Episodio IV. Vale analizar el sentido del asunto. El Han Solo interpretado por Harrison Ford ya contaba con matices bastante explotados a lo largo de cuatro episodios. Pasó por facetas de aventuras, amistad, romance, fracaso, comicidad y paternidad conciliadora. El spin-off está adquiriendo la función de explicar excesivamente aspectos que, por razones inherentes a la estructura de un film, suelen dejarse incompletos, generando baches argumentales que luego deben ser llenados por el espectador. En Han Solo: Una historia de Star Wars nada de esto sucede. Vemos cómo un Han Solo interpretado muy dignamente por Alden Ehrenreich (el mismo de Tetro) se carga el film al hombro, justamente él solo. Una especie de Indiana Jones desfachatado, más que el arrogante mercenario de la Star Wars original. El protagonista interactúa a duras penas con tres o cuatro personajes que no alcanzan a suscitar una mínima empatía. Encontramos a un Woody Harrelson desaprovechado, en una labor realizada a desgano; a Emilia Clarke (Qi’ra) como el aporte sentimental e intentando seguir el ejemplo de Felicity Jones en Rogue One (pero sin poseer en absoluto el mismo desarrollo fuerte) y a Paul Betanny como un villano sin mucha maldad. Sí, aparece Chewbacca: presenciamos el momento en que se conocen, origen de una unión que se irá in crescendo a lo largo de toda la saga. También está Lando Calrissian, dueño de El Halcon Milenario, interpretado por Donald Glover. El actor y cerebro de Atlanta es, junto a Ehrenreich, lo mejor del film y quien tira los gags más ingeniosos. Ron Howard, a cargo del proyecto, entregó un producto efectivo. Se nota su comodidad al estar rodeado de un grupo con el que suele trabajar, como Bettany, Warwick Davis, un Lucasfilm sin Lucas y hasta su hermano Clint. Seguro saldrán del banco de suplentes nuevos spin-offs y secuelas, reclamando al fanático de Star Wars que siempre apoyará al equipo, incluso cuando juegue mal, hasta que llegue el día en que se dé cuenta de que el campeonato terminó hace rato.
Observar una ciudad Tras un inicio como co-director y luego como solista -dos ficciones, un documental de observación- Rodrigo Moreno vuelve a incursionar en este segundo género, esta vez sin el carácter individual de Réimon (2014), donde retrataba a una empleada doméstica. Aquí, por el contrario, el enfoque es colectivo y apunta a los habitantes de la ciudad entrerriana de Colón. El registro de la cotidianidad, sin guión ni linealidad narrativa, nos provee calidez frente a las apacibles imágenes de las personas y los paisajes. De tal modo presenciamos un día de pesca, una conversación entre dos adolescentes mientras andan en moto, un partido de rugby, una charla de ancianos en un bar e incluso la limpieza de un local bailable al día siguiente. Como toda ciudad, Colón ofrece un sinfín de peculiaridades cuya aprehensión requiere estar con la cámara en el lugar y el momento indicados. Los espacios se llenan con preciosismo o con crudeza, o con ambos componentes a la vez. Una ciudad de provincia lleva a cabo su indagación de manera relajada, sin necesidad de imponer, forzar o subrayar nada. El resultado es ambiguo. La simpleza buscada en la propuesta, que apela al naturalismo, da cuenta de un cine menor, pequeño, apenas promiscuo, que no termina de saciar como experiencia cinematográfica.