Quisiera ser superhéroe Hay una desesperación en Warner-DC y es la de tratar de no perder el tren que el fenómeno de superhéroes le podría (¿pudo?) dar, mientras Marvel (desde hace años ya un estudio más que una editorial de comics) se ha benificiado con creces. La urgencia se alimenta porque Warner-DC tiene los derechos de Batman y Superman, los dos personajes más populares de este mundo, pero por alguna razón ninguna de sus últimas aventuras en el cine han funcionado, ni en taquilla (al menos lo que esperaban los ejecutivos) ni en críticas. Los motivos de la disfuncionalidad en el pasaje transpositivo de las páginas de un comic a la pantalla cinematográfica están anclados en la narrativa, es decir, en varios intentos fallidos de subestimar el arte de contar para priorizar la puesta en práctica de estrategias formales basadas en efectos visuales, en secuencias de acción súper extensas y en personajes que no necesitan presentación porque pertenecen a la cultura pop. El nuevo intento de esta asociación entre Warner Bros y DC se distancia de las últimas entregas, todas solemnes y serias sobre mundos fronterizos a lo risible. Aquí la historia es nuevamente una de iniciación, una especie de grado cero de un personaje común que debe sobrellevar un poder extraordinario y, como vimos también en otros tantos casos, una responsabilidad mayor. El coming of age (género sobre relatos de madurez de jóvenes que crecen en cámara) se erige como la columna vertebral de ¡Shazam! para trazar dos trayectos. Por un lado, el del héroe, Bill (Asher Angel y Zachary Levi en su versión adulta) un huérfano que incansablemente busca a su madre, a quien no ve desde los tres años, motivo por el que escapa de todos los hogares adoptivos a los que es enviado. La otra mitad de este círculo es la historia de un científico que ha sufrido la tiranía de su padre y su hermano mayor. Su obsesión de búsqueda está afincada en hallar a un último mago, capaz de ofrecerle un poder incomensurable. Tanto héroe como villano comparten esas fisuras de las estructuras familiares, las cuales lejos están de los estándares impuestos por la sociedad. Sin embargo, la profundidad sobre el tema no la va a poner en discusión una película que tiene una finalidad bien honesta y que es la de entretener a la mayor cantidad de espectadores posibles. En esa honestidad radica el mayor de los males: atraer a casi todos los públicos significa que la posibilidad de incomodar a través de elementos retóricos (ni hablar de tocar temas con ciertas ínfulas de polémica) se reduce a lo mínimo, y así es que el resultado final es siempre un producto amable, en los límites de lo descartable. La clave de ¡Shazam! es el maridaje entre relato de iniciación y la autoconciencia, un rasgo que expone a modo de carteles luminosos; se habla más de superhéroes y de sus cualidades tanto como se las muestra. Cuando Sandberg pretende ser sutil en las citas ya es demasiado tarde: se ve un Batman tantas veces como se dice la palabra clave que da título a la película, se nombra tanto a Superman que el chiste final no funciona con la fuerza que debería. Pero el autodescubrimiento no parecería ser suficiente para construir un relato de superhéroes, siempre hace falta la presencia de un villano por más unidimensional que sea. Así es Thad (Mark Strong), un personaje que tiene un objetivo bien llano y directo: quiere el poder del héroe y por eso es que diálogos del tipo: “¡Dame tu poder!”, “¡Quiero tu poder!” se repiten sin que este malo de turno se sonroje. Los enfrentamientos entre ambos no pueden ser más que una consecuencia de estas líneas bien rectas, sin ondulaciones, sin un vuelo dramático ni mucho menos ingenioso. Son dos películas; la segunda es esta, la obligatoria, que incluye un conflicto y un villano igual de innecesario, que no solo no se adosa orgánicamente a esa primera película de iniciación sino que contamina lo construido, aunque tampoco es que se nos había presentado una novedad que resulta desperdiciada. Es sorprendente cómo a pesar de lo fallida que es, la película sostiene un nivel de entretenimiento y de preocupación por los personajes que ninguna de las historias anteriores de este universo deforme había logrado. Una primera lectura de ello podría ser que en los créditos solo figura un guionista (es muy probable que otros hayan intervenido) por lo que todos los personajes y la historia no sufrieron esas reescrituras tóxicas que sufren los guiones hechos a cuatro, seis u ochos manos. De la misma manera que muchos productos actuales (tanto en el cine como en las series), las citas nostálgicas sobre la década del 80 son más unos señaladores que parte de un esquema dramático para narrar. El arquetipo del héroe responde al concepto de Quisiera Ser Grande (1988), esa maravilla de Penny Marshall, a partir de un adolescente que se convierte en adulto por obra y gracia de la fantasía, pero hasta ahí llega este nuevo capítulo en el cine de superhéroes. La correa de la ambición es corta y la voluntad de gustar a (casi) todos es mucho más fuerte. Es curioso cómo en el corte final están las semillas de lo que pudo haber sido. Por ejemplo, una persecución en la que héroe y villano se tropiezan en una juguetería con el teclado de pie -elemento icónico del film protagonizado por Tom Hanks ya mencionado-, ilustra que la recurrencia de la cita puede ser mínima pero también graciosa. De la misma forma pero en exceso, varios pasajes se inundan de referencias sobre el mundo de los personajes de DC. Para el final está la prueba acerca de las dudas nacidas de los productores al copiar, de manera muy burda, la secuencia de créditos de Spiderman: De regreso a casa (2017), que incluye también un tema de Los Ramones. Las casualidades existen, sí, pero si tenemos en cuenta que ambas películas tienen de protagonista a un adolescente que se enfrenta a un superpoder que cambia por completo su vida, que crece en cámara y que tiene un sidekick confidente porque es el único que conoce el secreto del protagonista (algo que sucedía también en Quisiera Ser Grande), nos lleva a pensar que, más que una coincidencia, se trata de seguir los pasos de una fórmula exitosa; en el punto específico de los créditos fueron muy lejos. La diferencia es que la película de Marvel distribuye las fortalezas de su historia sin quedarse reposada en la autoconciencia ni en el carisma de su protagonista, lo que sí sucede en ¡Shazam!
Barbarie y barbarie El inicio de 4×4 anticipa el tono de la historia al presentar una serie de planos detalles de cámaras de seguridad, carteles de advertencia y rejas sobre diferentes casas de un barrio residencial, que en su conjunto pueden definir la iconografía urbana más urgente preocupada por los robos, la invasión a la propiedad privada y demás delitos que están a la orden del día. El montaje de este prólogo tiene una intención que es perfectamente identificable por la aceleración de un ritmo que opera a modo de resaltador de una idea, que se comprendia con la simpleza de la presentación de esos elementos. Inmediatamente vemos a un joven (Peter Lanzani) llegar a un calle donde una camioneta 4×4 se encuentra estacionada, él no duda en forzar la puerta del conductor para robar el estéreo. Después de un rapto aspiracional y, también, de cierta maldad con el vehículo, procede a escaparse pero ese objeto del deseo ahora es una trampa sin salida. Sin poder violentar nuevamente la puerta, ni romper los vidrios e incluso sin poder conectarse con el exterior (la camioneta tiene los vidrios polarizados e insonorizados) el ladrón es ahora una víctima, lo que se termina de confirmar con una llamada del dueño al vehículo para confirmarle que todo se trata de una trampa. Hasta aquí tenemos un nuevo ejemplo de un micro fenómeno que es el género de “film de encierro” llevado a un nivel minimalista, como lo han hecho en los últimos años Enterrado (2010), ATM (2012) o La habitación (2015), entre otros ejemplos. La caja toracica textual, sin embargo, se rompe porque a Cohn no le interesa construir un producto basado en las estructuras génericas y sus mecanismos. Lo primordial para él es exponer el hartazgo de la clase media y su resentimiento hacia la inseguridad, un mensaje que es bien transparente porque se materializa con el personaje de Dady Brieva, el dueño de la camioneta, un médico ginecólogo u obstetra (no queda claro) que en diálogos bien gruesos le hace un racconto al joven de los diferentes asaltos que ha sufrido, o de cómo su hija tuvo que mudarse a otro país para escapar al flagelo que muchos ciudadanos viven a diario. El personaje de Brieva parecería inscribirse en el perfil de esos villanos que van demasiado lejos en el intento de cambiar de cuajo un panorama pero la falta de músculo a su personaje en off, consecuencia de unos diálogos sin profundidad anclados en la dimensión estricta de la denuncia vociferada, hace que se disipe la tensión entre él y el joven ladrón que mantiene cautivo bajo un juego psicológico perverso. Lanzani no aparece en la piel de una víctima que está sufriendo un castigo indirectamente proporcional al acto cometido pues Cohn se ocupa bien de establecer que se trata de un delincuente que merece lo peor: por un lado su prontuario (asaltos, asesinatos, robos, etc), expuesto por el médico en uno de los tantos llamados; por otro la mirada que el propio personaje de Lanzani tiene sobre la gente de su clase, que se lee a partir de la escena en que reacciona con insultos xenófobos después de ver a un indigente sacar un pedazo de pizza de un contenedor de basura, dado su hambre provocado por el encierro. También hay una reflexión existencial: “Vos sos un chorro, tu papá era un chorro y su papá era un chorro”; pequeña pero contundente muestra del concepto que tiene la clase media sobre los delincuentes de todos los días, porque el delito es solo una cuestión de clase y de herencia, el contexto social y económico no aparecen como variables. Cohn parece tener los conceptos de su historia algo endebles, su falta de fortaleza se ve cuando busca inocular un mensaje resaltado de forma furiosa. En otro momento sucede esta clase de tiro fallido cuando un “colega” del joven atrapado intenta robar la camioneta pero es linchado por un grupo de vecinos que lo fajan sin piedad (incluso cuando la policía ya está en el lugar) al grito de improperios sobre qué debería pasar con estos delincuentes, palabras que estamos acostumbrados a escuchar en los medios. Lo que sucede es que la idea interesante -cómo el joven parece estar más seguro en el encierro que en el afuera- se diluye completamente ante el grosor y el exceso de diálogos; no basta para Cohn un insulto del tipo “negros de mierda, hay que matarlos a todos”, también es necesario un “hijos de puta, entran por una puerta y salen por otra”, para terminar con una patada por parte de un vecino cuando el delincuente ya está reducido y con las manos esposadas. La aparición física de este médico, interpretado con sobriedad e ingenio por Brieva, debería darle ciertas ínfulas a esta narración enclenque, es decir elevarla nuevamente a esa presunción genérica y su dinámica que alimenta los relatos, pero lo que sucede es un redoble en la apuesta temática. La representación de dos demonios (un delincuente raso y un justiciero de mano propia) se debate entre el humo de un porro cuando el médico le ofrece un “último deseo” al delincuente. Aquí no faltan líneas de diálogo que operan a modo de justificaciones para ciertos actos, en un nuevo intento arrastrado de ubicar a los personajes en un espejo social donde se reflejan mutuamente. La puesta en escena de una especie de corte del pueblo hacia el final trae nuevamente a “la gente” y sus consignas de rigor: “¡Nos matan como moscas!,” “¡Es zona liberada!”, “¡Matalo!” y tantas otras. Solo restaba a esta fiesta del resaltador que esas frases aparecieran en forma de tuits. En la conferencia de prensa Cohn señalaba que el cine argentino nunca tocó el tema de la inseguridad. Podemos dejar de lado la discusión sobre si el cine debería ocuparse de tal o cual tema, pero no se puede ignorar que es una mirada de ultraderecha sobre una cuestión sensible para muchos tuvo su apogeo en otros momentos de la historia. A propósito de El vengador anónimo (1974), film icónico del cine neofascista de los 70, en el momento de su estreno se entendía que su espíritu exploitation se erigía por sobre las situaciones cuasi hiperbólicas, sin la intención de convertirse en un objeto de pretensión para debatir cuestiones sensibles sobre la inseguridad ni muchísimo menos. Si venimos acá en el tiempo (y espacio), a la obra final de Emilio Vieyra Cargo de conciencia (2004) también (aunque por efectos involuntarios) se la podía pensar en el mismo tono exploitation. No existían dudas de la posición ideológica del director de Correccional de mujeres (1986) ni tampoco de la de Cohn, quien vuelve a reafirmar su mirada de la sociedad desde un pedestal, como lo hizo en sus películas previas junto a Gastón Duprat (aquí productor y guionista). La decisión de poner un director de fotografía (y uno notable como lo es el vasco Kiko de la Rica), a diferencia de El ciudadano ilustre (2017) que no lo tuvo, es un buen comienzo, mientras tanto 4×4 camina sola hacia el rincón de las películas más fascistas de la historia del cine argentino.
La lucha de cada día Reina de corazones es un documental urgente (a pesar de haberse hecho hace tres años) porque la complejidad de los problemas que vive a diario la comunidad trans no es algo que está suturado con la Ley de Identidad de Género o con la mínima apertura de la sociedad en lo cotidiano. Es así que en el comienzo de la película se escuchan las palabras del ya fallecido Monseñor Quarracino sobre los homesexuales, las travestis y demás minorías que no representan la “heteronormalidad”, y a pesar de todo esas palabras todavía tienen una reverberación hoy en el final de la segunda década del siglo XXI. Si bien un sacerdote podía ironizar con absoluta libertad en la televisión pública sobre cómo había que enviar a un isla a todas esas “personas” para que tuvieran su propio Estado, hoy las voces de esas minorías atacadas se erigen en primer plano porque las condiciones dadas para un cambio se presentan y sobre esto no hay marcha atrás. La lucha trans es colectiva, por eso no resulta sorpresiva la existencia de la Cooperativa Ar/TV Trans que es nada menos que una compañía teatral; dirigida y compuesta por mujeres trans y travestis. La disquisición de ambas etiquetas es uno de los temas que trata el documental sin querer ofrecer un corte didáctico, más bien la idea es mostrar que las distinciones son antes que nada creación del afuera y no una definición fundamentada. Cooperativa Ar/TV Trans está dirigida por Daniela Ruiz, quien como todas las chicas tiene otro trabajo; un eje que atraviesa todo el metraje porque si para algunas es algo que está fuera de la órbita de los problemas diarios, para la mayoría es una cuestión omnipresente por la falta de posibilidades debido a factores sociales (el presente ineludible de la situación argentina), pero más que nada por la transfobia reinante. No solo de los temas más urgentes se nutre Reina de corazones; también se presentan las particularidades de sus personajes, desde situaciones hilarantes hasta los sueños más personales, que están atravesados también por las diferencias generacionales de cada una. No es lo mismo lo vívido por una trans que lidió con la necesidad de cambiar su aspecto físico en la década del 80 que otra que lo hizo en los 90 o en los 2000. Bajo una estructura coral, el documental se extiende a tantos personajes que las diferencias permiten mostrar que, inlcuso bajo esa idea medieval de Quarracino, es imposible pensar la problemática trans como una uniformidad dentro de criterios; sería tan irriosorio como esbozar que todos los hombres o todas las mujeres son iguales o que responden a un patrón de conducta o de gustos. Por tal motivo es que un documental de estas características, que puede parecer básico en algunos de sus pasajes, es necesario para comprender aquellas cuestiones que se creen sabidas, o entendidas en el peor de los casos. El contexto de cada una también presenta una recurrencia que es la de cómo la familia acepta o lidia con el cambio, allí también encontramos singularidades. Así como hay que salir de la “heteronormalidad”, es preciso salir de las fronteras de Buenos Aires y pensar en el grado de tolerancia existente en provincias que bordean lo feudal en sus acciones, incluyendo no solo a sus dirigentes sino también a sus sociedades. Sin sorprender en sus formas y modos, la película de Bergandi se ocupa de los grandes temas pero además imprime un humor (virtud de sus protagonistas) propio de la autoconciencia que marida positivamente, lo que se puede pensar como consecuencia de una investigación pertinente dado lo que significa la lucha de este colectivo, un colectivo paradójicamente especial y extraordinario por la composición de sus integrantes. La sensibilidad de su director hace de este muestrario un interesante recorte para pensar, sentir y, por qué no, ponerse en los zapatos de estas chicas al menos por una hora y unos minutos.
La aventura del adolescente Apoyate en mí es un relato de iniciación; clásico modelo del cine estadounidense que no solo aborda el crecimiento en cámara de un personaje sino que también ilustra un territorio particular, aquí una cara poco vista de Portland, Oregon, donde vive el joven Charley (Charlie Plummer), de 15 años, junto a un padre permeable a las relaciones problemáticas con mujeres. El mar de ocio que habita el protagonista durante el día lo lleva a explorar los margenes del pueblo. Allí conoce a Del (Steve Buscemi), dueño de caballos de carrera de poca monta que le ofrece un trabajo, algo que al menos sirve para ayudar en la casa. El panorama armonioso se resquebraja cuando una de las aventuras de su padre termina peor que de costumbre; allí la película se parte en dos y comienza una road movie de manual. Cuando Pete (el caballo de Del) pierde una importante carrera y su venta a unos mexicanos es inminente, Charley decide escapar con él por rutas desconocidas a una aventura de Oeste a Este del país. Basado en la novela de Willy Vlautin, este cuarto film (primero en Estados Unidos) del británico Andrew Haigh se divide en dos mitades. La primera desarrolla una historia más reposada y casi anclada en las bases del telefilm, pero tal quietud es resignificada en el quiebre que da lugar a la segunda parte. La velocidad de la transformación de Charley como personaje también se atribuye al andar casi continuo, y como correlato de ello está la idea de la pérdida, proporcional a ese espíritu nómade bien efervescente que se despierta en él. Haigh aborda la novela con el pulso de un cineasta nacido en Estados Unidos, como si conociera cada pedazo de tierra que encuadra; una idea impensada si revisamos sus películas anteriores, mucho más contenidas y más opresivas por sus espacios casi asfixiantes (ver 45 años). En el pulso está el equilibrio logrado para no caer en la tentación más ramplona del golpe bajo, sendero que eligen sin reprimirse muchos realizadores para alcanzar un efecto lacrimógeno más eficaz. Incluso hay un freno de mano puesto en aquellos momentos en los que los hilos de la novela emergen para eclipsar la narración cinematográfica. La mano de Haigh hace posible que la inercia de los sucesos no se lleve puesto todo lo construido hasta el final del segundo acto. Al trabajo de Haigh como guionista y director hay que sumarle el tour de force de Charlie Plummer (está en casi todo los planos de la película), quien transita diferentes estados de ánimo, situaciones y peripecias que conforman un cambio, un pasaje del estatismo al dinamismo. Su Charley es un modelo casi perfecto para presentar lo que es el recorrido de un personaje clásico dentro de ese contorno llamado “camino del héroe”. Lo rodea, además, un séquito de secundarios entre correctos (Travis Fimmel y Steven Zahn) y perfectos (Chloë Sevigny y Steve Buscemi, especialmente). El film expone cierto trajín hasta el momento en que se desata el conflicto y que también estira el final en sus tiempos como si regresara al primer acto. Las acciones y los diálogos vuelven a ser más aletargados pero de ninguna manera entorpecen el camino seguro presentado por su realizador. Andrew Haighes es un nombre a descubrir para los que no vieron su obra, ya sea en tierras norteamericanas o en su Inglaterra natal.
Modelo para calcar Pareciera ser que existen dos tipos de películas de superhéroes; las ancladas en la serielidad que pertenecen a lo que hoy se llama “universo” y las que pretenden ir por una tangente, casi con autonomía narrativa en relación a un posible ensamble. Venom encarna esta última clase de películas de superhéroes más allá de su pertenencia al mundo de Spiderman. La autonomía sirve aquí solo para contar una historia desde un principio sin ataduras, pero rápidamente esa especie de libertad se licúa. La plantilla del camino del héroe casi no tiene variaciones. Venom cuenta la transformación de un hombre común en un ser extraordinario. Eddie Brock (Tom Hardy) es un periodista televisivo que tiene su propio show de investigación. En él realiza una jugada arriesgada contra una suerte de Elon Musk llamado Carlton Drake (Riz Ahmed), responsable de un programa de exploración espacial para traer especimenes del espacio exterior. Dicha jugada es una entrevista en la que deja mal parado a este magnate, por lo que su vida se derrumba: es despedido del canal y su novia (Michelle Williams) lo abandona porque fue expuesta en el asunto. La caída de Eddie se conectará con lo que sucede al comienzo, cuando unos simbiontes (parasitos alienigenas) recuperados de una expedición fallida son sometidos a una prueba de compatibilidad con voluntarios humanos, en la búsqueda de un ser superior que mezcle la raza humana con la extraterrestre. La estrategia del supenso sobre la transformación del protagonista en simbionte no funciona, simplemente porque no es una sorpresa ya que es algo que está presentado en el afiche, ni siquiera hace falta ver un trailer. Además es una situación que tarda en llegar, se aletarga el momento clave con fragmentaciones de esa conversión; por ejemplo en una pelea cuerpo a cuerpo con unos malos calcados de un manual. El desperdicio del concepto sobre la transformación del cuerpo es lo peor de la película. Lo que podría haber sido un gran film mainstream de lo que se conoce como body horror queda relegado a un vehículo para proponer secuencias de acción insípidas, apenas correctas en el mejor de los casos. Ni siquiera hay una exploración sustancial sobre la maldición de un hombre que tiene dentro suyo otro ser que además lo gobierna. Un ejemplo bien desarrollado sobre un personaje dominado por una entidad es Brain Damage de Frank Henenlotter, obra trash y descerabrada que combinaba el terror y la comedia para narrar el costado más border de un momento social. Muchos dirán que no se le puede pedir, menos exigir, un mapa conceptual de tal tipo a una película de superhéroes, pero lo cierto es que al recortar posibilidades formales y temáticas se limita la historia a un cuadrante muy compacto, que explica lo insulso de esta película y de casi todos los últimos estrenos del género. La ausencia de talento humorístico (lo que pide el papel) en la interpretación de Tom Hardy tampoco colabora en lo que a esta altura es un trajín, que a duras penas se soporta porque no solo el trámite narrativo es espeso sino que todo es predecible; desde las intenciones del bueno hasta el arco de transformación del villano. Venom es decepcionante porque pudo ser una película de terror dentro del género de superhéroes pero prefiere quedarse en la monotonía del bueno-persigue-al-malo-sobrevive-y-así-tendremos-secuela, siempre y cuando la taquilla explote, motivo por el cual en la actualidad rige el marketing por sobre la decisión artística. Resulta increíble el miedo de los estudios, que deciden hacer una transposición al cine de un comic sobre un antihéroe pero le quitan casi todos las recurrencias del material fuente para moldearlo como un producto casi familiar e inclusivo. Un film sin marcas propias, sin esfuerzo para proponerle al espectador (incluso a los seguidores del comic) alguna variación de ese sendero ya recorrido varias veces en este largo período de superhéroes, que parece manterse vigoroso a pesar de las repeticiones y la falta de frescura en la utilización de modelos transpositivos y extensivos de sus mundos y universos.
Subsidios que matan Ana (Sofía Bertolotto) tiene un romance con el marido de su mejor amiga Dolo (Coral Gabaglio). Desde los banners del inicio escuchamos un mensaje de reclamo que le deja al hombre, lo que denota también cierta culpa que siente por esta relación. Su día continúa en una suerte de voragine, aunque la verdadera odisea comienza al final de la jornada: abandonada por su marido, Dolo la espera para pedirle asilo mientras hace buenas migas con un vecino desagradable. El vecino, un metalero horrible e inmundo, intenta abusar de Dolo, por lo que interviene Ana y… arranca una de los Coen en versión paco. El setup de articular a los personajes con la narración es bien torpe y rústico, propio de un capítulo de tira diaria. Los tres personajes principales (al dúo de Ana y Dolo se suma Roxy, una joven interpretada por Azul Fernández) encarnan estereotipos bien marcados, pero el mayor problema está en un guión que no da en el blanco ni en su estructura ni en sus intentos de gags, porque ni siquiera las interpretes parecen encontrar el tono para sus textos y acciones. Superar la pobreza en la producción no es fácil para ningún film de bajo presupuesto, pero más alarmante que eso es la inventiva mediocre de lo que pretende ser una noche infernal en la vida de estas mujeres. La comedia en cuanto género aparece borrosa en Atrevidas, casi como un destello difuminado. Es muy complicado ignorar una línea como “¿Acá solicitaron un policía?” dicha por… un policía que llega a pie tras un llamado al 911. Otro de los momentos inverosímiles (e impresentables) es el intento de suicidio de un personaje que amenaza con tirarse desde una terraza cuya altura es la de un segundo piso; situación desarrollada ante la mirada de una multitud poco dispuesta a ponerse debajo del hombre y atajarlo. Para terminar de materializar el nivel de producción hay que prestar atención a la utilería de la seccional policial: una caja de pizza, un handy, una mesa de hierro, una persiana americana y muchos otros objetos; ninguno de ellos propio del espacio que se pretende ilustrar. Sabemos que el cine es la construcción de una mentira pero aquí no hay construcción, todo es una mentira bien transparente. Hace pocos días la misma productora de Atrevidas (MR Films) estrenaba Diez menos, otra comedia que también resulta fallida en todos los aspectos ya mencionados. Siendo benévolos, resulta llamativo que se estrenen dos películas de una misma productora en dos semanas consecutivas, y que su lugar de exhibición sea exclusivamente el cine Gaumont. Mónica Roza figura en los créditos como productora de ambos films y de otros tantos que, lejos de estrenarse, van a perecer en dicho espacio. Muy simple es unir los puntos de este accionar, propio de la dinámica parasitaria del INCAA en la que se mueven productores/abogados/titulares de casa de alquiler de equipos cuyo único fin es el estreno a toda costa, tan solo para cobrar un subsidio y mantener su aparato succionador de fondos, los cuales deberían estar destinados a hacer películas en serio y no despropósitos que ya tienen una fétida “marca de autor”. Al menos deberían tener la sutileza de no estrenar las películas casi sin solución de continuidad. Si nos toman por estúpidos con sus producciones desastrosas, que no nos refrieguen en la cara su modus operandi para obtener dinero de una forma inmoral, utilizando la nobleza de los recursos cinematográficos.
El cine argentino de los 80 no quiere morir Al minuto de comenzada Diez menos ya escuchamos palabras como “matina”, “boliche”, “funca”, entre otras que pertenecen a ese mundo tan impostado como es el costumbrismo televisivo. Incluso para una tira diaria circa 1997 díalogos de esta clase serían demodé. Lo que complementa este tono vetusto es Diego Perez, un personaje nacido, criado y hasta jubilado de la TV. Su personaje es Quique, un bonachón que colabora con el cura del barrio, le hace el desayuno a la “jabru” cuando el que se levanta de madrugada para ir a trabajar es él, y hasta hace pasar como suya una macana de un compañero laboral, lo que le provoca el despido. A partir de ese hecho todo se torna barranca abajo para Quique, que se harta de las desgracias y decide así dejar de respetar los diez mandamientos con un monologo en un plano semi-cenital igual de triste. Con el planteamiento del disparador del conflicto surgen todas las recurrencias hediondas que pertenecen a un mundo peor, aquel en donde había que reír cuando un tipo se mordía los labios como contraplano de un culo que atravesaba el cuadro o cuando un personaje se caía y sonaba un “boing” extraído de algún dibujo animado. Estos dos casos aparecen más de una vez, como si de alguna forma existiera un efecto de inducción en repetir los gags. La película tampoco evita caer en la tentación de chistes rascistas, como se ve en la escena en que Quique pretende robarse un frasco de cerezas (imperdible el flashforward que desencadena esta acción) y el dueño de un supermercado chino intenta, con suma dificutad para hablar castellano, que pague por eso que tiene escondido. La mini historia termina en una parodia patetica de la patada de la grulla de Karate Kid, que incluye el termismo argento de “Vo’ chino jugá de visitante acá, eh”. En este sentido hay un gran problema formal, si pensamos en términos de guionismo, porque todas las escenas están pensadas para un sketch televisivo del tipo: “entra Diego Pérez y pasa algo, con resultados estremecedores al ver a los interpretes esforzarse por sobreactuar cada palabra, acción y remate”. Resulta inexplicable el abandono conceptual sobre la ruptura de los mandamientos, que es la promesa que el protagonista le hace a Dios luego de la serie de desastres que lo abaten. Más allá del intento del robo en el supermercado, el guión se olvida completamente de este camino trazado y hace deambular al personaje en una serie de enredos fatídicos para cualquiera que haya superado algún nivel mínimo de lectocomprensión. El espacio geográfico del Conurbano bonaerense lo advertimos por el notorio chivo de la pizzería (regenteada por Roly Serrano) con un plano detalle que se detiene la suficiente cantidad de segundos para que todos puedan anotar los tres números de teléfono del delivery. Sacando esta apostilla, toda la película transcurre en una burbuja de ucronía porque es imposible saber si la historia acontece en un pasado cercano, en la actualidad o en un futuro en el cual ya no hay computadoras ni teléfonos celulares (la oficina del jefe de Quique solo tiene un escritorio y un teléfono a disco). El final nos ofrece el deus ex machina más espectacular de la historia del cine argentino, una resolución que ni al Brad Pitt de 12 años de esclavitud se le hubiese ocurrido; aquí no aparece el actor estadounidense pero sí un Atilio Pozzobon que nos deja enseñanzas de vida y le resuelve todos los problemas al buenazo de Quique, segundos antes de reencontrar el amor gracias a una joven que solo había aparecido en los primeros minutos. Total naturalidad la del guionista Osvaldo Cascella (imperdonable que no lo hayamos escrachado hasta acá) al proponer solo cuatro personajes femeninos de los cuales tres son amas de casa mantenidas (una de ellas, como si fuera poco, padeciente de una violencia de género que se presenta en un tono humoristico sofovichiano). La otra mujer del elenco trabaja… de catequista. Para coronar esta tragedia es necesario mencionar que la productora es María Ester Rozas, poseedora de un IMDB atroz y de una casa de alquiler de equipos de filmación, por lo que una triangulación entre sus dos tareas y el INCAA sería muy sencillo de trazar. La cantidad de estrenos argentinos que van al cine Gaumont supera casi siempre el número de salas -tres- que tiene el complejo, y la consecuencia de ello es que todos esos films terminan compartiendo las funciones con dos o hasta tres más por día. El negocio de estos productores/abogados/empresarios es simplemente estrenar para cobrar un subsidio, no interesa la calidad del producto ni mucho menos la cantidad de espectadores, a quienes estos sujetos además toman por estúpidos. Diez menos no debería existir pero existe, debería haber sido calificada como “sin interés” por el INCAA pero le dieron un crédito. Mientras tanto seguimos en la larga espera de erradicar a los “gestores” de créditos, un mal que nació antes que el propio Instituto de Cine.
Tres luces en el infierno La noche de 12 años pretende ser LA película sobre la dictadura uruguaya, que tuvo lugar entre 1973 y 1985, precisamente una década y dos años de represión y de ocupación inconstitucional del poder por parte de los militares. La historia se centra en el aislamiento de tres militantes de la agrupación de izquierda Tupamaros: Eleuterio Fernandez Huidobro (Alfonso Tort), Mauricio Rosencof (Chino Darín) y José “Pepe” Mujica (Antonio de la Torre). Hay en este confinamiento una decisión política pero también simbólica; el régimen militar no puede liberarlos pero tampoco puede matarlos. Se lo dice un oficial de alto rango a Huidobro: “Uds. son rehenes”. Así se hallan los protagonistas. En este limbo de “ni vivo ni muerto”. Peor aún, el estar muerto en vida supone el corazón de la historia. Emergen entonces la superviviencia mental al maltrato físico y verbal y el intento de quebrar a estos militantes con las armas más cobardes; las de los apropiadores de un Estado que usan sus recursos para intentar acabar, de manera sangrienta, con una manera de pensar y de actuar, por supuesto. Alvaro Brechner utiliza el realismo para ilustrar la crueldad pero sabe cuando levantar el pie de ese acelerador que es lo explícito, algo que no sucedía en las películas argentinas inmediatamente posteriores a la vuelta de la democracia, usualmente propensas al morbo. La noche de 12 años acentúa la diferencia que existía entre las convicciones de hombres y mujeres que luchaban por un mundo mejor -con errores, claro- y la brutalidad de los poderosos que, faltos de inteligencia, estaban convencidos de lograr un triunfo a los ojos de la sociedad silenciando a los que resistían los abusos del proceso inconstitucional. Más allá de la reproducción de un período y de las vidas de tres personajes fundamentales, en especial por la resignificación que experimentaron sus figuras luego de estar presos ilegalmente (recordemos el paso de Mujica por la presidencia del país y la de Huidobro como Ministro de Defensa), hay una idea fresca de jugar con tonos que parecen prohibidos en este tipo de historias, por ejemplo el humorístico. El lugar para la comedia se allana en la pobreza intelectual de los militares desnudada por estos “rehenes”, en especial por Huidobro y Rosencof (ambos escribieron el libro Memorias del Calabozo, base para el guión de esta película), quienes pudieron burlar el aislamiento mediante creativos recursos. La subtrama de Mujica es la que exhibe por un lado el temor de los militares a la capacidad intelectual, diálectica y de convencimiento que poseía aquel, pero también es la más perturbadora porque el maltrato recibido incluyó picanas, terapia de electroshock y severas secuelas en su audición. Aún así su fortaleza de supervivencia prevaleció. En términos formales la película juega de forma inteligente con los espacios (que son muchos porque los presos eran continuamente cambiados para que no pudieran ser localizados) pues están fotografiados con una corta profundidad de campo que provoca una sensación de encierro, incluso en los lugares más abiertos. También hay una atmósfera de terror en ciertos pasajes, sobre todo en los primeros minutos cuando el factor de la incertidumbre se presenta en los tres personajes prinicipales por el comportamiento de los militares, que durante el primer año de confinamiento no les dirigieron la palabra. Las secuencias fallidas aparecen en los flashbacks sentimentales, cargados de esa intención de mostrar una fuga imaginaria que traspasa lo tangible del encierro, pero la idea se disipa por la sensiblería retórica en la utilización del ralentí, de fondos blancos y de una música conmovedora de altas estridencias. El flashback que cuenta la detención de Huidobro, sin embargo, es perfecto en ritmo, tensión y suspenso, casi como una pequeña película dentro de otra. En La noche de 12 años las tensiones emocionales y narrativas no siempre aparecen equilibradas pero el resultado es innatamente cinematográfico; atrae y obtura las imperfecciones como así también las licencias poéticas algo gruesas. La operación reflexiva sobre este recorte particular de la última dictadura uruguaya se presenta como una mancomunión entre el cine industrial, que propone una pertinente reconstrucción de época, y la Historia como disciplina, cuya función aquí es relatar las atrocidades del pasado para que nunca más vuelvan a ocurrir.
Incongruencias La relación de coproducción entre Argentina y Estados Unidos -aquí el caso de El último hombre es con Canadá pero el vínculo es de la misma naturaleza- se remonta a la época del Cine Clásico; desde Pampa salvaje (1967) de Hugo Fregonese, pasando por las producciones de Roger Corman con Héctor Olivera en los 80, hasta algunos ejemplos de cine de terror de bajo presupuesto a principios de la década del 2000. Incluso los casos inversos, los de las remakes anglosajonas de producciones nacionales, no han resultado efectivas. Pensemos en los últimos ejemplos como Criminal (versión de Nueve reinas) o El secreto de una obsesión (versión de El secreto de sus ojos). Casi todos esos esfuerzos de fraternidad entre cinematografías fueron incongruentes. Vamos a recorrer este valle particular de incongruencias en El último hombre. 1- La historia. Un veterano de una guerra (Hayden Christensen) que desconocemos sufre un trastorno de estrés postraumático, tiene una pesadilla en loop y su vida cotidiana circunda en una ciudad en ruinas, la cual parece sacada de una maqueta descartada de algún thriller cyberpunk noventoso. Hay un predicador llamado Noe (Harvey Keitel) que anticipa una tormenta eléctrica que acabará con todos aquellos que no se despojen de lo material y se entreguen a una vida new age en las montañas. Ambos personajes se cruzaran por necesidades mutuas. Luego del forjamiento de esta relación, el protagonista descubre (casi por arte de magia negra narrativa) que necesita dinero y consigue en tiempo record un empleo en una empresa de seguridad. Primera incongruencia. Hay más. 2- Las actuaciones. Si dividimos el elenco en duplas podemos percibir el desfajase de registro que hay entre por ejemplo Harvey Keitel (es cierto que está en modo automático, y más que de costumbre) y Fernán Mirás en una interpretación de “loco del pueblo” que podría objetarse incluso en una obra escolar. Por el contrario, el protagónico de Hayden Christensen nunca empalma con la gracia de Liz Solari, dispuesta a sacarle alguna emoción al otrora interprete de Dark Vader en su faceta iniciática. El resto del elenco argentino bordea la exageración, en especial Rafael Spregelburd en el papel de un guardaespaldas villano con acento porteño que provoca risas involuntarias en los diálogos con los actores anglosajones. Mención especial para Ivan Steinhardt y su spanglish que haría sonrojar a Luis Guzmán. 3- La fotografía y el diseño de arte. Solo hay una explicación para que todas las escenas de la película transcurran en una nocturnidad permanente, y es la de un apocalipsis que se aproxima. Si le sumamos los relámpagos y los truenos sacados de una góndola de efectos prefabricados (ojo con el paralelismo de una tormenta interna del protagonista con estos fenómenos meteorológicos) todo deriva en una luz tenue que no narra, que solo alumbra a los personajes y los sigue a medida que se mueven; una estrategia visual que bordea la teatralidad. La dirección de arte es un caos, no existe la ubicación de los espacios, no hay cohesión entre los suburbios de mala muerte y la empresa de seguridad que funciona como una oficina del microcentro porteño en 1998, todo pertenece a un registro rarísimo en comparación con el contexto presentado en el primer acto de la película. Inverosímil pleno. 4- Otras decisiones formales, como el uso de la voz en off: desde lo conceptual hay ciertos axiomas sobre la utilización de esta herramienta, que aparece mal empleada casi siempre a modo de explicación o de tapar huecos narrativos. Más allá de la berretada neo noir á la Blade Runner que se intenta imponer en El último hombre con una voz en off cansina y rasposa, el problema es aún más grave que los habituales en el cine porque parece ser la reproducción de una lectura sin un mínimo grado de interpretación de las palabras dichas. 5 – El director: Rodrigo H Vila dirigió documentales, hasta ahora. Desde una producción vendida como la película definitiva sobre Boca Juniors -que no era más que un recorte muy reciente de la historia del club- hasta un retrato sobre Mercedes Sosa, y en el medio algunas propuestas para TV sobre nazis, masones, Perón, etc. Su primera incursión en la narrativa ficcional resume el pastiche que es su filmografía, al menos en la dimensión temática. El último hombre quiere ser en casi dos horas una película de ciencia ficción, existencial, bélica y romántica, todos los géneros en simultáneo. Incongruencias.
El escenario de la nostalgia al cuadrado Hace una década Mamma Mía! aparecía como una gran excusa para poner en valor nostalgico gran parte del catálogo de ABBA, el popular grupo sueco de principios de los 70. El éxito de esa primera parte logró que el musical se estableciera como una opción permanente en las principales plazas de ese género teatral pero por alguna razón la secuela cinematográfica tardó un largo tiempo, probablemente haya sido por el agotamiento instantáneo del concepto. Tal idea se repite en este híbrido entre precuela y secuela: ¿cómo es eso? La historia oscila entre la vida de Donna (el personaje de Meryl Streep) en 1979 y su hija Sophie (Amanda Seyfried), quién está embarazada, lo que funciona como disparador para entender los origenes de su madre en la isla griega; su llegada y los encuentros con los tres pretendientes de la primera parte, aquí todos jovenes. La joven Donna interpretada por Lily James (Baby Driver) aporta la frescura de Streep pero contrasta con una frialdad de Seyfried, todavía más evidenciada en esta segunda parte por tener más presencia en pantalla. El resto del elenco sigue en modo recreo porque pareciera que hacer un musical es comprometerse menos con la composición actoral, todo se reduce a “hagamos bien las coreografías y pasemos letra con una gran sonrisa”. La apuesta en esta nueva película es multiplicar al cuadrado la nostalgia, no solo tenemos las canciones de ABBA sino que además las tenemos también en el tiempo en el cual se escuchaban por primera vez, cuando la historia retrocede para contarnos sobre la joven Donna. No hay muchos pretextos más para abrazar al grupo sueco, su música y su estética vintage pop. Para entrar en el mundo de Mamma Mía! hay que aceptar sus códigos, sus formas y su autoconciencia del desparpajo; son demasiadas barreras las que se presentan (incluso los más ortodoxos de los musicales pueden sentirse defraudados) tratándose de una simple película musical. Cuando sorteamos todas estas capas, también nos encontramos con dificultades en el orden narrativo porque las situaciones de los personajes están casi en el orden la peripecia, un mero puente entre una y otra canción que se pretende homenajear. Como alguien que no pudo entrar (casi) nunca en las convenciones del musical, y mucho menos en las particularidades de este musical, resulta imposible no verle los hilos a la escenificación, estos funcionan como los engranajes del género (el más artificial de todos, sin duda), por ejemplo, en la presencia de griegos solo como extras para llenar el plano o para sostener a los actores y actrices en algunos números. Ol Parker hizo un film manierista pero sin darse cuenta, el escenario donde se desarrolla la historia pareciera tener un telón que se abre y nos dice: “Aquí va a contarse un cuento”. El mundo no es un escenario sino que el escenario es un escenario, sugería Serge Daney sobre Golpe al corazón de Coppola al reformular la cita a Vincente Minnelli “El mundo es un escenario y el escenario es un mundo”, pero el problema es que la autoconciencia estética sobre las formalidades no es proporcional a la autoconciencia de recepción, es decir, de ignorar que lo artificial pueda exponerse voluntariamente para enunciar una idea. Es probable que se le pida mucho a un producto musical apto todo público, mucho más si se trata de una secuela, y peor aún si es la continuación de un film taquillero. Hay algo de pesimista, por último, si pensamos que las relecturas (remakes, secuelas, precuelas, spin off, etc.) son las que dominan el espectro del cine industrial contemporáneo. Ah, hay escena post créditos, por supuesto.