La nueva película del director catalán José Luis Guerín (En construcción, En la ciudad de Sylvia), es una de esas inusuales odiseas cinematográficas que van de lo irritante a lo fascinante. Con un arranque algo tedioso, situado en una clase en la Universidad de Barcelona, donde el filólogo Rafaelle Pinto debate con sus alumnos sobre el frondoso mundo de Dante Alighieri y su Divina Comedia. Tanto en esa clase, como en los sucesivos encuentros dentro y fuera del aula, la película formula y reformula conceptos tan enormes como el del amor y la inspiración. El lenguaje formal al que apuesta oscila entre el documental y la ficción, sacando partido de una estructura de producción mínima y del trabajo de un puñado de protagonistas sin preparación actoral. Para todo espectador ávido de un cine que sólo se resuelva a partir de la acción de los personajes, vale decir que en esta propuesta lo que prima es una frondosa confrontación de ideas. Es la lucidez del intercambio de opiniones lo que le da a esta experiencia su carácter cautivante. Si bien es el profesor quien tensa los hilos y genera en los estudiantes, sobre todo en sus alumnas, una mixtura que fluctúa entre la admiración y el cuestionamiento; cada voz tiene su peso específico en el relato. Cuando el film sale del aula, Guerín observa distintas instancias cotidianas de unos personajes que más allá de su elevado plano de pensamiento, pueden a duras penas sobrellevar sus conflictos personales. La cámara casi siempre se emplaza detrás de alguna ventana, ensamblando unos reflejos que tiñen de cierto extrañamiento a estos seres en permanente abstracción reflexiva. Mientras tanto, ahí afuera en las calles; el mundo se mueve a su paso. La academia de las musas navega sobre las estimulantes, y a veces turbulentas aguas del aprendizaje; postulando a la enseñanza como el territorio de la seducción. Obviamente, hay una fuerte necesidad del filólogo de vampirizar la belleza y juventud de las estudiantes/musas que lo rodean, mientras en la intimidad hogareña su mujer le espeta dardos como: "El amor es un invento de los poetas", o "Tú no eres Sócrates". En clave de tour de force dialéctico, en el que se intercalan con fluidez textos en italiano, castellano, catalán y sardo; La academia de las musas paulatinamente va desplazándose de lo intelectual a lo visceral. Y así el debate sobre sobre tópicos como el amor o la inspiración, cede frente a temas más carnales como los de la fidelidad y la posesión. En esos permanentes giros conceptuales, la película jamás pierde su pequeña proeza, esa que reside en no traicionar al espectador con un discurso concluyente; sino más bien la de invitarlo a una experiencia que bajo su aparente fachada de quietud, solapa los más movedizos bordes del pensamiento. La academia de las musas / España / 2015 / 92 minutos / Apta para todo público / Dirección: José Luis Guerín / Con: Raffaele Pinto, Emanuela Forgetta, Rosa Delors Muns, Mireia Iniesta, Patricia Gil y Carolina Llacher / Funciones en Cine Universidad, Nave Universitaria (Maza 250, Ciudad).
Cuando pasen algunos años, Moonlight será más recordada por la accidentada forma en que recibió su Oscar a Mejor Película tras la confusión de sobres con La La Land, que por su trascendencia cinematográfica. De antemano, este estilizado drama dirigido por Barry Jenkins, se presentaba como la única contrincante de peso frente al multinominado musical al que se le terminó resbalando la codiciada estatuilla de las manos. Resulta llamativo que en medio del empeño de la Academia por borrar el mote de los "Oscar tan blancos" del año pasado; el galardón políticamente correcto haya llegado al destinatario final de un modo tan fallido. Así son las cosas. El premio máximo de la industria fue para una película con una performance de taquilla por demás moderada, y su reconocimiento no sólo sirvió para lavar las culpas ante la comunidad negra; sino de paso para extender una "palmadita de hombro" al colectivo gay. Con el antecedente de la elogiada Medicine for melancholy, el guionista y director Barry Jenkins construye el derrotero de la vida de Chiron, un chico negro que vive en un barrio marginal de Miami. El film está dividido en tres capítulos, abarcando la niñez, adolescencia y adultez de un personaje vulnerable al que le tocó crecer a los ponchazos en un contexto ultra machista y violento. Teniendo en cuenta que Chiron atraviesa su niñez bajo el calvario de una madre adicta al crack, y más tarde el despertar de una identidad sexual gay sofocada a trompadas por el bullying escolar; la película podría regodearse en cuanto golpe bajo emocional se cruce en su camino. Sin embargo, opta por un tono mesurado, aunque por momentos cargado de solemnidad; y un concepto visual afectado por un excesivo despliegue de virtuosismo. No toda historia de corte realista dotada de una fuerte connotación social, debe apostar por una estética áspera y documentalista. Pero el nivel de preciosismo del que alardea Jenkins con sus caligráficos y ultra calculados movimientos de cámara, por momentos enfría demasiado el nervio dramático del relato. Mucho se ha hablado sobre paralelismo estético entre esta creación y algunos títulos de Wong Kar-wai, Terrence Mallick y referentes del cine indie americano inclinados hacia una concepción poética. La fusión entre ese paradigma estilizado y la brutalidad del trasfondo de buena parte de este relato, pareciera oficiar más que nada como un paleativo digitado para hacer la película más accesible a las retinas cinéfilas de clase media blanca. Más allá de que Tarrel Alvin McCraney y Barry Jenkins hayan construido una narración basada en sus conmovedoras vivencias en el mismo suburbio donde vivieron, el film no termina de respirar una verosimilitud plena. Tampoco le dedica el suficiente tiempo a sus personajes y conflictos. El dealer que rápidamente se transforma en una suerte de padre sustituto de Chiron - Mahershala Ali (ganador al Oscar a Mejor Actor de Reparto) - desarrolla un cálido instinto protector que requería mayor tratamiento. En tanto que la madre adicta del niño y la mencionada secuencia del bullyng escolar, son presentadas desde el lugar común, aunque aderezadas con algunas metáforas visuales y acordes musicales ampulosos. Como toda obra episódica, hay segmentos que logran remontar más vuelo que otros, como por ejemplo la logradísima atmósfera homoerótica de la primera experiencia sexual de Chiron junto a su amigo Kevin. Sin embargo más tarde, en la última parte, allí donde Moonlight debería cobrar más entidad y consistencia, vuelve a asomar cierta tentación al estereotipo. Más allá del aura intimista que sobrevuela en la resolución, el dolor se vuelve más diseñado que nunca bajo una desabrida pátina cool. Dos días después de que Moonlight recibiera el Oscar, Calvin Klein publicó una hedonista y elegante producción con los protagonistas del film posando en ropa interior. Una sesión que no desentonaría del todo como bonus track de los créditos finales de la oscarizada película. Moonlight / Estados Unidos / 2016 / 111 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Barry Jenkins / Con: Alex Hibbert, Ashton Sanders, Trevante Rhodes, Mahershala Ali, Naomie Harris y André Holland.
Sin lugar a dudas, este año la ceremonia de entrega de los premios Oscar no generará ningún tipo de suspenso. Con el espaldarazo de 14 nominaciones, récord compartido con Titanic y La malvada, La La Land se perfila como la gran favorita, no sólo en el podio como Mejor Película; sino en rubros tan relevantes como Mejor Director (Damien Chazelle) y Mejor Actriz (Emma Stone). Si bien es muy cierto que este film que recupera el brillo y el encanto de la era de oro del musical de Hollywood, lejos está de erigirse como el exponente más sublime del género en lo que va del siglo XXI; ese título lo sigue ostentando con total entereza la arrolladora Moulin Rouge. Pero claro, aquella película del australiano Baz Luhrman, era demasiado barroca y desmesurada para los desabridos paladares de los miembros de la Academa. De hecho, de las ocho nominaciones a las que aspiró aquel ícono renovador, sólo se llevó las correspondientes a Dirección Artística y Vestuario. Luhrman ni siquiera figuró entre los aspirantes a Mejor Director y Nicole Kidman perdió el galardón a manos de Halle Berry. A su vez, es muy justo decir que La La Land está muy por encima de Chicago, el único musical que logró alzarse con la ansiada estatuilla en lo que va del nuevo milenio. La historia que cuenta el tercer film del joven director Damien Chazelle, quien antes había abordado el mundo del jazz y la carrera por el virtuosismo en la demoledora Whiplash, pone en el centro del relato a dos personajes irresistibles en la siempre movediza ciudad de Los Ángeles. Sebastian (Ryan Gosling), un músico enamorado del jazz purista que está obsesionado con abrir un club en el que se pueda escuchar a los mejores exponentes de la escena; y Mia (Emma Stone), una actriz que aspira hacerse un lugar en el competitivo mundo del cine y la televisión, mientras trabaja como camarera en un café de los estudios Warner Bros. Luego de un par de cruces no del todo afortunados, la pareja inicia una relación. El contexto en el que está inmersa esta dupla romántica, incluye una seguidilla de de castings despiadados por los que transita Mia, y la tristeza de Sebastian al comprobar que el último reducto jazzero de la ciudad ha sido transformado en un bar de samba y tapas. Con la intención de captar la mayor cantidad de público posible, en nuestro país la película ha sido titulada La La land: Una historia de amor. Cuando en realidad, el eje de esta envolvente propuesta pasa más por todo aquello, que para bien y para mal, rodea al amor. Con una glamorosa estética y elementos icónicos del musical clásico, el film coincide con el reclamo de tantos críticos y espectadores, que consiste en la vuelta a las historias nobles, labradas con sensibilidad y un lenguaje cinematográfico depurado. Más allá del gran despliegue de producción, aquí no se impone la pirotecnia ni la fórmula narrativa, sino una obra genuina; que incluso se permite algunos momentos de dispersión. Chazelle arriesga una puesta en la que artificio y realismo se ensamblan con total fluidez. Las escenas musicales no son abusivas, y los actores cantan y bailan con más naturalidad que destreza. De hecho, la opción de trabajar con largos planos secuencia, no tiene como objetivo ocultar eventuales desprolijidades, sino todo lo contrario; hacer que Stone y Gosling luzcan absolutamente orgánicos. En pocos minutos, La La Land conquista hasta al más reacio enemigo de los musicales. Si nos atenemos estrictamente a las pautas del género, es cierto que el resultado general se resiente un poco por el hecho de que la brillante secuencia coreográfica inicial, con los personajes en medio de un embotellamiento de tránsito, no logra ser superada en términos de puesta en escena en el resto de la película. Aunque la emotiva coda final - que aquí por supuesto no anticiparemos - está concebida con una logradísima textura agridulce. Un aspecto llamativo en esta historia es la ausencia de villanos. En su lugar, hay cierta tentación a cargar las tintas en conceptos como purismo versus basura comercial. En tiempos de mixturas, en que la influencia del pop y más aún de la electrónica, se ha fusionado con cuanto estilo tradicional se haya cruzado en el camino; Chazelle ejercita una mirada displicente en la que traza límites que separan a la verdadera música del pastiche oportunista. Tampoco esto hace que su película se vuelva condenable, y más allá de algún chiste ya gastado, como el de la irritación que produce vincular a Kenny G con el jazz; entendemos y compartimos que lo que quiere mantener vivo el personaje de Sebastian, es la herencia de un linaje musical que tiene más que ver con lo visceral que con lo elitista. Mucho se ha hablado sobre las influencias que gravitan en esta película. Más allá de todo plano comparativo con clásicos del cine musical, La La Land no busca ser un remedo de todo aquello que brilló en la pantalla. Es una película que plantea un filoso duelo entre el sueño que se persigue y la urgencia del reconocimiento. No importa cuan nostálgicos o románticos sean Mia y Sebastian, ambos se verán presionados por el imperativo del éxito. Lejos de las premisas complacientes de los musicales de los años '30, que buscaban extrapolar al espectador de la dura realidad de la depresión económica, esta multinominada película se presenta como un exponente que dosifica certeras dosis de felicidad y dilema. ¿Qué pasa cuando un integrante de la pareja logra el éxito y el otro no? ¿Qué sucede cuando el reconocimiento llega a través de algo que no coincide con lo que se desea? ¿Cómo sigue la vida cuando se alcanza ese sueño perseguido durante años? ¿Es más determinante aquella persona que pasa por nuestra vida para marcar un hito, que quien llega para quedarse? ¿Qué pasa cuando el tiempo nos pone frente a frente con el costo de una decisión mal tomada? La La Land recupera una cualidad casi extinta en el cine de Hollywood. No busca apabullar al espectador vía acumulación de golpes de efecto. Es un una película que dialoga y no atropella. Es el reencuentro con esa encantadora canción que creíamos olvidada, pero que simplemente mantuvo su melodía al resguardo, esperando el momento justo para volver a sonar. La La Land / Estados Unidos / 2016 / 128 minutos / Apta para todo público / Guión y dirección: Damien Chazelle / Con: Ryan Gosling, Emma Stone, J.K. Simmons, John Legend y Rosemarie De Witt.
Con un contundente despliegue publicitario y una gran expectativa del público, se estrenó en los cines del país Nieve negra, la millonaria coproducción entre Argentina y España que marca el debut en solitario del realizador Martín Hodara, quien junto a Ricardo Darín antes se había encargado de finalizar el rodaje de La señal, exitoso hito del cine nacional reciente que durante un tiempo quedó varado tras la inesperada muerte de Eduardo Mignona. Con una experiencia profesional, que también incluye asistencias de dirección en Nueve reinas y El aura, dos emblemáticos films del también fallecido Fabián Bielinsky; las cartas parecían estar dispuestas para una jugada a lo grande. Sin embargo, y a pesar de los años de escritura que el propio Hodara junto al experimentado Leonel D'Agostino, dedicaron al guión de Nieve negra; el resultado final deja la sensación de una propuesta que no alcanza el nivel de sus pretensiones. Marcos y Laura (Leonardo Sbaraglia y la española Laia Costa) llegan desde España a un desolado paraje de la Patagonia. Laura está embarazada y Marcos quiere cumplir lo más rápidamente posible con dos misiones: enterrar las cenizas de su difunto padre, y negociar con Salvador (Ricardo Darín), su ermitaño hermano que vive aferrado a una cabaña de ese inhóspito lugar, la venta de los terrenos que por herencia les pertenecen; valuados en unos cuantos millones de dólares. La tensión entre Marcos y Salvador está presente de principio a fin, y alrededor de ellos gravita la trágica muerte del hermano menor de ambos y la deteriorada salud mental de Sabrina (Dolores Fonzi), la hermana internada en una clínica psiquiátrica. El andamiaje narrativo de la película se sostiene alrededor de unos cuantos flashbacks, que remiten a la áspera infancia de los protagonistas, inmersos en una familia signada por la violencia y la mentira. La factura visual y técnica del Nieve negra es de una innegable excelencia, y esas vueltas temporales al pasado, habitualmente irritantes en varias películas; aquí están integradas de una manera tan virtuosa como fluida. El problema principal radica en que más allá de que el film esté arropado con los ingredientes característicos de un thriller, su matriz tiene mucho más que ver con la de un melodrama familiar. Por lo tanto, a medida que avanza el relato, los condimentos que intentan potenciar el sabor a suspenso; comienzan a lucir cada vez más forzados. Otro elemento fallido, respecto al hecho de que Nieve negra se publicite como una historia de enfrentamiento entre hermanos, es que más allá de que esa tensión existe; la película adquiere mayor firmeza y definición en la mirada de Laura sobre los conflictos entre Marcos y Salvador. A medida que la trama avanza, el personaje de la actriz española se erige claramente como el más determinante y mejor trazado. A nivel de atmósfera todo funciona, tanto la dirección de fotografía como la música son sumamente inquietantes. Mientras que los protagonistas centrales, aportan todo lo que tienen a su alcance para darle mayor entidad a sus criaturas y conflictos. Con respecto a los secundarios, hay un descuido inadmisible en la fugaz participación que tiene el personaje que interpreta Dolores Fonzi. De hecho, llama la atención que la actriz, que venía de brillar como protagonista en La patota y se había lucido en un rol de reparto en Truman; haya aceptado un tratamiento tan desdibujado. El gran maestro del suspenso Alfred Hitchcock decía que el éxito de todo thriller, radica en la adecuada dosificación de la información de los elementos intrigantes de la historia. Y siempre ponía como ejemplo, la imagen de un hombre sentado con un bomba bajo su silla. Sir Hitchcock sostenía que no importaba si el espectador veía el explosivo, sino jugar con una serie de interrogantes que mantengan al público expectante sobre una detonación; que podría resultar tan inminente como evitable. Nieve negra en cambio, opta por otro tipo de mecanismo muy visitado por el cine de suspenso: reservar la resolución del meollo del asunto a través de una inesperada vuelta de tuerca final. Sin anticipar ni remotamente en qué consiste esa revelación, lo que se puede decir aquí es cuando se apuesta por esa dinámica, se corre el riesgo de que esa "sorpresa de último momento" no alcance para solidificar o potenciar todo lo construido anteriormente. Algo de eso sucede con esta película de Martín Hodara. Porque más allá de la contundente factura profesional del film, dadas sus pretensiones cinematográficas y su promoción como gran thriller, deja cierto sabor a decepción. Nieve negra / Argentina-España/ 2017 / 87 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Martín Hodara / Con: Leonardo Sbaraglia, Ricardo Darín, Laia Costa, Federico Luppi y Dolores Fonzi.
Desde hace algunos años, lo mejor del cine fantástico llega desde Corea del Sur. Vale como ejemplo la maravillosa The host, estrenada hace diez años, con un combo de escenas aterradoras, melodrama familiar y una pizca de humor absurdo; que guarda cierta conexión con el tono que propone la arrasadora Invasión zombie, escrita y dirigida por Yeon Sang-ho. Con sólidos antecedentes en el cine de animación, el realizador surcoreano se toma algunos minutos en la introducción del relato para presentar a los protagonistas de esta adrenalínica odisea. Un atareado ejecutivo que le dedica poco tiempo a su hija, accede a emprender un viaje en tren desde Seúl hasta Busan para que la solitaria niña se reencuentre con su madre. A bordo del trágico periplo, también se suman una pareja formada por un querible "ciudadano tipo" junto a su mujer a punto de dar a luz, dos hermanas ancianas con algunas manías a cuestas, un mendigo que insiste en una desoladora profecía y un entusiasta equipo de béisbol; entre otros tantos especímenes de una variopinta fauna urbana. Ni bien comienza el recorrido, los pasajeros deberán lidiar con una devastadora invasión zombie que se extiende masivamente a nivel nacional. Amenaza que se filtra desde los primeros minutos en el tren y acecha con infectar a todos los tripulantes. La premisa es sencilla, pero el resultado es de una tensión y asombro sostenidos. Más allá de cierto paralelismo con clásicos y títulos recientes de todo film que aluda a historias de muertos vivientes, la película orquesta su potencia sobre una perfecta síntesis entre vibrantes escenas de acción y conmovedores momentos intimistas. Con una factura de producción decididamente descomunal, el film se despega de los previsibles patrones que suelen transitar los embutidos occidentales sobres zombies, en el sentido de que aquí se juega el todo por el todo. Las secuencias de ataques son de una ferocidad brutal, y los pasajes sentimentales no rehuyen de ningún desborde lacrimógeno. Si bien es cierto que hay una tendencia al subrayado en el discurso moral, toda amplificación es pertinente en un relato tan apocalíptico como este, en el que la avaricia, el egoísmo y el sinsentido; sólo pueden precipitar a sus protagonistas al más tenebroso de los abismos. Más allá de funcionar como un divertimento vigoroso, Invasión zombie conecta con paradigmas del cine clásico, como el de la lucha conjunta como único vehículo posible para enfrentar una catástrofe. Pero por sobre todas las cosas, esta alucinante película coreana muestra a un realizador con buen pulso a la hora de administrar sobresaltos sin caer en el susto previsible. En este sentido, la secuencia en que los varones protagonistas deben atravesar varios vagones atestados de zombies, para socorrer a sus damas en peligro, no sólo es de una hidalguía poco frecuente en el cine actual; sino de un desborde creativo propio de un cineasta con todas las letras. Train to Busan - Busanhaeng / Corea del Sur/ 2016 / 118 minutos / Apta para mayores de 16 años / Guión y dirección: Yeon Sang-ho / Con: Yoo Gong, Kim Soo-an y Jung Yu-mi. Un dato a tener en cuenta: La taquilla de Invasión zombie en sus primeros dos días de exhibición en Argentina, según Ultracine, alcanzó los 19.865 espectadores. Esta cifra coloca al film coreano en el tercer lugar del ranking de las películas más vistas en el país, superando por ejemplo a Aliados, con Brad Pitt y Marion Cotillard.
La historia es conocida por todos. En enero de 2009, el capitán Chesley "Sully"Sullenberger (aquí interpretado por un estoico Tom Hanks), se enfrentó con el desafío más grande en sus cuarenta años de trayectoria como piloto. Ni bien despegó del aeropuerto LaGuardia de Nueva York, una bandada de pájaros destrozó los dos motores del avión, y el experimentado profesional tomó la audaz decisión de aterrizar sobre las heladas aguas del río Hudson. Las 155 almas que tripulaban el vuelo 1549 de US Airways salieron sanas y salvas, y en cuestión de minutos el hombre se transformó en una suerte de estrella nacional. Con varias décadas de oficio dirigiendo cine, y un contundente número de películas en las que abordó la perspectiva del héroe desde diversos puntos de vista; Clint Eastwood vuelve a mostrar a los 86 años su pulso de enorme artesano del clasicismo. Solo un realizador con pleno conocimiento de las herramientas más nobles del lenguaje cinematográfico, puede sostener durante poco más de hora y media la atención sobre un relato cuyo desenlace fue televisado en todo el mundo. Para llegar a este resultado, el maestro Clint confía en dos pilares fundamentales a la hora de enaltecer una película: un guión sólido con buen pulso rítmico y actuaciones sobrias desprovistas de toda solemnidad. Más allá del despliegue y precisión que evidencia Eastwood en las escenas del histórico amerizaje, el fuerte de Sully: hazaña en el Hudson está en el proceso de investigación al que fue sometido el capitán junto a su copiloto Jeff Skiles (Aaron Eckhart en un impecable rol de ladero). Tanto la compañía aérea como la aseguradora no quedaron satisfechos con el accionar del devenido héroe americano, para ellos esa proeza significó un avión que fue a dar al lecho del río. Vía demostraciones de simuladores de vuelo, estos supervisores se encargaron de sostener con tenacidad la tesis de que la nave pudo volver a LaGuardia, o bien aterrizar en otro aeropuerto cercano. El film va tensando las cuerdas sobre un hombre que en pocos días tuvo que poner el pecho frente a cuatro ejes de fuerte tensión: el aterrizaje forzoso, la investigación de procedimiento, el requerimiento mediático y la comunicación telefónica con su angustiada mujer (una siempre eficaz Laura Linney). Lejos de la idea del héroe monolítico, Sully observa la repercusión masiva de su maniobra con cierta perplejidad y tiene dudas, ¿y si la decisión que tomó no fue la correcta? En tiempos de voracidad pirotécnica, el octogenario realizador ejercita su mirada sobria y elegante sobre una historia que enfrenta las convicciones de un hombre versus la maquinaria de las corporaciones. La desgarradora mirada de Tom Hanks supervisando que no haya quedado ningún pasajero a bordo del avión, cuando se dispone a ser el último en abandonar la nave previo al rescate, funciona como síntesis de una de las constantes del cine de Clint Eastwod: seres frente a circunstancias cruciales que definen sus actos a partir de sus su principios, aún a expensas de confrontar con la fría y deshumanizada letra del protocolo. Sully / Estados Unidos / 2016 / 96 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Clint Eastwood / Con: Tom Hanks, Aaron Eckhart, Laura Linney, Valerie Mahaffey, Delphi Harrington.
Hay que decirlo sin vueltas: para muchos, Gilda, no me arrepiento de este amor tenía todas las de perder. Por un lado, una apuesta que se interna en los intrincados laberintos de la película biográfica, con fallidos antecedentes en la historia del cine nacional, traducidos en biopics sobre íconos de la escena musical atravesados por títulos sobrevaluados como Tango feroz, o impresentables como Luca vive. Por otro costado, ponerse en la piel de la abanderada de la música tropical, supone para cualquier actriz, un reto del que difícilmente se pueda salir airosa. Los primeros minutos de esta película dan por tierra todo prejuicio, y evidencian el virtuoso pulso cinematográfico de su directora Lorena Muñoz. En su primer paso en el cine de ficción, tras notables documentales, entre los que se encuentra Yo no sé que me han hecho tus ojos, material sobre la inolvidable Ada Falcón que co dirigió junto a Sergio Wolf; Muñoz plantea una puesta rigurosa que no confunde virtud con virtuosismo. Sabe desde dónde mirar una historia conocida de antemano por todos. Y entiende que para tocar la fibra emotiva del espectador, se puede apostar a ciertas fórmulas de probada eficacia, sin revolcarse innecesariamente en el golpe bajo. A pesar de transitar a rajatabla los lineamientos del "film tributo", este abordaje se da la chance de mostrar a la mártir popular en momentos de culpa por la ausencia frente a sus hijos; o de vulnerabilidad cuando sus seguidores comienzan a atribuirle poderes curativos. El abanico de texturas propuesto por Muñoz es amplio, desde una Gilda al borde del abismo en la escena de borrachera de año nuevo, a instancias más combativas como la confrontación con su madre; y la dolorosa determinación de acabar con su matrimonio. La película transita todos sus climas con la visceral honestidad de una mujer que eligió un destino que la enfrentó a más de una adversidad, y que finalmente devino en mito. En cuanto al trabajo de Natalia Oreiro, es sabido que la actriz uruguaya llevaba largos años esperando la concreción de este proyecto. Su entrega absoluta no sólo está presente en los pasajes más intensos del relato, sino en cada gesto y silencio labrados con plena convicción. Los logros de esta película resultarían impensables sin el caudal de oficio y carisma de Oreiro. Su presencia sobrepasa la idea de ser un plus, para transformarse en uno de los ejes fundamentales de este triunfo cinematográfico. Pero no todo es la gloria absoluta. En la traslación de una historia tan frondosa como la de la maestra jardinera Myriam Alejandra Bianchi, que contra tantos obstáculos se convirtió en ícono de la música popular; hay situaciones que podrían tener un abordaje más sutil. La figura del marido de la cantante se presenta por demás demonizada, un detalle que desentona notoriamente en un film que logra prescindir del subrayado, aún en el retrato de los entretelones del mundo de la bailanta, magistralmente sintetizados en la escena de la negociación (con arma sobre la mesa), del nuevo contrato en el que se pretendió avasallar las ganancias de la ascendente estrella. Como era de esperarse, la banda sonora de Gilda, no me arrepiento de este amor tiene un gancho irresistible. No sólo en las notables nuevas versiones de los éxitos de la canonizada cantante, sino en la irrupción de algún clásico de Franco Simone como El paisaje, o la versión en castellano de una joya de Beach Boys como Sólo Dios sabe. Durante su adolescencia y juventud, aquella maestra jardinera escuchaba a Charly García, Sui Generis y Tina Turner. Gran parte de su legado consistió en trasladar parte de ese universo melódico, y transformar todo ese bagaje en su sello distintivo dentro de la música tropical. En muchas oportunidades, el cine comercial argentino ha despachado productos mediocres. Gilda, no me arrepiento de este amor pudo ser un pastiche de película populista. Una operación inescrupulosa para saquear el dinero de miles, o millones de espectadores. En tiempos en que tanto se habla sobre las diferencias entre nociones como "popular" y "populista", este film de de Lorena Muñoz se inscribe con toda nobleza en la primera categoría. Una película que conquista al espectador con recursos cinematográficos nobles, en lugar de tomarlo por el cuello y someterlo a un par de horas de la más vil dependencia emocional.
Tras un regreso a su mejor forma con Hombre irracional, una joyita en que la que Woody Allen supo intercalar dosis perfectas de ligereza y nihilismo, el realizador vuelve a mostrarse encantador y vital a los 80 años con Café Society, film que ensaya una nostálgica mirada al Hollywood de los años '30; pero que en su conjunto resulta un tanto ingenuo y disperso. Bobby (Jesse Eisenberg) llega desde el Bronx a Los Ángeles, con la firme intención de hacerse un lugar en un universo tan competitivo y pomposo como el de la meca del cine. Su tío Phil (Steve Carell) es un poderoso agente de estrellas que, tras unas semanas de espera, atiende a su sobrino y le da la chance de hacer algunos mandados en las coquetas calles de Beverly Hills. El triángulo protagónico se completa con Vonnie (Kristen Stewart), la secretaria de Phil que entabla una pronta cercanía con el recién llegado. Eissenberg y Stewart antes habían sido dupla protagónica en la maravillosa Adventureland, y aquí la química entre ambos vuelve a funcionar. La presencia del propio Woody Allen, desde la voz en off que va hilvanando personajes y situaciones, agrega un plus de confidencia y guiño para su habitual espectador. Café Society tiene los ingredientes típicos del mundo Woody. Desde el humor sobre las convenciones del judaísmo (aunque aquí las situaciones de comicidad se presenten más espaciadas que de costumbre); hasta una mirada sobre los vínculos que deambula entre el sarcasmo y el romanticismo. Para los fans del cine clásico de Hollywood, es un regalo que desfilen menciones sobre glorias de los '30 como Paul Muni, Bette Davis, Howard Hawks, Barbara Stanwyck, Fred Astaire y Ginger Rodgers; entre otros tantos. La nostalgia por aquellos tiempos de esplendor, empatiza con la atmósfera romántica y agridulce que impregna buena parte del film de Allen. Desde lo visual, el salto de la pátina artesanal del fílmico a la ultra precisa imagen digital, supuso para el legendario realizador todo un desafío. En este sentido, su primera alianza con el director de fotografía Vittorio Storaro (responsable de la imagen de hitos como Último tango en París y Acopalypse Now), da en la tecla justa. Las texturas de Café Society no sólo recrean con glamoroso ensueño aquellos años '30, sino que construyen un interesante juego entre la impronta del cine clásico y el actual. En esta nueva creación de Allen, lo que funciona entonces es la atmósfera, pero no tanto la dinámica de los conflictos. El entramado de infidelidades, triangulaciones y desengaños amorosos; fluyen de modo demasiado juguetón. Falta esa distintiva virtud del director de transitar con encanto sobre conceptos que tienen un inevitable doblez perturbador. De esta manera, la historia discurre con un tono excesivamente naif, y si bien se celebra que el realizador no caiga en el adoctrinamiento o la "lección moral"; queda flotando cierta sensación de medianía. Que el tramo más convincente del relato este concentrado en los sucesos que acontecen en Los Ángeles, y que luego el film cobre un rumbo disperso en Nueva York - con la innecesaria subtrama del hermano matón del protagonista-; resulta extremadamente llamativo para un cineasta que supo construir la quintaesencia de su cine alrededor de "La Gran Manzana". En ese segmento neoyorquino, el encanto de Café Society se ve claramente resentido una vez que Allen aparta el eje de la pareja protagónica. Otro tema no menor entre los puntos que flaquean en este film, reside en que más allá de la sublime belleza fotogénica de Kristen Stewart; la matriz de su personaje no tiene la entidad suficiente como para enamorar no sólo a uno, sino a dos de los protagonistas de esta historia. Así y todo, obviamente hay algunos pasajes en los que Woody ensaya su perdurable toque mágico, pero a nivel de conjunto; el pequeño gran hombre enfrenta la paradoja de terminar perdido en las calles y bares de su amada ciudad. Café Society / Estados Unidos / 2016 / 96 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Woody Allen / Con: Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell, Blake Lively, Corey Stoll y Parker Posey.
Existen tres tipos de comedia: las que divierten, las que naufragan y las que funcionan a la fuerza. Inseparables ingresa de prepo en la tercera categoría. Una película machacona y empalagosa, que puede compararse a esas reuniones de amigos en las que un nuevo invitado hace lo posible por conquistar la atención de todos. De principio a fin, el tono de este estreno nacional es subrayado y moralizante. No hay matices ni transiciones. La nueva película de Marcos Carnevale (Elsa & Fred, Corazón de león) se propone tomar al espectador por el cuello con su ultra calculada "lección de vida". El origen de esta producción que apunta a ser furor de taquilla es la comedia Amigos intocables, film francés estrenado en 2011 que se transformó un suceso descomunal con más de 20 millones de espectadores en su país. Tanto en la versión original creada por la dupla Olivier Nakache & Eric Toledano, como en la adaptación de Carnevale; dos personajes de contextos muy distintos entablan un vínculo de comprensión y compañía que logra trascender las barreras de clase. En el caso de la producción gala, el encuentro entre un tetrapléjico millonario y un ex convicto de origen senegalés, dio en el blanco emocional de una sociedad atomizada por la intolerancia y la xenofobia. El anclaje argento encuentra su equivalente en esta operación remake, a través de la complicidad entre el mencionado aristócrata de cuerpo casi completamente inmovilizado (un siempre correcto Oscar Martínez), y un tipo del conurbano con mucha calle (un Rodrigo de la Serna en modo desbordado). En un contexto tan reaccionario como el que estamos atravesando en nuestro país, en el que se ha trazado una infranqueable trinchera entre ricos y pobres, Inseparables tal vez venga a traer algo de esa mezcla de alivio y expiación de culpa que proveyó en Francia la película Amigos intocables. Tanto en el caso del film original como en su trasposición argentina, algunos podrán señalar que flota cierta tendencia a la demagogia. Pero allí está como telón de fondo, el hecho de que esta historia está basada en personajes reales. Si bien la humanidad se ha empeñado en hacer imposible el encuentro entre clases, existen casos como el de Philippe y Driss (aquí Felipe y Tito); que son una celebración que derriba todo tipo de fronteras. Más que cuestionar un matiz demagógico en Inseparables, lo que se puede señalar como inverosímil a primera vista, es la inmediatez con que Felipe se encariña con Tito, sin poner jamás filtro ni reparo alguno. Toda trama vincular supone una serie de etapas que este guión se empecina en saltar. Por otro lado, el carácter mesiánico full time del personaje interpretado por Rodrigo de la Serna tampoco ayuda a la fluidez del relato. Esa idea de que su irrupción se transforme no sólo en la salvación del dueño de casa, sino de todos los que habitan la gran mansión; resulta tan forzada como irritante. Y es así como volvemos al tema del abuso de confianza, en una película que insiste tanto en ir todo el tiempo arriba, que fastidia a los cinco minutos de su comienzo. Salvando el enorme talento de Alejandra Flechner, en un personaje secundario que es lo más exquisito que tiene esta propuesta, el resto es pura repetición y subrayado. La música original de Gerardo Gardelín se ubica en el triste podio de las bandas de sonido más fallidas de la historia del cine argentino, con "pianitos" que tienden a inflamar la emoción de algunas escenas; que en realidad no necesitan de ningún agregado musical para resultar elocuentes. Ni hablar de los pasajes más cancheros de la historia, en los que Gardelín intenta acompañar las aventuras de los personajes centrales, con tracks que son una mezcla entre el groove soul de las comedias americanas, y melodías que suenan a jingle de supermercado. En la exageración del arsenal de recursos de probada eficacia y en esa urgencia de ir siempre a lo seguro, es donde reside el mayor fracaso de Inseparables. Una película concebida desde un enfoque más gerencial que sensible, con un grado de pereza creativa que lleva al realizador a calcar planos, encuadres y hasta detalles de la ambientación del film original francés. Sin dudas, Carnevale es un gran conocedor de lo que funciona y lo que no funciona en el público. Tal vez si relajara un poco esa presión alrededor de las fórmulas, lograría sobrevolar del producto eficaz al cine genuino.
Hacer comedia no es cosa fácil. Y menos aún en el cine argentino industrial, donde este género tiene una larga tradición que se divide entre lo clásico y lo fallido. El costumbrismo, ciertas pretensiones de mensaje solemne, y un humor que deambula entre el lugar común y la contención; son algunas de las características más frecuentes de las comedias de factoría nacional. Permitidos viene a refrescar el panorama con una fórmula que si bien no reinventa el asunto, al menos logra sacudir sus convenciones. Al frente de este subidón está Ariel Winograd, director de títulos como Cara de queso, Mi primera boda, Vino para robar y Sin hijos. En los últimos diez años, el realizador ha explorado el territorio de la comedia, adicionando certeras pinceladas de romance y acción. En esta oportunidad, se anima a subir la apuesta de desenfado, dando rienda suelta a una batería de gags desmesurados. El resultado es una película burbujeante de comienzo a fin. Un entretenimiento eficaz que fluye con ritmo sostenido y una lograda química entre sus protagonistas. En lo que va de 2016, el cine nacional ya estrenó al menos dos artefactos cuyo desarrollo no logró superar el escueto disparador propuesto en cada trailer. Uno de esos engrendros se llamó Me casé con un boludo, el otro fue El hilo rojo. Afortunadamente, Permitidos no se agota en su gancho promocional: una pareja que se da el "permitido" de tener un affaire con un objeto de deseo inalcanzable. Mateo (un Martín Piroyansky que se reafirma como el antihéroe más querible del cine argentino actual), está obnubilado con la belleza de la estrella Zoe del Rio (Liz Solari). Mientras que Camila (una Lali Espósito a todo motor carismático y algunos explosivos desbordes), apuesta por el elogiado actor Joaquín Campos (Benjamín Vicuña). Que ambos logren concretar su encuentro con su amor platónico no es el meollo del asunto. Las situaciones más desopilantes de esta comedia pasan por la incontrolable exposición de la vida privada en las redes sociales y los programas de chimentos. Un desliz de infidelidad es algo que toda pareja puede sentarse a charlar, pero la cosa se complica cuando la trifulca queda a merced de la siniestra mirada pública. Ariel Winograd acierta en no contaminar su comedia con mensajes o bajadas de línea, y nos zambulle en la irrefrenable vorágine de situaciones absurdas por las que atraviesan sus personajes. Por el tinte escatológico y exagerado de la mayoría de los gags, se podría decir que Permitidos es heredera del estilo de la Nueva Comedia Americana. Pero no sólo eso. Al atravesar los protagonistas unos cuantos pasajes desmesurados, sobre un trasfondo social caótico; esta película podría tener también una suerte de conexión con el cine de Álex de la Iglesia. Sin llegar a llegar a la genial mixtura de acidez y desmadre del director español, Winograd se las ingenia para redondear una historia juguetona en la que se filtra un suculento combo de frivolidad y miserias. Que esta propuesta no tenga mayores aspiraciones que la de ser un buen divertimento, no significa que estemos hablando de un producto estéticamente descuidado. La dirección de fotografía del talentoso Félix Monti, responsable de la imagen de títulos como Mi primera boda, El secreto de sus ojos, La niña santa y La historia oficial; da en la tecla justa de esa textura entre luminosa y kitsch, que se ha transformado en la quintaesencia de toda película romántica. Por último, ninguna comedia recibe su certificado de gracia si sus personajes secundarios no funcionan. Más allá de los eficaces Solari y Vicuña, también brillan Gastón Cocchiarale y Anita Pauls (interpretando a la pareja amiga de los protagonistas); y por sobre todo, ese huracán llamado Maruja Bustamante (dramaturga, actriz y directora de vasta experiencia teatral), aquí interpretando a Soledad, la fan psicótica del personaje que encarna el galán chileno. Permitidos es mucho más que un vehículo de lucimiento para la figura del momento, Lali Espósito. En su debut protagónico, la princesa pop de la escena nacional vuelve a dar muestra de su potencial e indiscutible carisma. Todavía no cumple 25 años y ya es una estrella, algo que el periodismo vernáculo no está dispuesto a terminar de aceptar. Winograd, Piroyansky y Espósito lo hicieron. La comedia comercial del cine argento se asoma al desenfado. Y a juzgar por el debut en primer lugar de la taquilla, podrá darse el gustito de ir por más. Permitidos / Argentina / 2016 / 106 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Ariel Winograd / Con: Lali Espósito, Martín Piroyansky, Benjamín Vicuña, Liz Solari, Maruja Bustamante, Gastón Cocchiarale, Anita Pauls y Pablo Rago.