La misma receta que Pablo Larraín utilizo en Jackie, su filme sobre Jacqueline Kennedy-Onassis, se aplica aquí a una Diana Spencer interpretada con muchos matices (no lo parece, pero es muy bueno lo que hace) por Kristen Stewart. Es una Navidad, hay rumores de separación o divorcio real, las cosas entre Diana y la familia real (especialmente Carlos, claro) andan pésimo y ella misma se siente -eso es lo que se transmite como constante- alguien extraño a ese universo altamente ritualizado. Pero la película no se llama “Diana” ni “Lady Di”, sino Spencer: es decir, el apellido noble que porta esa persona que intenta ser parte de un mundo pero pertenece -por generación, por mentalidad, por personalidad- a otro muy diferente. En cierto sentido, pensemos en Diana mutada en personaje de Volver al futuro que se quedó varada en 1955. De lo que trata este filme que parece decorativo (solo para recordarnos que ese es el decorado de la nada, de que las tradiciones han perdido su valor mítico) es de un viaje en el tiempo, de un pasado obligatorio a un presente que se impone. El momento en el que, cerca del final, Diana y sus hijos cantan en el auto resume prácticamente todo, más allá de que sabemos lo que implica el ruido en un auto cuando de Lady Di se trata.
Un hombre con gran conocimiento militar descubre que la muerte de su mujer no fue accidental, sino un crimen. Organiza a un grupo de tipos poco violentos para ir contra los asesinos. En parte parodia del thriller de venganza, en parte comentario social, en parte gran trabajo (como siempre) de Mads Mikkelsen, esta película es de un rigor formal y una comicidad incorrecta que se vuelven totalmente necesarias y saludables en estos días de represión mental.
Hay dos cosas interesantes en esta película que cuenta cómo una estrella, en un momento de crisis (está a punto de casarse en vivo con otra estrella, en streaming, en vivo, cuando descubre que su futuro marido la engaña) se casa con un tipo común, por puro reflejo. Claro que hay una película parecida, Notting Hill, pero vamos a lo interesante. Primero, el film lidia con la inmediatez, con el universo digital donde se confunde lo público con lo privado de un modo vertiginoso. Tomar un esquema conocido para actualizarlo no deja de ser un acierto, no porque la película sea extraordinaria sino por ese mundo que la rodea. Segundo: Maluma podrá atraer a muchas personas, pero es de madera. Lo demás es bastante convencional, Owen Wilson está simpático y López conoce -es actriz antes que cantante, algo no menor- cómo funciona el asunto.
Bellamente diseñada y bien animada, esta historia de una chica a principios del siglo XX que decide convertirse en la primera mujer bombero de la historia es directa. Es decir, no trata de hacer nada más que contar su historia del modo más efectivo y atractivo posible. Lo logra y eso vuelve la película más interesante a la hora de volverse una fábula con moraleja. Lateralmente, habla de los géneros, sin por eso bajar línea de manera explícita.
Es raro encontrar un drama romántico que no solo se tome las cosas (extraordinarias) que suceden -aquí una embarazada que espera a su novio y se enamora de su primo- con la naturalidad del buen comportamiento humano, sino una película que utilice las variaciones de la emoción humana como material para un cuento. Narrada con los tiempos justos y las imágenes que complementan por fuera lo que pasa dentro de sus criaturas, una muy buena película.
Hay dos maneras de ver las películas de Roland Emmerich: como espectáculos catástrofe o como sátiras. La segunda es más interesante, aunque no siempre cumple. De hecho, su film más exitoso (Día de la Independencia) se autodestruye cuando cumple su fin de destrozar todo a partir de la idiotez humana y la maldad extraterrestre. Moonfall combina un poco de Día... con otro de sus éxitos, 2012, quizás lo mejor que hizo porque la parte satírica funciona bien. Aquí pasa que la Luna se cae contra la Tierra, pero en realidad la Luna es otra cosa, y los que tienen razón son los conspiranoicos, mientras que los héroes son dos astronautas a los que la NASA les quita credibilidad. Después hay show de destrozos, pero si se ve la película con una mirada más distanciada, Moonfall es mucho más efectiva -y dice lo mismo, de contrabando y sigilosamente- que No mires arriba, el explícito panfleto cómico de Adam McKay (volvé, McKay, te perdonamos). Emmerich se divierte con todo esto, es evidente, y logra señalar taras humanas y políticas de un modo que el cine “comprometido” de hoy no logra. Es cierto, gran parte del guión parece diseñado con pereza, pero hay cierto tono que permite adivinar la intencionalidad del descontrol. Es simple: si un film de Emmerich divierte (no pasa, por ejemplo, con Midway) es porque no se toma del todo en serio.
Es interesante que, desde hace algunos años, estamos viendo cine de terror de varios países; sobre todo rusas. No son perfectas, pero se notan dos cosas: primero, haber comprendido que el terror funciona universalmente (es uno de los pocos géneros que siempre ganan dinero, que tiene un público muy fiel). Segundo, que hay pericia técnica. Aquí hay una mujer con una niña pequeña en viaje, un avión en plena tormenta, una serie de muertes inexplicables, y algo terrible que pone en tela de juicio la realidad tal cual la ve la protagonista. Todo está narrado con lo preciso y justo (mire la duración: menos de 80 minutos), buscando provocar en el espectador esa inestabilidad que lleva al miedo, el miedo que lleva a lo maravilloso. Por supuesto, no carece de lugares comunes, pero no está mal hacer terror con la idea de la inestabilidad o la poca confianza que despiertan nuestras percepciones. Un género que, salvo cuando se hace sin respeto, no suele defraudar al espectador.
Hablaremos un poco más de este filme cuando, en breve, se vea en Netflix. Pero adelantemos: todos los lugares comunes de la corrección política tomados con la seriedad apabullante de quien no cree en ellos pero está convencido de que así ganará público. Vueltas y vueltas de tuerca melodramáticas (es Almodóvar, qué esperábamos) para señalar con el dedo lo que el espectador debe pensar. Penélope siempre está bien, dicho sea de paso.
Menos mal que Paul Thomas Anderson (no siempre perfecto pero siempre un director en absoluto dominio de su arte, siempre un director interesante) no se deja llevar por modas y modos del cine y hace la suya. Esta es quizás su película más amable y con más corazón (aunque "Embriagado de Amor" y "Boogie Nights" estaban llenas de todo eso), porque es también algo autobiográfica. La California cercana a Hollywood de los primeros setenta es el marco de la historia de amistad o amor entre un chico casi estrella de la TV y una chica más grande que él pero quizás -solo quizás- más ingenua. El cariño con el que Anderson -siempre virtuoso- trabaja a sus personajes (de paso Cooper Hoffmann, el protagonista, es el hijo de Phillip Seymour Hoffmann, amigo de siempre de Anderson, quien lo solía tener en brazos y cuidar; aquí lo hace con la cámara) muestra que el realizador mira el pasado sin nostalgia (no hay regodeo en el tiempo que pasó) y sí como una forma de construir una personalidad a través de la experiencia. Esto quizás haga pensar al lector que estamos ante un film “serio”. Lo es pero no en el sentido de “solemne”: es alegre, vibrante, humano y, por momentos, cómico. Es mucho más que autobiografía o relato de época: es una radiografía sobre qué es la juventud y qué peso tiene en el resto de nuestra vida. Y sí, además es muy linda.
Veremos qué pasa con este film en estos tiempos inciertos, donde además el cine argentino, sin importar lo bueno que sea, parece fuera del radar de los que pagan entradas. Sería una pena porque Cristian Bernard demuestra en esta película una cinefilia real y alejada de la corrección política. Es decir, incluso si uno puede sentir en estos Ecos... ecos de otros films con asesinato que puede ser otra cosa y vueltas de tuerca, no se trata de lo explícito sino del respeto y el conocimiento (sobre todo lo segundo) de las elementos de una tradición. Bernard, dicho sea de paso, demuestra ser un muy buen director de actores que devuelve a sus mejores momentos a Diego Peretti. Lo demás es una historia bien construida y un clima construido con el tempo justo para que los efectos dispuestos por el guión funcionen como deben. En última instancia, la película es también un discurso sobre la ficción y su poder, sobre el rol de la imaginación cuando penetra en la vida cotidiana por el camino de lo terrible: la historia refleja la idea de modo límpido.