El gran DT - Bueno, en realidad Billy Beane no es DT, es Gerente de un equipo de béisbol. - ¿De qué? - Béisbol, ese deporte en el que un tipo tira la pelota y otro del bando contrario intenta batearla fuera del estadio. Y si queda adentro, todos corren de acá para allá. - ¿Y qué hace en la cartelera argentina una película sobre béisbol, si nosotros no cazamos un fulbo de eso? - Bueno, lo tiene a Brad Pitt en el poster y probablemente esté nominada al Oscar el próximo año. Aparte, es un drama deportivo de superación personal. Tiene chapa para ser premiada. - ¿Y ganará algo? - Y... No creo... El juego de la fortuna es la nueva película de Brad Pitt, basada en una historia real, sobre cómo un hombre cambió la forma de reclutar jugadores para armar equipos de béisbol. Billy Beane (Pitt) es un ex jugador devenido en gerente y "scout" (buscador de promesas, podríamos decir). Su modesto equipo, luego de perder una final contra los poderosos Yankees, queda diezmado porque tres de sus jugadores más importantes dejan la plantilla. La tarea de Beane y su grupo de colaboradores (unos pintorescos viejos que hablan de los posibles reemplazos como si estuvieran en la mesa de un bar) es conseguir nuevos jugadores con poco dinero para mantener un cuadro competitivo. En un intento de negociar con otro gerente por un jugador, Beane conoce a un joven economista (Jonah Hill, el protagonista de Supercool) con una extraña visión del deporte que lo ayudará a reformular el equipo que necesita. Basándose en las teorías del estadista y estudioso del béisbol Bill James, se dedican a analizar científicamente las características de los jugadores para sacar un número absoluto que les dijera quién es mejor y quién es peor, dejando de lado otro tipo de análisis más instintivos o de observación. Como si estuvieran jugando al Gran DT en vez de armando un equipo de verdad. Billy Beane no soporta ver los partidos en vivo... El guión de dos pesos pesados como Aaron Sorkin (Red Social) y Steven Zaillian (La Lista de Schindler, Gangster Americano, Pandillas de Nueva York) mantiene el interés del espectador a lo largo de las más de dos horas de metraje, con algunos esporádicos y pequeños gags y con una mayoría de elecciones correctas a la hora de elegir qué contar del libro de Michael Lewis en el que se basaron. La dirección también corrió por cuenta de un hombre con buenos pergaminos como Benett Miller, director de la aclamada Capote protagonizada por Philip Seymour Hoffman. Y pareciera que el manager de este equipo creativo se maneja como los administradores a los que Beane no se quiso parecer porque lo llenó de nombres famosos: en la dirección de fotografía trabajo el increíble Wally Pfister (El caballero de la noche, El origen, Memento), artista fetiche de Christopher Nolan. Jonah Hill interpreta al genio de las estadísticas El elenco está liderado por Brad Pitt, que una vez más cumple con una muy buena labor. Habría que preguntarse si todas esas escenas en las que aparece masticando algún tentempié y haciendo muecas con la boca habrán sido por parecerse al verdadero Beane o si serán algún capricho del director o del propio actor. Otro que cumple con creces su trabajo es Jonah Hill que finalmente aparece en un film en donde no está dedicado a la comedia y, pese a que mantiene su papel de tímido y retraído como en tantos otros largometrajes, logra una performance convincente. Ellos dos protagonizan la gran mayoría de las escenas del filme, pero los acompañan el genial Philip Seymour Hoffman como el entrenador de equipo y Robin Wright como la ex esposa de Beane entre los más conocidos aunque con breves apariciones y un vasto grupo de actores que interpretan a diferentes miembros del equipo, de entre los que se destaca Chris Pratt como Hattenberg, uno de los jugadores elegidos por Beane que el entrenador relega del equipo. El entrenador y el gerente no se llevan muy bien. El juego de la fortuna tiene un inconveniente fundamental para un mercado como el argentino que es demasiado grande como para no tenerlo en cuenta: se trata de una película sobre béisbol, un deporte sobre el que el argentino promedio no sabe ni un poco. Tener que escuchar a los protagonistas hablar durante dos horas de cosas que no le son ni siquiera mínimamente familiares puede ser realmente molesto. Tan sólo imaginense estar en la sala de cine y escuchar hablar de "enbasarse", "fildeo" o "hacer base por bolas" y tratar de descifrar de qué diablos están hablando o si hacer esas cosas es bueno o malo. Sin embargo, hay otro problema del filme que tiene que ver directamente con el género: las historias deportivas de superación personal pueden terminar con protagonistas vencedores o vencidos, con campeones o subcampeones, con final feliz o no tanto, pero sí o sí necesitan tener algún tipo de éxito individual o grupal como resultado. Cuando uno ve una historia de estas, está viendo casi siempre la misma, aunque a veces se trate de boxeadores, a veces de futbolistas, a veces de entrenadores o de gerentes, como en este caso. En conclusión, El juego de la fortuna es una película bien hecha, entretenida, con una historia que merece a duras penas ser contada, con un elenco fuerte y grandes artistas tras las cámaras. Y sin embargo, aunque el combo es insuficiente para lograr un filme inolvidable, el resultado final paga la entrada de cine.
Qué bueno sería que no existieras... Más que una comedia disparatada, Quiero matar a mi jefe es una fantasía común de muchos trabajadores hecha película. Y, claro, a partir de allí, es una comedia disparatada. ¿Quién no ha sufrido a algún jefe de esos malos, de esos guachos que parece que hicieran todo lo posible para que uno la pase mal? ¿Y acaso nunca se nos ocurrió, luego de la peor conversación con su superior, arrojarlo por la ventana del piso 18? Bueno, a los protagonistas de este filme les pasa también. La única diferencia es que deciden llevarlo a cabo. El trío protagónico: Day, Sudeikis, Bateman. Hilarantes. Lo primero que se destaca de esta comedia es su efectividad para generar risas. Siguiendo ese estilo zafado, irreverente y hasta semi improvisado de las comedias actuales (pensemos en Todd Philips o Judd Apatow, con sus diferencias), Quiero matar a mi jefe se apoya en una idea interesante y se desarrolla sobre un guión desparejo, poco serio, desprolijo, pero hilarante, que se apoya principalmente en tres grandes actuaciones protagónicas (Charlie Day, Jason Bateman y Jason Sudeikis) y en estupendas participaciones secundarias de Kevin Spacey, Jennifer Aniston, Colin Farrel y Jamie Foxx. Todos estos grandiosos actores aportan una cuota de calidad a un filme que podría no necesitarla. Especialmente Kevin Spacey, que es en parte responsable de que una larga lista de películas formen parte de las listas de preferidas de muchos cinéfilos, como por ejemplo Pecados capitales, Belleza americana o Los sospechosos de siempre -estas dos últimas le valieron un Oscar- participa de varias escenas geniales que por sí solas valen el precio de la entrada de cine. El jefe de Nick se ríe de su dolor El extraño guión se sostiene con una serie de situaciones hilarantes concatenadas, aunque nunca abandona el nudo central de la historia que plantea. De principio a fin, se plantea el objetivo de eliminar a sus jefes y el cierre del filme es cuando ese fin se resuelve. En el camino, se dan las situaciones y los diálogos más extraños. Como ejemplo, cuando dos de ellos discuten sobre cuál de los dos sería más violado si estuvieran en la cárcel. No se puede decir que sea un guión profundo o interesante, pero muchos de estos diálogos -que según muestran las escenas quitadas del producto final durante los créditos parecen haber sido logrados en base a ensayo y error, a improvisaciones- son realmente efectivos. Y la mayor parte del crédito no se debe tanto al contenido en sí de esas líneas, si no a quienes lo dicen, cada uno de los personajes que no podríamos decir que son "complejos" pero sí bien construídos y fieles a sí mismos. Jamie Foxx es un ¡consultor de asesinatos! Su director, Seth Gordon, tiene mayor trayectoria en el ámbito del documental (realizó The King of kong, un celebrado filme sobre videojuegos) que en el de la ficción, en donde su único antecedente es una comedia navideña de poca monta con Reese Witherspoon y Vince Vaughn (Four Christmases), pero se ve que aprendió mucho de sus experiencias como director de varias de las sitcoms más famosas de la TV norteamericana, como Modern family, The office y Parks and recreation, porque Horrible Bosses demuestra una gran efectividad a la hora de hacer reír. Nada que se pueda decir de los apartados técnicos (hay alguna persecusión bien lograda y algún detalle de edición bien elegido) es realmente determinante a la hora de analizar esta película. Sólo se podría agregar que la resolución del guión parece sacada de otra película, porque ya a partir de que el conflicto debe resolverse hay un viraje hacia lo "detectivesco" que esta justificado por buscarle solución pero no tanto por el bien de la comedia en sí. Sin embargo, nada de eso es suficiente para que el filme decaiga en su intensidad cómica. Jeniffer Aniston interpreta a una abusiva jefa comehombres. Quiero matar a mi jefe es una película graciosa y efectiva. Cuenta con un elenco que se destaca tanto individualmente como en conjunto y tanto en sus personajes secundarios como en los protagonistas, con un grupo de actores con poca trayectoria que nos traerán seguramente muchas más risas en películas venideras.
Si hay algo que tienen en común estás dos propuestas que hoy vinculamos es la voluntad de sus autores por hacer cine de género y, en especial, de dedicarse a unos que no son nada comunes en nuestro cine: mientras que El gato desaparece se mete en el terreno de la intriga, en Fase 7 nos encontramos con un claro exponente de la comedia de terror, ese semigénero que tan bien explotaron (sé que hay otros ejemplos, pero no me canso de nombrar a estos maestros contemporáneos) Edgar Wright y Simon Pegg en Shaun of the dead (Muertos de risa, 2004). Aquí la historia cuenta que la joven pareja conformada por Coco y Pipi (Daniel Hendler y Jasmín Stuart) y todos sus (pocos) vecinos de edificio (entre los cuales se encuentran los personajes de Yayo y Federico Luppi) se ven obligados a permanecer dentro de sus viviendas cuando las autoridades los ponen en cuarentena luego de que un extraño virus se expanda por la ciudad. Lo primero que hay que decir sobre esta inusual incursión del cine argentino en la comedia de terror es que no está a la altura de Shaun of the dead o Zombieland (Reuben Fleischer, 2009), por nombrar a dos bastante recientes, pero sí se sabe defender en un terreno que es, sin ninguna duda, bastante novedoso para el público autóctono. Fase 7 es un poco cómica sin ser ridícula ni del todo paródica y es un poco de terror, aunque el género en solitario le quede enorme. Es decir, consigue algunas risas y mantiene un interés, sostiene el suspenso sin generar demasiados sustos ni mantener al espectador al borde de la butaca. En este caso también nos encontramos con un filme que sin tener un presupuesto descomunal ni una batería de efectos especiales nunca vistos, se mantiene dentro de la línea de lo decente y no queda mal parada ante el género. Hay sangre, hay zombies y hay escenas realmente sorprendentes (o si no pregúntenle a Guglierini y Lange, los vecinos de abajo de Pipi). El elenco no es del todo equilibrado. Mientras que Hendler vuelve a tener un buen papel, siempre teniendo en cuenta que todos sus personajes son muy similares entre sí, Jazmín Stuart interpreta a una embarazada algo bipolar, entre la paciencia absoluta (necesaria para aguantar a su marido) y el desquicio repentino (también lógico dentro de la historia) que se traduce en gritos histéricos. Federico Luppi se mete en un papel que es todo una rareza, pero lo hace con gracia. Practicamente se ríe de sí mismo, hitaca en mano y con anteojos oscuros (sólo le falta decir "Hasta la vista, Baby") y los papeles secundarios de los vecinos ya nombrados, en manos de Abian Vainstein y Carlos Bermejo están muy bien. El que merece un párrafo aparte es Yayo: es claro que el título de actor le queda enorme y pese a que tiene un papel protagónico en esta historia, no logra decir un sólo parlamento sin que parezca que lo está leyendo de un teleprompter. Es cierto que su personaje es un paranoide enloquecido, pero nada atribuible al personaje lo salva en su interpretación, sosa y mecánica. Sólo se puede rescatar de su papel que el physic du role le da bien para su personaje y que uno termina por creer que es un loco desquiciado por los gestos. Pero cuando abre la boca es otro tema. Por último, Fase 7 cuenta con un guión que sostiene bien el clima de encierro y miedo que implica la cuarentena. Al tartarse de un filme con ánimos de causar gracia, las exageraciones en las que deriva cuadran bastante bien, pero no es tan sólida la manera en que se define la historia, como si de repente hubieran querido ponerle más drama del que la comedia debiera soportar. De todos modos, es preferible eso a una despilfarro de excesos e incoherencias que ni siquiera son graciosas, cosa bastante común en este tipo de propuestas.
Desde su reaparición en el cine nacional, el experimentado director Carlos Sorín nos había ofrecido muy buenas pequeñas películas. En 2002 volvió al cine luego de más de diez años con el lanzamiento de Historias mínimas, un filme que casi no contaba con actores profesional (la excepción de Javier Lombardo es la más notable) y que sorprendía desde su relato que entrelazaba los mundos de los pequeños personajes. Dos años más tarde, con Bombón: el perro (2004), Sorín redoblaba la apuesta, poniendo a un protagonista absoluto sin experiencia actoral y rodeándolo de intérpretes amateurs también. Nuevamente en la Patagonia argentina, El perro contaba la historia de Juan Villegas, un hombre viejo y taciturno, que iba en búsqueda de su can perdido siguiendo casi su instinto para hallarlo en el vasto y árido territorio del sur argentino. Más cerca en el tiempo, Sorín mantuvo su estilo lejano al mainstream y al cine comercial convencional para seguir contando historias pequeñitas, como la del joven que le acerca una rama curativa a un convalesciente Maradona que está internado en un hospital (en El camino de San Diego, 2006), o los pormenores de un viejo que acaba de sufrir un ataque cardíaco, nuevamente con el marco de la Patagonia adornando la fotografía (La ventana, 2008). Con El gato desaparece, Sorín se acerca claramente al cine más comercial y hasta de género, con una historia sobre un profesor universitario que vuelve a su casa luego de estar internado en un hospital psiquiátrico a causa de un brote de ira. Su mujer (Beatriz Spelzini) lo busca, contenta aunque algo temerosa por el diagnóstico de su marido. Pese a que los médicos le indican que todo está bien y que la medicación debería contener los arranques violentos de su marido sin problemas, ella no está tan segura. Y cuando llegan a la casa, luego de un breve altercado con la mascota de marras, el gato desaparece... Además de alejarse de ese cine austero, fotográfico, "mínimo", para acercarse a un relato tradicional y con mayor producción a nivel general, Sorín elige esta vez trabajar con actores de mayor trayectoria que lo que nos tenía acostumbrados. El filme se nutre con un buen elenco compuesto por Luis Luque y Beatriz Spelzini en los papeles protagónicos y María Abadi y Norma Argentina en los secundarios principales. Ninguno desentona, pero las palmas se la lleva la pareja protagónica: la paranoia creciente de Beatriz y la parsimonia ambigua de Luis, las principales armas que tiene el relato para mantener en vilo a los espectadores. Sin embargo, no se trata de un filme que nos ponga los pelos de punta. El interés se mantiene con lo justo, gracias a esta duda constante que se plantea desde un principio y que está muy bien llevada por estos dos actores. Al ser un filme de suspenso e intriga, necesita de momentos intensos. A pesar de que estos aparecen a cuentagotas, las veces que sucede, son escenas logradas, como la del sueño de la protagonista. El gato desaparece es una película pequeña, pero no tanto como nos tenía acostumbrados su director. Intrigante aunque de ritmo débil, logra mantener el interés y remata de manera satisfactoria. Una rareza dentro de la filmografía reciente de Sorín y al ser una propuesta de suspenso le viene muy bien al cine argentino, un poco ajeno a este género.
Si bien la primera entrega de Transformers no era una obra maestra (difícil es encontrar una en la exitosísima aunque algo vacía carrera de Michael Bay), el encuentro de los Autobots con el cine había sido satisfactorio, aunque haya sido al menos por la nostalgia y la expectativa que generaban estos antiguos juguetes-dibujitos en los espectadores. Gran despliegue visual, chistes a lo Michael Bay, una agradable química entre los personajes de Shia LaBoeuf y Bumblebee, y la carta bajo la manga que significaba Megan Fox para atraer espectadores y disuadir a fuerza de curvas a los más críticos. La venganza de los caídos, segunda parte de la saga, nos reencontraba con los personajes, pero metía a su protagonista en un problema serio: los Decepticons lo buscaban para extraerle información. Una vez más, la película de Transformers contaba con una gran participación de los personajes humanos en detrimento del protagonismo de los robots-alienígenas, detalle que a medida que pasan los minutos en el metraje termina por aburrir insoslayablemente, por mucha garra y talento que le ponga LaBoeuf desde el papel de Sam Witwicky. Pero eso no era lo peor: el guión de los impresentables Ehren Kruger, Roberto Orci y Alex Kurtzman estaba lleno de huecos, falencias, inconsistencias y, lisa y llanamente, estupideces. Allí nos encontrábamos con situaciones intragables por doquier (el robot viejo que usa bastón, los robots "del guetto" que hablan como raperos, el pobre de John Turturro en un papel cada vez más tonto e imposible, pidiendo por teléfono a un avión que bombardee las pirámides de Egipto sin ninguna autoridad, pero "por el bien de la humanidad"... ¡y lo hacen!, etc.) y un desarrollo completamente absurdo de los padres de Sam Witwicky, que no dejaban de aparecer para decir alguna idiotez en el momento menos oportuno. Nuevamente la película se renovaba desde lo visual, por lo que justamente desde este blog la valoramos bastante, pero es un filme que no admite un segundo visionado, ya que la suma de situaciones incongruentes termina dando vergüenza ajena. Con la tercera parte, Transformers se reivindica de algún modo, corrigiendo los peores vicios de la segunda parte. Ya no hay tanta participación de los padres de Sam, el impacto visual vuelve a mejorarse -es sin ninguna duda, la mejor de las tres en este aspecto y la única en la cual las peleas entre robots se "entienden" claramente, gracias a efectos de cámara lenta y a mejoras en la diferenciación de los personajes- y, aunque aún las hay y por todos lados, existe una reducción considerable de las inconsistencias y tonterías que plagaban el guión de la segunda parte. Aquí nuevamente suceden cosas que no soportan ni el mínimo grado de análisis (cómo es que el personaje de John Turturro -sí, otra vez- pasa de un manicomio a formar parte del equipo antidecepticons de un momento a otro; de dónde sacó su ayudante una pericia sublime en el manejo de las computadoras; cómo es posible que haya un personaje humano que siga siendo fiel a los Decepticons aún cuando ya todo está perdido y sus intenciones de destruirlo todo son más que claras, y más...) y también mantienen algunas cosas criticables, como el protagonismo de los personajes humanos (sería mejor eliminar a los personajes de Josh Duhamel y Tyrese Gibson -por nombrar un par- más que quitarles protagonismo) y un metraje que va mucho más allá de lo necesario para contar la historia, en especial si tenemos en cuenta que el climax comienza ¡una hora! antes de la conclusión final de la historia y que el verdadero desenlace dura lo que un suspiro en una canasta... Lo que hay aquí es la participación de varias estrellas del mundo del cine que por alguna extraña razón decidieron participar con personajes bastante tontos. Frances McDormand (Fargo) interpreta a la nueva jefa del operativo antidecepticon, mientras que John Malkovich hace monerías con su personaje de jefe de Sam Witwicky. También participa Patrick Dempsey (Encantada) el villano humano lamebotas de Megatron. Y por último, cuenta con la presencia de Rosie Huntington-Whiteley, modelo de Victoria Secret, como reemplazo de la mucho más voluptuosa e interesante Megan Fox. La pobre hace lo que puede sin ninguna clase de pericia actoral y le pone todo el cuerpo para que la cámara de Bay se deleite. Igual que Megan, pero peor. Michael Bay siempre será el rey del pochoclo, aunque no pueda evitar priorizar la explosividad visual ante un guión coherente. Lo hizo hasta en sus mejores películas, como La Roca, siempre con ese vicio de explicar cosas complicadas para resolverlas de un plumazo. Y sin embargo, suele hacer méritos suficientes como para que no lo odiemos.
Cuando se estrenó ¿Qué pasó ayer? a mediados del año 2009, tanto la crítica como el público recibió a esta novedosa y desaforada comedia como una brisa de aire fresco. Las desventuras de Stu, Phil, Alan en busca de Doug, el novio a punto de casarse perdido durante la despedida de soltero contaba con un par de armas secretas: un elenco parcialmente conocido que sorprendió gratamente a todos por su gran capacidad para la comedia, un guión armado como una película de suspenso para propiciar la intriga y las risas. El resultado fue una de las mejores comedias del año, lo que puso al director Todd Phillips en un pedestal, en condiciones de competir con el nuevo rey de la comedia norteamericana, Judd Apatow. Sin embargo, pese a todas sus buenas condiciones, fue el éxito de taquilla lo que empujó a los productores a apostar (es un decir, porque la ganancia estaba asegurada) a una secuela y a intentar repetir la taquilla de la anterior. Hasta ahí vamos bien: es la historia de todos los días. El problema aparece cuando al tratar de igualar todo lo bueno de la primera entrega, se busca rehacer lo mayor posible y brindarnos prácticamente la misma película. Eso es lo que hicieron con esta segunda parte. Si ¿Qué pasó ayer? era una película zafada, irreverente, sin pruritos a la hora de buscar la risa, mezclando comedia física con chistes escatológicos o chabacanos, la segunda entrega lleva todo eso a los límites más impensados. Se ve que Phillips pensó que más siempre es mejor y llevó los chistes a derribar todas las barreras de lo políticamente correcto que podrían haber quedado de pie luego de la primera película. Donde antes teníamos golpes y caídas, aquí hay balazos, palazos y bombas molotov. Donde allí había dientes arrancados, aquí hay tatuajes en la cara. Donde antes había rophinol ahora hay ketamina. Donde había anteriormente prostitutas, ahora hay... Bueno, imagínenselo. Aquí todo es más. Y todo es peor, sin ninguna duda. Principalmente, el estilo de película de intriga deja de funcionar al repetirse tanto. Y claro, los personajes siguen teniendo su gracia, pero... ¿Cómo es posible que nadie agarre al idiota de Alan y lo boxee hasta que se deje de joder? ¡No existe amistad ni necesidad que pueda bancarse a ese tipo! Stu (Ed Helms) sigue siendo el más gracioso de los personajes (y el más castigado), Alan (Zack Galifianakis) el desequilibrado mental y Phil (Bradley Cooper) el carilindo que solo articula la relación de los otros dos. Y -sabiamente- el guión deja afuera de la aventura a Doug (Justin Bartha) que no había formado parte de las locuras de la primera, así que no forma parte de la verdadera manada. Ah, me olvidaba de -probablemente- el mejor actor del filme: un simpático monito que se la pasa de aquí para allá con un chaleco de los Rolling Stones. Lo único que cambia en esta entrega es el desaparecido: esta vez Doug se va a dormir temprano durante un festejo en la playa, mientras que el que se pierde en algún lugar de Bangkok es el cuñado de Stu, que es el que se esta casando en esta oportunidad. En esta entrega también hay actores rutilantes en papeles secundarios como Paul Giamatti (Entre copas) y Nick Cassavettes (Contracara), ambos en roles poco interesantes. ¿Qué pasó ayer 2? es una comedia totalmente desaforada, que busca conseguir risas generando más la sorpresa o el impacto del espectador que con gags inteligentes (está claro que no hay chiste sin sorpresa, pero no toda sorpresa conlleva una risa, por supuesto). Una comedia que termina siendo algo divertida más por "arrastre", por concatenación de locuras, que por un mérito propio de cada situación. Sólo para fanáticos.
Una superproducción argentina... que lo demás no importa nada Bueno, tampoco no importa nada. Importa, pero lo principal de este filme que cuenta la historia del cruce de los Andes del ejercito comandado por el General San Martín es que se trata de una superproducción con todas las letras, realizado con financiamiento del INCAA y de la Televisión Española. El dinero invertido en la película queda claro desde la primera imagen, una majestuosa vista aérea que sobrevuela los Andes nevados. Por lejos, la escena más bella del filme. Por supuesto que es una película que eleva al héroe nacional y lo muestra como un ser necesariamente rígido y bastante cascarrabias, aunque también como el notable líder y estratega que debió ser para planear estas guerras contra los españoles. Nada hay en el filme de esos rumores que se han vuelto vox populi gracias al sentido común encarnado que en nuestro país se llama Diego Maradona, que alguna vez dijo que el libertador cruzó los Andes en camilla y gravemente enfermo. La enfermedad de San Martín está presente en el filme, pero se lo ve firme a la hora de la lucha y del cruce. Aunque el debutante director (que también tiene un puesto importante dentro de canal Encuentro) Leandro Ipiña acierta al contar la historia mediante un personaje ficticio que hace las veces de secretario del General y puede así brindarle a la historia una perspectiva nueva, menos formal, más íntima y menos solemne, falla en la composición de algunos planos al perseguir durante una caminata a los protagonistas con cámara en mano que genera un efecto de documental que nos arranca inmediatamente de la historia (ficción) que estamos presenciando. Sin embargo, nos encontramos ante una película que pasa la prueba con comodidad, que entretiene y enseña, y que seguramente va a ser utilizada como material de apoyo estudiantil en muchas escuelas. Sin dudas, la película que el libertador de la patria merecía.
Un abogado con contactos Matthew McConaughey interpreta a Nick Haller, un abogado algo excéntrico (en lugar de oficina, atiende sus asuntos dentro de un bonito automóvil con chofer), despreocupado y bastante insensible en este thriller de Brad Furman, un director con poca experiencia y que quizá comencemos a recordar después de esta interesante propuesta. Cuando un joven de clase alta lo busca para que lo defienda en un juicio de acoso sexual y agresión, Haller deberá poner toda su sapiencia a prueba para ir descubriendo la verdad de la milanesa. Culpable o inocente no es una obra maestra, ni tampoco un filme memorable. Se trata de un thriller que comienza muy lentamente, que parece resolverse pronto pero que va desenvolviendo nuevas e interesantes vetas a medida que se va acercando al final. Furman tiene un estilo inquieto, de planos que se acercan y alejan más de lo que el espectador promedio está acostumbrado, aunque sin llegar a la estética videoclipera de un, digamos, Boyle. Marisa Tomei, William H. Macy y el siempre ambiguo Ryan Phillippe engrandecen al elenco y le dan un toque de distinción, ese que McConaughey intenta sostener con su protagónico pero no siempre logra con sus insípidas caras de desencajado. Aunque si es cierto que logra despegarse un poco del formato carilindo con una película que lo mantiene ajado, preocupado, estresado y desaliñado todo el tiempo. No será un filme estupendo pero le sirve a Furman como carta de presentación hacia el futuro. Veremos cómo le va.
Qué la cosa funcione (fórmula tradicional pero con más risas) Muchos se decepcionaron con la última incursión de Allen en el cine. Conocerás al hombre de tus sueños no parecía estar a la altura de un realizador de su talla. Lo dijimos: tampoco se puede esperar que todo lo que haga sea oro. Sin embargo, este blog defendió aquel filme, discreto, simpaticón y mínimamente ingenioso. En su vuelta a las salas argentinas, Allen nos entrega Que la cosa funcione, una comedia en donde Larry David (creador de Seinfeld y otras sitcoms menos conocidas) interpreta al personaje que hubiera hecho Allen en otros tiempos: un viejo cascarrabias, negativo y neurótico, aunque aquí también es ateo y científico. En resumen, lo que ofrece el filme son bastantes chistes, como si se tratara de un par de capítulos de una sitcom unidos para que duren más de una hora. Las reflexiones sobre el amor, la vida, la vejez, la suerte, etc. están presentes, como siempre ocurre en las películas de Woody, tan solo que esta vez con un destino más humorístico que dramático. Podremos coincidir o no con que uno tiene que ser feliz con el tipo de amor que pueda encontrar en el mundo, premisa principal del filme, pero de todas formas disfrutar de los momentos cómicos desparramados a mansalva en un guión armonioso y sencillo y por un elenco al que Allen logra hacer funcionar una vez más, liderado por Evan Rachel Wood en uno de sus mejores papeles últimamente.
Thor (o dolor de to-or). El superhéroe del martillo tiene la desgracia de poseer lo que podríamos denominar el síndrome de Superman: cuando un personaje tiene superfuerza, supervelocidad, un supermartillo, una supercapacidad de volar, una superresistencia al dolor... es difícil que al espectador le genere mucha empatía, porque ¿a quién se le puede ocurrir una forma de vencerlo si posee todas esas cualidades? De todas formas, y dejando de lado esa apreciación hipersubjetiva, Thor es una película con dos caras: un costado formal y solemne, el tan mentado y tan elogiado costado shakesperiano que las críticas mundiales le han felicitado a Kenneth Branagh y un costado más vulgar, más mundano, más humano, más cercano a todos nosotros, más parecido a todas las películas de la factoría Marvel y de toda película de superhéroes que se precie (también sucedía un poco en Kick-ass), que es esa situación en la que el héroe se tiene que adecuar a su nuevo mundo. Cuando apelan al humor mundano, funciona. Cuando Anthony Hopkins despliega un parlamento digno de un rey (o un dios, en este caso) también. Sin embargo, hay elementos que no terminan de encajar. Mientras la historia es mucho más interesante de lo que se le podía pedir, Branagh derrapa en las escenas de acción, es decir, la escencia de una película de superhéroes. ¿Qué importan los planes de un medio hermano por robar el trono de Odin si a la hora del enfrentamiento solo vemos algunos chisporroteos extraños y derroche de colores? También son dispares los efectos especiales y, por último, las actuaciones. Mientras que Hopkins, Skarsgard, Dennings y Portman elevan el film (algunos con altura, otros con frescura), los hermanitos macana interpretados por Chris Hemsworth y Tom Hiddleston lo rebajan con interpretaciones poco convincentes. Como presentación de un personaje que volverá en Los vengadores, Thor safa apenas. Como filme independiente de la otra historia, deja que desear.