Corriendo por la vida Un personaje que lo tiene todo para reinsertarse exitosamente en la sociedad después de cumplir una condena de prisión pero que no puede escapar a la tentación de seguir en el camino del delito ofrece atractivas posibilidades para una exhaustiva exploración de su psicología; así lo entendió el escritor Martin Prinz, autor de una potente novela a partir de un caso real que se produjo en Austria en los años 80. El realizador Benjamin Heisenberg tomó el tema y construyó un filme técnicamente interesante, con escenas de gran dinamismo, fantásticamente resueltas desde el punto de vista formal y con una tensión dramática bien administrada a lo largo de todo el relato. El problema es que, si bien el director elige un discurso parco y afectivamente distanciado del protagonista, al mismo tiempo parece desperdiciar las posibilidades que le ofrecía un personaje tan interesante. Se extraña una exposición más precisa de la personalidad de este ex convicto, deportista exitoso, dedicado con devoción al entrenamiento para perfeccionar su técnica como corredor, pero que se ha convertido en un adicto a la adrenalina que sólo le proporciona perpetrar violentos robos y arriesgados escapes de los policías. Johann no elabora sofisticados planes para cometer los asaltos; simplemente, entra armado a los bancos, asalta las cajas y huye a toda velocidad. Tampoco le importa el botín que consigue: el dinero es equivalente a los trofeos que consigue cuando, como cualquier buen ciudadano, se inscribe en las pruebas atléticas que domina sin inconvenientes. Tampoco se involucra demasiado en una relación amorosa que retoma al salir de la prisión; es consciente de que la vida en pareja terminará siendo un estorbo. Andreas Lust compone con admirable economía de recursos al protagonista, y alrededor de su figura helada gira todo el relato. El ritmo de la narración es deliberadamente lento, para contrastar con las frenéticas y agitadas persecuciones que Johann protagoniza.
Departamento con secretos El guión de esta película está lleno de momentos obvios. La protagonista (Hilary Swank, muy lejos de los trabajos -más allá de los premios Oscar- que le dieron trascendencia internacional) encuentra el departamento de sus sueños, al alcance de sus posibilidades económicas, pero inmediatamente el espectador advierte que la pasará muy mal en ese lugar. La tensión dramática no está depositada en la intriga por saber quién es el villano (la incógnita se despeja rápidamente) sino en el progreso del acoso al que es sometido el personaje que interpreta Swank. En el medio hay una trama que revela el intento de esta médica por reconstruir su pareja, siempre en presencia del siniestro acosador. El problema es que el director finlandés Antti Jokinen (debutante en el cine norteamericano) no logra crear la atmósfera asfixiante que exige este tipo de tramas. No lo ayuda un guión lleno de obviedades, que permite que el público afecto a este tipo de filmes adivine casi todos los vericuetos de la trama. Hay un par de recursos narrativos interesantes, sobre todo en los primeros minutos de la proyección, que prometen una película con elementos novedosos. Pero la esperanza dura poco; la acción se ciñe a las rutinas del género, presenta un par de escenas de voyeurismo y desemboca en el inevitable juego del gato y el ratón en el que se producirá el anunciado desenlace, todo esto sin mayores sobresaltos. La presencia de Hilary Swank (es también productora del filme) puede ser un "gancho" para la boletería; la filmografía de la actriz presenta muy buenos trabajos ("Los muchachos no lloran", en 1999, o "Million dollar baby", en 2004), pero es evidente que en esta oportunidad no estuvo a la altura de sus antecedentes. Tampoco hay aportes significativos en el resto del elenco, que muestra trabajos tan rutinarios como el libreto. Y el gran Christopher Lee apenas puede ofrecer su imponente imagen, ya que el personaje que le tocó en suerte ni siquiera está suficientemente definido.
Rocky, pero a batería y sin sangre La historia que presenta el director Shawn Levy está ubicada en la segunda década del siglo XXI, cuando los combates de box entre seres humanos han pasado a la historia; el uso de robots púgiles le permite al realizador presentar escenas de gran dinamismo, muy similares a las de los videojuegos, a las que los chicos están más que habituados. Uno de los méritos del director (además de la excelente integración entre imágenes creadas por computación con actores reales) es el de no abrumar al espectador con ese ritmo vertiginoso que no permite apreciar los detalles de la acción. Los combates entre las máquinas comandadas a control remoto desde los rincones del cuadrilátero aportan los mejores momentos del filme, con un admirable empleo de los efectos especiales. También fue un acierto confiar los papeles centrales al tremendamente carismático Hugh Jackman y al debutante Dakota Goyo (padre e hijo en la ficción), que conforman una pareja capaz de lograr empatía con el espectador. El problema está en que el director no acierta del todo con el tono de la historia: no es una epopeya de superación personal como fue "Rocky" (la primera, claro, que dirigió John Avildsen en 1976) ni es un tremendo drama familiar como "El campeón" (1979, con Jon Voight, dirigida por Franco Zeffirelli), pero está claro que combina elementos de ambas. No es una comedia, aunque está sembrada de toques humorísticos o simpáticos para descomprimir la narración, ni un filme de ciencia ficción con crítica social implícita, si bien plantea ciertos cuestionamientos al mundillo del boxeo hiperprofesional o expone los peligros del consumismo exacerbado. Es evidente que el director apostó a un filme de acción, y que trató de garantizar el entretenimiento a lo largo de poco más de dos horas de proyección. Es cierto que logra divertir de a ratos, pero también lo es el hecho de que no aporta nada nuevo a un género muy transitado, que tuvo en otros títulos expresiones más logradas.
Una ayudita para las neuronas Neil Burger abre su relato en un punto muy alto: el protagonista está a punto de suicidarse y, al parecer, ha decidido tomar esta determinación antes de caer en manos de unos asesinos a sueldo. En ese trance, Eddie Morra repasa los últimos meses de su vida, en los que ha vivido experiencias singulares. Gracias a este racconto, el espectador se entera de que este escritor al borde del desastre personal y profesional logró resurgir gracias a unas maravillosas píldoras que le proporcionó su ex cuñado, y que le permitieron desarrollar de manera extraordinaria las potencialidades de su cerebro. El problema es que la reserva de las milagrosas pastillas no es infinita y que, poco a poco, protagonista y público van cayendo en la cuenta de que los efectos secundarios pueden ser letales. Mientras tanto, el nuevo talento de Eddie ha trascendido el mundo de la literatura y se ha trasladado al plano de los negocios multimillonarios, gracias a los cuales ha logrado una envidiable fortuna. Todo esto ha llamado la atención de un poderoso magnate, quien quiere contar con sus servicios para intentar la fusión comercial más grande de la historia. Y ahí es donde los problemas del escritor se magnifican casi en la misma proporción en que se ha incrementado su capacidad intelectual. Burger maneja los elementos de este interesante planteo con buenos recursos cinematográficos; arma un relato afirmado en la tensión y la intriga, para lo cual se apoya en el buen trabajo de Bradley Cooper (foto, protagonista casi excluyente) y en los sólidos aportes de De Niro (el magnate que pretende aprovechar la capacidad sorprendente del escritor) y de Abbie Cornish (la novia sucesivamente harta y nuevamente interesada en Eddie). Pero quizá soslaya aspectos interesantes que abre el planteo, para entregar un enfoque casi superficial. Con todo (y no es poca cosa), logra un producto ameno y atractivo, en el que el entretenimiento está garantizado en las casi dos horas de proyección.
Triste y alegre, como la vida misma Mike Leigh es un especialista en relatar historias de gente común; en esta oportunidad, es precisamente eso lo que hace a lo largo de poco más de dos horas de proyección. El resultado de su tarea es un relato sólido y conmovedor a través de la pintura de personajes de gran carnadura humana. El realizador partió desde una inmejorable base al elegir un elenco extremadamente solvente; Jim Broadbent y Ruth Sheen conforman una pareja que es la encarnación del sentido común y de la sensatez. Ken, viejo amigo de él, y Mary, compañera de trabajo y confidente de ella, traen hasta la apacible casa en los suburbios londinenses todos los problemas, las frustraciones y los desengaños que germinaron durante décadas de existencias chatas y monótonas; una compañera de trabajo de ella acaba de iniciar una nueva etapa en su vida con el nacimiento de su primer hijo y el hermano mayor de él tendrá que atravesar un duro trance familiar. Y Joe, el hijo treintañero de la pareja, aparece con la chica que aparentemente acabará con su soltería. Leigh hace coincidir estas historias mínimas con el transcurso de las cuatro estaciones para marcar el paso del año al que hace referencia el título. Pero el mayor mérito del filme está en cada una de sus escenas: hay un enorme cuidado formal en el encuadre, una puesta en escena casi teatral por la admirable edificación de la tensión dramática, y un trabajo actoral sobresaliente, que le da la sensación al espectador de que no está presenciando actuaciones sino un pedazo de la vida misma de los personajes. Los diálogos, aparentemente cotidianos e intrascendentes, tienen una enorme carga emotiva, que se hace evidente en las miradas y en los gestos mínimos que cruzan los protagonistas. El final de la película es todo un hallazgo: cierra el relato que ha propuesto el director mientras abre, simultáneamente, una nueva etapa en las vidas de los personajes, del mismo modo en el que las estaciones repiten su ciclo, año tras año.
Cuidado con los colmillos El tema de los vampiros ha vuelto a ponerse de moda. La saga de "Crepúsculo" y algunas series televisivas reinstalaron a los chupasangre inmortales en la consideración de (sobre todo) el público joven. Este filme de Craig Gillespie intenta abordar el tema desde otra perspectiva, ya que mezcla la eterna búsqueda de sangre fresca por parte de los vampiros con los conflictos personales de los adolescentes y su siempre difícil relación con el mundo de los adultos. El problema es que el guión de la película no está a la altura de la propuesta ni de las posibilidades interpretativas del elenco, en el que hay figuras de peso como Toni Colette (la madre) o Colin Farrel (el vecino vampiro) e interesantes promesas como Anton Yelchin (Charley) e Imogen Poots (su joven novia). Las situaciones que propone el libreto resultan absurdas, la conexión de los hechos aparece forzada y, casi permanentemente, los personajes recitan textos muy poco creíbles. El autor de la historia es Tom Holland, precisamente quien dirigió "La hora del espanto", un filme de 1985 en el que se basa esta película; sin dudas, fue el guionista Marti Noxon el que no estuvo a la altura de las circunstancias. El personaje de Peter Vincent (en el filme original, el presentador de un programa televisivo de terror; en este versión, un mago de Las Vegas especializado en vampirismo) resulta desaprovechado, al igual que el de la madre del joven protagonista. Tampoco termina de entenderse el enfoque que pretendió darle al vampiro mayor un buen actor como es Colin Farrel, que aparece a medio camino entre la farsa y la sobreactuación. Si bien es cierto que la película intenta (y en gran medida logra) una mirada fresca y desacartonada sobre el tema de los vampiros, también lo es el hecho de que la propuesta no termina de balancear exitosamente la mezcla de horror y humor en la que se basa. En ese sentido, sigue siendo inalcanzable el nivel que marcó, allá por 1967, "La danza de los vampiros" de Roman Polanski.
Sombras, nada más La película tiene un comienzo auspicioso: un apagón sorprende al proyectorista de un multicine y, cuando se encienden las luces de emergencia, el hombre se encuentra solo en el inmenso shopping, en el que no quedan más que los bultos de la ropa, los zapatos y los anteojos de la gente que, literalmente, se esfumó. Pero una vez que se presentó el tema, comienzan los problemas para el director; se le muestran al espectador las pequeñas historias de otros tres sobrevivientes de un súbito e inexplicable fenómeno y, arbitrariamente, se reúne a los cuatro en un bar cuyas luces siguen funcionando gracias a un grupo electrógeno que se mantiene milagrosamente en acción. De ahí en más, los lugares comunes se suceden hasta el desenlace, que tampoco aporta demasiadas sorpresas. Queda claro que el director Brad Anderson (en cuya filmografía se destaca la interesante "El maquinista" dentro de una gran cantidad de trabajos para la televisión) apostó a ganarse la atención del público jugando con el ancestral temor a la oscuridad que caracteriza a los seres humanos. Esa idea de que las tinieblas siempre albergan algún peligro habita en el subconsciente de la mayoría de las personas. Y si bien es cierto que el director logra algunos interesantes golpes de efecto sin apelar a espectaculares trucos visuales, también lo es el hecho de que la tensión se va disipando y todo se reduce a esperar el desenlace. La trama impone (ya desde el título en español) un tratamiento visual donde la escasa iluminación es protagonista; y si bien estas penumbras omnipresentes potencian la eficacia de los (pocos) momentos de tensión, también es cierto que terminan por fatigar al espectador. Desde el punto de vista actoral, tampoco hay demasiado apoyo para el director: Hayden Christensen resulta por demás inexpresivo y la interpretación de Thandie Newton es monocorde y rutinaria. Escapa a este tono menor el buen trabajo de John Leguizamo, en breve intervención.
El amor después del amor Alrededor del personaje de Cal se estructura una serie de interesantes historias, conducidas por otros tantos personajes. En el tratamiento de esta trama múltiple está uno de los puntos fuertes de la propuesta de los directores Glenn Ficarra y John Requa, que parece ser una comedia romántica más, pero que siempre apela a la réplica ingeniosa o a un giro original del argumento para evitar los lugares comunes o los chistes remanidos. La nueva vida de soltero (muy a su pesar) que lleva adelante Cal después de casi un cuarto de siglo de matrimonio enhebra las historias de un playboy que conoce en un bar, con la de la ex esposa, los hijos de la pareja, la adolescente que los cuida y los padres de ésta (amigos del protagonista), además de una maestra de la escuela. En todo momento, libretistas y directores evitan ese tono tan de moda en las comedias norteamericanas recientes, en las que el humor escatológico y las situaciones rayanas en el mal gusto resultan omnipresentes. Hay una gratificante apelación a la inteligencia y a la sutileza, y un muy buen trabajo de todo el elenco de actores. El desarrollo de las tramas paralelas determina una estructura casi coral, y si bien es cierto que sobre el final el guión abandona el tono poco convencional para acomodarse a lo políticamente correcto, el filme se disfruta sin inconvenientes y durante las casi dos horas de proyección.
Así fue como todo empezó Después del fracaso del intento de reflotar esta historia de la supremacía de los simios sobre los seres humanos a manos de Tim Burton (nada menos), esta nueva experiencia parecía por lo menos arriesgada. Por otra parte, el recuerdo de aquel ya clásico filme protagonizado por Charlton Heston en 1968 era demasiado contundente, y parecía que estaba todo dicho, sobre todo por lo poco felices que resultaron las secuelas que inspiró. Pero el director Rupert Wyatt y los guionistas de esta nueva versión dieron en la tecla no sólo con la decisión de centrar la trama en los hechos previos al dominio del planeta por parte de los simios sino también con el tono general del filme y el estilo de la narración. Es así que esta película se disfruta sin tropiezos desde el comienzo hasta el fin. Quienes no conozcan nada de la historia que ya se relató, se sentirán igualmente atrapados por el desarrollo del personaje de César, este chimpancé que nace genéticamente alterado por los experimentos que sufrió su madre, y que, después de recibir el afecto del científico que decide criarlo mientras es un cachorro, padece el abuso y la incomprensión de los carceleros que le toca enfrentar en cuanto se convierte en un adulto. Por supuesto, los conocedores de la saga disfrutarán mucho más de la proyección, sobre todo porque podrán comprender los pequeños detalles que se deslizan en el relato, y porque el guión está construido con la suficiente pericia como para esbozar todos los conflictos y las subtramas que aparecieron en las películas ya conocidas. Wyatt construye un relato sólido, administra correctamente la tensión dramática, decora el filme con escenas espectaculares de acción oportunas y magníficamente filmadas, y centra el interés del espectador en el desarrollo de la personalidad de César, el chimpancé que termina liderando la rebelión de los simios que (ya sabemos) terminará con el control de todo el planeta en perjuicio de los seres humanos. Hay que subrayar el impresionante resultado que logra la interpretación de Andy Serkis, reelaborada con sofisticadas herramientas tecnológicas, para conseguir una notable gama de expresiones y reacciones en el rostro y en el cuerpo del simio César; Serkis ya había realizado una tarea similar como Gollum en "El Señor de los Anillos": aquí confirma que es capaz de sacarle todo el jugo posible a la técnica y consigue entregar un personaje inolvidable. También es destacable la tarea actoral de John Lithgow en el rol del padre del protagonista, un anciano devastado por el mal de Alzheimer sobre el que el investigador prueba (con éxito apenas momentáneo) la droga que está desarrollando para combatir la enfermedad. La película no apela a un ritmo vertiginoso en la narración ni a una sucesión ininterrumpida de efectos especiales; es posible, entonces, que no alcance un éxito arrollador en las boleterías. Pero no por eso deja de ser una propuesta absolutamente recomendable.
Un superhéroe más para la lista La idea de llevar al cine a los héroes de historieta ha significado una formidable fuente de ingresos para la industria cinematográfica, pero el recurso está mostrando evidentes señales de agotamiento. Cuando se anuncia la llegada de uno más de estos personajes, las aguas se dividen: los fanáticos de la historieta se regocijan (aunque los resultados del filme, a la larga, terminen por decepcionar a algunos) y los que no lo conocen (o a los que les resulta indiferente) no van al cine o esperan una historia que los atrape y los divierta. En este caso, puede afirmarse que el director Martin Campbell no va a lograr un aporte significativo a las filas de los fanáticos del personaje. Sin embargo, la historia está bien contada, con rasgos de humor y escenas en las que intenta exitosamente cierta descontracturación del personaje; además, los efectos especiales están bien manejados y aportan espectacularidad al filme. Los problemas centrales están en un guión pobre, que no desarrolla los personajes secundarios (a pesar de tener buenos actores como Tim Robbins?, Angela Basset? o Peter Sarsgaard? en el elenco) y que, fundamentalmente, desperdicia la oportunidad de ofrecer un villano consistente. En este tipo de filmes, suele ocurrir que el antagonista (que representa a las fuerzas del Mal) resulta tan o más fuerte que el propio protagonista. En este caso, Parallax es una suerte de espectro en forma de nube oscura y ominosa, que se nutre del miedo de los seres a los que somete. El caso es que, precisamente, la característica central de los Linternas Verdes es que no conocen el miedo. Hay, además, algunas cuestiones como que el traje y el antifaz del héroe aparecen mágicamente (el pobre Superman tenía que apelar a una oportuna cabina telefónica para cambiarse), o que es justamente el único ser humano entre miles de colegas superhéroes el que tiene que salvar al Universo; y una apenas sugerida relación amorosa. Después, a esperar la segunda parte, que seguramente vendrá.