El responsable de los bichos de un zoo (Kevin James) está enamorado de una bella chica. Hay otra chica más linda, de paso. Los animales deciden charlar con él (los animales hablan) y enseñarle lo que necesita saber para ser feliz. Las cosas no salen del todo bien y hay caídas, golpes, torpezas y -perdón la redundancia- animales que hablan. El chiste es que hay animales que hablan. Ya sabe, pues, a qué atenerse si extraña a Mr. Ed.
El francés Bertrand Tavernier no hace films si no son políticos, sea el tema que fuere, y si no puede hablar del hoy. Esta adaptación de una novela de Madame de Lafayette, ambientada en el siglo XVI es tanto un melodrama romántico y de aventuras como una metáfora sobre la discriminación y la persecución religiosa. El problema reside en que Tavernier quiere al mismo tiempo imponer un ritmo contemporáneo y describir con lujo cada miriñaque. Y el resultado no es ni una metáfora profunda ni una descripción detallada. A mitad de camino de todo.
Personaje de novelas populares (bastante pobres, hay que decirlo) de los años 30 creadas por Robert E. Howard, trasladado al cómic en los 70, Conan dio lugar a un gran film épico en 1982, aquel de John Milius que diera fama a un tal Arnold Schwarzenegger. En ese film había tierra, sudor, músculo real, tensión, sangre. Había épica: casi una saga elemental ante nuestros ojos. En esta nueva versión hay computadoras. Es decir: todo aquello que fue misterio ahora es chiche evidente, caramelo visual, velocidad tan disparatada que nos es imposible prestar atención, sentir algo parecido al suspenso. Se trata de una película que bien parece la ampliación de un videojuego no especialmente inspirado, con la diferencia de que en un juego el protagonista somos nosotros y eso le da cierto espesor psicológico a la experiencia. Aquí nos encontramos frente a un decálogo de la imaginación adolescente que no molesta tanto por su obviedad emocional como por su pereza gráfica. El 3D hasta permite adivinar de dónde vienen flechas, espadazos y piedras, y eso no es bueno para emocionarse con un buen film de piñas y patadas.
Se han derramado sobre este film una enorme cantidad de adjetivos: “poético”, “personal”, “único”, etcétera. Suenan a elogios, pero ni toda la poesía es buena, ni toda obra es personal o única. Este quinto film de Terrence Malick (autor de las bellísimas “Días de gloria” y “La delgada línea roja”, una carrera tan escueta como coherente) es una pesada alegoría religiosa. Parece complicada por sus trucos de mezclar tiempos y mover la cámara o montar planos a veces oníricos, pero la voz en off y los diálogos nos explican absolutamente todo. He allí el gran problema de un film cuyas ideas “religiosas” son de catequesis infantil: Dios existe, la Naturaleza es brutal pero la Gracia nos salva, la familia es complicada, pasan cosas malas pero todo tiene un sentido, al final nos vamos todos al Cielo. Si le parece que esto es un resumen ramplón, lamentamos decir que es la descripción más precisa de este film, Palma de Oro de Cannes. No en cuanto a la forma: Malick cuenta en un momento –esto se elogió mucho, pero es más bien breve– una secuencia donde muestra el nacimiento del Universo, desde el big-bang hasta la desaparición de los dinosaurios (sí, igual que en la vetusta “Fantasía”, y también con música clásica, que sobreabunda en la película para “demostrar cultura”). Parece un gran misterio, pero no es más que una nota al pie, para después centrarse en la historia de una familia común de los EE.UU. en los `50. Todas las ideas “metafísicas” (palabra comodín para lo raro) son puro perogrullo. Dejamos constancia de que puede fascinar, pero que su afán de videoarte es la negación del cine.
Un pibe descubre que sus padres no son sus padres. Eso podría dar lugar a un drama, pero esta es una película de espías, conspiraciones, secretos dentro de secretos y saltos en edificios para salvarse de las balas. Podría pensarse en algo así como una versión adolescente de la triología Bourne, y es -tememos- un lugar común esa comparación. Como no hay historias originales, veamos lo que tenemos: un film de acción no demasiado inspirado, bien actuado por los veteranos (Sigourney Weaver, Alfred Molina) y que se disuelve al salir de la sala.
Chico encuentra delfín que perdió su cola y trata de salvarle la vida. Cuando alguien se encuentra con una película “de fórmula” tan evidente, puede hacer dos cosas: o rechazarla de plano o tratar de dejarse llevar. Sin ser una maravilla, en este caso conviene lo segundo. Más allá de la insoportable bondad de Morgan Freeman, la historia del chico y el bicho resulta emotiva sin golpes bajos, narrada ágilmente y con imágenes en ocasiones muy bellas. Importa menos lo aleccionador que el cuento en sí, lo que es para agradecer.
Este segundo largo de Santiago Palavecino resulta un riesgo: una producción más grande, actores y rostros más conocidos, un desarrollo narrativo un poco más cercano a lo tradicional. La historia es la de un pueblo chico: un veterinario (Alan Pauls) vive con su mujer (Martina Gusmán), ex pianista, profesora, embarazada y que duda en tener o no a su hijo. Un crimen trae al lugar a un viejo novio de la mujer (Germán Palacios) y el “dueño” del pueblo orquesta un encubrimiento. Son los elementos de un melodrama, pero alrededor de estas figuras, Palacecino intenta encontrar otra cosa: por qué estos personajes actúan como lo hacen, por qué son como son, qué historia los marca. Hay un clima tenso en todo el film y en él radican al mismo tiempo su virtud y -paradójicamente- su defecto. La primera: sostener el interés del espectador en una espera cuyo resultado es determinante para las criaturas que pueblan el film. Elvsegundo: por momentos, un exceso de cuidado, de alambicamiento en secuencias que requieren no un naturalismo (que es falso) sino una naturalidad mayor. A pesar de esto, es un film siempre interesante, que se pregunta cosas y que, aún resolviéndolas clásicamente, no cree tener respuestas definitivas.
Señores: la comedia disparatada en clave femenina requiere mujeres a tono. En este caso, comedia rosa brillante (especialmente brillante). Es una de esas películas que parecen adolecer de cinismo –porque toman ciertos rituales de la vida contemporánea para reírse de su costado ridículo– pero que en realidad tienen corazón de oro. Aquí se trata de una mujer joven –no demasiado joven– que, tras fracasos amorosos y una vida con poco glamour, es invitada por su mejor amiga a ser dama de honor de su boda, algo que le resultará bastante extraño. La protagonista es Kristen Wiig, no una “comediante”, sino algo más: una comediante y una actriz cómica. Una cómica, vamos: también escribe (de hecho, es la guionista de esta película). Contar sus gags es demasiado. Lo que importa es, justamente, que el film no se coloca por encima de sus personajes ni de la situación, sino al mismo nivel de sus protagonistas. Lo que implica que el espectador pueda reírse libremente, encontrando esos pequeños o grandes detalles ridículos que transforman en algo absurdo el paisaje cotidiano. No hay aquí excesos sentimentales (lo que no implica que no haya sentimientos) ni una falsa corrección política, de esas que atacan todo porque no creen en nada. No: aquí hay una ética que termina justificando, desde el sentimiento, hasta la mayor ridiculez. Esto es el mundo, explicado desde la risa.
En los '80 “La hora del espanto” fue un clásico menor. Una película que narraba cómo un adolescente, a la par de descubrir el sexo y los problemas familiares, tenía como vecino a un vampiro que, obviamente, le hacía la vida imposible. Era un gran film, fue un gran éxito. Por extraño que parezca, esta remake (“Noche de miedo” es el título original también de la primera) resulta pertinente. Aquí el vampiro es un adecuado Colin Farrell y –signo de los tiempos– la sangre es más abundante. Pero lo que importa es que se ha respetado algo sustancial del original: la “comedia” no era satírica, sino fruto de que incluso en el mundo más terrible el humor es posible. Aquí también, aunque el personaje del amigo nerd (un gran Christopher Mintz-Plasse, aquel McLovin de Supercool) es un poco más cómico, también es más trágico. Aquí, de paso, el vampirismo vuelve a ser cosa seria, y no esa estupidez melosa de “Crepúsculo”. Se trata de que algo inasible, primitivo, sustancialmente malvado, vive al lado nuestro y, para peor, somos capaces de invitarlo a entrar. Como dijo Baudelaire, la estrategia del Diablo es hacernos creer que no existe. De eso se trata este film, que es mucho más que el mero entretenimiento de una fábula bien narrada: es, ni más ni menos, una precisa descripción en clave de miedo y suspenso de lo que nos acecha cada día. Un mentís a la paranoia estadounidense, aliens mediante: aquí el Mal es parte del propio barrio.
Un film original, basado en una historia real: un atleta que además requiere, para seguir sintiendo la vida con intensidad, robar bancos. El film cuenta la historia siempre en movimiento: la vida de alguien que no puede vivir si no está en peligro permanente. Como los héroes de Kathryn Bigelow, adictos al contacto con el riesgo y la muerte, este ladrón es un personaje que amplifica nuestra experiencia. El amor, o algo similar, interviene como un elemento crítico que pone en cuestión al personaje. Pero algo de su naturaleza es más fuerte. Un film original y preciso, sin imágenes de más y vertiginoso.