El cinéfilo clásico (¿quedará alguno?) recordará a Tyrone Power en la primera versión de este melodrama noir donde un falso vidente de circo llega a los círculos de poder de una gran ciudad apoyado por una psiquiatra que es bastante más mala y manipuladora que él. Empecemos de menor a mayor: Bradley Cooper no es (cédula aparte) Tyrone Power. Pero Cate Blanchett está mejor que Helen Walker. Film de tiempos que hoy ya no se usan, respeta con talento un género perfecto.
Volvió Woody Allen, con una película que tiene dos años y que se trata de una humorada amable sobre el universo de los festivales de cine y del cine mismo. No podemos decir que se trate de una mala película (Allen tiene películas realmente pésimas y tiene, también, obras maestras; evitemos señalarlas para no enemistarnos con nadie) porque hay un placer por filmar y por registrar un lugar bello que provee un aire epicúreo a la realización. Tampoco podemos decir que sea una buena película porque muchas de sus ironías sobre el universo de las estrellas y los festivales no solo son repetidos: también son falsos. Como dijo alguna vez Louis B. Mayer: tráigannos clichés nuevos. Lo importante en todo caso es que ese gran comediante, siempre secundario en el cine estadounidense, llamado Wallace Shawn, tiene un protagónico y sabe sacarle provecho (es, como suelen serlo todos los protagonistas de las películas de Woody Allen, un avatar de Woody y de Allen). Lo demás, ligero como una pluma, dulce como un copo de azúcar, y nutritivo como el aire.
Una española, una americana, una alemana, una inglesa y una china entran a un bar. No, no entran a un bar: se unen como espías super poderosas que son para derrotar a una organización que prepara un arma mortífera. Alguien debería decirles a los genios de la producción en busca de material “inclusivo” que desde Vesper Lynd hay espías femeninas. Pero igual es lo de menos: el problema es que este conjunto de gente talentosa tiene que interpretar clichés que no discriminan: tratan a todo espectador, si distinción de género, como tonto.
Aunque imperfecta, esta película tiene dos virtudes que muchos están olvidando: contar un cuento y contarlo de modo convincente. Aquí una mujer pierde a su pareja, apela a un hechizo para que vuelva, se unen ambos pero lo que sigue es que nunca jamás por ningún motivo -muerte incluida- ha de separase lo que la magia (negra) ha unido. Narrada como una fantasía que se acerca al cuento de hadas (siempre lo decimos: el cuento de terror es un primo cercano), cumple con causar el miedo que corresponde al precio de la entrada.
El gran tema contemporáneo es, lo hemos dicho muchas veces en este espacio pequeño pero rendidor, el estatuto de la realidad. En el mundo del metaverso (y eso que los argentinos vivimos bastante acostumbrados a meta y meta verso), en el tiempo en el que Matrix ya es realidad, uno se pregunta qué mitos, qué tradiciones todavía tienen peso, si nuestra vida no cambiaría absolutamente cuando podamos decidir vivir en el mundo sensible o en una construcción virtual. Belle es la historia de La Bella y la Bestia adaptada a estos tiempos: hay una chica que, en el universo virtual, es una ídola pop con cinco mil millones de seguidores, y en ese universo encuentra a su “Bestia”. Es el punto de partida de este animé que no solo es asombroso en cuanto a invención gráfica y complejidad narrativa (sin que eso implique ripios: se entiende todo con claridad meridiana aunque cada personaje tiene más que dos dimensiones) sino que nada de lo que aparece como bello en la pantalla es gratuito. Lo que el film hace no es adaptar un cuento a épocas contemporáneas, sino preguntarse por la pertinencia de su sentido último. Y nos dice que sí, que sigue siendo pertinente, que ninguna capa de tecnología puede con el cuento de aceptar nuestra parte irracional para ser, paradójicamente, humanos. OK, si no lo convence esto, vaya igual a ver una de las mejores películas de 2022 por mucho, y sabemos que faltan 11 meses para el final.
Imperfecta, con algunos momentos gratuitos, de todos modos la idea de una familia adinerada que pasa Navidad con amigos, una Navidad que es también la noche final de la Humanidad a punto de sucumbir, no deja de ser interesante y reflejar cierto estado de ánimo universal. El elenco entiende la situación compleja y la vive con una naturalidad que es, de cierto modo, lo más inquietante de un relato que no puede no ser molesto. Y está bien así.
Nada es más difícil que la comedia. La comedia, que es lo falso ostensible, requiere un extraño equilibrio para que nos genere una sonrisa y para que lo ridículo se vuelva creíble -e increíble a la vez. Hay pocos realizadores que comprendan los mecanismos de la comedia, y menos en un país tan diletante en su cine como la Argentina. Ariel Winograd es uno de ellos y esta historia de un hombre que debe salir a buscar al verdadero padre de quien creía su hijo (una road movie, una película de pareja despareja, una comedia familiar, una sátira social, un melodrama en sordina) requiere que el malabarista sostenga en el aire muchos elementos al mismo tiempo. Winograd entiende algo que muchos ignoran: cuánto tiene que durar una imagen para que nos cause lo que debe causarnos. Y a eso se le suma que sabe dirigir actores. Así, logra que Sbaraglia, que suele ser intenso en la pantalla, aquí haga su mejor trabajo y el más difícil: un tipo común (el mayor desafío de un actor es ese) que nos convence de su existencia. Y si W.C. Fields decía que no había que trabajar ni con perros ni con niños, el trabajo de Benjamín Otero es excepción: realmente hay un juego perfecto entre el chico y el adulto; uno se luce gracias al otro. Hoy se arregla... demuestra que para llegar a la ternura no hace falta el golpe bajo, solo creer en la pantalla.
Y sí, vuelve el asesino que revienta adolescentes a la manera de las películas de terror donde hay un asesino que revienta adolescentes. Tal cual, con los personajes históricos (el trío Campbell-Cox-Arquette) y un montón de chicos que serán pasados a cuchillo, mientras un secreto del pasado (bastante malhadado, la verdad) justifica las masacres. No, Wes Craven se murió, pero da la impresión -quizás sea solo eso, una impresión de que los realizadores realmente disfrutaron y entendieron las películas originales y su deconstrucción del género. Sin embargo, también hay en ciertos momentos un problema con el tono, ya no tan sardónico como en la primera película donde todo se desmadraba de un modo absurdo y ese y no otro era el objetivo final. La búsqueda de plausibilidad le quita un poco el placer al asunto, pero, como diría Galileo, Eppur si muove.
Si vieron las anteriores Kingsmen, donde hay unos señores muy británicos que son en realidad superagentes que luchan contra peligros sin cuento en todo el mundo sin perder el estilo, saben más o menos no la historia pero sí cuál es el tono de esta nueva entrega, en realidad una precuela que narra cómo se formó la agencia con nombres de la Mesa Redonda. Otra vez el realizador Matthew Vaughn, dueño de un humor al mismo tiempo sardónico y tierno (lo había demostrado en la poco valorada pero bellísima X-Men: First Class) toma en cuenta que el género “superhéroes” -no de otra cosa hablamos en el fondo- es sobre todo caricatura, y que esa amplificación que provee el gran espectáculo genera un gran vehículo para las ideas. Aquí estamos a finales de la era victoriana, con un montón de gente malísima (Rasputín entre ellos) con ganas de masacrar en una gran guerra a la Humanidad. Y por otro lado, Ralph Fiennes enfrentado a esta conjura que tiene mucho de pulp. El resultado es fresco porque no solo los diálogos son inteligentes a la vez que satíricos, sino que las escenas de acción resultan pertinentes, no un mero juguete para pasar el rato. Es decir, la película -su realizador, en última instancia- confía en los espectadores para proveer a la diversión general. La reflexión sobre el heroísmo y sobre la maldad aparece, pues, sin subrayados, como debe ser en un buen cuento. Mucho más de lo que nos suele proveer, con demasiada facilidad, el cine mainstream cotidiano.
La primera Sing ranquea entre las mejores películas animadas de la última década, con su épica de desclasados con vocación artística y final alla Show de los Muppets, totalmente efectivo incluso después de verla varias veces. Esta segunda entrega es, desgraciadamente, menos de lo mismo: sí, animalitos que cantan; sí, versiones de hits pop; y sí, un cuento de un viejo rocker que no quiere volver al ruedo y hay que convencerlo. La voz del viejo rocker la pone Bono, y a esta altura -disculpen los fanáticos de U2-, puede pensarse que el hombre, en el cine, resta. Quizás no sea su culpa, sino que el realizador Garth Jennings solo pensó en los golpes de efecto del primer film en lugar de pensar por qué funcionaba, qué tenía -tiene- de encantador, qué lo volvía fresco y novedoso aunque la historia hubiera sido contada millones de veces desde que existe el cine musical. Quedan en pie un diseño apabullante (lo que no siempre es bueno) y un poco de simpatía; lo otro, lo sustancial que proveía toda la emoción y el placer, quedó fuera del inventario.