Un documental sobre dos espacios emblemáticos y, hoy, cadavéricos: la Ciudad deportiva de Boca y el Parque de la Ciudad. Martín Oesterheld ensaya el recorrido y la historia como una manera también de llegar a la relación política entre el espacio físico y el espacio social. Lo logra con solo sesenta minutos, en un gran ejercicio de concentración donde las imágenes hacen mucho más por la comprensión del espectador que cualquier texto. El recorrido es ejemplar y la realización, especialmente precisa.
Traspié de Israel Adrián Caetano, uno de los realizadores que mejor puede filmar el policial y la acción en la Argentina. Aquí tiene una buena historia -la de una especie de asesina justiciera que ayuda a las mujeres- y que gira hacia el melodrama y el suspenso. Pero algo falla: el deseo de contar demasiado o la necesidad de dejar clarísimo la intención “feminista” de la historia le juegan en contra. Como si fuera un borrador de lo que podría haber sido un gran film.
Uno puede decir que esto es una “adaptación al cine” de la obra de teatro musical basada en la novela de Víctor Hugo. Pero no, no es una “adaptación” sino una traslación: el trabajo del realizador Tom Hooper se reduce en este film a elegir más o menos el casting y a mover la cámara de modo decorativo e innecesario. Lo más importante de la película, más allá de las (pocas) secuencias de conjunto que aparecen en la segunda mitad, cuando se reproducen las barricadas parisinas de 1932, es ver gente cantando a cámara y explicando lo que nada más explica. De hecho, el espectador no comprenderá ni la obsesión de Javert, ni el amor de Cosette, ni la desesperación de Valjean salvo porque lo dicen (cantando, bueno, pero solo “lo dicen”). Si este es un defecto del material de base, el realizador -al no “adaptar” lo que tiene- no lo corrige. Porque lo que hay es una antología fotográfica de gente que canta declamando, nada más. Y por eso, además, el film resulta larguísimo y aburre: en el cine no hacen falta canciones tan largas.
John McClane viaja a Rusia a buscar a su hijo, a quien cree metido en problemas. Lo está, pero no por ser traficante o chorro, sino por ser operativo de la CIA. El espectador que ya sabe de lo que es capaz el personaje en esta serie de acción que cumple cinco películas (y todas, a su vez, cumplen, aunque la primera siga siendo una obra maestra total) tendrá pues lo que seguramente busca: movimientos sin pausa, explosiones, velocidad, tiros y piñas. Ahora bien: ¿hay algo más aparte de la idea de un papá y su hijo reconciliándose mientras derriban villanos de caricatura? Siempre en estas películas hay un “algo más” y se llama Bruce Willis. A diferencia de los “musculosos” de los 80, Willis es sobre todo un comediante que comprendió desde que comenzó a protagonizar estos films, que no pueden tomarse en serio y que, en el fondo, se trata de una versión hipertrófica -pero no realista, no vaya a creer- de los maravillosos cartoons del Correcaminos, con McClane en el lugar del Coyote. Con los años -y aquí es más evidente que en el film anterior, superior en varios sentidos-, McClane parece haber descubierto que solo es feliz moviendo su cuerpo de modos imposibles y matando malos sin cuento. En el fondo, y aunque la parafernalia seudo política lo disfrace un poco, McClane es un habitante más -más sucio, más dinámico- del mundo de la fantasía. Y siempre es bienvenido.
No se la pierda, en serio. Es la historia (real) de dos periodistas y amigos (Alfredo Serra y Rómulo Berrutti, seguro que los conoce) adictos al fútbol de botones, que juegan en una cancha hermosa. O sea, un film raro pero también deportivo, sobre la alegría de vivir, de tener un hobby, y de conversaciones increíbles sobre las capacidades y habilidades de los “jugadores”. Sí, suena raro pero no, nada que ver: hay pocas películas tan alegres, distendidas y reales como ésta como para dejarla pasar.
Cuento de hadas y retrato social “hiperrealista” llevan necesariamente a la alegoría. En este film donde una nena de seis años se enfrenta a la disolución de su mundo (mensaje ecológico mediante, de paso cañazo) no se registra excepción. Pero cuando lo fantástico e irreal irrumpe sin atenuantes, el film adquiere una dimensión mayor. Como se sabe, ninguna ensalada es original del todo y esto es eso, una ensalada que, en más de una secuencia, contiene ingredientes sabrosos. Sí, sí, la nena es adorable.
Robert Zemeckis pudo pasar por autor hace unos años (gracias a sus tres Volver al futuro, o a la aún a la espera de revaluación Forrest Gump). Después se dejó llevar por la versión más fea de la tecnología de captura de movimiento (Beowulf, olvidemos) y ahora viene con un drama-aventura-comedia con Denzel Washington que confirma que es un gran director de actores, que sabe manejar el aparato cinematográfico para lograr tensión y emociones variadas, y que en el fondo sabe penetrar en el alma de sus criaturas. Aquí se trata de un vicioso piloto de avión que aterriza milagrosamente un avión y se vuelve famoso, aunque las cosas no son ni tan heroicas ni tan claras. Y se trata, también, de un personaje complejo que se muestra menos por sus palabras que por sus acciones, especialidad de la casa para Washington. El problema con Zemeckis es que le interesan más las secuencias aisladas que el film total, un defecto que a veces no se nota (Volver al futuro II, por ejemplo, o la complementaria a El Vuelo, Náufrago) pero aquí deja huecos para el tedio.
Hay que emprender una reevaluación inmediata de la obra de Steven Spielberg porque -con sus luces y sus sombras- es el realizador que define el cine estadounidense (e internacional) de las últimas cuatro décadas. “Lincoln” es, en cierto sentido, un film-resumen: allí está el gusto por el espectáculo, por la violencia -la primera, breve secuencia con una batalla de la Guerra Civil-, por la imagen mitológica que a veces se vuelve trivial. Podría ser una película de Walt Disney sobre el Gran Emancipador, pero es otra cosa: ese film hipotético más el “detrás de escena” del prócer. El Abe que crea para nuestros ojos Daniel Day-Lewis es abrumador, honesto, carismático, bonachón. Y es también un político ambiguo, oscuro, manipulador, incluso un poco psicopático (usa su carisma para manipular en más de una secuencia). Lo que queda en el fondo es una épica de la política y una pregunta: ¿el fin justifica los medios? La película solo narra cómo Lincoln logra que se apruebe la décimo tercera enmienda a la Constitución estadounidense, la que abolió la esclavitud (y brevemente el fin de la Guerra Civil y la muerte del personaje), pero en ese resumen de un mes de su vida, Spielberg logra la hazaña no solo de poner bajo la lupa todo un sistema político, sino también de reconstruir a un hombre y dejarnos la moraleja a nosotros. Nos manipula de tal modo que, casi, “Lincoln” es la autobiografìa disfrazada del director.
Una argentina que ha dejado su país por París, que vive al filo de la ilegalidad, inicia una relación amorosa -sexual sobre todo- con el hombre que le alquila la habitación. Hecha de pequeños gestos y de crudeza por partes iguales, Graba logra transmitir la sensación de desamparo de esos dos personajes separados por la cultura y unidos por la necesidad y el deseo. Un gran mérito consiste en que el sexo crudo no sea más “pesado” que una cena o una discusión o una escena laboral. La vida es eso y el film logra transmitirlo.
Después de ganar el Oscar por retratar con precisión la vida de desarmadores de bombas en Irak con Vivir al límite, Kathryn Bigelow narra la persecución de una década de una agente de la CIA a Osama Bin Laden. Pero si todos los films de la creadora de Punto Límite giran alrededor de un obsesivo que encuentra libertad en su vicio, aquí el peso “periodístico” del guión arruina la concentración dramática. La última media hora es brillante. Y criticar las esencas de tortura, idiota.