El cine incurable. La etiqueta “telefilm” suele utilizarse peyorativamente para calificar a un largometraje destinado a la pantalla grande, es decir, una película que retóricamente ofrece una estrategia austera en sus modos de fotografiar, encuadrar y exponer una puesta en escena, lo mismo para otros aspectos como la música, la cual suele utilizarse para reforzar estados de ánimo de acuerdo a los momentos de la historia. Generalmente, en la dimensión temática, los “telefilms” fortalecen su razón de ser, es así que las luchas del hombre común ante una situación adversa cobran una superficie magnánima, específicamente las relacionadas con enfermedades terminales o muertes inesperadas de familiares. El objetivo es meramente la exhibición en TV. Todos los casilleros mencionados del formato los tacha Siempre Alice, a excepción del soporte en el que se piensa su proyección, aquí hablamos de cine, a priori. Sin reparo y sin indulgencias, la historia se amolda al formato telefilm, y así se da rienda suelta a la cabalgata de situaciones esperables en una historia sobre el Alzheimer, una enfermedad que duele más que ninguna en ciertos círculos. La historia se centra en Alice Howland (Julianne Moore), una importante lingüista de la Universidad de Columbia, además madre de tres hijos (todos adultos) y esposa de un importante científico; toda esta presentación se hace en la primera escena, en la que notamos el primer alerta: un pequeño olvido durante un discurso importante. Gradualmente estos descuidos y problemas de memoria se hacen cada vez más frecuentes, hasta diagnosticarse efectivamente la aparición de una etapa temprana del Alzheimer. Instancia en la que nace la negación y, por sobre todo, la idea primaria acerca de perder la identidad, es por eso que Alice dice: “preferiría tener cáncer, al menos no me olvidaría de mis recuerdos”. Alice finalmente encuentra en su hija más rebelde (la única que no decidió estudiar una carrera formal con salida laboral asegurada), el vínculo para sobrellevar su último año antes de “transformarse” en otra persona. Nada, ni por un instante, hace pensar que los dos directores (sí dos, para colmo) tengan en mente salirse de la ruta de los estereotipos ni pasar algún semáforo en rojo de lo políticamente correcto Solo la sobriedad de Alec Baldwin, en el papel del marido, sopesa la desesperante sobreactuación de Moore, calzada en el traje de “busca Oscar” sin atenuantes ni matices más que el de retratar fidedignamente los sentimientos de una paciente de enfermedad incurable. Para dar cuenta de cómo la mirada de este dúo piensa el cine, por ejemplo, el foco se utiliza solo dramáticamente para mostrar, en modo de subjetiva, cómo Alice pierde su capacidad de recordar: ese es el límite creativo, no hay chances de presenciar un uso de la imagen para simbolizar o construir un sentido más que el de una línea recta, sin segundos planos ni mucho menos sutilezas. Siempre Alice es un ejemplo más de cómo el cine es el medio para reproducir desde una ficción artera “la realidad”, sin importar la posibilidad de utilizar los aspectos de un lenguaje para hacer un objeto artístico, simplemente lo que parece valer es cómo se crea conciencia y cómo los seres humanos, a pesar de las vicisitudes inexplicables de la vida, prevalecemos.
El opus dos de Jazmín Stuart cuenta la historia de dos hermanos en la mitad de sus vidas. Dina (Érica Rivas), trabajadora en una lavandería, creyente, fumadora empedernida y al borde de los temibles cuarenta. Pascual (Juan Minujín), divorciado, vive de la pensión que le deja su ex mujer para que crie a sus hijos, lo cual no hace ya que deja esa tarea a una vecina casi sexagenaria, quien se encarga de la cuestión a cambio de sexo. Basta una llamada de emergencia para que los hermanos se enrolen en una aventura inesperada, en especial tratándose de semejante panorama abúlico. Lo extraordinario resulta ser un viaje hacia el interior de la Provincia de Buenos Aires, para acudir donde el padre de ambos (el inoxidable Hugo Arana) está internado, luego de un accidente leve. Como sucede con las narraciones clásicas, esas que tienen las clavijas de las estructuras bien ajustadas, el viaje es la excusa para desenterrar asuntos no resueltos entre Dina y Pascual: ambos acarrean esos nombres por el capricho del padre, admirador de unos cantantes italianos sesentosos. Lo que parecía ser un peso inesperado se transforma en una posibilidad para reencausar la vida de estos dos personajes, a partir de la aparición de un bolso cargado de dinero que ocultó el padre en un bosque mientras se dirigía al encuentro de mamá (quién abandonó a la familia décadas atrás). De repente en sus monótonas vidas tienen una expedición 2x1. La búsqueda del tesoro los lleva a un viaje de reparación, de rompecabezas familiar. Stuart, en contraposición al auto destartalado de Dina, hace avanzar su vehículo narrativo con paso firme, sin recurrir a los golpes bajos ni a los momentos de catarsis que causan vergüenza ajena. Pistas para Volver a Casa es una road movie y una comedia dramática a la vez, cargada con ecos temáticos del cine de Wes Anderson, todo contorneado por una música celta que nos transporta mentalmente a otras geografías. Es, en definitiva, un relato de héroes grises topados por peripecias extraordinarias, las únicas -al parecer- capaces de resolverles los conflictos personales, y hablamos de los más pesados. Una historia que se nutre de la sobriedad (en todos los aspectos del lenguaje cinematográfico) y de la brillantez actoral del cuarteto liderado por la gran Érica Rivas (ya es redundante hablar de su luminosidad, incluso cuando interpreta a un personaje corroído y ajeado), seguida de Juan Minujín, Hugo Arana y Beatriz Spelzini, quienes conforman así un elenco en el que prima el talento y la química antes que la brillantez de los nombres propios. La primera película en solitario de Jazmín Stuart como directora es digna de celebración porque se trata de un ejemplo luminoso que ilustra lo que se entiende por género, articulado con clasicismo y particularidades locales, a lo que habría que adosarle la variable sensibilidad, de la cual casi nunca se cumple su cuota en el cine nacional.
Sinécdoque Selma. La mayor virtud de Selma es que se presenta transparentemente como un recorte y no como un intento por abarcar lo inconmensurable, estrategia que suelen adoptar las biopics para narrar una vida completa, a modo de síntesis. Salvo la enorme J. Edgar (2011) de Clint Eastwood, los modos empezaron a cambiar en los últimos tiempos. El foco de las vidas se empezó a direccionar sobre los acontecimientos, incluso el propio Eastwood tomó un fragmento por sobre la totalidad para contar una vida, en el caso de Invictus (2009), cómo Nelson Mandela recién electo presidente vislumbraba en el inminente mundial de rugby en su país una chance de reconciliación para su pueblo. Casi en la misma sintonía la directora Ava DuVernay cree en “la parte por el todo” para representar a Martin Luther King y es por eso que se posa sobre la lucha de este activista pacífico en una nación violenta, a las puertas de Vietnam y con el reciente magnicidio de Kennedy reverberando en la figura del presidente Lyndon Johnson, un personaje fundamental en esta historia. DuVernay logra sortear algunos lugares putrefactos del más reciente cine de reivindicación afroamericana (cuyo film icónico es 12 Años de Esclavitud), acompañante de la administración de Obama, sin embargo cae en el uso pueril de los planos cortos para resaltar la violencia. En especial la de un ataque brutal a un hombre blanco que viajó de Boston a Selma para participar de la marcha hacia Montgomery, convocada para protestar por la negativa del gobernador de Alabama para dejar sufragar a los ciudadanos negros, lo que constituye el conflicto central de la película. El guión de Paul Webb tiene un doble mérito porque en primer lugar tuvo que reescribir los discursos de Martin Luther King (derechos que posee el estudio DreamWorks), y además porque expone en líneas muy contundentes cierta contradicción del protagonista, expandiendo los límites bidimensionales con los que se suelen encuadrar a estas figuras, incorporándoles un halo de endiosamiento. Allí donde Steve McQueen no podía resistirse a hacerle un zoom con su cámara a una espalda marcada por latigazos, DuVernay hace un acercamiento más profundo al discurso pero no atraviesa del todo el límite de utilizar su película como medio para emitir un mensaje: poco es el espacio para la representación. David Oyelowo (Jack Reacher, 2012) compone a un Martin Luther King desde la particularidad y no desde la imitación, quizás como principal atributo. Selma es una película intrascendente pero dentro de las fronteras pintadas por su propio dispositivo surfea algunos rasgos inevitables de las biopic concientizadoras permitiéndose, por ejemplo, jugar con la profundidad de campo en las escenas del puente. Su estreno local solo tiene una justificación por ser una de las ocho candidatas a mejor película para los próximos premios Oscar. La ironía de la Academia en solo sumarle otra nominación, y a mejor canción original (la categoría menos cinematográfica de todas), la etiqueta como una obligación para mantener la línea de lo “políticamente correcto” para la industria, una jugada de la que era merecedora 12 Años de Esclavitud.
La perspectiva de un todo. La Teoría del Todo plantea, en principio, dos cuestiones atendibles. Su estructura narrativa la expone como la biopic de Stephen Hawking, desde su juventud en la universidad hasta su consagración como celebridad más allá de los límites del mundo científico. La otra cuestión es la mirada que se aborda, la de la ex mujer de Hawking, Jane Wilde (autora del libro en el que está basado este film), con quien estuvo casado más de dos décadas. Si bien la primera parte de la película de James Marsh se ocupa del pasaje de Hawking como estudiante de Cambridge y su ya promisorio futuro en las ciencias duras, la perspectiva cambia cuando aparece el personaje de Wilde. Sin caer en subjetivas burdas (ni formales ni narrativas), las situaciones cobran mayor presencia y fortaleza cuando la relación de ambos se impone por sobre los estudios y avances del científico, incluso los deterioros de su rara enfermedad -esclerosis lateral amiotrófica- aparecen para marcar golpes de efecto más que por decisiones dramáticas. Una excepción es la escena en la que el científico -ya en un estado de imposibilidad motriz total- ve a través de los puntos de la lana de un pullover a medio poner la luminosidad incandescente de la chimenea; un pequeño detalle que le permite finalizar una investigación. Lamentablemente el director no volverá a usar el lenguaje cinematográfico en un sentido artístico para representar momentos luminosos de la vida de Hawking, que los ha tenido más allá de su terrible enfermedad, entre otros: la posibilidad de desarrollar una carrera, de convertirse en un científico de renombre mundial, conocer a una mujer que lo acompañó (incluso marginando su propia carrera) y que le dio tres hijos. La tensión, que nunca llega a consumarse del todo, parece querer inmiscuirse cuando un director de coro, amigo de Jane, se suma al círculo familiar para ayudar a la pobre mujer con la cotidianeidad. Este “té para tres” -en el que Hawking adopta una postura positiva porque ve en su mujer la dedicación absoluta a la familia y en especial a él- tiene su punto de no retorno luego de un episodio conocido del que el científico casi pierde la vida. Las nominaciones al Oscar y la popularidad de Hawking como hombre, científico y personaje convierten a La Teoría del Todo en la típica película británica correcta, prolija y tallada sin rebeldía, como lo fue hace unos años El Discurso del Rey. Eddie Redmayne hace de su Stephen Hawking una mimesis casi exacta en lo corporal, favorecido también por un fisic du roll pertinente. La Teoría del Todo es fallida como retrato de la vida del más famoso científico contemporáneo por posar sus fuentes en un texto casi autobiográfico, poseedor -además- de una mirada particular desfavorable para esta empresa, pero más que nada porque desde la dirección casi no se intentó escaparle a los moldes prefabricados de un cine preocupado por la representación fidedigna de hechos y de personajes (como si eso fuera posible) que ignora una visión particular sin límites autoimpuestos.
Registros impertinentes. En los últimos años Bill Murray, se podría decir que desde Perdidos en Tokio, ha representado papeles algo ajenos para la primera parte de su carrera. Aquí en St. Vincent -opera prima de Theodore Melfi- el registro es una leve inflexión de su clásico personaje malhumorado, sarcástico y antisocial, que hemos visto por ejemplo en Hechizo del Tiempo y en Los Fantasmas Contraatacan, esa hermosa versión moderna de Cuento de Navidad de Dickens que hizo el gran Richard Donner. Tal inflexión se presenta -más que por otro factor- gracias a una historia inscripta en un tono dramático, sobre el encuentro de dos personajes diametralmente antagónicos: Vincent (Murray), un adicto a las apuestas de caballo y al alcohol, plagado de deudas y poseedor de un pasado no muy luminoso, y en la vereda de enfrente (o más bien en la casa de al lado) está Oliver, un niño recién llegado al barrio junto a su madre, una flamante divorciada. Vincent y Oliver se encuentran, en especial por una necesidad del primero de sacarle unos dólares a la madre del segundo, a cambio de hacer de niñero unas horas. La relación avanza por el camino seguro de las estructuras narrativas: momentos de comedia, drama y alguna pequeña tensión pero sin las variaciones esperables en una estructura demasiado genérica. Los secundarios desfilan -también- en registros que oscilan entre la constipación y el ridículo, en el primer caso el papel de madre compuesto por Melissa McCarthy, parada en la mitad de la comedia y el drama lacrimógeno de telefilm, y el segundo es una Naomi Watts en la piel de una prostituta, con un acento símil ruso, desbordante de clichés a su paso. Para el final llega el momento de la beatificación. Los rasgos interesantes de la actuación de Murray se desvanecen en la secuencia de la ceremonia, realizada en honor a este hombre común, que ha hecho cosas notables en un pasado algo lejano para las nuevas generaciones. Probablemente la estirpe de un actor añejado que ha surcado nuevos senderos es la que mantenga algo de firmeza en la historia. Su pasión recién aparece registrada en un epílogo antológico para los créditos, en los que Murray canta arriba del clásico Shelter from the Storm de Bob Dylan, para esta instancia la sensación de desperdicio de recursos humanos se cuela de manera inconsciente.
Clasicismo inoxidable. El cine de Hollywood todavía no le ha encontrado la vuelta para las representaciones de las guerras de Irak y de Afganistán. Se podría decir que el estado híbrido de esta lucha armada contribuye a la falta de perspectiva histórica, necesaria para entender un conflicto y para poder desarrollar historias. En los 70, la industria contaba con grandes nombres para llevar a cabo las primeras experiencias de Vietnam en cine, lo que se extendió a la siguiente década, así ofreció algunas obras maestras como Apocalypse Now y Pecados de Guerra (Casualties of War). Tan solo Kathryn Bigelow con Vivir al Límite (The Hurt Locker) logró sortear el fracaso de las producciones demasiado urgentes de una guerra actual, y era hasta el momento la excepción a la regla maldita de desastres tanto en taquilla como en lo artístico sobre Irak. Más allá de estos antecedentes negativos, Clint Eastwood nunca sintió siquiera una mínima presión, a lo largo de su extensa carrera, para desarrollar temas o problemáticas -por más duras que estas fuesen- como si estuviera ajeno a los momentos del cine porque su capacidad para narrar es más sólida que cualquier crisis que pueda presentar la industria de Hollywood. Siempre bajo el signo del clasicismo, no importa si es un thriller sobre la desesperación de una madre por reencontrar a su hijo o si es una biopic de J. Edgar Hoover, el viejo Clint mantiene vivo el fuego de la narración como bandera que se clava en cualquiera de las dimensiones de sus películas. Inmediatamente después de la luminosa Jersey Boys, la historia de Chris Kyle (denominado el francotirador más letal de la historia militar de EE.UU.) se ubica perfecta en la repisa de inquietudes del octogenario director. Lejos de ser una biopic de cuatro paredes, el relato comienza con la primera participación en el campo de batalla para Chris -a quién se lo nombrará en la película más como “Legend” que por su nombre de pila- y su bautismo de fuego al tener que decidir si elimina a una madre y su hijo que cargan una granada destinada a ser arrojado contra un tanque. Desde allí, Eastwood retrocede en el tiempo y enarbola -con un poder de síntesis envidiable para muchos directores- la niñez y los años previos al alistamiento de este francotirador con los SEAL, para volver nuevamente al punto de inicio y avanzar en los cuatro tours del protagonista, a lo largo de varios años. Bradley Cooper también parece entender de síntesis porque aplica la misma táctica de su director, en completa sintonía al componer este duro personaje. El correlato de la obsesión de Chris por atrapar a su némesis, un colega enemigo que está acabando con sus compañeros, se cuela hasta revestir mayor importancia para la historia, en contraposición con la subtrama de enajenación y tensión generada con su mujer, quien no puede convencer a su esposo de “regresar” al hogar y ser el mismo de antes de la guerra. La historia de este francotirador, convertido en celebridad dentro del círculo militar estadounidense, no es finalmente un vehículo para relatar el alienamiento, como pasaba en la mencionada Vivir al Límite: allí donde el cinismo de Bigelow contorneaba con singularidad la historia de un hombre sin miedo a la muerte, Eastwood baja a tierra con cierta emotividad primaria en los modos narrativos pero suficiente para no alertar al detector de golpes bajos. Otro de los mayores méritos está en evitar el exceso de patriotismo, principalmente por sembrar cierta ambigüedad en pequeños símbolos como la biblia de Chris y algunas resignificaciones irónicas, por ejemplo cuando enuncia el clásico “Dios, patria y familia, ¿no?” antes de darle una palmada en el hombro a un compañero, como respuesta a una pregunta sobre sus creencias. Es decir, una suerte de desmarque del lugar común del redneck enrolado para servir a su país en la guerra de turno. El gran director de Cazador Blanco, Corazón Negro también utiliza la misma estrategia que su héroe, al ponerse también al margen de la carga ideológica pero lejos del tono panfletario porque se vale de los elementos del cine para narrar, simbolizar y construir sentido siempre desde su perspectiva inoxidable. Hasta se da el lujo de armar secuencias virtuosas como la larga toma de la tormenta de arena, tan solo por eso vale la entrada de cine.
Vengo con el cuento. La etiqueta “cine experimental” es demasiado genérica para definir el último tramo del cine de Godard, alguien que de todas formas siempre se preocupó por el estatuto de la imagen, sin importar la época. Lo más acertado sería definir a este nuevo experimento como un ensayo, en el que parece haber lugar para todos los temas, autores, conceptos y demás nuevas tecnologías. Godard no se interesa por presentar toda esta ensalada en una fuente de plata, más bien lo que hace es desperdigar los ingredientes y que el espectador haga lo que pueda para reconstruir este intento de tesis. No es la primera vez que el maestro del cine moderno experimenta con el 3D, ya lo había hecho en un cortometraje, y lo hace ya desde el paratexto 2D y 3D, el primero aparece en el fondo y el segundo al frente del plano. Otro de los juegos con el formato se da también bajo este procedimiento: detiene el avance del plano del fondo, una especie de formato 2.5. También se puede advertir, si se cierra un ojo, un caos formal que enrarece toda la imagen como si no se tuviera puestos los anteojos. Más allá de este componente lúdico, que oficia de tesis sobre el autoritarismo de la imagen en estos tiempos, la hipótesis de Godard es invisible, inacabada o tácita con respecto a su propia producción, tan solo tenemos ante nuestros ojos una insinuación. Sí, el 3D es un formato que apareció hace algunos años como una mina de oro para los grandes estudios de Hollywood pero hoy en día esa idea maravillosa -a priori- que llegaba para salvar a la meca del cine, no es más que un acarreo de las grandes producciones que se han estancado sin ofrecer variantes inteligentes. Godard llega tarde, no viene del futuro para mostrarnos lo que pasará sino que viene del pasado con el diario del lunes. En el eje temático se perciben -con más claridad que la historia de la película- las inquietudes que siempre rondaron la obra del director de Alphaville: el nazismo, el comunismo, la filosofía (el existencialismo, especialmente), la literatura de la primera mitad del siglo XX, etc. Todos estos temas están puestos en boca de dos personajes que se la pasan desnudos, discutiendo (casi siempre con diálogos que no son más que citas de otros autores), siempre con un dejo de inconclusión. En el medio de ambos aparece un perro, quizás como única esperanza, por lo que no es gratuita la frase de Darwin que se menciona: “El perro es quizás el único ser vivo capaz de amar más de lo que se puede amar a sí mismo”. Adiós al Lenguaje es un collage formal y temático que ya no resulta experimental en la obra de Godard, de otra forma no hablaríamos de recurrencias en sus últimas películas: es claramente un ensayo de protesta y de nostalgia. Del primero por un uso desaprovechado de la imagen y del segundo por ese siglo tan espantoso al que no se puede recordar más que con ojos indulgentes, todo esto según el hombre que alguna vez luchó desde el futuro por un cine diferente, hoy ya no es más que un espectro de su propia revolución.
La noche del cazador. Primicia Mortal es una película que no evita tomar riesgos, todo lo contrario, fuerza los límites de los géneros y del verosímil de su historia. El comienzo con un compilado observacional de planos nocturnos de la ciudad Los Angeles demuestra la audacia de Dan Gilroy (quien debuta en la dirección), que irá en un in crescendo paulatino. La presentación de Louis, el protagonista (el “nightcrawler” del título original), lo expone como una criatura inescrupulosa plena de la nocturnidad. Halla al costado de una ruta la chance impensada, un billete de lotería que representa algo que muy pocos se animarían a hacer, porque entrecruza los límites de la moral y de las agallas: tomar una cámara y filmar los momentos más morbosos del resultado de un accidente de tránsito, de un tiroteo o cualquier hecho trágico que se muestra todos los días en la TV. Louis se convierte en un cazador de noticias nocturno para vender sus presas a los noticieros matutinos, sedientos de material sangriento y bochornoso. Primicia Mortal (otra “traducción” local penosa) no se sienta cómodamente a disparar una crítica sobre la moral de los medios de comunicación ni tampoco sobre la que deberían ejercer los hombres. Esta ópera prima es una punción a esos habitantes nocturnos, puesta bajo el microscopio de la dinámica del género, del thriller sin tiempo límite pero sí con la adrenalina del tiempo que se escurre hasta la próxima noche. También es una película sobre el ejercicio de poder: Louis maneja con un mismo patrón discursivo a su joven asistente (al borde de ser un homeless) y a la jefa del noticiero matutino al que le vende los escabrosos videos. Al primero (un gran secundario de Riz Ahmed) le vende la posibilidad de ascender en la ficticia empresa de producciones televisivas, lo que no es más que salir a recolectar la basura de las tragedias nocturnas, y a la segunda (una sofisticada Rene Russo) manipula a partir de la importancia que han cobrado para el canal sus cacerías de noticias. Jake Gyllenhaal parte de una configuración física notable, que parece la extensión de sus últimos personajes realizados por fuera de Hollywood (los casos de La Sospecha y En la Mira) para representar en ese cuerpo escuálido un anti héroe cargado de cinismo propio del cine de Brian De Palma, que se moviliza en un contexto más propio de la iconografía urbana de Michael Mann. A pesar de estas influencias, la historia adquiere su propia intensidad -especialmente en el último acto- y logra entramar tensión, entretenimiento y una sutil lectura sobre la idea de la “primicia” en tiempos en los cuales la noticia irrumpe sin la necesidad de estos intermediarios que la historia presenta.
El miedo. Se podría establecer que desde El Origen en adelante, Christopher Nolan empezó un camino de descrédito sobre el poder del cine, especialmente del poder de las imágenes. En esa película se advertía desde el trailer, editado quirúrgicamente para generar una máxima atracción pero sin contar absolutamente nada de la historia; lástima que al ver la película completa se descubría que Nolan resguardaba toda su arquitectura visual con diálogos explicativos, un “por si las dudas no se entiende”. Esta sobrecarga de información se extendía a la última parte de su trilogía Batman, El Caballero de la Noche Asciende, en la que florecían innecesariamente personajes que traían consigo más datos para cerrar un rompecabezas y con eso justificaban su presencia. Interestelar cuenta la historia de Cooper (Matthew McConaughey, con algunos rastros de su actuación en True Detective), un ingeniero devenido en granjero, en un mundo que pasa por un período delicado, necesita comida desesperadamente y por ende prescinde de profesionales. Tal necesidad extrema se puede graficar con el ejemplo que del suelo solo crece con éxito el maíz. Murph (Mackenzie Foy en la niñez, Jessica Chastain en la adultez), su hija de diez años, tiene la certeza de que en la casa habita un fantasma, por desatarse una serie de situaciones extrañas (libros que caen solos y movimientos extraños), a partir de lo cual finalmente descubren, ella y su padre, una pista que los lleva hacia la NASA, organismo que se creía desaparecido en este mundo distópico mostrado de manera ambigua por Nolan. Por un lado se habla de la situación conflictiva del mundo pero nada hace pensar por las imágenes de la película que hay un panorama apocalíptico, todos se comportan civilizadamente y parecen seguir una vida normal. Cooper tiene un pasado, también, como piloto de la NASA y es allí donde se reencuentra con el Profesor Brand (Michael Caine), quien le cuenta su plan para salvar al mundo, el que implica viajar hasta la ubicación de un agujero de gusano para hallar una nueva galaxia que cobije a un nuevo planeta en el que la humanidad vivirá en un futuro cercano. El viaje planteará una de las obsesiones de la ciencia del siglo XX, la convergencia del espacio-tiempo y el desdoblamiento de ambas variables. Cooper no solo deberá enfrentar esta misión suicida sino despedirse de sus hijos, en especial de Murph, que se siente abandonada por su padre. En este punto en la película, además de la historia de la expedición, se materializa un correlato de redundancia: todo lo que se ve se describe con palabras y lo que no aparece representado en imágenes se expone con diálogos. Para colmo la construcción visual hace que sea inevitable su comparación con la reciente Gravedad, del año pasado: aquí Nolan no apuesta a lo inconmensurable -paradójicamente siendo este un film de ciencia ficción contra la película de Cuarón, que era más bien science fact- sino que se limita al control de sus imágenes al reducirlas a una presentación de la mirada subjetiva de los personajes (como si con las palabras no hubiera suficiente limitación imaginativa). Tan solo tenemos un par de momentos fugaces en los que la nave espacial es ubicada en el cuadro como si fuera un punto, una pequeña cosa dentro de un espacio inabarcable. Interestelar es ciencia ficción ultra seria pero aburrida, elegante pero sin imaginación, bien intencionada pero conservadora. El final al peor estilo M. Night Shyamalan hará olvidar, al menos por un rato, que en el medio se estuvo en una de Malick, en parte de Event Horizont y en las tomas descartadas de Gravedad.
La película de este (u otro) año. Es inevitable entrar a la cosmovisión de Boyhood por la puerta de la proeza cinematográfica de Richard Linklater, al filmar un puñado de escenas a lo largo de doce años con los mismos actores, lo que evidencia en cámara el paso del tiempo natural, sin el artificio que el cine le suele imprimir. Ellar Coltrane es Mason desde los 5 a los 18 años, la primera escena lo muestra tirado sobre el pasto, contemplando el cielo, mientras espera a su mamá (Patricia Arquette). El primer diálogo de Mason es sobre una teoría infantil acerca de la existencia de las avispas pero lo significativo se da en lo inmediato, en el reto de ella por no entregar la tarea y por arruinarle el sacapuntas a la maestra al tratar de afilar rocas, lo que finalmente se transforma en un entendimiento de la curiosidad especial de su hijo. La primera parte de esta épica silente se centra en la relación de hermanos entre Mason y Samantha (Lorelei Linklater, la hija del director), interceptada por toda la cultura pop de la época: Britney Spears, Dragon Ball Z, el furor del fenómeno Harry Potter, etc. El crecimiento de Mason, que no es otro que el de Coltrane ante nuestros ojos, está salpicado por una familia inestable: ya en el comienzo mamá y Mason Sr. (Ethan Hawke) están peleados, en vías de separación, allí comienza la vida nómade para los cuatro integrantes. Los dos niños son los que sufren la inestabilidad y la ausencia del padre, quien regresa después de un tiempo a intentar recomponer los vínculos con sus hijos. Boyhood es también “Parenthood” porque los padres crecen también, con todo lo que ello implica: tratar de encausar esas nuevas vidas en un mundo hostil (por eso Linklater tampoco se olvida de expresar, aunque sea en cuenta gotas, la actualidad de los contextos mundiales), tomar malas decisiones y sobre todo ofrecer la libertad exploratoria necesaria. Por un lado, mamá se casa para formar esa familia que ella anhela (más de lo que sus hijos quieren) pero lo hace con su profesor, uno mucho mayor que ella, un hombre con un costado violento verbal y físicamente. La parte más romántica de la crianza le toca al padre, quien se sienta a escuchar a sus hijos y a compartir sus experiencias, a alentarlos para que no se queden en el molde que la vida les ha programado y a educarlos musicalmente (aparecen en el mítico soundtrack desde Paul McCartney hasta Wilco, pasando por Phoenix y Arcade Fire para el cierre). De todos modos Linklater no apunta al rol materno como el costado oscuro de Mason (a quién siempre le ofrece la astuta mirada subjetiva de lo que sucede con los adultos) sino que explota las cualidades de una mujer con defectos pero con la virtud de sobreponerse a esos obstáculos invisibles, aunque dolorosos. Hacia el final ella hace su catarsis porque se materializa su miedo ante la nada que le espera, al no ser capaz de hallar otros horizontes para su vida por venir. Boyhood no precisa de progresión dramática, tampoco de un hilado de situaciones ni mucho menos de la presencia de acontecimientos en la historia. Le basta con la fortaleza de esculpir el tiempo en el crecimiento de sus personajes, ubicándose pertinentemente en un tono retratista, casi etnográfico, sin intervenir con discursos aleccionadores o formas absolutas. Linklater en el paso del tiempo deja fluir el devenir de Mason, como si dejara que el propio niño, adolescente y joven adulto encontrase solo su lugar en un mundo sobre el cual le pregunta a su padre (después de la graduación de la secundaria): “¿Cuál es el punto de todo esto?”, y por supuesto su padre le responde: “No lo sé”. Los momentos más preciados de esta obra maestra están en las pequeñas conversaciones que se vuelven lecciones sin quererlo, como en la majestuosa escena en el cuarto oscuro entre Mason (en ese punto una promesa de la fotografía) y un profesor, o en la charla del padre con Samantha sobre métodos anticonceptivos. En estos ejemplos se articula la palabra y la composición de una puesta en escena armónica: en la primera hay un rojo que encandila, que advierte, y en la segunda está la elección de quedarse con el rostro de esa risa nerviosa de una joven que escucha a su padre hablar de preservativos y cuidados varios. Hacia el final de este viaje melancólico que cruza el filo de la emoción durante casi tres horas, queda simplemente la traslación del disfrute de Mason y su nueva compañera, en sus silencios y en sus cruces de miradas. A esta altura Linklater nos interpeló sobre gran parte de nuestras vidas, y claramente entendió todo.