Existió un tiempo en que los thrillers eróticos invadían las pantallas y hasta se habían puesto de moda. Como generalmente sucede, al haber exceso de oferta abundaba la mediocridad. Nombremos un par de los buenos. En El Cartero Llama Dos Veces, el erotismo subyacente entre John Garfield y Lana Turner se tornaba omnipresente. En Cuerpos Ardientes (Body Heat) se cumplía a la perfección el tagline del afiche: “a medida que la temperatura aumenta, comienza el suspenso”. Nada de esto ocurre en la tercera y (esperemos última) entrega de Cincuenta Sombras. Cual comercial de desodorante, la gélida y simplona Cincuenta Sombras Liberadas está decorada por covers de canciones colocados forzadamente a lo largo de todo el film. Selección sólo comparable con esos deplorables compilados al estilo Bossa n’ Marley o Bossa n’ Stones, hechos para un público general que pareciera deleitarse con este mismo tipo de junk food cinematografico. La acción comienza con una nueva etapa de la relación entre Christian Grey y Anastasia Steele: su casamiento. Los 105 minutos que dura el film zigzaguean entre los enojos de Anastasia y la complacencia (económica) de Grey al intentar revertir sus falencias como pareja. A ello se suma una subtrama criminal sin sorpresas que involucra al ex jefe de Anastasia, un tal Jack Hyde. Por supuesto, también están las esperadas y poco efectivas escenas eróticas de los recién casados. La semana pasada, en una de sus clases, Ángel Faretta comentaba sobre la inutilidad de contar con escenas de sexo dentro de un film, ya que muchas veces nos calentamos y terminamos perdiendo la atención en lo que fuimos a ver. Aquí ocurre todo lo contrario, pues estas escenas sirven como nexo para revitalizar la atención que se pierde cíclicamente mientras avanza la trama. Hoy en día los films eróticos estrenados en cartelera no abundan, y los que llegan, como éste, son mediocres. Ponen a un chico pintón con abdominales y a un bombón como Dakota Johnson para el consumo de millones de espectadores. A otros tan sólo nos queda recordar la sensualidad que emanaban William Hurt y Kathleen Turner en Cuerpos Ardientes; en especial su final, que deja al de las cincuenta sombras ya liberadas como una más de Disney.
La generación de un mito Meses atrás discutimos fervientemente dentro de un grupo cinéfilo de whatsapp acerca del auteurismo de una obra en particular: Steve Jobs, con guión de Aaron Sorkin. Entre comentarios surgió la premisa de considerar que la concepción de un film a partir de un excelente guión (como acostumbran ser los de Sorkin) disminuye las chances de que este sea fallido, excepto que el director lo arruine. Alguien expresó la idea de que el cine es más que nada puesta en escena, sugiriendo que un buen film no se elabora a partir de un buen guión sino también con el acompañamiento de un realizador acorde. Finalmente, todos coincidimos en que ese maridaje a veces funciona; otras tantas no. Hablamos entonces de Sorkin, reconocido guionista de Cuestión de Honor, Mi Querido Presidente, La Red Social, Moneyball, Steve Jobs y también de Apuesta Maestra, quien da en esta última su primer paso como director, y lo hace bastante bien. Con un comienzo abrupto que funciona como chiste, Sorkin ya deja una pista del subsiguiente rise and fall del personaje principal. Se trata de Molly Bloom (Jessica Chastain), una eximia esquiadora olímpica de slalom que fracasa en una competición crucial. Mediante un montaje paralelo y falseando la línea temporal, vemos a Molly en una doble caída: física/deportiva por un lado, legal/anímica por el otro. A partir de allí cobra vida una idea de renacimiento, vinculada a la organización de apuestas en juegos clandestinos de póquer. Ello da pie a una primera historia como columna vertebral del relato (el comportamiento delictivo de la protagonista), que derivará en consecuencias legales y un eventual juicio. El film de Sorkin, por cierto, se basa en la autobiografía de la verdadera Molly. Intencional o casualmente, Molly Bloom comparte nombre y apellido con aquel personaje al que James Joyce destinó un monólogo en el último capítulo de Ulises. Criatura que, a su vez, está simbólicamente basada en Penélope de La Odisea. La Molly Bloom de Sorkin parece continuar esa propuesta joyceana. Durante todo el film, su voz en off narra -quizá en dosis un tanto excesivas- no solo lo que ocurre en escena sino también lo que ocurre afuera. Molly repite, asimismo, el mito de Penélope: pretendida por varios hombres (jugadores), fiel a todos ellos en lo que a la actividad respecta, y en cierta manera atraída por el que luego la traiciona. En una escena Molly hace referencia al mito, lo vomita sobre el espectador y, desafiante, dice estar “construyendo uno nuevo”. Ese prolífico negocio clandestino, todo un reto para ella, no terminará de llenar el vacío que desde hace años la aqueja. Su redención y comprensión surgen, en parte, gracias al significativo aporte del personaje interpretado por Kevin Costner, el cual no resuelve ciertas incongruencias narrativas pero sí brinda un impulso placentero y emotivo hacia el final de la historia. Si, luego de ver Apuesta Maestra, pudiese volver atrás en el tiempo a esa conversación de chat, diría que vi la obra de un gran guionista. No su mejor guión, pero sí su mejor film. El primero.
El Día Después (The Day After / Geu-hu, 2017) es un largo en blanco y negro en el que Hong Sang-soo despliega nuevamente su don para contar historias e indagar sobre las relaciones humanas, sobre todo las amorosas. Sus relatos siempre se vinculan con parejas de amantes que, tras juntarse a tomar alcohol, al otro día -como en el título del film- comienzan a tener enredos amorosos de todo tipo, como en el de este caso: un escritor casado sale con una joven que trabaja para él en su editorial, pero ella deja de trabajar, emplea a otra y su pareja cree que el engaño era con esta última. Luego de In Another Country (2012), en la que mostró algo diferente, como viajar a distintas regiones y trabajar con una actriz francesa del tamaño de Huppert, en El Día Después , por más que es un film por demás placentero, no demuestra ningún desafío más que continuar con la misma línea que venían trazando sus otras películas.
Es difícil poder apreciar un film como El Seductor (The Beguiled, 2017) luego de haber visto la obra maestra, homónima, de Don Siegel, estrenada en 1971. Calificada como una adaptación de la obra literaria y no una remake, según las palabras de su directora, El Seductor versión Sofia Coppola es un relato refinado, visualmente preciosista y con un cast deseado. Ahora, con esa imposibilidad, a no poder dejar de compararla con la anterior, surgen atisbos de falta de conexión entre personajes, situaciones que se resuelven de manera forzada, dejando de lado la efectividad de la obra de Siegel; aquí el trato de la crueldad, por ejemplo, que alguien cometa una atrocidad pasa al otro día como si nada hubiese sucedido. Circunstancia que en la obra de Siegel estaba mucho más marcado y desarrollado. Por alguna razón, Coppola quitó algunos tópicos que estaban presentes en la de Siegel y eran fundamentales para continuar haciendo una descripción de los personajes, como la esclavitud, el incesto y hasta la visita de soldados sureños a esta especie de mansión habitada solo por mujeres. La labor de Nicole Kidman está muy bien; cumple en dar esa sensación de madraza fría y sobreprotectora, como si hubiese creado un submundo dentro del internado en el que, cual nodriza, adoctrina a un grupo de menores mujeres. El mismo rol, interpretado anteriormente por Geraldine Page, era increíble, al igual que lo que ocurre si se compara la labor de Colin Farrell con la de Clint Eastwood.
Unidos jamás serán vencidos Cuando un film es presentado en cualquier sección secundaria en Cannes y es galardonado con un premio, se sabe que el próximo proyecto de ese director tiene altas probabilidades de ser seleccionado en futuras competencias principales del festival. Este es el caso del tercer film del director argentino Santiago Mitre, quien ganó el Grand Prix de la Semana de la Crítica en 2015 por su film La Patota. La Cordillera (2017) es una ficción que trata sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos con sede en Chile, en la que se debatirá sobre un tratado energético para la región. Entre los disertantes se muestra a Brasil como el país con un alto liderazgo y a Argentina, por el contrario, con Hernán Blanco, un presidente -alrededor de quien tomará eje el film- recientemente electo, protagonizado por Ricardo Darín. El film comienza con diálogos entre los asesores (Érica Rivas) y el jefe de gabinete (Gerardo Romano) referentes a la impronta de que el marido de la hija del presidente (Dolores Fonzi) está próximo a realizar una denuncia por irregularidades durante la administración de Blanco antes de llegar a presidencia. La narración comienza a tomar vuelo ante el arribo de todas las delegaciones a la cumbre y empezar los debates, las problemáticas y situaciones que desembocan en acuerdos laterales. En La Cordillera, hay ausencia de clima y suspenso como con la que contaba la más elaborada y eficaz El Estudiante (2011). Se vale de una escena que incluye una sesión de hipnosis para dar paso a dilucidar qué es lo que le pasa a la hija del presidente, una mujer con problemas psiquiátricos que acude a la cumbre por pedido de su padre. Ésta y otras vías que propone el guión quedan truncas, y es allí donde en gran parte falla la película. El poder que el artesano tiene en un film puede ser el de dar u ocultar información, en ambos casos con una finalidad. Aquí, la información a medias no ayuda más que a construir incertidumbre. Existe desaprovechamiento de actores de la talla de Rivas y Fonzi en lo que a sus personajes respecta, hasta inclusive no se presenta el cierre de algunos personajes de historia principal y secundarios, como es el de la persona que entra a la Casa Rosada en la primera escena, introductoria del film, personajes cuyas historias quedan olvidadas, al azar. El tema principal de La Cordillera es actual, representa situaciones que ocurrieron o bien podrían ocurrir en breve, sin certeza: la unión de presidentes de una región con un objetivo en común. Si hay algo por demás destacable en esta muestra menor dentro de la filmografía del director Santiago Mitre es la escena que define al film y que cuenta con la aparición de Christian Slater como un representante del gobierno estadounidense. Escena en la que hasta Darín se anima a hablar en inglés.
Una anomalía puede asociarse a desperfectos, a correrse de la normalidad o lo esperable, La anomalía no permite prever, es un desvío. Dentro de la filmografía del británico Christopher Nolan, sus últimos cuatro proyectos tienen los siguientes puntos en común: promediaban los 158 minutos de duración por film, eran sobreexplicativos, solemnes e incluían partituras musicales in crescendo hasta llegar a un clímax estridente; jugaban con la temporalidad, el tiempo detenido, el relato desdoblado y el paralelismo temporal. Dunkerque (Dunkirk, 2017) es una anomalía de Nolan, quizás por necesidad y determinación. El menjunje de elementos habituales cuando bien utilizados -como en este film- demuestran un claro ejemplo de su virtud. Dunkerque es una ciudad portuaria del norte de Francia en la que históricamente aconteció la Operación Dínamo, que consistió en la evacuación de soldados británicos, franceses y belgas tras la derrota francesa a cargo de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Estamos ante un film bélico que implora convertirse en épico. Nolan apela a la majestuosidad de la imagen, a desechar en lo posible el digital y filmar en 70mm respetando el formato casi en extinción de las grandes superproducciones a las que intenta homenajear y de las que ha tomado varios elementos. Prefiere filmar en la locación original, modificar la región y reconstruir para asemejarse a los hechos. Rasgos que demuestran una cierta obsesión quisquillosa por querer acercarse a directores que admira, como Lean o Kubrick. Hay tres aspectos que funcionan muy bien dentro de la narración de Dunkerque: la delimitación, el tiempo y el sonido. El film está presentado en tres extensiones comprendidas entre el aire, mar y tierra, permitiendo así una delimitación de tres historias con tres personajes que son asociables instantáneamente a lo largo del metraje. Sin importar las distintas duraciones de estos segmentos, los tres tienen un nexo que es el tiempo. Los paralelismos temporales son utilizados de manera tal que en los primeros minutos cuesta entender la organización lineal del film, pero una vez asociados el recurso distractivo pierde su efecto y da lugar al sonido. El sonido y la utilización de la escala Shepard -decisión conjunta con Hans Zimmer- consistente en crear una ilusión auditiva in crescendo a partir de una serie de notas en distintas octavas con objeto de generar suspenso. Dunkerque es un film en el que se percibe a un Nolan más relajado en su labor, sin querer mostrar superioridad y espectacularidad, tramas que rozan el ridículo como en Interestelar (Interestellar, 2014), no contar con un protagónico que se robe el film como Heath Ledger en Batman: El Caballero de la Noche (The Dark Knight, 2008), ni dar mil vueltas sobre el mismo eje, como en El Origen (Inception, 2010).
Lejos quedamos de la consideración de que el cine rumano haya constituido una moda pasajera como tiempo atrás parte de la crítica internacional vociferó por igual sobre el cine iraní. Descarte inmediato a partir del cine de Mungiu, Puiu y Porumboiu, ejemplares directores rumanos cuyos films no dejan de llevarse premios por cuanto festival se presenten. Premios que, además, facilitan que su cine sea visto y llegue a una mayor cantidad de espectadores. Puiu, en su promisoria carrera, escaló posiciones en Cannes a partir de ser elegido por la Quincena de Realizadores, luego Un Certain Regard y luego en Competencia Oficial, presentando Sieranevada (2016). En el salto, se refuerza el auteurismo de Puiu, reflejado en cada una de sus obras; exceden los elementos que comprueban esta teoría. Sieranevada es un film de extensa duración, que comparte atmósfera similar con la reciente El Tesoro (Comoara, 2015), de Porumboiu. Es habitual la utilización de planos secuencias y cámara en mano no subjetiva, permitiendo así un seguimiento símil marca personal sobre cada uno de los personajes principales del film y darnos a conocer sus distintos comportamientos, que servirán de información de lo que sucederá en el transcurso del film. El acontecimiento inicial: la muerte de un integrante familiar convoca a otros del clan a reunirse en un hogar, donde transcurre la mayor parte del metraje. Esto va desencadenando otras situaciones de igual o mayor importancia dentro de la trama gracias a una exposición intimista y natural que Puiu imprime y que logra la identificación instantánea de espectador con sus personajes. Entre ellos, hermanos, primos y parejas; todos discuten de política, de actos personales -como la infidelidad- y determinadas situaciones externas que acontecen y les obliga a tomar posición, actividad que genera una bola de nieve incesante de malestar entre los presentes. El funeral y la comida son dos elementos cruciales para el encuentro y la eventual disociación. De esta manera, Puiu logra un incesante registro único dentro de un lugar físico que no convierte en un lugar acotado y resulta inclusive ser más vasto que sus alrededores para lo que quiere exponer. La relación de Puiu con el espectador es de inmersión y de brindarle paso a convertirse en un integrante más del clan. El cine rumano definitivamente está establecido en la comunidad cinéfila, con ejemplos como Sieranevada y las muchas por venir de este promisorio autor.
El cine de Terence Davies es único, de esos que contemplan estructuras cinematográficas ya poco empleadas para revisitarlas con completo entendimiento de su labor, tarea similar a la realizada por Todd Haynes en su reciente film Carol o a lo hecho por el fallecido Raoul Ruiz. En A Quiet Passion no se construye un drama de época con manteles bordados y opresión como en el cine de James Ivory, sino con diálogos punzantes que apelan a la comicidad, sin perder la seriedad en ningún momento. Aquí Terence Davies se detiene en una composición sobre la vida de Emily Dickinson (Cynthia Nixon), poetisa estadounidense que impuso una métrica y una puntuación muy personal en sus trabajos, a comparación con sus contemporáneos. Son muchos los puntos en común que la biopic posee con la obra de Jane Austen o Emily Brontë (a las que se hace referencia en el transcurso del film). En este caso particular, existe una fundamental diferencia referida al aggiornamiento, especialmente presente en las charlas diarias que Emily entabla con su hermana Lavinia (Jennifer Ehle). Debido a que Dickinson rara vez visitaba exteriores y tenía fobia a las visitas, la mayor parte del metraje transcurre en interiores precariamente iluminados dentro de la mansión de los Dickinson; este uso de la luz nos reenvía instantáneamente a otros films en los que se empleó luz natural, como por ejemplo Barry Lyndon (1975). Hoy la tarea quedó a cargo del director de fotografía alemán Florian Hoffmeister, quien ya había trabajado previamente con Davies en la excelente The Deep Blue Sea (2011). El clan familiar, compuesto principalmente por dos padres burgueses, no intenta ocultar las diferencias sociales de la época, como el avasallamiento masculino sobre la mujer. En cambio, los tres hijos del matrimonio dedican su tiempo a largas charlas en las que contemplan los desengaños amorosos, los bailes, la conquista, la soledad, las enfermedades, la ética y la moral contraídas. Ante esta problemática, Emily plantea una postura y mirada feministas, con anhelo de equiparación en una sociedad muy desnivelada y batallando con solidez y extremismo, características que no le permiten concretar una relación amorosa a lo largo de su vida. El film está dividido en distintas etapas de la vida de Emily, partiendo de una joven que comienza rebelándose contra el fanatismo religioso y cuestionando la existencia de un Dios. Este puntapié inicial marca en gran medida todo lo que sucederá en el film: la demostración de templanza y dureza de Emily está siempre presente. La performance de Cynthia Nixon (Sex and the City), en el rol de Emily, es increíble. Un trabajo sin reparos y de excelencia, que se amolda a la demanda física y a varios cambios de tono a lo largo del film: sin dudas es su mejor trabajo actoral hasta la fecha. Acerca de Terence Davis, sólo puede decirse que aquí ha creado una nueva obra maestra.
Reírse de sí mismo Baywatch: Guardianes de la Bahía (Baywatch) es una comedia que toma la idea original de la aburrida soup opera playera que tuvo comienzo en 1989 y fue un éxito en pantalla televisiva por un lapso de casi una década. Mientras que la serie -un pastiche superfluo que carecía de humor- contaba con el atractivo de un cast liderado por David Hasselhoff y Pamela Anderson -recordada por su voluptuoso trote por las playas en ralenti-, esta versión tiene como protagonistas a una dupla cómica que se conforma por el ex The Rock, Dwayne Johnson, y Zac Efron, y sin faltar en ambos proyectos, el plus de integrantes de la troupe de guardavidas costeros de esculpidas siluetas. Baywatch comienza imponiendo límite de jurisdicción entre guardavidas y policía local, diferencias entre el torpe accionar policial frente a la aventurera y valiente postura de Mitch Buchannon (Johnson), que acude no solo a la vigilancia de altercados en la costa sino también a donde no es llamado ni es parte de su función, permitiéndose así ser una especie de superpolicía e investigador costero. Para continuar con el clima y superficialidad de la serie, se establece una competencia de guardavidas wannabes que adjudicará -sólo a tres participantes entre decenas- poder ingresar a ser parte del selecto grupo. Entre ellos, están los mayores responsables Mitch y Stephanie, y los mas novatos CJ, Summer, Matt (Efron) y el gordito utilizado como incesante cómic relief, Ronnie (Jon Bass). Baywatch es entretenimiento, toma elementos de la denominada nueva comedia americana y más importante aún, se ríe de sí misma al igual que entre sus personajes, especialmente durante la lucha de diálogos entre Dwayne y Zac. He allí referencias al pasado actoral de Zac, algo ya repetido en otras de sus últimas participaciones en comedias, y recurso que realmente funciona para dar un tono jocoso frente a las fallidas elecciones de guión, groseras como es el caso de volcar un producto que funciona unilateralmente como comedia a querer también hacerlo como un producto de género policial. Veta del film en que la frase “hacer agua” cabe perfectamente: Baywatch ni desde su origen televisivo puede tomarse en serio. Esta mixtura de géneros ha funcionado en el pasado en otros proyectos similares de reboots de series de TV llevadas al cine, tan solo recordar Starsky & Hutch (2004) o Comando Especial (21 Jump Street, 2012), relecturas que poco tenían que ver con la original y llevadas a otro plano efectiva y placenteramente gracias a la consciente utilización de la comedia.
Isabelle Huppert es una mujer con una fuerza demoledora en todos sus trabajos. Sin embargo, muy de vez en cuando apela a un costado nostálgico y dulce. Actriz incisiva como pocas, con el correr de los años se volvió versátil y así empezó a trabajar con directores ignotos y otros reconocidos internacionalmente. De esta manera conoció a Hong Sang-soo en una edición de Cannes y ahí decidieron trabajar juntos en En Otro País (In Another Country, 2012), una belleza de film. Mia Hansen-Løve, por su lado, se perfiló como una directora promisoria, y al igual que Hong, rogó para contar con la presencia de Huppert en su proyecto luego de Eden (2014), una película un tanto fallida dentro de su filmografía. Esta directora francesa logró captar la atención de la cinefilia mundial con opus como El Padre de mis Hijos (Le Père de mes Enfants, 2009) y Goodbye First Love (Un Amour de Jeunesse, 2011), obras que sirvieron para demostrar que había talento de por medio. El Porvenir (L’Avenir, 2016) viene a ser un film mucho más adulto dentro de su carrera, como así también pretencioso: vuelve a tocar problemáticas que conciernen al desarrollo humano y personal, como las vísperas de la muerte, algo que ya se veía reflejado en El Padre de mis Hijos. Huppert interpreta a Nathalie, una profesora y escritora de filosofía, casada y con dos hijos. Transita una separación matrimonial en una edad en la que -como mujer- se considera incapaz de conocer a nuevos pares. Sin embargo, se siente completa con ella misma: en una escena del film se describe como una persona “libre” tras perecer su madre, como si los lazos filiales y afectivos la posicionasen en un lugar de responsabilidades. Con mucha naturalidad, Hansen-Løve se pregunta qué nos pasa cuando llegamos a un punto en que nos cuestionamos siempre los mismos interrogantes. ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos? Nathalie va encontrando este camino luego de sentir su liberación y ver que las cosas por venir a veces son mejores de lo que pensamos. La relación con sus hijos mejora, laboralmente toma otras riendas y se presenta un vínculo maestra- alumno que va desarrollándose a lo largo del film. Sin encontrarse entre lo mejor de la realizadora, sólo nos resta esperar qué tiene para ofrecer a futuro.