Éxito sorpresa en los EE.UU., este film de terror español, rodado en inglés por un realizador argentino tiene lo que muchas películas del género hoy han despreciado: un auténtico clima perturbador y de suspenso. Un asesinato, dos niñas perdidas y una presencia fantasmagórica son los ingredientes y, es ocioso decirlo, forman parte del repertorio del género. Pero hay algo más: la manera cómo el film está narrado hace que cada indicio, cada pequeño avance del horror sume y multiplique lo anterior. En eso tiene mucho que ver especialmente la dirección de actores y el talento de personas como Jessica Chastain (recientemente vista en La noche más oscura), cuya capacidad para crear una persona real viviendo circunstancias extraordinarias es enorme. En todo caso, el problema de la película, aquello que la hace imperfecta (pero un film imperfecto siempre es interesante) es que podemos adelantar sus golpes de efecto, cronometrados casi a reglamento. Pero funcionan, y en eso reside el encanto malévolo de un film que, en el fondo, no es más que otro cuento de hadas perverso.
Detrás de la idea de rodar una “precuela” de El Mago de Oz (que, cosa poco conocida, fue un gigantesco fracaso de taquilla en 1939; la MGM se salvó porque ese mismo año distribuyó Lo que el viento se llevó) hay una evidente operación comercial que sigue a la “remake” de Alicia en el Paìs de las Maravillas por Tim Burton y a la ola de cuentos de hadas y libros infantiles llevados a la pantalla con tecnología de punta y algo de épica. Pero además hay un director detrás que tiene un estilo y una mirada sobre el mundo, Sam Raimi. Raimi cree en dos cosas: la comedia disparatada y el terror, y no concibe límites entre ambos. Para poder contar cómo el Mago, un estafador simpático y no poco libidinoso, llegó a Oz y, al mismo tiempo, entrar en la categoría “familiar”, baja dos cambios en su humor negro y otros dos en el terror. El resultado es desparejo: visualmente impactante, los verdaderos temas de la historia (la redención, el envilecimiento, el abuso y la enfermedad del poder) quedan de cierto modo solo ilustrados sin auténtica profundidad. Pero Raimi es un mago de la imagen y, cuando el relato cae en la solución fácil, opta por la invención (a veces pequeña, como el “arreglo” de la niña de porcelana) que genera emociones verdaderas. El elenco cumple (aunque la cara de bueno de James Franco conspira contra su ambigüedad) y el espectáculo vale la pena.
Sin ser perfecta, esta historia de candidato político que manda a investigar a su esposa por una posible infidelidad (caso que esconde en realidad otra cosa) es un buen ejercicio del policial negro con los actores justos para el caso. Russel Crowe, Mark Wahlberg y Catherine Zeta-Jones son imágenes que recuerdan lo mejor de un género que siempre fue reflejo de lo social y lo político sin declamarlo. Lo mismo pasa aquí y el cuento se agradece tanto como el contexto.
Ojalá el cine argentino comprendiera que éste es el camino. Esta parece una historia chica: dos primos viajan al entierro de su abuelo desde la Capital, donde están instalados, hasta su pueblo natal, el Villegas del título. Ambos son muy diferentes (interpretados por dos actores geniales como Esteban Lamothe y Esteban Bigliardi) y el viaje los confronta a uno con el otro y a ambos con su origen y su futuro. Y todo es amable, límpido, creíble al extremo y, sobre todo, atractivo. Vaya y disfrute.
Es difícil saber a qué juega Steven Soderbergh. Sus películas “intensas” (Traffic, Che) resultan declamadas y superficiales; las ligeras (especialmente aquellas en las que no quiere contar nada, como la serie La gran estafa o Un romance peligroso) son queribles y disfrutables. Pero tiene un par en una categoría intermedia: Erin Brockovich y esta Magic Mike, historia de un stripper masculino que quiere ser otra cosa y que, de algún modo, parece una versión masculina de la película de Julia Roberts. El protagonista, Channing Tatum, le otorga cierta simpatía a su personaje, pero si la historia exige ligereza para que la humanidad de sus criaturas aparezca de modo terso, Soderbergh decide inyectarle algo de “drama”, y empezamos a sospechar que, en el fondo, este señor es en realidad un viejo moralista. Las imágenes son, en su mayoría, triviales y el ritmo recuerda mucho más a un telefilm que a lo que tiene derecho de habitar la pantalla grande.
Antes que nada sí, vale la pena ver esta película, el nuevo trabajo de uno de los directores más intensos y creativos del Hollywood actual, Paul Thomas Anderson. Que, no cabe la menor duda, tiene como empresa realizar una especie de psicoanálisis de los mitos estadounidenses a partir de personajes intensos y de las imágenes más que de las palabras. Eso fueron Boogie Nights, Embriagado de amor y Petróleo sangriento. Aquí narra la historia de un veterano de la Segunda Guerra Mundial (un tenso Joaquin Phoenix) que termina como asistente de una especie de perdicador -o un charlatán- interpretado por Phillip Seymour Hoffman. El contraste entre ambos personajes es evidente en la superficie y relativo en el fondo, y ese doble juego es justamente lo que analiza plano a plano Anderson, que parece llevar al extremo el ejercicio de rodar con tensión absoluta cada secuencia que, alguna vez, fue la marca distintiva de Martin Scorsese. Pero lo más interesante es cómo el realizador va trazando, film a film y como si se tratase de una enciclopedia, el mapa del malestar americano, de sus taras, sus complejos y sus psicosis. Si la película no es una obra maestra, se debe a que hay un exceso de planificación: por momentos, se “nota” que el director hace prestidigitación con la cámara o los planos, que los actores, en un “plus” de intensidad, “están actuando”. A pesar de ello, una película diferente de la mayoría que aparece en nuestras pantallas, para tomar o dejar.
Rara combinación entre film de “enseñanza de vida” y cuento de hadas: una pareja sin hijos se ve bendecida por un niño extraño que llega a sus vidas. Que resulta tener un vínculo (más que un vínculo) con la naturaleza y las plantas. El cuento, que es del tipo familiar, se resiente por la necesidad constante de que aprendamos “algo” en cada secuencia, lo que le resta libertad y complejidad a las criaturas que lo habitan.
Rarísimo: el primer film, de 2006, no se estrenó en salas (salió en video) aunque el videojuego en el que se basaba era bastante popular. La razón para que veamos esta continuación (que no requiere del primer film, seamos sinceros) es quizás que el terror y el 3D forman una buena combinación, toda vez que los efectos “de susto” se multiplican. Aquí hay una joven luchando contra fuerzas oscuras que han raptado a su padre. Es decir, lo más parecido hoy día a un paseo por el Tren Fantasma. Ni más, ni menos.
A Richard LaGravanese lo conocemos más por sus guiones agridulces de Los puentes de Madison y El señor de los caballos que por su trabajo como realizador. Su característica central es la búsqueda de un equilibrio: no hay grandes villanos ni grandes héroes, sino que todo se mantiene en una especie de medio tono que reparte amabilidad a todos los personajes. Hermosas... es la historia de una joven bruja que llega a un asfixiante y ultra tradicionalista pueblo del Sur de los Estados Unidos y se enamora del “chico raro” y lector. Pero ella está a punto de cumplir 16 años, momento en el que sus poderes se volverán oscuros o luminosos. El problema central del film es que intenta mantener el tono de romance adolescente, de parodia -en cierto modo bastante evidente- de la saga Crepúsculo y de superioridad intelectual sin dejar de lado el espectáculo. Y el que mucho abarca, poco aprieta. Hay algunos aciertos -las escenas de Emma Thompson, por ejemplo- y un bello diseño de producción. Pero el romance -su emoción, más bien- se queda a mitad de camino.
La visión de esta película, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, puede depararle la idea de que está ante una obra maestra. Técnicamente es cierto, se trata de un film impecable: absolutamente realista, que elude cualquier mención del artificio, rodada en planos largos, contemplativos, donde ocurren cosas cotidianas pero cada vez menos soportables. La historia es la de una pareja de ancianos: ella sufre un ataque cerebral y la enfermedad progresa de modo inexorable. Él la cuida supliendo a todas sus necesidades: el film narra el avance inexorable de la decrepitud y lo que une a dos personas en esas circunstancias. El problema es que el esfuerzo que hace Haneke por ocultar la manipulación necesariamente vuelve la película una enorme manipulación, tanto técnica como emocional. En efecto: hay momentos sórdidos cuyo único sentido es causarle malestar al espectador a partir del ejercicio actoral –otra manipulación– de dos intérpretes que fingen ser cada vez más decrépitos. En ese punto, y más allá de que el título pueda leerse si se desea de modo irónico, hay que preguntarse para qué la exposición hiperrealista del sufrimiento. O por qué el regodeo en el “gran arte” (la música clásica, los cuadros en las paredes) que parecen hablar más de la pedantería del realizador que del mundo de los protagonistas. No negamos que pueda considerarse una obra maestra: en su propuesta, es impecable. Solo decimos que nos parece lo contrario: un mero ejercicio de exhibicionismo de un director que se sabe y cree un maestro.