El triunfo del género El cine mainstream argentino en los últimos años direccionó sus intereses narrativos en historias policiales verídicas (algunas inspiradas, otras más fieles), la mayoría se apoyaron en libros de investigación como los casos de El clan y El ángel. El microfenómeno actual sobre casos policiales (que también alcanza a la TV) no podía ignorar al famoso “robo del siglo”, el cual generó una bola mediática por las diferentes aristas que se desprendieron y que, además, erigió a uno de sus autores como una suerte de figura pop rioplatense: Vitete Sellanes, un ladrón profesional uruguayo a quien luego se le adjudicaron otros robos. Hay dos grandes aciertos en El robo del siglo. El primero es inspirarse en el caso real y no caer en la preocupación extrema por la fidelidad que desprecia la dinámica de la ficción. La base troncal del robo está rodeada de licencias dramáticas que funcionan gracias a los mecanismos de la comicidad, en especial por el papel de Diego Peretti, el cerebro de la operación, que hace posible un ensamble tipo buddy movie con Guillermo Francella, quién es nada menos que Vitete, el financista y líder del equipo. El segundo acierto es la incorporación de Ariel Winograd, hasta aquí conocido como el nombre fuerte de la comedia nacional, quien moldea su historia basada en una armonía bien ejecutada entre policial y comedia. Que la película tenga un anclaje bien definido e identificable con respecto al espacio, al tiempo y al contexto en el que se suscitaron los hechos permite que haya una fuga ligera de las cuerdas más tensas que los géneros proponen. No da lo mismo que esta historia suceda en Buenos Aires o en Nueva York: el thriller internacional, por citar un caso, se ha vuelto una marca registrada que bien ha aprovechado Netflix con producciones españolas, y que no se sale nunca del sendero genérico más duro. Si El robo del siglo atrae al espectador desde un relato basado en hechos reales, dentro de un contorno textual genérico y con la dirección de un nombre ya conocido en la industria, tiene un casillero todavía por completar: el del star system. Nada de lo anterior funcionaría en taquilla si no existiera un póster con los nombres de Francella y Peretti. Incluso un proyecto similar como El ángel se arriesgó a darle el protagónico a Lorenzo Ferro (un debutante), pero se lo rodeó de Peter Lanzani y Chino Darín, actores que ya pertenecen a la industria. En los pequeños deslices de marketing, como se ve, hay también un conservadurismo fuerte. El robo del siglo no es solo una historia bien contada y contorneada por un tono preciso sino que, además, exhibe un poderío visual que ninguna de las otras películas mencionadas mostraron, a pesar de querer vender una carta de presentación despampanante en la fotografía y en el uso de la cámara. Aquí el mérito es del célebre y veterano Felix Monti, poseedor de una capacidad para la exuberancia libre de ostentación. Monti aprovecha los espacios y genera un efecto claustrofóbico sin apelar a la cámara nerviosa. Los movimientos, en consecuencia, parecen sacados de una película de los 70 por su equilibrio entre el reposo y la adrenalina. Hay un lado B en la historia de El robo del siglo y es la de Miguel Sileo, negociador histórico del Grupo Halcón, aquí interpretado con un oficio impecable por Luis Luque. Su figura como perro de presa y contrapeso de los protagonistas hace que la película maneje una tensión necesaria, tensión que funciona casi a la perfección porque hay suspenso, amén de tratarse de hechos conocidos o fáciles de encontrar en Internet. La aparición de Luque es el relleno de energía que la historia necesita en el momento clave donde hay riesgo de meseta narrativa, aunque aquí los tiempos del montaje interno y la economía del relato colaboran para que la película sea un entretenimiento sin demasiadas ambiciones. El volantazo final, en el que el tono de comedia, suspenso y policial gira hacia un drama más personal, pertenece a otra película muy diferente a esta. La nueva obra de Ariel Winograd, después de un par de proyectos dirigidos en México, es un muestrario de cine industrial bien entendido, un cine más que posible en nuestro país.
Inefable El problema mayor de Cats está en la operación transpositiva, es decir en el pasaje del musical teatral a un musical realista mainstream. El realismo, en un musical en el que todos los personajes son gatos que bailan y cantan, no podría ser más que la idea del enemigo o un riesgo suicida tomado por ejecutivos a la caza de un éxito inmediato. El teriomorfismo de los actores y actrices, al encarnar a gatos, tiene una perfección que opera en un sentido opuesto al buscado, el realismo del CGI no hace más que desnudar el truco ficcional porque, además, tal transformación no es completa ya que las manos y los pies son perfectamente advertibles en numerosos planos. Decisión poco menos que risible si pensamos que el género musical parte del artificio más profundo, y si el realismo es el tono elegido para un escenario dentro de otro, ¿por qué se elige hacer a medias lo verdadero y lo sintético? En Golpe al corazón (1982) Francis Ford Coppola construyó un set para recrear la ciudad de Las Vegas, lo que podía entenderse como una ecuación de artificio al cuadrado. Tom Hooper, que es un director mucho más limitado, no tiene la destreza para el trash que sí mostraba FFC para hacer un musical donde sus personajes cantaban y bailaban mal en un contorno de luces de neón con los espacios icónicos de la “ciudad del pecado” de fondo. La diferencia entre ambas películas es el tono, en Cats se canta durante todo el metraje pero se teatraliza cada palabra, se la pronuncia fuerte, se gestualiza al borde del ridículo y, lo peor de todo, se cree de verdad absolutamente todo lo que se dice. Las canciones, lejos de tener alma (una palabra clave dentro de la narración), se ajustan a la fórmula del género musical, están bien anquilosadas a esa pertenencia del Broadway más clásico, sin un gramo de particularidad. Todos los intérpretes parecen salidos de algún reality del estilo American Idol, en el que tienen por criterio que un participante canta bien porque sostiene lo más alto posible una nota. Así son todos los momentos en este bochorno: ruidosos, saturados de color (no existe la dirección de fotografía aquí) y cargados de personajes que siguen una coreografía igual de prefabricada, extraída de cualquier góndola de Broadway o, mejor dicho, de alguno de los tantos musicales de Andrew Lloyd Weber, que es por supuesto el autor original de la obra en la que se basa la película. Momentos de vergüenza son los que sobran pero uno de los favoritos será, sin dudas, el de la presentación del personaje de Ian McKellen, un gato actor (¿?) que es introducido en plano lamiendo leche de un tacho. No hay que dejar de mencionar el número de Rebel Wilson (qué año, si pensamos también en su papel de Jojo Rabbit…) en el que aparecen cucarachas humanizadas y adiestradas por su personaje, que reúne los lugares comunes de una gata obesa y torpe a la que cuesta moverse. En Cats todas las fallas posibles chocan entre sí, aunque Tom Hooper (no hay que olvidar el nombre del responsable de este engendro) se supera con la asquerosidad que rodea a algunas escenas, no solo en la de Wilson sino también en la de la presentación del personaje de James Corden. Como si no fuera suficiente con estos dos nombres sobrevalorados del espectáculo anglosajón más vernáculo, aparece nada menos que Jennifer Hudson para sufrir una y otra vez con su canción Memory que suena ¡tres veces!, Acaso buscando generar un efecto de inducción al lagrimeo. Cada versión es más pomposa, empalagosa y estruendosa que la anterior, sin ahorrar lágrimas y mocos en detalle. Si hablamos de cámara, no se puede entender el uso de movimientos frenéticos en algunos pasajes como si se estuviera narrando un documental de guerra. La última pregunta que surge de este aborto artístico es: ¿Cuán diferente es el musical de donde salió el texto fuente de esta película? El género musical teatral tiene sus procedimientos y dimensiones bien delimitados, y dentro de sus características está el trazo grueso con el que se pintan las situaciones y los acontecimientos. El cine no es teatro, los intérpretes no necesitan gritar y exagerar sus movimientos porque los espectadores vemos y escuchamos lo mismo más allá de la distancia con la pantalla, lo que no sucede en el escenario teatral. Cats exacerba las desventajas del pasaje del teatro al cine, no diferencia entre la dinámica de un espacio fijo y el lenguaje cinematográfico. Lo que sucede en varios espacios podría suceder en uno y eso es un (nuevo) problema que se suma al pilón. Si algo más podría pasarle a esta tragedia (porque ni siquiera da para la comicidad involuntaria) es que todas las canciones, con el objetivo de hacerlas rimar, tengan las referencias alteradas y los sentidos cambiados en su versión subtitulada al castellano.
Costumbrismo 2.0 Una pareja que busca un embarazo, un veterinario que milita el poliamor y una amiga ninfómana, todos unidos por una serie de enredos y situaciones imposibles para el cine de hoy. Instrucciones para la poligamia es una historia que podríamos resumir como “costumbrismo 2.0”, cuyos personajes encarnizan cierta dinámica del argentino de clase media (al menos esa es la idea) mezclada con algunos de los temas más urgentes pero a modo de pinceladas de trazo grueso. Hay feminismo, poliamor, corrupción estatal y otros temas con los que pueden empatizar miembros de un comité que otorga subsidios, por ejemplo. Todo en una ensaladera de plano y contraplano, por si hacía falta un celofán televisivo. Ni siquiera funciona el timing para los gags, todos forzados al límite del ridículo como el caso de la secuencia de la cena, que tiene un broche de oro con puertas que se abren y se cierran, bien en el género teatral de la revista porteña. ¿Cine? Poco. Sí pasan cosas delante de una cámara de cine, pero pegar dos planos de actores y actrices haciendo una “perfo” para que se proyecte en una sala no es suficiente. ¿Habrá un público que busque productos como Gasoleros hoy en 2019? ¿Y para verlos en un cine? Sebastían Sarquís en su tercera película expone lo peor del cine argentino, ese que pretende hacer películas porque se puede, porque no importa donde la estrenes y porque todavía menos importa si hay un tipo de público para que las vea o no. Ya desde sus títulos hechos en una tipografía símil Comic Sans, Instrucciones para la poligamia ilustra la ausencia de pasión por parte de sus realizadores. Si ni siquiera existe un mínimo vuelo creativo para pensar unos paratextos novedosos, ¿Qué se puede esperar del resto de la película? Podría decirse que esos títulos no son más que una sinécdoque de los 96 minutos que dura esta comedia fallida y desganada. En estos tiempos en los que se debate qué es cine y qué no lo es, no dejan de brotar películas argentinas que no se ruborizan en pensar estrategias televisivas para sus historias. El costumbrismo, ese mal que tuvo su apogeo en la TV nacional allá por fines de los 90, parece resistir todavía en una parte del cine argentino que está más preocupado por el estreno inmediato que por la visualización de, al menos, un grupo de espectadores; es así que el único destino de estas producciones es el Cine Gaumont y en pocas funciones. Todo muy triste.
Les estereotipes Los Adoptantes es una comedia que tiene las clavijas del género bien ajustadas. Desde la primera escena ya se acomodan las cartas de los personajes, de sus objetivos y del tono de la historia. Martín (Diego Gentile) es un presentador de programas de entretenimientos en un canal de TV, mientras que Leonardo (Rafael Spregelburd) es un pequeño productor agropecuario. Forman una pareja que busca dar un salto en su relación. Ese salto no comprende la misma dirección para cada uno. Leonardo quiere casarse pero Martín tiene un deseo desesperado de adoptar cuanto antes. Si bien en un principio existe el deseo de ambos de iniciar el proceso de adopción, las tensiones se manifestarán hasta alcanzar un quiebre en la pareja. La productora Oh My Gómez, realizadora de diferentes películas que apoyan la diversidad (Plan B de Marco Berger, por ejemplo), apuesta en esta comedia al mainstream, en una búsqueda por captar cierto público ávido de este género y que ha logrado algunos pequeños éxitos en los últimos años para el Cine Argentino. Ahí, en el tono bien de fórmula, es donde Los Adoptantes pierde su frescura, la oportunidad de narrar la historia de una pareja de hombres en el camino sinuoso de la adopción; y esto arraiga en que se preocupa mucho más en mantener ciertos estereotipos bien marcados, por ejemplo la representación de los dos protagonistas: Martín es el artista sensible y quien, por supuesto, impulsa en la práctica la voluntad de adoptar. Leonardo es el recio y el que se vale de un trabajo de fuerza en el campo. Incluso en el physique du rôle de cada uno se percibe esta estrategia bien encapsulada. Cuando la película intenta desplazarse de este camino bien delimitado roza el ridículo. Allí aparece el personaje de Florencia Peña buscando sacar provecho del pobre Martín, emocionalmente desequilibrado por varias cuestiones. La mejor de las interpretaciones la da Soledad Silveyra como madre de Martín. Lamentablemente, su tiempo en pantalla se reduce a un puñado de escenas. El desperdicio de una buena premisa es lo que se erige como resultante de esta historia algo televisiva y poco profunda sobre una problemática como es la adopción, pero también con lo que sucede con una pareja del mismo sexo que busca cobijar en su hogar a un niño, niña o adolescente. La sensación final es que, en la sustancia narrativa, daba lo mismo que los personajes representen a una pareja del mismo sexo o no; en ningún momento se presentan obstáculos por ser gay ni tampoco hay situaciones de homofobia. Ni siquiera el Estado objeta o retrasa instancias para seguir el trámite de adopción. Los riesgos dramáticos que surgen son ajenos a los conflictos internos de los personajes. En una película que propone la urgente ampliación de derechos, considerando las tensiones provocadas en un sentido sociológico, el resultado es fallido. Ni hablar de que ambos son parte de una configuración socioeconómica también estereotipada, que hemos visto hasta el cansancio en tiras diarias y novelas. Los Adoptantes es correcta en sus formas pero el problema de su abordaje diluye las intenciones nobles que poseía desde su sinopsis.
El terror está en nosotros Hay en la crítica actual una urgencia y una desesperación por catalogar, etiquetar y aseverar sin matices a directores nuevos, en lo que se ve como una carrera invisible por ser el primero que avistó una filmografía todavía inexistente. Ari Aster es el blanco de una nueva crítica, algunos de ellos discípulos de ciertas voces que, sin ver la película, definen si es buena o mala para una vez estrenada afirmar: “Lo dicho, era mala, se los dije”. Incluso algunos utilizan como argumento algunas entrevistas en las que Aster manifiesta cierta reticencia al cine de terror…. ¿Acaso eso es un material bibliográfico para pensar un texto crítico sobre una película? ¿La obra no puede hablar sobre sí misma? Está claro que la crítica siempre, en la teoría al menos, tiene que ser subjetiva, por eso hay influencias y elementos que definen una posición y ahí se posa otra pregunta válida: ¿Es necesario tener una perspectiva tan determinante sobre una película que acabamos de ver? La crítica significa reflexión, la cual se anula por completo si hay una sentencia de algo que todavía está rebotando en nuestras cabezas. De todos modos, a Aster ya se le había pegado la calcomanía de elevated horror con su ópera prima El legado del diablo, una categoría que no solo denigra al director sino también al género. Si ampliamos el panorama de la crítica, resulta increíble que todavía exista la disquisición entre los sintagmas “cine arte” y “cine popular”. Incluso dentro de esta última categoría de manera errónea se mezclan autores que en su momento se hallaban en las antípodas, y que recién mucho tiempo después fueron revalorados; claro está, por una reflexión que solo permite la variable del tiempo para reposar las lecturas y las ideas. Es así que el grito urgente sobre una película es vacuo. Midsommar tiene muchas influencias del cine de terror clásico, es innegable los puntos de comparación con The Wicker Man (1973) y otras películas de ocultismo que se propagaron durante los 70. Si bien los géneros son esas cajitas que operan en favor de un cierto orden esquemático, el halo de novedad está en la forma; de nuevo el uso de la retórica audiovisual parece ser también un punto de rechazo por parte de la nueva crítica, que recae en comparaciones absurdas. La gran idea que atraviesa Midsommar es la de la retorcida ruptura amorosa de una pareja en la que se devela progresivamente la dinámica siniestra de un culto. La estrategia formal de Aster incluye grandes momentos gráficos de terror precedidos de climas construidos en base a un montaje preciso. Es inentendible que se le cuestione que incluya una decapitación como parte de una marca de autor, recordemos que es la segunda película de este joven director. El cine mainstream actual, además de la crisis que se presenta en primer plano por la distribución restringida de cierta clase de títulos, esboza en la lectura de ciertas películas una falta de paciencia (tanto de los espectadores como de la propia crítica) para la resolución de situaciones, momentos y acontecimientos; todo debe ser ya y como lo esperamos, no hay lugar para el desvío. La irritación, y esto es ya una consecuencia general de estos tiempos, se manifiesta porque lo que un director nos entrega es una narración con ausencia de lugares familiares en los que nos podríamos cobijar. De ninguna manera Midsommar es la película perfecta ni la verdad revelada, es tan solo una película de terror que trabaja sobre el dread, es decir, sobre las situaciones que generan pavor por una idea o concepto, y no en el scare (el efecto de un susto puntual). Un claro ejemplo del dread es El bebé de Rosemary (1968), historia que construía un miedo que se materializaba en el cierre. El camino hacia ese rostro final de Mia Farrow tapándose la boca es lo que angustia, y no la aparición material de un ser, un monstruo o cualquier forma del mal. De vuelta sobre algunas críticas de esta película. Resulta también llamativo el desprecio por el cine moderno (¿Modernoso? ¿De verdad?), más aún las etiquetas de “anticine” o “esto no es cine” y demás definiciones casi imposibles de sostener con argumentos sin caer en una lluvia de adjetivos. Las películas son películas, no son botines de una guerra inexistente como nos quieren hacer creer algunos críticos. La cultura cinéfila de aquellos que se dedican a escribir sobre cine es preocupante, se leen más adjetivos que construcciones e ideas sobre por qué una película gusta o no. Ya ni siquiera se puede esperar de los textos una reflexión crítica que complemente la visión del espectador / lector. Desde una posición ulterior dentro de la disciplina, la autocrítica es hoy más que nunca una práctica que todos los que estamos involucrados en la divulgación del cine debemos implementar. La urgencia por gritar una opinión es una herramienta para las redes sociales, para encuentros informales, pero no para un texto crítico, y es así que nos exige a estudiar, a leer, a tener una responsabilidad con una profesión devaluada (en muchos sentidos). Principalmente porque del otro lado hay alguien que nos lee, se trata de un compromiso tácito. Midsommar es el chivo expiatorio de turno, a la que la esperaban con los cubiertos bien afilados en vez de una pluma sesuda, la única “arma” que un crítico necesita para expresarse.
La mujer pública Solo una mujer es la historia de muchas mujeres representadas en Aynur Sürücü, una mujer turca-alemana asesinada por uno de sus hermanos en Berlín a principios de 2005. A riesgo de ser vilipendiado por los fanáticos de “me spoileaste la película”, hay que mencionar que este femicidio es lo primero que se narra al comenzar el relato y es así que partimos desde ese final para entender lo sucedido, o al menos para conocer la corta vida de Aynur. A sus 16 años su familia arregla un casamiento con su primo, en lo que se entiende como parte de la tradición kurda, para que ambos vivan en Estambul. Poco tiempo transcurre para que Aynur (embarazada) escape de una convivencia tóxica y violenta, pero su refugio, de vuelta en Berlín, será el inicio de una pesadilla. De regreso en su casa paterna (y el sintagma aquí no es azaroso) la convivencia con sus hermanos y hermanas se vuelve insostenible por la indiferencia y la marginación espacial, tanto para ella como para su hijo recién nacido. Por una costumbre kurda, ella necesita la autorización de su padre para abandonar la casa familiar y vivir sola en otro lugar. No tardará mucho para que una situación particular la obligue a mudarse, aunque su padre no se lo permita. Allí comienza un nuevo ciclo: su vida como occidental, su vida como “alemana”. La película maneja tres niveles: el de la narración ficcional, el de la incorporación de material de archivo y el de la voz en off casi omnipresente. En los dos últimos niveles está la idea de refuerzo, sin embargo se trata de una historia que tiene los elementos y la fortaleza necesaria para ser narrada a partir de una reconstrucción ficcional clásica. Cierto didactismo hace que también la película elija el andarivel del telefilm algo rancio. La forma contamina una historia que merece conocerse. Si bien la actuación de su protagonista (debut de Almila Bagriacik) sostiene toda la carga emotiva, la muñeca de la directora Sherry Hormann no muestra el pulso preciso para balancear la veracidad y las facultades que tiene el cine para contar un relato. Cuando el curso de los hechos parece encontrar una salida del hermetismo dramático surge una voz en off para acomodar todo en un orden casi escolar, porque no existe peor voz en off que la que relata lo que se ve, es decir una suerte de estéreo de información por dos canales. Podría surgir, más allá de estas torpezas retóricas, una pregunta válida: ¿Es más importante la historia? o ¿Es importante cómo está contada la película? ¿Le importa a un espectador poco cinéfilo si la voz en off está bien utilizada? Puede haber una aproximación a una respuesta: la historia siempre aparece en el primer plano de la recepción, la forma es un paquete que puede ser más conservador, más estrafalario, o bien equilibrado. En Sólo una mujer las tres maneras aparecen: el plano-contraplano, el uso de fotos fijas montadas de modo secuencial para componer una situación y la cámara que parece no estar allí. La mezcla de Hormann en la formalidad visual desconcierta, molesta y hasta opaca esta historia tan cargada de aristas, que no solo circundan la sustancia de un femicidio icónico para el mundo musulmán en occidente sino que también bordean el nuevo terrorismo post 11 de Septiembre, las tradiciones familiares y, sobre todo, el odio a que otro pueda ser feliz por fuera de una estructura marcada a fuego desde su propia concepción. Quizás el mayor mérito de Sólo una mujer sea el riesgo asumido de arrancar por un final para desarmar desde allí una historia imposible de comprender, a menos que se advierta que se trata de hechos reales. El sabor amargo de un final anticipado tiene su toque dulce en la representación icónica que se ha erigido a partir de este “crimen de honor” y que significa un acontecimiento en la dinámica vetusta de las familias musulmanes; dinámica que oprime a la mujer obligándola a llevar una vida miserable fundamentada en creencias religiosas y que tristemente se transmite de generación en generación. En Alemania, dentro de la comunidad musulmana, el asesinato de Aynur es el emblema de las mujeres que exigen igualdad de derechos. Lo frustrante es que, más allá de la puesta en conocimiento sobre el tema que pueda hacer la película, poco de cine deja la experiencia de ver Sólo una mujer. Es probable que, en estos tiempos, el relato reconstruido de un femicidio que marcó un antes y un después sea más valioso que un puñado de valores cinematográficos ausentes, al menos para el grueso del público.
El porno y la comedia en busca de una reescritura posible En la cartelera de cine actual es una rareza que aparezca una comedia de presupuesto medio (sin importar su procedencia), más si se trata de una que pretende ser salvaje como Porno para principiantes, que es sin dudas deudora de la Nueva Comedia Americana, fenómeno cercano en términos temporales pero que parece a la vez lejano al no presentarse grandes recambios en el género, y por supuesto por su merma en la cantidad de producciones. La nueva película de Carlos Ameglio tiene una premisa digna de la NCA. En Montevideo durante la década de los 80, Víctor (Martín Piroyansky) un joven aspirante a director de cine, decide aceptar el encargo de dirigir una película porno, por un lado como una última posibilidad de realizar su sueño de ser cineasta y por el otro para competir contra su futuro suegro (un importante banquero), quien pretende pagar absolutamente todos los gastos de su inminente casamiento. Aníbal (Nicolás Furtado), encargado de un videoclub, es su sidekick en esta aventura nostálgica sobre un escenario efervescente del VHS, en el que la pornografía tuvo su auge, tanto en la producción de películas como en la aparición del concepto de “estrella porno”. La influencia más importante de la NCA en PPP es la de Pineapple Express (2008), en la estructura de buddy movie sobre dos personajes opuestos unidos por una misma causa pero también en los diálogos, como cuando Aníbal alienta a Víctor para aceptar el trabajo: “No vas a querer ser un empleaducho que trabaja 10 horas”, cuando el primero hace exactamente eso en el videoclub, lo que es una resignificación del personaje de James Franco en PE: “Me gustaría tener un trabajo en el que fume porro todo el día”. La filiación con el cine de comedia salvaje está más en los diálogos que en las acciones, es decir el límite para lo que se dice está borrado pero no así para lo que se muestra, porque las situaciones vinculadas al mundo del porno están fuera de cuadro, aunque también tienen un sentido dramático para dilatar situaciones. Uno de los grandes aciertos de PPP es presentar la importancia de la figura de la actriz porno, aquí desde la presencia de la brasileña Carolina Manica en la interpretación de Ashley Cummings, quien desata el verdadero conflicto de la película. Víctor se enamora de ella y la película corre peligro de no hacerse; es ahí que entra el villano, Boris (Daniel Araoz), un inescrupuloso empresario ávido de convertirse en el primer productor pornográfico de Uruguay. El malo de una comedia marca los tiempos del relato y la presencia en ausencia de Boris define la dinámica de los personajes. El otro gran mérito es poder contar una película detrás de la película que se nos cruza en fotogramas y diálogos. Esa historia que acontece en segundo plano es nada menos que La novia de Frankestein (Bride Of Frankestein, 1935) del enorme James Whale. El propio Víctor se impulsa a sí mismo cuando reescribe el pésimo guión de Boris, al pensar en una reescritura porno de esa obra clásica de los monstruos de Universal. No es casual que el porno, el terror y la comedia estén hermanados, de alguna manera por esa mirada de desprecio que existe desde diferentes espacios sobre tales modelos para contar historias. En ese envión de grandeza, el de plegarse a la reescritura de una historia clásica (aunque más no sea en clave paródica), PPP pierde el salvajismo para dejarle el lugar a una mirada algo conservadora sobre la pornografía, debido a la idealización y al enamoramiento de Víctor, quien cree que tratar a Ashley como una actriz porno es denigrarla. También en ese desplazamiento moral es que la película olvida a Aníbal como compañero de aventuras; tan solo un regreso en el final justifica su presencia pero el in crescendo de la relación, que se había moldeado en la primera mitad de la historia, se diluye lentamente. PPP no es solo una comedia de fórmula sino que también es una película preocupada por ciertos aspectos del lenguaje que este género suele despreciar. La fotografía y la música, lejos de tener ese tono neutro que acompaña las situaciones, presentan una propuesta estética de época en el uso de los colores y de los sintetizadores. En la actuación de Furtado (quizás el que mejor entendió el tono de la película) hay otra referencia cinéfila, que es la construcción de un personaje de una belleza hegemónica pero torpe e ido de la realidad, bien al estilo de Brad Pitt en Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008) de los hermanos Coen. El esfuerzo de pensar en una comedia más audaz, de época y con cierta reminiscencia al mundo del VHS (sin una nostalgia forzada que es muy común en los últimos años) hace que a obras de este tipo se las pueda considerar dentro de un marco posible, porque las producciones locales de género deberían tener un lugar más espacioso en la agenda cinematográfica, y así desterrar de una vez por todas esa idea nefasta sobre la comedia nacional en la que pueden existir solo dos tipos de películas: las de viejos que van a trabajar de bañeros a la Costa Argentina y las de Marcos Carnevale protagonizadas por Adrián Suar.
La culpa es de uno Entre las producciones de esta utopía deforme llamada San Luis Cine estaba Próxima salida (Nicolas Tuozzo, 2004), una película sobre un grupo de ferroviarios que pierden su trabajo durante la crisis del 2001 y la única opción encontrada para solventar los problemas económicos es la organización de un gran robo. En muchas oportunidades los acontecimientos históricos necesitan de una decantación para lograr una perspectiva necesaria de los sucesos, si bien la película de Tuozzo fallaba en el trazo grueso que ensalzaba la historia policial, la cual aparecía como disparador y no como consecuencia de una situación particular. Muchos años después no hubo en el Cine Argentino alguna película narrativa o al menos razonable sobre ese momento oscuro de nuestra historia muy reciente. “Calma” es una palabra que no existe en el escenario sociopolítico de Argentina; el transcurrir cotidiano parece ser eso que se da entre elecciones. Que aparezca La odisea de los giles, justo en la semana posterior a las PASO, puede pensarse dentro cierto oportunismo, pero no sería la primera vez que la industria local reserva un último cartucho para el clímax de una campaña electoral. Tampoco resulta novedoso que nuestro cine industrial incline la balanza en favor de las temáticas más permeables a un público masivo, sin presencia de polémicas trascendentes. La odisea de los giles tiene un comienzo promisorio: la idea entusiasta de un pueblerino, de cierta fama local, interpretado por Ricardo Darín, quien piensa reabrir, bajo la modalidad de una cooperativa, una copiadora de granos abandonada. Luego de todo el discurso de emprendedor apasionado aparece una placa que indica que la historia se desarrolla pocos meses antes de diciembre del 2001. Solo en esta introducción aparece ese humor misántropo bien ejecutado de Borensztein, que recuerda a su ópera prima La suerte está echada (2005) y que se disipó con el discurrir de su filmografía. Una obra que se ha expandido hacía el costado de las grandes producciones, es así que su última película exhibe ambición desde la presencia de un gran elenco pero que apuesta a lo seguro. La naturaleza del humor de Borensztein se esfumó a lo largo de sus cuatro películas. En su anterior película, Koblic (2016), la historia se acomodaba a un western de corte última dictadura, pero aquí los mandatos genéricos se moldean al rigor de la fórmula superproducción con miras a festivales del último tramo de la temporada, ¿y por qué no aspirar al Oscar, el gran desvelo cultural de los argentinos sobre Estados Unidos después de la cotización diaria del dólar? Lo que nace como un drama social lentamente se convierte en una película de robo coral, en el que muchas cabezas cranean el mejor atraco posible, aquí se trata de “gente común” a la orden de una ejecución extraordinaria para sus vidas. El subrayado de los diálogos, para marcar que se trata de hombres y mujeres del interior (bien idealizados por una mirada porteña) que buscan justicia, tiñe el relato de una profunda inseguridad en la propia ideología inicial de los personajes. ¿Por qué no se habrían de vengar de un ser que les robó todo el dinero? ¿Por qué la acentuación de la diferencia entre venganza y revancha en boca de uno de los damnificados? La propia narración tiene un direccionamiento que busca borrar lo sembrado; el robo no es contra un sistema que arruinó la vida de miles de ahorristas sino contra un sujeto particular que planeó una jugada para quedarse con un dinero como consecuencia de lo que fue el llamado “corralito” financiero, que generó la debacle social y económica de Argentina. Fabian Bielinsky hizo, en Nueve Reinas, probablemente el mejor retrato de este momento, y lo hizo tan solo en una escena… en el 2000. Sí, la famosa escena del banco en la que Marcos busca cobrar el cheque y que, además, debió ser el verdadero final de la película. Borenzstein no tiene la menor intención de proponer una polémica sobre los acontecimientos históricos, pues estos solo representan un disparador del plan de robo. Lo cuestionable resulta la manera en la que el sistema bancario, como categoría política incluso, es borrado en una sola línea de diálogo para jamás ser mencionado en otro momento de la trama. La progresión dramática no colabora para ser indulgentes con el desaprovechamiento de la premisa porque, como heist movie, La odisea de los giles tiene la liviandad de una tira costumbrista de mediados de los 90, y como verosímil hay que tolerar, por ejemplo, el espacio físico donde está el dinero de estos “giles”. Se torna imposible no preguntar: ¿Por qué está esa cantidad de plata guardada en ese lugar?, ¿Por qué el villano se toma semejante trabajo y no mueve la caja fuerte?, ¿Por qué vemos siete escenas casi consecutivas de él manejando por la ruta desesperado? Los géneros como fórmulas presentan dificultades bien complejas en su concreción; el error más común es no apelar a una singularidad, así sea un pequeño desvío narrativo o al menos algún atisbo de novedad. Más allá de estas inseguridades, las de apelar a un modelo hermético, hay un problema de raíz y es el texto fuente. La novela está escrita por Eduardo Sacheri, un artesano de los retratos de “buena gente del interior” a la que embadurna de costumbrismo e idealismo. Hay además un puñado de giros en el guion para lavar las culpas por el delito perpretrado, como si fuera poco. Los obstáculos más significativos que sufren los personajes pasan por las miserias internas; la duda persiste hasta la última instancia del plan, como si se autopercibieran como delincuentes casi a la par de los verdaderos ladrones de la película. Darín hace de pueblerino entrañable, Brandoni de anarquista que tira one liners antiperonistas, Belloso repite una vez más sus tics de personaje con problemas mentales pero que luce gracioso, Daniel Araoz está en modo peronista unplugged, Verónica Llinás en un rol de partenaire femenino del protagonista, Rita Cortese es una empresaria fuerte pero muy rigurosa con su hijo, Chino Darín es la pulsión joven del grupo, Andrés Parra es el extranjero infaltable de toda co-producción pero que interpreta a un argentino con acento imposible, como deber ser. Este es un elenco de individualidades, no se percibe un ensamble porque la propia historia tapa con el codo el concepto de colectivo cuando hace mover a cada personaje por carriles individuales, cada cual hace su gracia y se retira. Solo este elenco all star de actores y actrices funciona como una sinécdoque del mainstream argentino y como una marcada de cancha que planea ejercer Artear para regresar a las grandes ligas de la industria que otrora supo ocupar con Pol-ka. También hay una presencia de poder en la posibilidad de armar un repertorio de rock nacional, que salpica y remarca las escenas. Entre otros desfilan hits de Divididos, Spinetta y una increíble elección de “Los desfachatados” de Babasónicos, canción que funcionaría solo si se tratara de una comedia pues esos forajidos que describe Adrián Dargelos en la canción no podrían estar más en las antípodas de estos personajes de bien, honestos, derechos, amables, laburadores, etc., etc. etc.
Radiografía de una fórmula Es interesante seguirle la carrera a un director para ver que sigue después de una película inesperada pero posible (en términos de modo de producción); eso es lo que sucede con Sebastián Schindel, quien, tras dirigir una serie de documentales, pegó un volantazo y apostó por el cine de género con El Patrón, radiografía de un crimen (2014). Su siguiente película es El hijo, génerica también pero lejos del corte realista de su film anterior, apoyada sobre diferentes influencias y modelos ya transitados muchas veces por el cine de suspenso, subgenero “preocupación por la maternidad/paternidad”. Más cerca de un Polanski que de un Cronenberg gráfico, Schindel se detiene en los momentos característicos: la búsqueda de la descendencia, la transmisión de la noticia del embarazo, las discusiones sobre temas relacionados al acondicionamiento de una casa por la llegada del niño o la niña, la transformación de la relación de pareja y la proyección de situaciones futuras ya como familia. Las mejores decisiones están ahí, en esas recurrencias. El comienzo de la película presenta a la pareja: Lorenzo, un artista plástico (Joaquín Furriel), y Sigrid (Heidi Toini), una bióloga noruega que realiza un posgrado en Buenos Aires, teniendo sexo de una manera rara en un encuadre igual de extraño, que los muestra por la mitad casi desde la subjetiva de alguien que espía. La comunicación del resultado positivo de un test de embarazo es trasmitida con incomodidad, detrás de una cocina en una muestra de arte y después de una discusión entre ambos. Schindel logra moldear este clima de rareza por la inversión de la situaciones clásicas; donde debería haber placer o goce hay extrañeza, donde debería haber dicha hay apatía, y ni hablar del momento del parto, que se presenta fuera de campo e ilustrado sonoramente por gritos, gemidos y diálogos en noruego. Si algo le faltaba a esta atmósfera era un personaje misterioso, el de un niñera noruega (una perfecta Regina Lamm) traída por Sigrid para ayudarla en su tránsito por la maternidad aunque sin el aval de Lorenzo, lo que provoca una mayor rispidez entre los flamantes padres. Los problemas aparecen cuando se precisa del suspenso. En unos engranajes poco aceitados está la raíz de lo anodina que resulta la segunda parte de la película, como si se tratara de un depresión posparto que se traslada a la historia. La barranca abajo sufrida por Lorenzo se desata a un ritmo acelerado, en oposición a la cadencia más calma y precisa que tenían los movimientos narrativos. También hay una diferencia y es que las recurrencias se transforman en lugares comunes porque se desplazan del arquetipo al estereotipo. La historia de clima laberíntico se disipa a merced del relato resolutivo, con el fin de no dejar hueco por tapar en términos argumentales. Un final supuestamente abierto pretende encubrir esa estrategia. En la última secuencia la trama pesadillesca desde el punto de vista paterno se pierde para darle un espacio enorme al golpe de efecto, una tentación que Schindel había sorteado con ingenio y efectividad hasta entonces. Estas debilidades de guión se ocultan un poco gracias a las fortalezas del thriller que el director maneja hábilmente, en especial en los espacios bien cerrados dentro de la casona en la que vive la pareja, pues convierten un gran espacio en uno claustrofóbico. Hay un riesgo temático en transponer esta novela de Guillermo Martínez que está anclada en la mirada paterna sobre el embarazo y una posterior lucha por los derechos de la patria potestad. Aunque tal recurso sobrevuela sin mucho peligro las zonas grises de dicha cuestión, las interpretaciones maliciosas podrían estar a la orden actual de un progresismo mal entendido. El hijo es otro ejemplo cristalino del uso de los géneros para tratar ciertos temas sin ponerlos en un primer plano; el subtexto siempre tiene un grado de efectividad más certero por sobre el subrayado, un problema que el cine argentino tiene pendiente, y es así que la resolución de fórmula hace que esta película se asemeje a esos thrillers ramplones producidos por TELEFE, los que priorizan poner siempre a las mismas estrellas en papeles supuestamente arriesgados pero que obedecen a los mandatos narrativos sin vuelo ni pasión. Schindel, sin ser esta una película fallida, tiene las cualidades para seguir explorando el cine de ficción en el panorama algo difuso del cine argentino, poco certero en el uso noble de los géneros textuales.
Acá y acullá es un documental poderoso, de ideas enormes y de ejecuciones brillantes. Vamos por pasos, la idea es simple: en un taller de cine, alumnos del colegio armenio Jramain de Valentín Alsina tienen diversas tareas sobre las historias familiares de cada uno. Los ejes de los trabajos son la diáspora durante el Genocidio Armenio, la huída hacía otras partes del mundo y el desarrollo de una nueva vida para los sobrevivientes. Hernán Khouiran, el director y docente de este taller, sabe que la mejor manera de transmitir las consignas es evitar la linealidad y la gravedad del asunto, no porque no sea pertinente pensar en el peso específico del terrible hecho histórico vivido por la comunidad armenia sino porque la expresión artística está por sobre el mensaje, esa palabra tan trastocada y usada equivocadamente para tratar diferentes problemáticas. Aquí los niños y niñas también se preguntan, entre muchas cosas, “¿Qué es el cine?” o, como sucede al final: una alumna le consulta al sonidista sobre el funcionamiento del micrófono para inmediatamente después hacer ella misma una prueba con los auriculares, la caña y el boom. La otra gran idea del documental está en el barroquismo de sus formas, en la manera de retratar los testimonios a modo de capas superpuestas o de recursos visuales del estilo cuadro dentro del cuadro. Una forma que asemeja el juego de los alumnos al del propio director. Podrá uno confundirse con que este es un documental sobre el Genocidio Armenio desde el punto de vista de las nuevas generaciones descendientes de esos hombres y mujeres obligados a escapar del horror, a modo de reconstrucción oral, pero el velo de este tema gigante no alcanza a tapar que la historia es sobre el primer contacto de esas nuevas generaciones con la educación audiovisual; una nueva manera para ellos de poder comunicar ideas, pensamientos, sensaciones y -por qué no- pasiones. No es casual que en uno de los mejores momentos una alumna cuente una historia de terror que le gustaría filmar, a propósito de una leyenda que circula dentro del establecimiento. También hay espacio para el humor, incluso en las voces de los familiares que colaboran no solo con los trabajos asignados de sus hijos sino también con un intento posible de reconstruir una historia de retazos. Las dudas existenciales también cubren una parcela importante en este recorrido pues, como señala un alumno que no pudo establecer contacto con su abuelo enfermo y dubitativo en su relato, es una angustia que se esparce. La idea de la desaparición en la memoria de los otros representa la desparición de uno mismo como sujeto histórico. Proyectos de esta densidad conceptual y retórica son dignos de celebración porque no solo escapan de una media monotona y perezosa -especialmente en el formato documental- sino que además dan una esperanza para los modos de producción: en esta película hay tan solo dos cursos (uno de primaria y otro de secundaria), una cámara, un sonidista y muchas ganas de explorar formas novedosas, ni hablar de la conexión de la Historia con las nuevas generaciones, el lenguaje audiovisual y las nuevas tecnologías. Entre las diferentes cuestiones que ofrece para un debate, Acá y acullá es un fresco ideal para presentar a modo de ejemplo, en pos de pensar que todas las escuelas deberían tener una materia/cátedra/espacio sobre educación audiovisual; un imperativo que nadie atiende y que es de suma urgencia si tenemos en cuenta que los hábitos de consumo se han transformado y los puentes de acceso a la información y al ocio se dan mediante dispositivos electrónicos. Las tizas y los pizarrones, mientras tanto, permanecen como íconos de una educación anquilosada en el más vetusto siglo 20.