Si a uno le dicen que es una comedia romántica entre un bipolar y una depresiva adicta al sexo, lo más probable es que huya despavorido en busca de un film de Pixar. Pero, como los buenos films de Pixar, de paso, es un cuento de hadas perfecto. El bipolar es el excelente Bradley Cooper, que demuestra tener una enorme cantidad de registros. La depresiva es Jennifer Lawrence. La Lawrence es no solo hermosa sino brillante, una actriz que por sí sola justifica la existencia del cine. Lo que hace ese comediógrafo arriesgado que es David O. Russell (aquel de Tres reyes) es obviar cualquier explicación “médica”, ir directo a la médula de cada situación, dejar que los personajes fluyan y jueguen solos. Y lo que logra es que el viejo cuento de redención (que es el alma del cine estadounidense: quejarse por eso es como quejarse de que Van Gogh use demasiado amarillo) tenga, a pesar del caos aparente, un desarrollo terso y una luz precisa. Transmitir el caos de manera clara, de paso, es un gran mérito. Y para terminar: el único film sobre cosas terribles donde no pasa nada terrible, donde todo está visto desde el humor y la emoción. No hay películas así.
Después de ajusticiar a los nazis en una de las más bellas ucronías paridas por el cine, Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino opta por un relato más convencional. Django sin cadenas es la historia de un esclavo que se transforma en cazador de recompensas y que tiene, como único norte, rescatar a su esposa -también esclava- de una plantación en Mississippi. Tarantino siempre opta por núcleos narrativos simples, porque lo que le interesa está en los márgenes, en las disgreciones del relato tradicional. En esos recodos es donde hace su magia: tomar un personaje arquetípico de un género cinematográfico -en este caso el western, y no el “spaghetti-western”- y mostrar lo que tiene de humano, lo que se conecta con nosotros. En Django, un film que alterna los grandes diálogos y las situaciones irónicas con (demasiado) respeto por el género y estallidos precisos de violencia, Tarantino construye un film entretenido pero demasiado ambicioso: quiere contar demasiado, mostrar demasiado y el “mensaje” políticamente correcto (a no engañarse: siempre fue un cineasta políticamente correcto que utiliza la provocación como disfraz) salta demasiado a la vista, incluso arruinando buenas secuencias. Por momentos, el realizador parece tan enamorado de su material que elude la síntesis. Pero muchas imágenes son poderosas, y el trío Foxx-Waltz-Di Caprio funciona de manera excelente. Film menor de un director mayor.
Otro film sobre envejecer: dos criminales buscan a un gran amigo que acaba de salir de la cárcel porque deben matarlo, pero le ofrecen una última noche de amistad y cariño. Lo que rescata la película de la cantidad de trivialidades que superpone el guión es que Al Pacino, Alan Arkin y Christopher Walken son tres tipos a los que uno no puede dejar de mirar. Ellos proveen a una fórmula mínima su pequeño pero visible capital explosivo.
Aunque imperfecta, aunque a veces busca el chiste fácil y no se le ocurre nada mejor, esta película tiene dos valores que la hacen por lo menos interesante. En primer lugar, que Billy Crystal es gracioso en serio y remonta a veces situaciones imposibles. En segundo, que ni reivindica la educación tradicional ni cierta permisividad contemporánea, sino que intenta comprender qué hay de bueno y de malo, qué hay de humano y relevante en cualquier época y estilo. Eso vale.
Este film prueba que la distribución cinematográfica en nuestro país es de lo peor: se trata del primer trabajo en los Estados Unidos de un más que apreciable director coreano, Kim Jae-woon, que ha realizado por lo menos dos grandes películas: A tale of two sisters (de terror) y El bueno, el malo y el raro (de acción). Un poco dentro de la línea de este último, El último... es el regreso de Arnold Schwarzenegger al cine de tiros como protagonista después de sus intervenciones en ambas Los Indestructibles. Un sheriff casi retirado, que elige salirse de la línea de mira, tiene que enfrentar a un hipervillano que cae de casualidad en su pueblito con un staff improvisado. Y sí, la película habla de la vejez, del no estar para esos trotes, y de qué buenos fueron aquellos tiempos. Pero también es un juego humorístico e imaginativo en torno de la amistad y el deber. Imperfecta pero noble, con una simpatía que morigera sus peores momentos, implica empezar a conocer a un director notable.
El lector quizás no lo sepa, pero en la década de los años 80, Tim Burton realizó una versión del tradicional cuento de los nenes perdidos con actores japoneses y peleas de kung-fu. Un poco detrás de esa idea, aparece este film que es una pequeña sorpresa. Hansel y Gretel tienen la particularidad de ser inmunes a los encantamientos de las brujas y utilizan esa característica para cazar y matar a cuanta se les cruce por un precio. El arsenal es fantástico y va del arco y la flecha a la ametralladora. ¿Humor? Claro que es una versión humorística, pero es también un cuento de terror (hay mucha sangre, como corresponde) y no escapa siquiera al sexo. Sin embargo, en medio de tal disparate veloz -el film parece durar diez minutos, sin tiempos muertos; siempre va al punto sin digresiones inútiles- aparece un tema (el amor) declinado en amor de pareja, fraternal, familiar y amistoso. Aunque quizás Gemma Atherton no está a la altura de la “dureza” que requiere su Gretel, Jeremy Renner comprende el juego perfectamente bien y crea un Hansel con mucho de western. Lo mejor del film es que ese disparate lleno de chistes de segundo grado que amenaza apropiarse de la pantalla en los primeros minutos (el reflejo “Scary Movie”, digamos) cambia por la comedia de acción y aventuras que no se burla ni de sus personajes ni de su mundo. Pequeña sorpresa.
Aunque se parece demasiado (siempre se pareció demasiado) a Buscando a Nemo, hay en este personaje, en esta segunda película especialmente, algo así como un desarrollo en la manera como el diseño representa estados de ánimo. La película no es demasiado buena, pero al menos es dinámica. Aunque los chicos más chicos también se dan cuenta de que esto no es más que un remedo de otra cosa.
Una pareja burguesa, normal, de una Berlín hiperculta, se enamora. Precisemos: tanto él como ella se enamoran del mismo hombre. Lo que hace el siempre creativo y a veces desbordado Tom Tykwer es seguirle el pulso a la historia con lo que tiene de dramático y de humorístico, aunque a veces se pasa de la raya tratando de pintar, además, un panorama cultural mientras cuenta un triángulo amoroso. Lo mejor: los personajes parecen personas reales, y eso es un logro importantísimo en el cine de hoy.
En realidad no sería difícil hacer buen cine policial y de suspenso en la Argentina si no hubiéramos destruido nuestro acervo, ya que es uno de los géneros que mayor cantidad de obras maestras produjo en el período clásico. Hernán Goldfrid, el realizador de Tesis... lo sabe y además sabe que los géneros clásicos funcionan como un lenguaje (su película anterior fue la comedia Música en espera). Aquí tiene un pequeño problema: el protagónico de Ricardo Darín y el tema (la persecución de un joven asesino por parte de su profesor) más ciertos climas recuerdan a El secreto de sus ojos, aunque este film es, como estudio psicológico, mucho más logrado. No del todo, por cierto: existen algunos problemas de guión que impiden que la historia -después de todo, una investigación sobre la cuestión del doble, profundamente cinematográfica- alcance la intensidad que la propia historia merece. De todos modos, el film en general funciona y las actuaciones son precisas (especialmente Darín, que tiene además la solidez del oficio). Podría haber sido mejor.
Algo malo pasó antes de llegar a la pantalla entre el film que podría haber sido (y que aparece en ciernes, agazapado, durante todo el metraje) y el que finalmente vemos. Hay estrellas y hay una historia basada lejanamente en algo real (el ascenso del gángster Mickey Cohen, la aparición de un grupo parapolicial que caza a los malos uno por uno), hay producción generosa y motivos para que el espectador espere acción y suspenso. Hay, además, un juego con el aspecto “retro”, y el término “juego” no es accidental: tan saturado es todo que da la impresión de que se quiso acercar lo retro a la sátira, a una lectura más irónica que realista. Pero el resultado es mortalmente serio y aparatoso, donde el elemento de época funciona como un puro decorado (es decir “está ahí porque queda lindo”) y no porque sea consustancial con la trama. El film entero parece funcionar, así, como una especie de ayuda memoria o museo popular: así eran los gángsters, así eran los sombreros, así se vestían las mujeres...así todo. Pero ni la historia ni los actores -que hacen lo que pueden- nos dan algo de humanidad que nos obligue a seguir mirando. Las escenas violentas son rutinarias y la cámara tomando a los (anti) héroes desde abajo, demasiado cómica para que la tomemos en serio, aunque el montaje final del film haya ametrallado cualquier posibilidad de humor, salvo involuntario.