La secuela de Ralph el Demoledor (2012) transporta a nuestros personajes favoritos del arcade al vasto y “misterioso” mundo de la Internet. Una vez más, Disney nos regala una película potente, ingeniosa y entretenida que ofrece una aventura distendida para chicos y, al mismo tiempo, filtra múltiples guiños cómplices para el deleite de los adultos. Wi-Fi Ralph demuele el mito de que las segundas partes nunca fueron buenas y nos sacude con un lindo mensaje sobre las amistades, los cambios en la vida y la importancia de ser y dejar ser sin invadir al otro. ¡Wi-Fi 10G! Ficha técnica: Origen: Estados Unidos; Dirección: Phil Johnston y Rich Moore; Guión: Phil Johnston y Pamela Ribon; Elenco: John C. Reilly, Sarah Silverman, Gal Gadot, Taraji P. Henson, Jack McBrayer, Jane Lynch, Alan Tudyk, Alfred Molina, Ed O’Neill, Sean Giambrone; Producción: Clark Spencer; Distribuidora: Buena Vista; Duración: 112 minutos; Estreno en Buenos Aires: 03 de Enero de 2019. Si alguien te hubiese dicho que en 2019 se iba a estrenar una película cómica para chicos en la que uno de los factores clave para generar risas era Internet, la hubieses descartado al instante. Porque seamos sinceros ¿Quién podría creer que el mundo de la World Wide Web resultaría atractivo, cuando hace al menos 20 años que estamos familiarizados con sus contenidos, dinámicas cambiantes, redes, sitios y datos? En otras palabras ¿Qué gracia podrías encontrar en el buscador de Google, Youtube, la Deep Web, los pop-up o las subastas on-line? La respuesta te sorprenderá, porque con mucha creatividad y una buena historia de por medio, Wi-Fi Ralph lo hace posible. Pero nos estamos adelantando. Rebobinemos un poco (si, “rebobinemos”, total en esta review vamos a estar un poco en “plan nostalgia”): el disparador de la película es la rotura del volante de Sugar Rush, el arcade donde Vanellope es protagonista. Aprovechando la reciente conexión Wi-Fi del local en el que están, Ralph decide arriesgarse e ir al inmenso mundo de Internet en busca de un repuesto, puesto que si no lo consiguen el dueño de la tienda desconectaría Sugar Rush y dejaría a todos sus personajes a la deriva (Vanellope incluida). Ante la perspectiva de esta nueva aventura, la curiosa Vanellope se muestra muy entusiasmada, ya que ansía conocer lugares nuevos; no así Ralph, que es perfectamente feliz con su amiga y no desea abandonar su zona de confort ni afrontar cambios en su vida. Solo quiere que las cosas vuelvan a ser como antes. A partir de allí, el filme desarrolla las peripecias y tribulaciones que atraviesan nuestros héroes para hacerse con el bendito repuesto, aunque claro, en el camino se sucederán situaciones que transformarán las motivaciones y perspectivas de ambos, al punto de que deberán enfrentarse para repensar su amistad. Wi-Fi Ralph retoma con ingenio distintos elementos de Internet que tenemos incorporados a nuestra cotidianeidad y les da vida convirtiéndolos en adorables personajes super variados y eclécticos (desde un ansioso buscador de google que intenta completar todas las frases de sus interlocutores, pasando por insistentes “vendedores” de publicidad on-line, hasta glamorosas directoras de contenido de una famosa página de videos on-line). No obstante, es necesario hacer una rápida aclaración: no es solo la representación de estos distintos elementos lo que hace atractiva a esta propuesta cinematográfica, sino la mirada desde la que el director Rich Moore (“Zootopia”, “Grandes Héroes”, “Ralph el Demoledor”) contempla, construye y redescubre este atrapante universo de ceros y unos. Porque Ralph -ese gigantón buenazo y atolondrado que en la primera entrega se esforzaba por ser aceptado como algo más que un villano- es un personaje que pertenece a la era analógica de los fichines, por lo que el mundo digital resulta desconocido para él. Es justamente este extrañamiento absoluto (sumado a la ya conocida torpeza e inocencia de nuestro héroe) lo que genera que la película esté repleta de gags y situaciones de humor absurdo sumamente ingeniosas y efectivas. < Para decirlo en otros términos: si la principal fortaleza de Ralph el Demoledor (2012) era la nostalgia retro por el mundo cuasi-olvidado de los arcades, la virtud más notoria de Wi-Fi Ralph es el redescubrimiento de un mundo presente que tenemos completamente naturalizado pero que puede resultar igual de mágico y apasionante. Así, el nuevo filme de Disney es una especie de viaje que va de la prehistoria a la modernidad y de lo analógico a lo digital. Una vez más, Disney hace gala de su habilidad para construir una obra con múltiples capas de sentido, posibilitando el disfrute de niños y adultos por igual. Además, también encuentra un hueco para auto-parodiarse criticando sutilmente el machismo de las viejas princesas de la franquicia (que aparecen todas juntas en una escena desopilante), cuyo único objetivo en la vida era ser rescatadas por un hombre. En línea con películas como Moana (2016) o Frozen (2013), Wi-Fi Ralph pondera un modelo femenino fuerte, independiente y autónomo (encarnado en la figura de Vanellope) en donde el ideal de realización de las mujeres ya no recae en el enamoramiento o en la salvación del príncipe -goma- azul, sino en la lucha por afirmar la propia subjetividad para seguir sus deseos y anhelos más profundos (independientemente de lo que la sociedad les quiera imponer). En el caso de la princesita Vanellope, su ambición es convertirse en piloto de carreras del juego Slaughter Race, por lo que luchará a lo largo de toda la película para lograrlo. De la mano de una factura técnica impecable y una animación deslumbrante, Wi-Fi Ralph no solo divierte y emociona, sino que además logra transmitir una linda enseñanza sobre la amistad, los cambios en la vida, el crecimiento personal y la importancia de ser y dejar ser sin invadir o poseer al otro. Una película demoledora. Por Juan Ventura
Finalmente, los intentos de DC Comics por convertir a Aquaman en un verdadero homme fatale aspiracional parecen haber dado sus frutos en la gran pantalla con Jason Momoa. Lejos quedó aquella versión naif e inocentona del Aquaman que montaba hipocampos y hablaba alegremente con los peces en los Super Amigos. Este superhéroe cinematográfico es más adulto si se quiere, el típico badass rudo, carismático y solitario, pero que en el fondo es un bonachón entrañable al que no podés dejar de querer. Jason Momoa cumple a la perfección con su papel, y aún estando hiper sexualizado y posando exageradamente en casi todas las escenas, logra darle vida a un personaje simpático, carismático y sin demasiadas fisuras. ¡Punto para los Dothrakis! Pero este no es el único acierto de esta película dirigida por James Wan –La Noche del Demonio (2010), El Conjuro (2013), Rápido y Furioso 7 (2017)– y protagonizada por Amber Heard, Patrick Wilson, Willem Dafoe, Nicole Kidman y Dolph Lundgren. Durante sus 143 minutos el filme propone una adrenalínica aventura sin pausas en lo profundo del océano, con espectaculares escenas de acción, guerras submarinas, creativas coreografías de batalla con tridentes y un imponente despliegue visual que está a la altura de lo que en su momento James Cameron logró con Avatar. La historia nos presenta a Arthur Curry (Jason Momoa), un joven nacido de un padre terrícola y una madre Atlanteana, quien abandonó a su esposo e hijo obligada para cumplir su rol como Reina de Atlantis 35 años atrás. En la actualidad (y después de los acontecimientos de Justice League, Arthur surfea los mares rescatando embarcaciones en medio de feroces tormentas y luchando contra piratas de alta mar, eludiendo su responsabilidad como legítimo heredero del trono de Atlantis. Todo va bien hasta que el Rey Orm (Patrick Wilson), medio hermano de Arthur, comienza a conspirar para unificar a los reinos marinos y así declararle la guerra a la humanidad, que durante siglos se encargó de contaminar las aguas de los océanos con sus inagotables desechos. Ante este panorama, Arthur es convencido por la princesa Mera (Amber heard) para enfrentarse a Orm y ocupar su legítimo lugar como Rey de Atlantis, unificando así los dos mundos (el terrícola y el acuático) para vivir en armonía. Claramente, el fuerte de Aquaman no está en la historia, que es por demás elemental y está plagada de lugares comunes y diálogos anodinos. La cuestión medioambiental, que es uno de los trasfondos de la película, aparece más como una excusa (¡un mcguffin!) que como parte de las motivaciones reales de Aquaman para desafiar el poder de Orm. En ese sentido, hubiese sumado varios porotos desarrollar más la personalidad del héroe principal y del villano para darle un poco más de cohesión y sustancia a la trama (quizás también un poco de la cultura de los Atlanteanos, algo que es tocado muy de coté). Así y todo, el filme alcanza un equilibrio más que satisfactorio a partir de la química entre los personajes (principalmente entre Momoa y Heard), pequeñas dosis de humor desacartonado y una genuina vocación de entretenimiento reflejada en constantes bombardeos visuales y variadas escenas de acción logradas con mucha naturalidad y fluidez. Wan además construye un universo fantástico repleto de bellas y coloridas composiciones en donde se destacan las ciudades de Atlantis y el Mar Oculto, inspiradas indirectamente por los relatos de Julio Verne en “Viaje al Centro de la Tierra” y “20.000 Leguas de Viaje Submarino”. La película no está exenta de las ya clásicas bizarradas de DC. Si bien no ofrece tantas como sus predecesoras en este aspecto, aún así podemos encontrar pulpos tocando los tambores al mejor estilo “La Sirenita”, paneles digitales bajo el agua que entran medio volando, una versión remixada del tema “Africa” de Toto que corta el clima de la película y un par de perlitas más. La música también es bastante ensordecedora en varios pasajes y es un punto que en líneas generales resta a la ecuación total. Sin embargo, Aquaman es honesta en sus intenciones y potente en su resultado. Básica, sí, pero a la vez muy entretenida. Por eso, si estás buscando una buena película pochoclera de entretenimiento, este humilde comentarista del arte ajeno te recomienda ir al cine con toda seguridad y prepararte para ver algo que no te va a ofrecer ni más ni menos de lo que promete. Suena como un trato justo, ¿no?
La expectativa que se generó alrededor de First Man (2018) estaba más que justificada. No tanto por su temática (la historia del primer hombre que pisó la luna) o por los millones de verdes invertidos en su producción, sino básicamente por su director. En efecto, con tan solo 33 años Damien Chazelle ya se ha granjeado múltiples elogios en todo el mundo a raíz de sus 2 últimos éxitos: Whiplash (2014) y La La Land (2016). Por eso, provocaba cierta intriga ver cuál sería su enfoque sobre uno de los momentos más paradigmáticos del siglo XX. Por desgracia, este es quizás el trabajo menos personal y más convencional en la carrera de Chazelle, aún cuando la historia toca temas ya abordados con anterioridad por el director franco-estadounidense (a saber: retórica del esfuerzo individual, meritocracia acrítica y sacrificios varios para alcanzar lugares de éxito pre-consagrados). Seguramente, el hecho de que Chazelle no haya participado en el guión (el cual corrió por cuenta de Josh Singer –Spotlight, The Post-) influyó en este efecto de despersonalización, pero en esencia se trata de un filme industrial (o pochoclero, según como se lo mire) en el que es difícil encontrar la mano del artista. Basada en el libro “First Man: A life of Neil A. Armstrong”, de James Hansen, la película retrata desde el punto de vista del astronauta la misión espacial de la NASA (llevada a cabo entre 1961 y 1969) que culminó con el hito de la llegada del primer hombre a la luna. Chazelle pone el foco en el drama personal y familiar que vivió Armstrong (Ryan Gosling) durante esos años y también en las pérdidas y sacrificios que tuvo que afrontar en el marco del monumental proyecto en el que estaba involucrado. De esta manera, el filme expone la temprana muerte de la hija del astronauta y el trauma que esto suscitó en el núcleo familiar, la tensa relación con su pareja (Claire Foy), su introvertida personalidad, la precariedad de las peligrosas pruebas realizadas por la NASA y los costos y obstáculos con los que tuvieron que lidiar para llegar a la tan ansiada meta de dejar una huella en la superficie lunar. Lo mejor de la película aparece en las adrenalínicas y claustrofóbicas escenas dentro de las naves, que sin dudas mantendrán a los espectadores al borde del asiento. Chazelle hace un excelente trabajo mostrando las limitaciones tecnológicas de la época y dimensionando los peligros a los que los pilotos estaban expuestos. Sin embargo, todo lo bueno que sucede dentro de las naves contrasta con la linealidad y superficialidad del arco narrativo, que recorre todo tipo de lugares comunes hasta llegar a una resolución previsible que intenta resignificar las motivaciones personales de Armstrong (y lo logra, sin demasiada originalidad). Y este es quizás el problema más grande: a diferencia de otras grandes películas del género que tenían muy claro su objetivo -el juego de la ciencia en The Martian (2015), el impacto visual y la opresión del espacio en Gravity (2013), el poder del lenguaje y la comunicación en The Arrival (2016), los límites de la física y la metafísica en Interstellar (2014), las desigualdades del sistema patriarcal y la xenofobia en Hidden Figures (2016)–, El Primer Hombre en la Luna navega una historia conocida por todos sin tener mucho para comunicar. Si bien se aleja de “la foto” del primer hombre en la luna y recupera el proceso, es decir, el trabajo arduo de años y el esfuerzo que significó para los astronautas y sus familias, no logra encontrar un centro de gravedad atractivo o novedoso desde el cual contar la historia. Por ello, a pesar de que es una decente producción norteamericana, nunca termina de convencer ni de conmover. Por
El zoológico se descontroló “Era el encargado del zoológico, pero parecía un modelo”… No, no estamos hablando de la canción de Los Fatales; nos estamos refiriendo al bueno de Dwayne Johnson. En esta ridícula y divertida Monster Movie, el amigo “The Rock” interpreta a un primatólogo (y ex-militar) que intentará salvar de la destrucción a la ciudad de Chicago ante el inminente ataque de 3 gigantescos animales mutados genéticamente. ¿Predecible? Posiblemente ¿Profunda? No lo creo ¿Estúpidamente entretenida? Por supuesto. La película está inspirada libremente en el icónico videojuego Rampage de 1986. Allí, básicamente, un cocodrilo antropomorfo (Lizzie), un lobo gigante (Ralph) y un gorila de proporciones desmedidas (George) se dedicaban a destruir ciudades sin motivo alguno. Esa era toda la diversión, y era más que suficiente teniendo en cuenta la época y los objetivos del juego. En otras palabras, no se le podía pedir más de lo que ofrecía. Con el filme pasa algo parecido. Si bien algunos le podrían pedir más (porque a diferencia del arcade creado en los comienzos de la industria de los videojuegos, aquí ya han pasado más de 120 años de historia del cine), en el fondo sabemos que eso sería una misión imposible, ya que ni la película se toma en serio la historia que relata (lo cual en este caso es un acierto). La trama en cuestión sigue los pasos de Davis Okoye (Dwayne Johnson), un primatólogo solitario cuyos principales vínculos son los animales que lo rodean. Su mejor amigo es George, un gorila albino al que tiempo atrás rescató de unos cazadores furtivos en África. Todo va bien, hasta que un experimento científico de la oscura corporación Energyne sale mal e infecta por accidente a George y a dos animales más (un lobo y un cocodrilo) con un patógeno que incrementa desproporcionadamente su tamaño y fuerza. A partir de ahí se desata una carrera contra el tiempo en la que Okoye y una ex-analista de Energyne (Naomie Harris) intentarán encontrar una cura y detener a los monstruos antes de que lleguen a Chicago. Rampage: devastación se desenvuelve con soltura en un terreno que no muchos logran dominar (la recientemente fallida Pacific Rim 2 -aún en cartel- es un ejemplo cabal de ello). Apunta a lo grande (evidentemente, acá el tamaño sí importa) y tiene la virtud de ir al grano directamente. En ese sentido, abofetea al espectador con toneladas de acción desde el minuto 1 y no se detiene en esas largas introducciones innecesarias que tan frecuentes suelen ser en otras obras del mismo género. La propuesta descansa en 2 factores: la imponente presencia de sus monstruos y el carisma y encanto de La Roca. En cuanto a lo negativo, lo peor se lo llevan los villanos de la corporación Energyne. Es una lástima que los hayan hecho tan tontos y caricaturescos, porque al no tener antagonistas de fuste, el filme claramente sale perjudicado. Por otro lado, el humor de a ratos no funciona como debería y los personajes secundarios dejan bastante que desear (la peor parte se la lleva Jeffrey Dean Morgan, encarnando a un agente del FBI que se la da de pistola pero en realidad es bastante banana). Más allá de estos detalles, el filme sale airoso y se deja ver. Obviamente, no es un terreno sencillo, pero su director, Brad Peyton (que antes ya había trabajado con La Roca en San Andreas y Viaje 2: La Isla Misteriosa), logra plasmar en pantalla una síntesis virtuosa de todos los elementos que estas películas deberían tener: espectacularidad, pirotecnia visual, secuencias de acción imponentes y entretenidas, un guión suficiente que acompañe la historia, y una cuota de ese humor absurdo e inverosímil que nos dice que en el fondo lo que estamos viendo no debe ser tomado muy en serio. Por el contrario, hay que relajarse y disfrutar…y comprar pochoclos.
Llega a los cines una nueva producción de Disney dirigida por la californiana Ava DuVernay y protagonizada por Chris Pine, Reese Witherspoon y Storm Reid. La faena en este caso está orientada a niños de entre 8 y 12 años y plantea la aventura de una niña que viaja en el tiempo y el espacio con un mensaje aleccionador sobre el bien y el mal. Un viaje en el tiempo (“A Wrinkle in time”) es de esas películas que en los papeles tienen todo para triunfar pero que después no logran plasmar en pantalla todo lo que prometen. ¿Por qué “todo para triunfar”? Por la calidad probada de su directora (había dirigido Selma en 2014), guionista (Jennifer Lee, libretista de Frozen y Zootopia) y elenco; por el elevado presupuesto (más de 100 millones de dólares); por la historia original en la que se basa (“A wrinkle in Time”, novela infantil de 1962 famosísima en Estados Unidos y escrita por Madeleine L’engle); y por tratarse del estudio con más chapa en lo que es entretenimiento para chicos. ¿Por qué no termina plasmando todo lo que promete? Porque es aleccionadora, moralizante, poco interesante y subestima la capacidad de comprensión del público infantil. En todo momento, lo más importante parece ser la bajada de línea directa para que los niños se porten bien y sean buenos en sus casas, olvidando de esta manera la esencia de la experiencia cinematográfica: contar una buena historia que entretenga, conmueva y movilice al espectador. La película sigue a Meg (Storm Reid), una chica de 13 años cuyo padre desapareció misteriosamente mientras hacía un experimento científico (él y la madre de Meg son físicos teóricos). Tanto ella como su pequeño hermano adoptado (Charles Wallace) aducen esa falta y presentan múltiples problemas en la escuela, además de ser objeto de burlas y cargadas por parte de sus compañerxs. Sin embargo, pronto aparecen de la nada tres guías intergalácticas involuntariamente bizarras (interpretadas por Oprah Winfrey, Reese Witherspoon y Mindy Kaling) que ayudarán a Meg y a Charles Wallace a encontrar a su padre. Pero para eso, deberán viajar en el tiempo, recorriendo diferentes mundos y temporalidades. Si la premisa ya es un tanto vaga, el desarrollo resulta inconducente, contradictorio y por momentos delirante. El guión expone a través de diálogos esloganeros y extemporáneos, una tesis muy ambigua y perezosa sobre la luz y la oscuridad que todos llevamos dentro. Además, esto se combina con personajes planos que no se sabe por qué toman las decisiones que toman, un desarrollo del plot que se da “a los tumbos” y una carencia de acción dramática que dota a la cinta de una inercia insoportable. Los únicos rubros destacables quizás sean el de la fotografía y los efectos visuales, que logran imprimir cierta belleza y potencia a una historia por demás desteñida. Los grandes actores que componen esta cinta, por su parte, no pueden hacer mucho, más allá de su innegable fotogenia. Probablemente, en unos años Un Viaje en el Tiempo pasará a formar parte de ese escueto catálogo de experimentos fallidos de la factoría del ratón, en los que también podemos incluir a John Carter (2012) y Tomorrowland (2013) (superiores de todos modos a la primera).
En los márgenes del progreso Disney y niñez son dos palabras que a menudo van de la mano. En la sociedad de consumo globalizado en la que vivimos, una de las mecas de la felicidad para los infantes (y también de unos cuantos adultos) se encuentra tras las puertas de Epcot Center y Magic Kingdom, en un mundo de fantasía edulcorada diseñado para escapar por unos días de la realidad. En Proyecto Florida, el director y guionista Sean Baker describe otra realidad. Una muy distinta, más contundente y sin filtros, que se desarrolla en las cercanías del famoso parque de diversiones. Allí, tan cerca y tan lejos, una madre treintañera y su hija de 6 años subsisten como pueden al aciago día a día en un motel de mala muerte (curiosamente llamado Magic Castle), inmersas en un contexto de pobreza, necesidad, desempleo y fuerte desamparo social. Irreverentes, impetuosos y desafiantes son los personajes que pueblan las filminas de Sean Baker, pero no por ello menos queribles. Desde la impulsiva Halley (la madre en cuestión, interpretada por la debutante Bria Vinaite) hasta su rebelde y adorable hija Moonee (Brooklynn Kimberly Prince, en una interpretación para el recuerdo), ambas presentan una complejidad notable. Por un lado, cometen todo tipo de desbordes (los de Moonee, las típicas travesuras de los infantes de su edad; los de Halley, también comprensibles por lo apremiante de su situación económico-social), pero al mismo tiempo cada una de sus acciones detenta una nobleza, una honestidad y una pureza que las hace arrolladoramente encantadoras. En este marco también se destaca el enorme Willem Dafoe, que aquí interpreta a Bobby, el buenazo y paciente encargado del hotel, que en todo momento asume un rol contenedor y protector con todos sus inquilinos, pero especialmente con Halley y Moonee. La película sigue de cerca las aventuras juveniles de Moonee y sus amigos, y también las idas y vueltas de Halley con los servicios de asistencia social por la tenencia de la pequeña. Con inteligencia, el autor de Tangerine (2015), Starlet (2012) y Prince of Broadway (2008) coloca la mirada en los ojos de la niña y hace convivir la inocencia, el desparpajo y la libertad características de esa edad con la acuciante realidad de una madre soltera desempleada que vive día a día con la incertidumbre de si llegará o no a pagar el alquiler de su habitación. Sin caer en golpes bajos, Baker explora de manera contundente la realidad de una familia que vive en los márgenes del sistema, allí donde el progreso no llegó, y lo hace sin pelos en la lengua, es decir, sin suavizar el impacto de las situaciones de violencia cotidiana a la que sus personajes se ven expuestos. Con enorme sensibilidad y sin derivar en una mirada romántica o celebradora de la pobreza per se, el realizador construye un relato honesto de personajes arrolladores, en donde lo terrible y lo bello conviven con sorprendente naturalidad, y en donde aún en contextos de necesidades insatisfechas y privaciones varias, la libertad y la felicidad, de a ratos y a los tumbos, se terminan imponiendo. Por Juan Ventura
Una comedia sin demasiadas risas ¿Qué tienen en común una comedia sin humor, un thriller sin suspenso o una película de terror sin sobresaltos? Carecen de esencia. Por más que reúnan un gran presupuesto, destacados actores o un hábil director, si el núcleo identitario del film está ausente, lo que se muestra en pantalla difícilmente pueda colmar las expectativas. En ¿Quién @#*%$ es mi papá? pasa un poco de todo eso. Ni todo el presupuesto invertido, ni la desteñida dupla protagónica (¡basta de Ed Helms!), ni la presencia de grandes actores secundarios como Glenn Close, Christopher Walken o J. K. Simmons; ni siquiera el debutante director Lawrence Sher (director de fotografía de la trilogía Hangover, War Dogs y The Dictator), logran camuflar las falencias de una historia que olvida un aspecto fundamental: para que una comedia funcione tenés que empezar por entretener y hacer reír a tu público. Si fallás en eso, estás en problemas. En ese pantanoso terreno se desarrolla esta especie de road movie inconducente que sigue a dos mellizos –Kyle y Peter (Owen Wilson y Ed Helms, respectivamente)- en un viaje por Estados Unidos para encontrar a su verdadero padre, luego de enterarse de que éste no estaba muerto, tal y como les había dicho su madre, Helen Baxter (Glenn Close). El problema es que los candidatos paternos son muchos, porque parece que Helen había “vivido la vida loca” en los ’70 y no se acordaba quién podría haber sido el padre de los mellizos. Así conocen primero a Terry Bradshaw, el primer candidato, y luego a Ving Rhames, J.K. Simmons y Christopher Walken, en un desfile previsible en el que rápidamente se adivina que ninguno es su real progenitor. Como en toda road movie, el designio que motivó el viaje se develará al final, dejando una enseñanza y una reconciliación entre los personajes. El detalle es que después de 110 minutos de aburrimiento, ambos tienen gusto a poco. Durante la mayor parte del film los chistes pretendidamente graciosos tienen que ver con hombres reunidos en ronda riéndose de la promiscuidad de la madre de los mellizos. Para ser más gráficos, este es uno de los gags que vemos en pantalla al menos 2 o 3 veces: –Personaje 1: Che loco, ¿te acordás de Helen Baxter? –Personaje 2: Uhhh si, ¡esa sí que era la reina de las fellatio, eh! Jo, jo, jo. – Personaje 1: Bueno, es la madre de estos dos pibes que ves acá. – … (Silencio incómodo)… Otro de las secuencias cómicas tiene que ver con un recepcionista random de un hotel que habla en voz muy baja. ¿Por qué? No se sabe, pero por algún motivo eso tiene que motivar la risa del público. A este repertorio de humor básico y chabacano se suma una dupla protagónica a la que le cuesta hacer pie sistemáticamente. Ciertamente, parte de la responsabilidad es de los actores: Owen Wilson ya viene derrapando “out of the banquina” desde hace algunos años (véase Zoolander 2 y No Escape) y Ed Helms… bueno, ¿Alguien sabe qué tiene de cómico Ed Helms? Pero para ser justos, el guión de Justin Malen tampoco los ayuda demasiado. Se supone que Kyle es un mujeriego, open minded, irresponsable y descontracturado, y Peter un rígido profesional solitario, estructurado y amargado. Sin embargo, ese antagonismo es sólo verbal, porque en los hechos ninguno justifica tal caracterización. El guión de ¿Quién @#*%$ es mi papá? es chato, falto de humor y bastante perezoso. En definitiva, los elementos anteriormente mencionados conspiran contra una historia a la que le falta chispa y frescura, y en la que claramente se nota que todo fue hecho a las apuradas. Digresión: así como la película de la Mujer Maravilla terminaba con la reveladora frase “solo el amor puede salvar al mundo”, “¿Quién @#*%$ es papá?” culmina con la no menos trascendente “La vida no es una carrera, lo que importa es el viaje”. Pensamientos profundos para reflexionar lo que hemos aprendido en estos más de 4.000 años de evolución humana (4.000.000 si contamos desde el paleolítico). We are in the oven (¡Estamos al horno!).
Guerra política en tiempos de guerra “La política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra nos pueden matar una vez; en política, muchas veces.” -Winston Churchill. Probablemente si alguien hubiese consultado la opinión de un ciudadano inglés sobre Winston Churchill previo a la Segunda Guerra Mundial, la respuesta no habría sido la mejor. Hasta ese entonces, su carrera política había estado marcada por algunos errores militares importantes (La Batalla de Galípoli durante la Primera Guerra Mundial) y por controvertidas decisiones, como la de devolver la Libra Esterlina al patrón oro en 1925, cuando era Ministro de Hacienda. Sin embargo, muy distinta hubiese sido la respuesta de ese mismo ciudadano si tal pregunta hubiese sido formulada luego de dicha conflagración bélica. Para ese entonces, Churchill ya era el líder carismático que había encabezado la resistencia del Reino Unido contra el régimen Nazi de Adolf Hitler. ¿Qué pasó en el medio? Las horas más oscuras explora esos momentos decisivos de tensión en los que el Premier Inglés se ganó el reconocimiento y la legitimidad de la casta política de su tiempo y del pueblo británico. Joe Wright (Orgullo y Prejuicio; Expiación; Anna Karenina) fue el encargado de darle vida a esta película de época que retoma el calvario que atravesó Inglaterra en el mes de mayo de 1940, cuando Neville Chamberlain renuncia al cargo de Primer Ministro, abriéndole camino al por entonces cuestionado Winston Churchill. Si bien Las Horas Más Oscuras narra un período histórico tensionado por la Segunda Guerra, no sería correcto decir que se trata de una película bélica. El film se focaliza en las internas políticas a las que debió enfrentarse Churchill, siendo el principal conflicto la lucha contra la rama conciliadora de su partido (liderada por Lord Halifax) que quería llegar a un acuerdo de paz con Hitler. A su vez, el film pone de manifiesto la difícil relación de Churchill con el Rey Jorge VI y las dramáticas decisiones que tuvo que tomar en esos días aciagos, como la desesperada Operación Dinamo para rescatar al ejército británico, que por ese entonces estaba varado en las playas de Dunkerque. Wright hace gala de toda su destreza para entregarnos una película sobria, de tonos grises (como la época a la que alude) y decorados imponentes; de internas políticas feroces y discusiones encendidas en habitaciones cerradas. La guerra aquí es el trasfondo; el elemento monstruoso que se avecina pero que –por momentos- parece muy distante. Lo central son las consecuencias de las decisiones políticas que se toman cuando millones de vidas humanas están en riesgo, y la impronta de un hombre cuyo derrotero va del rechazo generalizado al reconocimiento unánime. Darkest Hour- Joe Wright / Gary Oldman El trabajo de vestuario, maquillaje, ambientación y representación de la aristocracia Inglesa de la época no hace más que confirmar la maestría del director en lo que refiere a las películas de época. Se trata de una gran adaptación: un tanto previsible y -en ocasiones- innecesariamente melodrámatica (en especial por una inverosímil escena de Churchill en el subte Londinense), pero su discurrir narrativo y el atractivo de su personaje principal la hacen intensamente entretenida y atrapante a la vez. Y aquí es donde ingresa el factor clave que hace que todas las piezas de este rompecabezas encajen a la perfección: la actuación de Gary Oldman. En efecto, no había manera de que una película sobre Churchill funcionara sin una performance destacada de su actor principal: y el bueno de Gary cumple con creces. Su actuación es tan buena que por momentos nos olvidamos de que se trata del mismo que otrora interpretó a Sid Vicious y al Conde Drácula. Sin dudas, el gran trabajo de maquillaje tiene mucho que ver en esto, pero la minuciosa apropiación de gestos, tonos de voz, ademanes y miradas es tan compleja que seguramente será uno de los grandes candidatos a ganar el Oscar a mejor actor. Probablemente sea una de las mejores actuaciones de su carrera, en un film que hace muchísimo hincapié en el liderazgo, la oratoria y los memorables discursos pronunciados por Churchill en ese particular período histórico. En ese sentido, sin tratarse de un film sobre su vida (porque retoma un momento acotado de la misma) la compleja actuación de Oldman y la destreza de Wright nos permiten elaborar un retrato de cuerpo entero del personaje. Y eso es mucho decir, porque todos sabemos que Churchill era bastante gordito…
De Momias, Monstruos y otras yerbas La nueva película de la momia se erige como la punta de lanza de una franquicia que busca resucitar (nunca mejor usada la palabra) a un grupo de monstruos clásicos del estudio Universal, entre los que se encuentran, por ejemplo, Frankenstein y el Hombre Invisible. Lamentablemente, este gigantesco mascarón de proa (casi tan prominente como la mandíbula cuadrada de su protagonista, Tom Cruise) naufraga en un mar de inconsistencias argumentales, narrativas y la ausencia de un eje claro que guíe la historia a buen puerto. En términos generales, la historia de base se asemeja bastante a sus predecesoras de la década pasada: la princesa Ahmanet (Sofía Boutella) -única hija del faraón egipcio- hace un pacto con Seth, Dios de la muerte, cuando se entera de que su padre tendría un nuevo heredero varón. Luego de degollar a toda la familia real para recuperar el poder (¿necesitaba vender su alma para agarrar una daga y abrir 3 cogotes?) Ahmanet es capturada y momificada ¡en vida! (fuck logic), antes de que pudiera completar el ritual y así sellar el pacto con la deidad tanática (que incluía el sacrificio de un “elegido” para que Seth pudiera volver a la vida). En fin, todo muy normal… 5.000 años después nos encontramos con Nick Morton (Tom Cruise), un militar ambicioso y sin moral que se dedica al saqueo de tumbas y a la venta clandestina de antigüedades de gran valor histórico y arqueológico. Durante una operación militar en Irak, Morton da con la tumba de Ahmanet y la libera, junto con otro militar y la arqueóloga Jenny Halsey (que justo pasaba por ahí). El problema es que Nick pronto se percata de que, al liberarla, se ha convertido en el nuevo elegido de Ahmanet para consumar la maldición, por lo que deberá escapar a toda costa de la poderosa momia y su creciente ejército de zombies resucitados. Hasta acá (aún con todas las objeciones que podrías hacerles a las escenas) todo bien. Es más o menos lo que vinimos a buscar. El problema viene después… La película abandona la historia principal para introducirnos a “Prodigium”, una organización secreta milenaria cuyo objetivo es rastrear, estudiar y aniquilar el mal en todas sus formas y envases. Su líder es el Dr. Henry Jekyll (con un Russell Crowe un tanto grotesco), y dicha organización cumplirá un rol clave en la saga, ya que oficiará de hilo conductor con el resto de las películas de la franquicia. El problema es que, en su afán por sentar las bases para lo que vendrá, La Momia aparta completamente a su momia protagónica (valga la redundancia y el juego de palabras). Ahmanet pasa a ocupar un lugar bastante marginal en la historia, y termina siendo una mera anécdota en una trama más amplia que se extenderá a lo largo de varias entregas. Como producto de esto, no sabemos muy bien qué es lo que quiere en el presente: ¿para qué quiere consumar la profecía? ¿para recuperar el poder? ¿para conquistar el mundo? Esas preguntas quedan flotando a lo largo del filme y no encuentran una respuesta demasiado coherente. Para colmo, el director Alex Kurtzman (guionista de La Isla, Misión Imposible III y Transformers, entre otros) decide introducir en el medio un triángulo amoroso entre Nick, Ahmanet y Jenny tremendamente forzado e inverosímil que no aporta nada a la trama. Tampoco funciona el arco que atraviesa el personaje de Nick, que pasa de ser un desalmado inescrupuloso a un tipo honrado que se sacrifica por los demás sin demasiado preámbulo ni explicación. Tom Cruise tiene un papel sobrio (como siempre) pero no logra salvar a un filme que no convence ni cuando intenta ser gracioso. En este sentido, carece de la frescura y el espíritu aventurero del que gozaba La Momia de Brendan Fraser, una película quizás más simplona e inocente, pero justamente por ello más entretenida. La Momia 2017 es un filme que por tratar de sumar a una saga global se olvida de su propia potencia y coherencia interna. Habría que recordarle a los productores de Hollywood que para lograr un todo armonioso, las partes deberían tener una solvencia autónoma. De otro modo, estamos en el terreno de las fórmulas inertes, en donde las cosas suceden “porque sí” o “porque tienen que pasar” para poder llegar de un punto a otro. El cine no se trata del “qué”, se trata del “cómo”; es decir, cómo contamos una historia que nos conmueva y nos movilice durante el tiempo que dura la proyección. Esperemos que las próximas entregas de este universo cambien el rumbo. Por Juan Ventura
Plantar un árbol, escribir un libro, robar un banco Todos tenemos una serie de metas y aspiraciones a cumplir antes de que la parca venga a golpear a nuestras puertas. Para algunos puede ser conocer las pirámides, volar en parapente, o rogar que George R.R. Martin termine la saga de Canción de Hielo y Fuego antes de que le agarre un bobazo. Para otros, puede ser robar un banco antes de morir y dar un giro de 180° en sus monótonas vidas… En efecto, esa es justamente la premisa que guía a los protagonistas de Un golpe con estilo (Going In Style): tres jubilados (Al, Joe y Willie) ven cómo el sistema les arrebata los ahorros de toda su vida y deciden robar un banco para recuperar su dinero y vivir sus últimos años con clase. La película es una remake de la comedia homónima de 1979 dirigida por Martin Brest. En aquel caso, la motivación de los vándalos octogenarios partía de un estado de aburrimiento general con la vida; aquí, nace por una necesidad económica acuciante. Alan Arkin, Michael Caine y Morgan Freeman componen con gracia (aunque sin brillo) a este simpático trío de rebeldes inconformistas que se rehúsan a doblegarse ante un sistema que los condena a la miseria y la pobreza. El director Zach Braff (Garden State) trabaja en el terreno de la comedia ligera con un grupo de excelentes actores y la participación de otras figuras de la talla de Matt Dillon y Christopher Lloyd, quien tiene momentos verdaderamente hilarantes. El filme comparte varios puntos en común con Robo en las Alturas (2012) -con Ben Stiller y Eddie Murphy- en la que también un grupo de trabajadores a los que les habían quitado su plan de pensiones, deciden robar a quien los había estafado. En ambos casos, las situaciones humorísticas surgen a partir de la torpeza de estos malhechores novatos para planificar y ejecutar el robo. En líneas generales, se trata de una película entretenida, aunque también queda la sensación de ser una producción demasiado calculada y poco original. Si bien no será la comedia del año y, probablemente, no la recordemos demasiado en un par de meses, Un Golpe Con Estilo cumple con la función de hacer pasar un buen rato al espectador. Le falta chispa y brillo, si, pero así y todo el filme camina sólo, fruto de su innegable efectividad y de la calidad y empatía natural de sus intérpretes.