En estos últimos 20 años, directores mexicanos como Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro, cosecharon desmesurados elogios de la crítica internacional y premios en cuanto festival se les pusiera por delante. Ganadores del Oscar todos ellos, tienen como factor común su destreza a la hora despachar películas que siguen a rajatabla el manual académico: virtuosismo formal, ambición y solemnidad; son marcas claramente identificables en los films del trío más mimado del cine latinoamericano. Después de más de una década, Cuarón volvió a rodar en su país natal con Roma, un relato de tono autobiográfico minuciosamente ambientado a comienzos de los años '70 en el barrio que le da título a esta producción. Desde el primer hasta el último plano, es evidente el conocimiento del realizador sobre las herramientas del lenguaje cinematográfico. Se destacan claramente, una soberbia dirección de fotografía en blanco y negro, que se mantiene tan elegante en los momentos contemplativos de la historia como en los más crispados (o sádicos), y un elaboradísimo diseño de sonido con una apuesta al uso del Dolby Atmos, que solamente pudo ser disfrutado en cuatro salas del país, incluyendo el Cine Universidad, ubicado en la Nave Universitaria. La película carretea su primera hora con un ritmo moroso para presentar el cuadro de situación. Una familia de clase media alta en proceso de desbande, una empleada doméstica que no sólo cumple quehaceres hogareños, sino que también oficia de contenedora de la debacle de sus patrones, y un trasfondo convulsionado con las calles militarizadas y agitadas protestas estudiantiles; constituyen el entramado sobre el que Alfonso Cuarón traza su derrotero de travellings, panorámicas y encuadres prodigiosos. Con el aval del premio máximo en el Festival de Venecia y tres nominaciones a los Globos de Oro (Mejor película en idioma extranjero, Mejor director y Mejor guión original), Roma es la confirmación de que aún en pleno siglo XXI, con más de 120 años de historia del cine ya recorridos; hay películas que logran conquistar aplausos y laureles por su farragoso despliegue de qualité. De hecho, a la hora de escuchar las devoluciones de jurados, críticos y cinéfilos sobre el film de Cuarón, lo único que se repite a coro son sus logros visuales y técnicos. Frente a tal oleada laudatoria, el espectador promedio que consume cientos de productos en Netflix, queda casi obligado a subirse a la cresta de la ovación. La misión está cumplida, el gigante del streaming logró meter su pata en los certámenes más prestigiosos, su producto va camino a levantar el Oscar a mejor película en habla no inglesa; y su millonaria plataforma puede chapear con una carta de prestigio en su abultado catálogo. No se trata de discutir la pericia de Alfonso Cuarón como director (Y tu mamá también, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Niños del hombre, Gravedad), sino la de plantear un dilema que atrasa: la valoración de una creación artística por su virtuosismo formal. Roma es una excelente obra en términos caligráficos, una pieza 100% de diseño. ¿Eso la transforma en una buena película? No del todo. Hay una gran barrera que separa la ambición de lo ambicioso. Realizadores mundiales tan diversos como Orson Welles, Stanley Kubrick, Ingmar Bergman, Federico Fellini, y nacionales como Leonardo Favio y Lucrecia Martel; lograron que varias de sus películas estuvieran a la altura de sus ambiciones. En Roma en cambio, todo queda en la medianía. Más allá de su detallada reconstrucción de época y su manierismo visual, el relato deambula en modo freezer con un pie en el melodrama familiar y otro en el contexto social, sin calar hondo en ningún sentido. Más allá de sus dos horas y quince minutos de duración, los personajes no adquieren mayor profundidad y en algunos casos ni siquiera superan la mera maqueta. En el tramo final, hay picos dramáticos de ineludible eficacia, resueltos entre el subrayado y el sadismo, con una cámara que jamás abandona su ampulosa ostentación, a puro motor de planos secuencia que se auto proclaman como obras de arte. La única carta noble que juega el film de Cuarón es la de no caer en la demagogia de la conciliación de clases. Cleo (Yalitza Aparicio en un notable debut actoral), es la empleada doméstica dispuesta a darlo todo en pos de la integridad de sus patrones. A cambio de su abnegado trabajo, ella podrá recibir un momentáneo "apapacho" familiar, para acto seguido estar lista para servir un rico licuado de banana a los niños. Roma / México-Estados Unidos / 2018 / 135 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Alfonso Cuarón / Con: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Fernando Gregiaga, Daniela Demesa, Nancy García, Carlos Peralta.
Para no abrumar con tanta data, que podrán encontrar en cada minuto de Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald, sólo conviene anticipar que este nuevo capítulo del spin-off de Harry Potter arranca en la instancia final de la detención del villano del título en Nueva York, y su inmediato traslado a Europa. Una espectacular fuga en los primeros minutos de esta película, encamina al oscuro mago (Johnny Depp) hacia París, donde pretende hallar al personaje clave para consolidar su poderío en el mundo. Mientras tanto, el buenazo de Newt Scamander (Eddie Redmayne), recibe por parte de su ex maestro de magia Albus Dumledore (Jude Law), la misión de interceder en ese encuentro. En primer lugar, es pertinente decir que este episodio de la saga Animales fantásticos no se caracteriza por ser abiertamente inclusivo. Dicho de un modo más directo, quien no haya visto la entrega inicial de la franquicia, se sentirá a la deriva en varios momentos del film. La autora y co productora J.K. Rowling se ocupa específicamente de mantener expectantes a sus incondicionales fans del universo de Harry Potter, y no se muestra interesada en ir a la conquista de nuevos adeptos. Aquellos niños y adolescentes que crecieron con las aventuras del joven mago entre 2001 y 2011, a lo largo de ocho capítulos, hoy están cerca de las tres décadas. Por lo tanto, la pátina lúdica de esos films muta ahora en una atmósfera más oscura, que incluye algunas alegorías políticas. La franquicia de Harry Potter fue labrada en la primera década del siglo XXI, tiempos atravesados por múltiples ataques terroristas que se extienden hasta nuestros días. Sin embargo, no resultaba pertinente ni orgánica la introducción tangencial de ese flagelo en la trama de la saga. En cambio ahora, esos pequeños de comienzos del nuevo milenio, son adultos jóvenes con una mirada empañada de información. Animales fantásticos coincide con ese umbral en que la inocencia es cosa del pasado, y se adentra en metáforas vinculadas al creciente brote de neofascismo en el mundo. Que el villano de la historia sea un Johnny Depp en su momento artístico y personal más cuestionado, tras las acusaciones de violencia doméstica por parte de su ex pareja, agrega una dosis de sombra y desconcierto. Recordemos que J.K. Rowling ha abrazado con fervor la causa feminista. En un comienzo, Animales fantásticos fue pensada como una trilogía, pero luego se optó por una ampliación a cinco episodios. Por lo tanto, la aún la flamante nave tiene tres eslabones más por recorrer. Como reflejo de una humanidad que deambula entre la frialdad y el escepticismo, esta nueva franquicia que mantiene conexiones con el universo de Harry Potter, ha perdido la frescura de su origen mágico, para transformarse en un rígido manual de datos para eruditos. Obviamente, en este capítulo hay varias secuencias espectaculares, incluyendo dos o tres rodadas con notable inspiración, pero la acumulación de información, nuevos personajes y múltiples subtramas, erosiona la segunda hora de esta entrega, que de todas formas termina por lo alto; y eleva las expectativas que había dejado el poco convincente film debut. Que David Yates vuelva a estar en la dirección, ya por sexta vez, si contamos las 4 películas de Harry Potter que capitaneó y las dos de Animales Fantásticos; es un sello que puede oscilar entre la garantía de excelencia y la inocuidad de la zona de confort. El realizador lleva más de una década navegando el universo creativo de J.K. Rowling, y todavía tiene seis años más por delante para completar su labor en esta odisea. Ser un profundo conocedor de cada detalle de los trucos de la escritora, y de la recepción de sus efectos por parte del público, es un poder que podría potenciar el resultado de los próximos films; o también llevar a que el interés caiga en el abismo de un formato demasiado esquematizado. De momento, Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald es un digno puente hacia el porvenir de la saga. Seguramente el personaje interpretado por Jude Law cobrará mayor vuelo, así como también algunos secundarios que en esta oportunidad son apenas esbozados. También habrá que ver cómo evoluciona la bondadosa actitud de Newt y su valija de animales alucinantes, en el curso de un relato que avanza inexorablemente hacia zonas cada vez más tenebrosas. Teniendo en cuenta que esta historia se acerca a premisas y planteos del mundo adulto contemporáneo, queda como materia pendiente que las mujeres sobrepasen el rol de laderas de los protagonistas, para cobrar mayor entidad y autonomía. Por el momento, Rowling orquesta este nuevo episodio de su franquicia sobre conceptos como linaje y tiranía, anclados a fines de los años '20 del siglo pasado, es decir los tiempos del ascenso del fascismo; que conectan con la creciente amenaza de totalitarismo que atraviesa nuestros días. Más allá de la ficción, el universo mágico de la aclamada autora británica, también es reflejo de un cambio absoluto en la configuración de las plateas de las salas de cine. Hasta hace poco tiempo, el público que más sostenía la industria del entretenimiento en la pantalla grande, era el adolescente. Sin embargo en estos últimos años, ese espectador teen se ha volcado a consumir todo tipo de contenidos audiovisuales vía streaming o redes sociales. Por lo tanto, y como sucedió hace varias décadas tras la irrupción de la televisión, el adulto joven, ese segmento que hoy se ubica entre los 27 y los 34 años, parece ser el vehículo de salvación de un negocio que lucha con un espectro de competidores cada vez más variado. En el siglo pasado, la estrategia de Hollywood a fines de los '60 y principios de los '70, fue la de producir películas intensas y cuestionadoras, para atraer a ese público que no se sentía seducido por la conservadora propuesta de la TV. En aquella era, surgieron títulos que hoy resultarían impensables en la gran industria. Films potentes y sombríos como Busco mi destino, Perdidos en la noche, Los perros de paja y El graduado; amasaron fortunas en la taquilla, a la vez que produjeron un auténtico cambio de paradigmas, en medio de una sociedad que se mostraba abatida por la caída de la utopía hippie y la inminente derrota en Vietnam. En este presente, el planeta también gambetea en un escenario bastante convulsionado. Pero más allá de las mencionadas alegorías políticas, lo que define la conexión de este relato con los tiempos que corren, es la supervivencia y el bienestar de un selecto grupo. Lejos de la fresca masividad de Harry Potter, aquí no hay espacio para el disfrute de trucos ingenuos. Solamente los eruditos podrán pertenecer a la casta de Animales Fantásticos. Una pirueta que lejos de ser arbitraria, es fiel espejo de un mundo cada vez menos inclusivo. J.K. Rowling cumple con cuidar a esa legión de seguidores que optó por dejar atrás el asombro para instalarse en un cauteloso cinismo. Ya no hay lugar para foráneos ni advenedizos. Fuera del círculo de los elegidos, la magia se desvanece. Fantastic beasts: The crimes of Grindelwald / Estados Unidos-Reino Unido / 2018 / 134 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: David Yates / Con: Eddie Redmayne, Johnny Depp, Jude Law, Ezra Miller.
La película sobre Freddie Mercury y Queen venía cruzada desde el principio. Primero por la baja de su protagonista original, Sacha Baron Cohen. Y a último momento por el despido de su director, Bryan Singer (Los sospechosos de siempre, X-Men), que igual aparece acreditado como realizador de este aguisado que tuvo su toque final de cocción a cargo de Dexter Fletcher (responsable de la biopic sobre Elton John, que está en pleno rodaje). Después de tantas idas y vueltas, lo cierto es que hay pocas cosas destacables en Bohemian Rhapsody, un film despachado cual expediente sin mayores hallazgos ni vuelo artístico. Que la banda sonora es insuperable, eso se da por descontado desde antes de ver la película. Que la caracterización de Rami Malek en la piel de Freddie Mercury es eficaz, resulta un desafío conquistado frente a tamaño ícono de la historia del rock. Esta producción, que debutó en el número 1 de la taquilla argentina, concentra su acción durante los años '70 y '80. Cubriendo un arco que va desde el momento en que Mercury ingresa a la banda Smile, tras la deserción de su cantante, para pronto rebautizar el proyecto que lo llevaría a la gloria bajo el nombre de Queen. Y llegando al apoteósico concierto Live Aid, donde el legendario cuarteto compartió la grilla del multitudinario evento benéfico junto a figuras como David Bowie, Paul McCartney y The Who. Puesta en piloto automático desde los primeros minutos, la fórmula de Bohemian Rhapsody respeta a rajatabla los muy transitados esquemas de la películas que narran el ascenso al estrellato de algún mito de la escena musical. El film pasea por varios momentos clave en la vida de Freddie, sin desarrollar ni conmover con ninguna instancia en particular. El esbozo de algunas tensiones familiares, su incondicional vínculo de amor/ternura con Mary Austin (a quien le dedicó el single Love of my life), la historia de pareja/manipulación con su manager Paul Prenter, y el reencuentro con Jim Hutton, un querible tipo que conoció fugazmente en un hotel; pero que se transformó en su verdadero ladero hasta el final de sus días. Todo está retratado sin mayor detalle, con el típico ritmo picado y la nula profundidad que caracteriza a cualquier serie promedio de Netflix. Hasta el entramado vincular entre el líder Queen y sus compañeros de banda, es presentado entre la algarabía y uno que otro chispazo, con todos los actores encarnando correctamente a Brian May, Roger Taylor y John Deacon; pero sin generar una lograda alquimia entre los personajes. Cada pasaje, funciona como una excusa para hacer desfilar los inmortales hits propulsados por el popular team británico, pero detrás de eso no hay mucho más. Criaturas y conflictos con poca carnadura, y una nula voluntad por parte del realizador de practicar una apropiación artística del intenso mundo de Freddie Mercury. Exceptuando los momentos en que con cierta frescura, la película ilustra el detrás de escena de la creación de himnos como Bohemian Rhapsody, o el no menos legendario We will rock you; todo resulta demasiado pasteurizado. El público podrá corear a sus anchas las canciones desde las butacas, en una propuesta que definitivamente tiene más clima de karaoke, que de inmersión en la apasionante vida de uno de los front man más carismáticos de todos los tiempos. Con la supervisión de Brian May y Roger Taylor, esta biopic podrá irritar a los puristas más expertos en la historia y discografía de Queen. Por momentos, alguna canción aparece en el eje cronológico del relato antes de haber sido grabada, y hay desajustes entre algunos conciertos emblemáticos y episodios de la vida personal de Freddie. Por otro lado, al buscar la versión más lavada del poderoso líder de la banda, el film pierde entre otras tantas cosas, la chance de abordar con solvencia el fenómeno de aceptación mundial que Mercury conquistó, sobre todo en el ultra homofóbico territorio del hard rock de comienzos de los '70. Como punto de nobleza, es loable que Bohemian Rhapsody inmortalice a Freddie Mercury en un hito triunfal como del mencionado concierto Live Aid, aunque el pasaje se estire por demás, reproduciendo en versión completa éxitos como Hammer to fall y Radio Ga Ga. Afortunadamente, el film evita el golpe bajo y el desborde lacrimógeno de mostrar al ídolo en estado de decrepitud. Así y todo, queda más la sensación de un aséptico paseo por Wikipedia, que de vibrante recorrido por las entrañas de un ícono tan único como descomunal. Bohemian Rhapsody: la historia de Freddie Mercury / Bohemian Rhapsody / Reino Unido-Estados Unidos / 2018 / 134 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Bryan Singer / Con: Rami Malek, Lucy Boynton, Gwylim Lee, Ben Hardy, Joseph Mazzello.
Nuevo abordaje de una historia que tuvo su primer paso en la pantalla en 1937, alcanzando más tarde su pico de excelencia artística en 1954 con la versión protagonizada por la dupla Judy Garland /James Mason, luego su batacazo de taquilla en 1976 con Barbra Streisand / Kris Kristofferson; y ahora dando en el blanco con un notable doble debut: el de Bradley Cooper como director (también coprotagonista del flamante estreno), y el de Lady Gaga en su primer rol estelar para cine, con la mira puesta en una asegurada nominación al Oscar. Desde tiempos inmemoriales, se ha comprobado la fascinación que ejerce en el público la fórmula del ascenso a la fama y caída al ocaso de toda estrella real o ficticia. Cientos de películas sobre glorias del espectáculo o íconos deportivos, han amasado fortunas en boleterías siguiendo a rajatabla este esquema. Nace una estrella logra desdoblar ese recorrido a través de la ruta inversa que hacen sus protagonistas. Jackson Maine (Bradley Cooper) es un ídolo del country pop en declive, sumido en su adicción al acohol y la cocaína. Ally (Lady Gaga) es una virtuosa cantautora descubierta accidentalmente por Jack, que queda deslumbrado por una performance de la magnética artista en un bar que ofrece shows de drag queens, y pronto la invita a compartir escenario frente a una multitud. La química entre ambos es inmediata, y la empatía que logra trazar la pareja con el público es cristalina desde el primer momento. Ally ha aparecido para traer una bocanada de aire fresco y motivación al abatido astro. Jack se transforma en el trampolín para que ella salte de moza y cantante vocacional del mencionado bar, a las grandes ligas de los charts y a los mismísimos premios Grammy. Más allá del calculado, y por momentos esquemático guión, los personajes resultan creíbles y queribles; siendo esa la gran conquista de Nace una estrella, versión 2018. La película no necesita narrar a alta velocidad, como lo hace cualquier serie promedio de Netflix. Se toma su tiempo para que Jack y Ally confiesen sus penas, se miren a los ojos, canten canciones completas y vivan en su burbuja de amor; mientras a su alrededor la maquinaria del negocio de la música hace meticulosamente lo suyo. Cooper - en su cuádruple rol de coprotagonista, director, coproductor y coguionista - explicita que su personaje viene de una paulatina caída en desgracia por eventos que datan de su infancia, pero se asegura de que ni la bajada de línea psicologista, ni el melodrama romántico; se impongan sobre el norte de la música como fuerza absoluta. Y no se trata aquí del canto como experiencia salvadora, sino del imperativo de vibrar en el escenario como pulsión vital. En varios pasajes de la historia, Jack le dice a Ally que será considerada por el público a partir de lo que ella tenga para decir. Y si bien es cierto que tanto las letras de las canciones, como la linealidad del guión no destilan originalidad o sofisticación, esta película logra algo bastante inusual en el Hollywood actual, que consiste en brindar un entretenimiento con cartas de nobleza cinematográfica, durante poco más de un par de horas de cine genuino que elude el desborde lacrimógeno; y que a su vez mantiene la atención del espectador sin derivar en un amontonamiento de subtramas y múltiples personajes secundarios. En el marco de simplificaciones, tal vez la que más ruido hace es cuando la película subraya más de la cuenta conceptos como qué tipo de expresión musical es más auténtica, cuando Ally se desplaza de sus canciones acústicas al territorio del pop masivo, con cambio de look impuesto y una amenazante parafernalia de producción. Es inevitable trazar aquí un paralelismo en dirección opuesta, entre el personaje que se mueve de un repertorio más orgánico a otro más sintético, y la verdadera Lady Gaga, que mutó de la arenga dance-pop de discos como Born this way, a un registro más intimista en una grabación junto a Tony Bennett, o en su último material de estudio (Joanne), embebido de texturas soft rock con aires de música country. En tiempos en que cualquier cantante sacrificaría a su madre con tal de conseguir un single exitoso, Ally se muestra tenaz en su lucha por no distorsionar su identidad artística, y más allá de algunos fuertes cruces con Jack; la película no se pierde en los laberintos del ego y el oportunismo. Nace una estrella está lejos de ser una obra maestra, pero es un film disfrutable que consigue elevarse por encima del promedio de la producción de Hollywood, que lleva un largo tiempo deambulando entre la chatura y el cinismo. A star is born / Estados Unidos / 2018 / 135 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Bradley Cooper / Con: Lady Gaga, Bradley Cooper, Sam Elliott, Andrew Dice Clay, Rafi Gavron.
Tras el éxito de público y crítica de Gilda: no me arrepiento de este amor, la directora y coguionista Lorena Muñoz encara con solvencia la vida de otro ícono de la música popular con El Potro: lo mejor del amor. La abanderada de la cumbia y el ídolo cuartetero tuvieron finales trágicos en común, con accidentes en el asfalto que apagaron sus vidas prematuramente y los inmortalizaron en el imaginario nacional. Es cierto que a Muñoz esta vez le juegan un poco en contra en contra los superlativos logros de la biopic de la cantautora que hipnotizó a una generación con su irresistible encanto melódico. También es verdad que el carisma de Natalia Oreiro acompañaba los aciertos formales del film sobre Gilda, y que la estrella uruguaya tiene el magnetismo suficiente para cargarse toda película al hombro. De hecho, este año volvió a demostrarlo con la comedia Re Loca, uno de los títulos más convocantes del cine argentino cosecha 2018. En esta nueva apuesta, el debutante Rodrigo Romero sale airoso del difícil desafío de encarnar a un astro masivo como El Potro. Más allá de su apabullante parecido físico, es destacable el trabajo de entrenamiento actoral y musical que recibió el joven que hace su primera experiencia frente a cámara. Bajo la atenta dirección de Lorena Muñoz, la dupla creativa logró imprimirle al personaje un halo de vulnerabilidad que nunca estuvo a la vista del público. La realizadora volvió a trabajar junto a Tamara Viñes, en la escritura de un guión que cuenta con menos matices que el de Gilda, tal vez porque la vida de Rodrigo Bueno fue más lineal en su recorrido de la fama a la debacle. Las autoras son conscientes de que mientras la intérprete de Fuiste se convirtió en una figura mística tras su muerte, el atronador cantante de éxitos como Soy cordobés, es recordado con devoción por su eufórica impronta, pero también por una vida signada por el vértigo y los excesos.Como en todo film biográfico sobre un ídolo, somos testigos de luces y sombras, tanto arriba como debajo del escenario. En este relato, más allá de la influencia del padre de Rodrigo (Daniel Aráoz), un hombre que también pertenecía el negocio de la música, y el manager (notable Fernán Mirás); el derrotero de la carrera de El Potro está escudado por la presencia de su sobreprotectora madre (Florencia Peña), y la pareja que concibió al hijo del cantante (Malena Sánchez). Con buen pulso, Lorena Muñoz logra esquivar el trazo caricaturesco de piezas clave en esta historia como la estridente Beatriz Olave. Por momentos, se resiente un poco la acción porque los personajes tienen roles muy determinados y estancos, limitándose así el arco de profundidad de varios de los conflictos trazados en la pantalla. De todas formas, es evidente que las guionistas no quisieron sucumbir a la tentación de una explicación psicologista sobre el carácter machista y posesivo del cordobés más popular de los '90. Concretamente, se limitan a esbozarlo como una suerte de reflejo de la familia y el contexto en que creció. El contraste de la puesta entre los pasajes intimistas y los histriónicos shows del astro que logró agotar localidades 13 noches en el Luna Park, se despliega con total solvencia visual, con la directora volviendo a vislumbrar como faro inspiracional al cine de Leonardo Favio. De hecho, en una de escena de este film podemos ver a Rodrigo con ruleros, imagen que nos remite directamente a Soñar, soñar, hito de culto del legendario realizador mendocino, donde otro ícono trágico como Carlos Monzón también aparecía insólitamente en ruleros. Si bien es es cierto que El Potro: lo mejor del amor no ejercita una mirada del todo complaciente hacia la estrella que retrata, también hay que señalar que Lorena Muñoz elige focalizar de manera más explícita los festines sexuales del cantante, mientras su relación con el alcohol y la cocaína quedan más bien fuera de campo. Las potentes escenas de sexo son absolutamente pertinentes porque Rodrigo fue un huracán de testosterona. En contrapunto, y tal vez para blindar al protagonista, el tema drogas queda reducido a unos papelitos con merca que le suministra un allegado en modo siniestro full time (Diego Cremonesi). De esta manera, el film expone a un Rodrigo abiertamente mujeriego por decisión propia, pero ocasionalmente adicto tras cada aparición del tóxico amigo que oficia de dealer. Si bien Muñoz no pretende levantar el dedo de la sentencia moral, su película muestra detalladamente el padecimiento de la pareja del artista cuando lo ve con otra mujer (Jimena Barón), o en medio de una orgía en un hotel. En cambio, evade la misma elocuencia al no registrar ni un solo plano del ídolo consumiendo sustancia alguna. No se trata de un reclamo de tono sensacionalista, sino coherente con el fatal desenlace de un astro que estuvo al volante de una camioneta a toda velocidad, con su mujer e hijo a bordo del vehículo, en aquella trágica madrugada de junio del 2000. Más allá de las escenas en que el gran showman desafía varios límites, esta biopic encuentra sus destellos más emotivos después de cada brote de furia. El lírico pasaje de angustia y resaca emocional tras la muerte del padre de Rodrigo, o el sentido abrazo que el protagonista se da con su manager a minutos de destrozar una habitación, están entre los instantes más significativos de una película que no decepciona, pero que pudo encontrar mayor vuelo si la directora hubiera elegido el camino de una apropiación personal sobre el mito del cuartetero, en lugar de optar por el quirúrgico registro de los hitos más conocidos de su vida; desde los comienzos en la música melódica hasta el rotundo éxito como estandarte del cuarteto. El Potro: lo mejor del amor, seguramente ingresará en el podio de la media docena de producciones nacionales que en lo que va de la temporada han superado los 500.000 espectadores. Este 2018, será recordado como el año de la gran revancha del cine industrial argentino, con un seleccionado de títulos tan eficaces en la taquilla como notables en términos cinematográficos. Desde El Ángel a Acusada, pasando por este flamante estreno, hablamos de películas comerciales que a su vez tienen refinados toques autorales de cada uno de sus creadores. El mainstream argentino atraviesa su mejor momento en décadas, y se consolida con propuestas más atractivas que el promedio de tanques despachados abúlicamente desde Hollywood y Europa. El Potro: lo mejor del amor / Argentina / 2018 / 122 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Lorena Muñoz / Con: Rodrigo Romero, Florencia Peña, Fernán Mirás, Daniel Aráoz, Malena Sánchez y Jimena Barón.
Es muy probable que dentro de algunos años, así como hablamos de cine de Martel o Trapero, nos refiramos a una película de Macri, sin la necesidad de anteponer el nombre Agustina. Tras algunas incursiones en el terreno del documental como #SodaCirque y Carnacalipsis, la hija del Presidente debuta en el cine de ficción con una adaptación del icónico libro Amor y anarquía, que Martín Caparrós escribió basándose en la historia de María Soledad Rosas. En sistema de coproducción entre Argentina e Italia, y sin subsidios del INCAA, Agustina Macri se revela como una nueva promesa del cine nacional, en un film que cuenta con una protagonista tan sólida como Vera Spinetta. El resultado final de la propuesta va mucho más allá de ser una creación de "hijas de". Queda clarísimo que cada una de ellas tiene la suficiente carga de entidad y talento, para sobrepasar la prejuiciosa idea de quienes insisten en encerrarlas bajo el obtuso concepto de portación de nombre. En este sentido, la interrupción de una función de la película hace un par de noches en una sala de Recoleta por parte de un puñado de manifestantes, es una clara muestra de un tipo de protesta ejercida desde el autoritarismo. Una acción arbitraria que no comprende que un mismo apellido, en este caso Macri, puede tener connotaciones muy distintas; y que el aprendizaje de esa diversidad podria conducirnos a una mirada menos estanca. Soledad (Vera Spinetta) fue una joven de clase media, educada en un colegio de Barrio Norte, que no sentía empatía con su familia ni su presente. Un viaje a Europa la llevó a entrar en contacto con un grupo anarquista que vivía como okupa en un deshabitado edificio de Turín. A través de múltiples idas y vueltas en el tiempo, Agustina Macri traza el recorrido de una chica que sin inquietudes políticas previas, encontró en Italia una pulsión vital que se vio potenciada por el vínculo sentimental entablado con el líder de la agrupación rebelde (Giulio Corso). Ambientada a fines de los '90, y con canciones como Matador, de Los Fabulosos Cadillacs, y Tu amor, de Pedro Aznar y Charly García; Soledad es un certero retrato de esa mezcla de hastío y disconformidad que impregnó a tantísimos estudiantes de clase media en el mundo, que atravesaron la mencionada década sin un norte ideológico tan claro y combativo como el la generación de los '60; pero con una marcada falta de representación con el arrasador avance del neoliberalismo a nivel global. Las instancias entre Buenos Aires y Turín, se intercalan con una entrevista a la hermana de la protagonista, y ese rompecabezas que en un comienzo parece apenas un capricho formal, va cobrando vuelo a medida que la película nos interna en la historia de esta joven de clase media devenida en anarquista. Visualmente, Macri acierta con el clima pertinente para cada escena. En varios pasajes se impone un distanciamiento, que por momentos atenta contra la urgencia de algunos acontecimientos. Pero evidentemente, la directora prioriza la sobriedad por encima de la explosión catártica, y sale airosa de una encrucijada que tiene un enorme arco narrativo, que incluye instancias nada menores como las de la apatía, la rebelión y el suicidio. Vera Spinetta le aporta a su rol protagónico un poderoso compromiso, y Agustina Macri cumple en no traicionar las decisiones del personaje central. Soledad es una adaptación del libro de Caparrós, pero la realizadora y coguionista aborda al texto y a la figura en que está basado, desde una lúcida apropiación personal. Sin apelar al ostentoso despliegue de toda una batería de recursos, el film encuentra un equilibrado estilo en el que se impone la austeridad, tanto en los crispados planos con cámara al hombro, como en algunos otros diseñados desde una impronta más preciosista. Durante casi dos horas, Macri sostiene el interés sobre una historia cuyo desenlace ya conocemos de antemano, y dota a su relato con las suficientes capas como para que no se desvanezca apenas aparezcan los títulos de cierre. La directora acompaña al personaje central que traza en pantalla, y tiene la espalda necesaria para no victimizarla ni canonizarla a través de conceptos unívocos como el de mártir anarquista. Una sutil e inteligente respuesta para todos aquellos que no entienden que el arte no tiene ninguna relación con el prejuicio. Soledad / Argentina-Italia / 2018 / 103 minutos / Apta para mayores de 13 años, con reservas / Dirección: Agustina Macri / Con: Vera Spinetta, Giulio Corso, Marco Leonardi, Marco Cocci, Luis Luque y Silvia Kutika.
Con un pie en el thriller judicial y otro en el drama familiar, el director Gonzalo Tobal, que tuvo un paso por el Festival de Cannes con su ópera prima Villegas, arriesga un salto afortunado del cine independiente al industrial, con una película que tiene todos los condimentos de un buen producto mainstream (factura técnica impecable, elenco con figuras reconocidas), y que a su vez añade una cuota de refinamiento en su concepción formal; que está muy por encima de los exponentes del cine comercial argentino. Dolores (Lali Espósito) es una chica de clase media-alta que pasa un par de años entre el letargo y la crispación, tras ser acusada de asesinar a una amiga. Sus días discurren alrededor de una familia que está plenamente abocada a salvar a la joven del infierno carcelario. Sus padres (Leonardo Sbaraglia e Inés Estévez) supervisan estrictamente la tensa rutina cotidiana, y un filoso abogado (Daniel Fanego), se encarga de trazar la minuciosa estrategia en cada movida del largo proceso judicial. Más allá de la riqueza de la historia, sobre la que no conviene anticipar mayores detalles, estamos frente a una película que se define por una estructura narrativa, armada en modo rompecabezas, alternando piezas del presente y el pasado. Desde Alfred Hitchcock hasta aquí, todo buen thriller debe dosificar la información que le brinda al espectador de manera ultra precisa. El retaceo absoluto puede ocasionar el distanciamiento de la platea, y la abundancia de pistas generalmente deriva en que un público medianamente atento, intuya la resolución antes de los créditos finales. Acusada organiza los bloques del relato sosteniendo la intriga, tanto sobre la presunción de inocencia o culpabilidad de la protagonista, como sobre la revelación de los oscuros sucesos acontecidos durante la noche del asesinato. La dirección de fotografía de Fernando Lockett (La vida de alguien, Pinamar) está entre los puntos más destacados en la concepción artística de este film, mientras que la omnipresente música de Rogelio Sosa resulta un tanto subrayada y ominosa. Los vaivenes temporales entre la truculenta escena del crimen y la vida de una familia que ha quedado suspendida durante dos años en la tensa espera del juicio, están orquestados con notable maestría. En cuanto a las interpretaciones, Lali Espósito pasa la mayor parte del relato actuando enajenada en modo zombie, y no termina de explorar los matices necesarios para darle espesor a su atribulada Dolores. Son los secundarios quienes despligan todo su arsenal expresivo, para apuntalar y sostener cada escena. Inés Estévez da cátedra en el rol de una madre que es capaz de rematar una situación límite con un golpe, un grito o un monosílabo tajante. Leonardo Sbaraglia sale airoso en más de una encrucijada difícil de afrontar. Mientras que cada contundente plano en el que aparece Daniel Fanego es de una solvencia excepcional. Completando el seleccionado de brillantes secundarios, Gerardo Romano y un superlativo Gael García Bernal, aprovechan al máximo cada minuto de sus participaciones especiales. En el ensamble completo, todos avanzan de manera compacta, interactuando con exactitud, sin que nadie se imponga desde la arrogante premisa de "vengo a robar cámara". El director Gonzalo Tobal acierta al focalizar la mayor parte del conflicto puertas adentro, en el seno de una casona familiar que adquiere ribetes de presidio, pero también se muestra convincente a la hora de retratar los vericuetos judiciales de un caso macabro; y su inevitable impacto sensacionalista en los medios. En su conjunto, Acusada funciona porque logra sostener a lo largo de casi dos horas un concepto por demás incómodo: tanto para el espectador como para los seres más cercanos a la protagonista, no hay certezas absolutas. La dicotomía entre el misterio que espera agazapado y el zarpazo que puede estar a la vuelta de la esquina. Acusada / Argentina / 2018 / 113 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Gonzalo Tobal / Con: Lali Espósito, Leonardo Sbaraglia, Inés Estévez, Daniel Fanego, Gerardo Romano y Gael García Bernal.
El cine de terror de las últimas décadas se divide claramente en dos corrientes: una de ellas contiene una acotada cantidad de films que han sabido explorar los elementos característicos del género, para dar en la tecla con la creación de una atmósfera espeluznante; mientras la otra vertiente ha lanzado cientos de productos en modo tren fantasma, a puro motor de sobresaltos propulsados por golpes de efecto. La saga El conjuro tiene la particularidad de formar parte de las dos modalidades descriptas. Por un lado, están las magistrales dos películas impulsoras de esta franquicia dirigidas por James Wan. Por otro, los spin off/precuelas despachados como embutidos para llenar millones de butacas, donde ingresan las entregas de Annabelle y el decepcionante estreno de La monja. La premisa argumental de este despropósito dirigido por Colin Hardy (Los hijos del Diablo), gira alrededor de la investigación del suicidio de una religiosa en una abadía rumana hacia comienzos de los '50. Enviados por el mismísimo Vaticano para desentrañar el misterio de este suceso, llegan al lugar un sacerdote que carga en su historial con un exorcismo que terminó de la peor manera (Demián Bichir), y una joven novicia que está en la previa de consagrar su vida al servicio de Dios (Taissa Farmiga). A ellos se suma un pintoresco personaje, conocido en el pueblo como "Franchute" (Jonas Bloquet), el hombre que encontró la tétrica postal de la monja ahorcada. Lo que sigue es una acumulación de escenas sin sustento ni progresión dramática, en donde prácticamente da lo mismo que pase cualquier cosa, en pos de inyectarle al espectador uno que otro susto, acompañado de su correspondiente y subrayadísimo CHAN musical. Tanto en el cine de horror, como en el de cualquier género, el problema no son sus elementos recurrentes, sino la forma en que se los degrada al más burdo lugar común. Desde una cruz que gira sobre la pared, hasta un cementerio brumoso, pasando por una radio que se enciende sola y un desfile de presencias espectrales; todo aquí está orquestado bajo una ominosa banda sonora que busca insuflar la crispación que el relato no es capaz de dar. En la primera hora, se apilan una serie de acontecimientos que oscilan entre el desinterés y el ridículo, con los protagonistas sometidos a flagelaciones de la que cualquier mortal saldría corriendo desde el primer minuto. El personaje del cura, y su conocimiento del mundo del oscurantismo, es un pálido remedo de los sacerdotes de El Exorcista. En tanto que la envalentonada novicia, a quien al principio de la película vemos sugiriéndole picarescamente a unos niños la interpretación personal de la Biblia, tiene unas agallas a prueba de todo umbral de verosimilitud; sólo para cumplir con el imperativo del cine actual de tener a una heroína empoderada en el centro de la escena. En cuanto al Franchute no hay mucho por decir, su rol está encorsetado bajo el modelo de paparulo que siempre tiene disponible una frase tontarrona en pleno pico de tensión. En varios pasajes de este pastiche, es inevitable sentir pena por los actores, sometidos a diálogos y situaciones por demás irremontables. Tras múltiples escenas sin rumbo, en la última media hora, la película se encarga de explicar el origen de un misterio que nunca supo generar, y despacha cual expediente burocrático, una catarata de escenas pirotécnicas con mucho revuelo de efectos y nulo nervio creativo. Si había algo de refinamiento gótico en las imágenes del primer tramo, el desenlace lo enchastra con escenas sangrientas muy mal trazadas. Como moño final de este paquete, hay un plano que tiene como único objetivo dejar abierta la puerta para otra secuela irrelevante, destinada a la multitud zombie que esté dispuesta a seguir los eslabones de una saga que arrancó como una estimulante promesa, para finalmente estrellarse contra la desidia más rotunda. The Nun / Estados Unidos / 2018 / 96 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Corin Hardy / Con: Demián Bichir, Taissa Farmiga, Bonnie Aarons y Jonas Bloquet.
Hay directores que definen un estilo propio que, tras dos o tres films iniciales, conquistan los elogios de la crítica y la aceptación del público masivo. Pablo Trapero, realizador de títulos tan emblemáticos y convocantes del cine argentino como Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Carancho, Elefante blanco y El Clan; es sin dudas uno de los importantes nombres de la pantalla grande nacional. Sus historias han estado siempre signadas por una impronta realista, con apuntes de crítica social y conflictos precisamente trazados. Dentro de su filmografía, La Quietud representa un volantazo absoluto, un renovado y sorprendente cambio de paradigmas. La película comienza con un elegante plano secuencia que sigue a Mia (Martina Gusmán), ingresando en la estancia familiar llamada La Quietud. Dentro del gran caserón, se escucha una acalorada discusión entre sus padres, señal de comienzo del fuerte cimbronazo que vendrá. Mia acompaña a su papá que debe comparecer ante un fiscal, ni ella ni nosotros sabremos la causa de la citación hasta bien entrado el relato. En plena declaración, el hombre mayor sufre un ACV, lo cual impulsa la llegada desde Francia de la hermana de Mia, Eugenia (Bérénice Bejo), la hija predilecta de una madre tan punzante y sombría como Esmeralda (Graciela Borges). Sin apelar al vértigo narrativo, pero con una atmósfera que combina un notable virtuosismo visual, con una narración que dosifica el pesado historial de una familia que esconde más de un secreto, Pablo Trapero juega claramente las cartas del melodrama, con todos sus condimentos: infidelidades, ocultamientos, un accidente y una variada gama de patologías mentales. A diferencia de sus films anteriores, el director orquesta una puesta que apela al marcado despliegue del artificio. Desde la musicalización omnipresente, que incluye temas completos de Vanessa Paradis, Mon Laferte y Aretha Franklin, hasta el extremado refinamiento con que su cámara va siguiendo cada instancia de la historia. Los diálogos tienen marcadas oscilaciones, que podrían resultar un tanto desconcertantes para algunos espectadores. Hay de todo. Desde charlas íntimas desarrolladas con total naturalismo, hasta pasajes más afectados en donde el texto adquiere los más subrayados ribetes característicos del culebrón. En ningún caso, se trata de una indefinición de tono por parte del guión escrito por el propio Trapero, en colaboración con Alberto Rojas Apel. Si hay algo admirable en esta película, es la plena convicción y auto conciencia de cada uno de los caminos que elige. Entre las bifurcaciones que plantea La Quietud, también está aquello que subyace en las sombras durante buena parte del relato. Afortunadamente, el film no incurre en el lugar común del flashback explicativo sobre el pasado de la familia protagonista. De manera tan atípica como magistral, la película funciona tanto en un primer tramo en el que reina una lograda atmósfera de incomodidad intercalada con desatadas escenas pasionales, como en la recta final cuando Trapero decide poner los trapitos al sol y esclarecer el origen del infierno. En un melodrama promedio, un cierre que explicite todas las causas del mal, equivale a una fórmula tan desgastada como automatizada. En cambio aquí, ese desenlace funciona porque Pablo Trapero lo encara sin quedar a medias tintas, yendo de lleno a la catarsis más visceral. La escena de una crispada Esmeralda revelándole a Mia lo más terrible que una madre podría confesar a su hija, alcanza el nivel de contundencia necesario, porque está capitaneada por una enorme actriz como Graciela Borges, que se apodera de un largo plano sin cortes con un grado de potencia y precisión descomunal. Esta historia, absolutamente dominada por sus tres mujeres protagónicas, asume una audacia poco habitual en el cine argentino, que generalmente ubica a los hombres en el centro de la escena. En esta oportunidad, reconocidos nombres como Edgar Ramírez y Joaquín Furriel, funcionan como meros satélites de las féminas que van al frente en cada una de las decisiones de la trama. A su vez, la película es doblemente osada si tenemos en cuenta que su director venía del arrasador éxito de taquilla de El Clan, que llevó a más de dos millones y medio de espectadores a las salas. La Quietud en cambio, ha tenido un lanzamiento a gran escala en más de 200 cines del país, y una tibia recaudación durante su primer fin de semana. Pablo Trapero se inclina esta vez por una jugada arriesgada, que no cuenta con el gancho comercial que de antemano tenía su versión de los crímenes de la familia Puccio. En un film de considerable presupuesto como este flamante estreno, las compañías productoras, entre las que se encuentra Matanza Cine, fundada por el realizador y su pareja (Martina Gusmán), corren el riesgo de no salir bien paradas en términos de rentabilidad. Mientras tanto, como expresión de nobleza, el cine siempre gana cuando sus grandes creadores deciden salir de la zona de confort. La Quietud / Argentina / 2018 / 117 minutos / Apta para mayores de 16 años con reservas / Dirección: Pablo Trapero / Con: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel.
La ópera prima del talentoso mendocino Santiago Esteves se presenta desde este jueves en Cinemark, tras un aclamado recorrido internacional. Concebida inicialmente como serie para la Televisión Digital Abierta, y presentada en la pantalla chica local por El Siete a fines de 2016, La educación del Rey recibió también ese año el premio Cine en Construcción dentro del prestigioso Festival de San Sebastián, galardón que abrió las puertas para que esta producción rodada en Mendoza llegue hoy a las salas del país, y próximamente tenga distribución en España, tanto en cine como en tv. Como sucede con cualquier creación que pasa de un código a otro. Desde una novela, obra de teatro, o episodio real que es adaptado para la pantalla grande, lo pertinente es despojarse del material de origen, en este caso la serie televisiva. Obviamente, quienes hayan visto todos los capítulos de La educación del Rey sabrán de antemano de qué va la historia, pero lo cierto es que la película escrita por el propio Esteves junto a Juan Manuel Bordón, tiene valor como hecho artístico autónomo y logra levantar por lo alto las más dignas cartas del lenguaje cinematográfico. Sin mayores rodeos, el relato nos zambulle en las consecuencias de un robo fallido, cuando Reynaldo (promisorio debut protagónico de Matías Encinas) escapa de la policía corriendo por calles y techos, hasta caer en el jardín de Vargas (superlativo Germán de Silva), destruyendo el vivero que el hombre construyó laboriosamente para su esposa. La película arranca con un par de cabos de verosimilitud sueltos, que logra subsanar rápidamente con creces. Por un lado, el hurto es encomendado a un adolescente sin historial sólo porque es muy delgado, cuando sus dos secuaces (uno de ellos hermano del protagonista), están más experimentados en el delito, y ostentan la misma contextura física. Por otro, la reja de una ventana de la escribanía donde se encuentra el botín, está prácticamente sin amurar a la pared. De todas formas, estos detalles no empañan la progresión de una película que desde los primeros minutos define su tono con absoluta precisión, sin abundar en vueltas de tuerca innecesarias. Esteves concentra con maestría la historia narrada en su propia serie de tv, prescindiendo de subtramas familiares y descriptivas, para dar justo en la tecla con la química entre los protagonistas. Sabemos la procedencia de Reynaldo desde el principio, en cambio paulatinamente vamos conociendo los repliegues de Vargas, un recién jubilado que se desempeñó durante años como seguridad a cargo del transporte de caudales. Entre ambos, labran un vínculo de compañerismo e interdependencia. El adolescente necesita un refugio, mientras que el ex vigilante encuentra en el incipiente delincuente una motivación para empezar a transitar su vida fuera de la cotidiana rutina laboral. El director traza el vínculo entre los personajes con absoluta franqueza. Se trata de un relato de iniciación, pero la "educación del Rey" a la que alude el título, jamás decanta en el sermón aleccionador. A su vez, cuando el conflicto se desplaza del mencionado robo hacia sus conexiones con la corrupción policial y judicial, el relato conserva su tono de sobriedad sin la necesidad de subrayar por demás los detalles de la trastienda del delito. A los notables protagónicos de Germán de Silva, quien ya había dado sobradas muestras de talento en films como Relatos salvajes y Las Acacias, junto a la convincente labor del debutante Matías Encinas, se suman secundarios revelación como los de Mario Jara y Martín Arrojo; junto a nombres de larga trayectoria en las tablas locales como Marcelo Lacerna, Elena Schnell y Manuel García Migani. Más allá de la concisa narración, el debut de Santiago Esteves logra balancear todos los elementos formales con austeridad y clasicismo. El cine de Clint Eastwood aparece como uno de los puntales de referencia, en una película que saca provecho de diferentes locaciones mendocinas sin distraer al espectador del meollo del asunto, apelando a una puesta rigurosa, ensamblada con una ajustada musicalización de Mario Galván, que jamás resulta intrusiva. La principal virtud del primer largometraje de este realizador mendocino, consiste en la puesta en marcha de la premisa "menos es más", saludable precepto que suelen esquivar tanto algunos directores debutantes como otros consagrados, que a veces quedan a mitad de camino entre las pretensiones que esbozan en su recorrido y el malogrado resultado final. Esteves en cambio, lanza su primera carta con buen pulso narrativo y nobleza cinematográfica, dos razones más que válidas para que el público local acompañe a este notable estreno. La educación del Rey / Argentina-España / 2017 / 92 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Santiago Esteves / Con: Gemán de Silva, Matías Encinas, Jorge Prado, Mario Jara, Martín Arrojo, Elena Schnell, Walte Jakob, Marcelo Lacerna, Manuel García Migani, Marcelo Díaz y Esteban Lamothe. Funciones en Mendoza solamente disponibles en Cinemark.