Hay películas que tienen como única excusa la simpatía. Y no está mal: simpatía es algo que falta en el mundo, sentir que, amablemente, compartimos las emociones de otro. Paul es eso: un extraterrestre totalmente fuera del canon que se encuentra con dos tipos igualmente excéntricos y viven aventuras, a cual más cómica. Un poco E.T., un mucho el Quijote (no se asuste por la referencia “culta”), el film construye una mirada sobre nuestros lugares comunes sociales desde una justificada mirada “desde afuera”. En el fondo, se trata de preguntarse cómo es el mundo en que vivimos asumiento el punto de vista de gente que se inscribe al margen. Hay aventura, hay acción y hay, es necesario a los efectos narrativos, algo de drama. Pero sobre todo hay tres personajes simpáticos con los que no cuesta nada identificarse. Podemos ser Paul, el extraterrestre, casi en cualquier momento. Divertirse mirándose en un espejo distorsionado es, en el fondo, la clave del humor. De eso se trata.
Bradley Cooper -uno de los sufridos juerguistas de ¿Qué pasó ayer?- se revela como un competente actor dramático en este film que recuerda en algún punto a Delirios de grandeza, clásico de Nicholas Ray. El punto de partida es el mismo: un hombre común (aquí es un escritor en crisis de página en blanco) descubre que un medicamento lo cambia, lo vuelve -literalmente- un super hombre. Del éxito repentino a la aparición de quienes quieren utilizarlo (o acabar con él) hay un paso y, cuando el film se transforma en un thriller rutinario, pierde parte de su vibración primera y del ingenio de su trama.
Las películas “falsamente documentales” ya son todo un género. Desde El proyecto Blair Witch en adelante, la idea de mostrar (falso) “metraje encontrado” se ha convertido en un procedimiento más del cine de terror. En este caso, con pocos elementos, se cuenta la historia de la última y desconocida misión estadounidense en la Luna. Por supuesto, las cosas comienzan más o menos normales y terminan horriblemente mal. Pero el suspenso -sostenido en parte por el procedimiento y en parte por la dirección de actores- funciona bastante bien y deja al espectador suficientemente nervioso como para que el viaje haya valido la pena.
Un joven (Justin Timberlake) y una joven (Mila Kunis) se conocen, se atraen, se llevan bien y quieren sexo con el otro. Amor, no. Bien: es el mismo punto de partida de Amigos con derechos (es decir, un título casi igual), un film con Ashton Kutcher y Natalie Portman estrenado hace meses. Olvidemos el antecedente: esta película está bien, es graciosa y se basa especialmente en la dirección dinámica de Will Gluck y en el trabajo de sus dos actores principales. Que son dos comediantes formidables y que hacen de esta especie de vuelta de tuerca sobre la comedia romántica (un poco lo mismo que hizo Gluck en Se dice de mi, gran comedia adolescente que aquí sólo se editó en video, de paso la recomendamos). Por cierto: como en ese film, también aquí el disparate cómico comienza a asumir, en la segunda parte de la película, un carácter un poco más serio, más profundo, que intenta penetrar en las auténticas emociones de los personajes y lo consigue. No es una obra maestra, pero sí una película que nos provee un reflejo adecuado de algunos de nuestros comportamientos.
Gracias a Dios, existe Nanni Moretti, uno de los cineastas más libres de las últimas décadas. Uno que no tiene reparos en criticar –es decir, analizar y preguntarse por– el mundo, incluso para ponerse en cuestión a sí mismo, a los propios dogmas. Con alguna excepción –“La habitación del hijo”– las herramientas de Moretti son el humor y el puro juego. Aquí narra en contrapunto la historia de un papa que no quiere asumir –un gigantesco Michel Piccoli– y un psicólogo anclado en el Vaticano –el propio Moretti, siempre en su personaje de cascarrabias brillante–. Hay grandes escenas –el musical sobre “Todo cambia”, por Mercedes Sosa, el campeonato de volley entre cardenales–, pero el film no vale por eso, sino por una posición muy humana respecto del mundo. La duda, en el caso de Moretti –que es un cineasta, es decir, un hombre de acción y decisiones– y la debilidad, es parte de lo humano y tiene un valor por encima de los dogmas, de los protocolos, del ceremonial vacío. No se puede –parece decir Moretti– ser un pastor de hombres (eclesiástico, político o psicológico) si primero no se es un hombre consciente de los propios límites y los propios miedos. Moretti lo hace con la fábula, el juego, la belleza, con mucho humor, gracia y talento. Y si bien toma posición respecto de lo que narra –la religión, el arte–, también deja al espectador que saque sus propias conclusiones. Un film bello: cada vez hay menos.
Tenga en cuenta lo siguiente: este film solo se proyecta en el Malba y en la Sala Lugones. Olvídese de lo que dicen por ahí del cine independiente argentino –que es lento, que no pasa nada, que sus criaturas son abúlicas: todo falso– y piense que va a ver un thriller político de esos llenos de suspenso, de zancadillas, de pequeñas victorias, de traiciones, de sexo, de manipulaciones. No hay tiros ni sangre, es cierto: solo se trata de una dinámica y despiadada radiografía del poder que utiliza como escenario la universidad. Aquí no hay partidos políticos –o sí, pero operan en las sombras– sino agrupaciones estudiantiles. Es la historia de Roque Espinosa –si viviera en los EE.UU., Esteban Lamothe se transformaría por este trabajo, inmediatamente, en estrella–, el “estudiante” del título, un muchacho del interior que poco a poco descubre su talento para manejar gente y se vuelve imprescindible como puntero. Más allá de lo preciso –hasta la sátira– del retrato de la UBA –a la que nunca se nombra–, más allá de que son reconocibles los modos y léxicos de peronismos, radicalismos, izquierdas y derechas varias, lo importante es cómo, de modo transparente, se comprende la miseria y la grandeza de nuestra vida política. O más allá: de la naturaleza y el manejo del poder, un tema que excede cualquier coyuntura. Opera prima del guionista de “Leonera” y “Carancho”, Santiago Mitre, realizada con un profesionalismo abrumador sin los subsidios del INCAA, “El estudiante” no solo es el mejor film argentino del año, sino una obra histórica. En este espacio no damos órdenes, pero permítanos una: véala.
Nada peor, en estos tiempos de inestabilidad económica global, que perder el trabajo. Los psicópatas del mundo han encontrado un nuevo lugar para seguir ejerciendo la tortura: ser jefes de alguien. En este film, tres tipos que se enfrentan al cretinismo, la perversión y la violencia de sus respectivos jefes, hartos de que el mundo siga dándoles la espalda, deciden acabar con ellos. Por supuesto, no son asesinos, sino gente desesperada. Por supuesto, las cosas irán de mal en peor y tal será la raíz de la comedia. Cercana en estructura a “¿Qué pasó ayer?” (el descenso al Infierno por el camino de la torpeza), esta película tiene algunas virtudes y un defecto. El último reside en la falta de precisión cómica de algunos momentos, que se diluyen en chistes obvios. Las primeras, en la actuación –especialmente de Kevin Spacey y Jennifer Aniston, que se divierten creando sus respectivos villanos y riéndose de sí mismos– y en una mirada ambigua sobre el mundo. Después de todo, estos tres empleados no son gente “buena”: uno es imbécil, otro es rastrero, otro es lascivo. Su frustrada cruzada asesina se basa en el mismo principio egoísta que guía a sus respectivos jefes, y el film no hace nada para diluirlo, aunque se los nota con buenas intenciones. Sin embargo, la propia trama permite pensar que un triunfo de estos tres orates derivaría en la creación de tres nuevos monstruos. La historia los redime de algún modo, pero el efecto amargo permanece. Imperfecta pero curiosa.
Bueno, eso: hay cowboys y aliens. Los primeros son los buenos y los segundos, los malos. Y al final se agarran a tiros, flechas y rayos láser. Mientras, lo que se va construyendo es básicamente un western clase B, un film consciente de que trabaja sobre fórmulas establecidas y trata de hacerlo de la manera más divertida y digna posible. De hecho, la película requiere que veamos sus lugares comunes: de no ser así, es imposible el horror y la sorpresa que causan, en un universo tan codificado como el del Salvaje Oeste, la aparición de unos extraterrestres demasiado crueles. El lugar común, en suma, es parte del juego. Pero además la película –digna, divertida, con esos hermosos planos de cabalgatas en desiertos y praderas que enseñó a filmar John Ford– tiene en cuenta que, para que la ensalada de palta y dulce de leche que ofrece funcione, es necesario que creamos en las criaturas que habitan su mundo. Así, Harrison Ford y Daniel Craig (pero también grandes actores secundarios como Keith Carradine, Paul Dano o Clancy Brown) parecen seres humanos de los que podemos preocuparnos, a quienes no queremos que les pase nada malo. En eso radica, claro, el interés de cualquier película (lo enseña un chico en la sublime Super 8). Por lo demás, es respetuosa de una tradición noble: Ford y Craig son auténticos cowboys secos, de pocas palabras y con la emoción contenida en la mano que blande un rifle.
Hace unos cuántos años, Tom Hanks se estrenó como director haciendo un film simplísimo y simpático, llamado “Eso que tú haces”, sobre un conjunto pop y su única canción. Lo que uno veía era una mano segura para dirigir actores y la gracia de un experto en comedia, aunque el film era ligero como una pluma. Evidentemente, con los años Hanks ha madurado: a esas virtudes del principio se le suma en “Larry Crowne” la idea de narrar algo pertinente. Aquí es un tipo que pierde todo –hipoteca mediante– y tiene que empezar de nuevo; vuelve a la escuela, se enamora de una maestra (Julia Roberts, una actriz que nos hace creer que es la mejor del mundo con solo decir dos frases) y trata de enderezar su vida y la de ella, un poco gris y todavía un poco herida. Por detrás, como telón de fondo ineludible, aparece el lado derrotado de la Utopía Americana. Pero Hanks no es un clon yanqui de Luis Sandrini; aunque quiere creer –y de hecho cree– en que aquella “land of the free, home of the brave” es aún posible, también sabe que el mundo es mucho más complejo de lo que parece y que hay que barajar y dar de nuevo. Desde lugares chicos y marginales, desde la apelación a la libertad individual y el placer (también en la Constitución estadounidense figura “la búsqueda de la felicidad”) es desde donde se construye o se busca aquella utopía. Finalmente, estamos ante una película subversiva: nos muestra que la búsqueda de la alegría es un arma política.
La mejor película del año, sin dudas. No excluye a nadie -se puede ir a ver con chicos de diez años para arriba sin problemas-, es inteligente, no elude los riesgos, es divertida, no apela a la emoción barata o el golpe de efecto y emociona con limpieza. Por lo general colocamos estos conceptos al final de una argumentación, pero en este caso tales motivos son evidentes. La historia es la de un monstruo extraterrestre suelto en un pueblito donde unos preadolescentes están, justo, rodando un corto sobre zombies para participar de un concurso. Pero sobre ese esquema, el realizador J. J. Abrams -adaptando los elementos de aquellos films producidos por Steven Spielberg de los `80, como “Los Goonies” o “E.T”.- se las arregla para contar una historia de crecimiento. Un chico que pierde a su mamá descubre el amor, la vocación, la piedad, la auténtica amistad y la necesidad de seguir adelante, todo mientras a su alrededor suceden cosas fantásticas y conoce a la chica de sus sueños. Los momentos de terror y fantasía son excelentes, pero Abrams se las arregla para que también lo sean aquellos donde los personajes charlan, juegan, comen o -en una secuencia bellísima- recuerdan a mamá proyectada, film casero mediante, en la remera de la chica que les gusta. No es sólo un film más de amor por el cine y de puras citas, sino simplemente una gran historia de crecimiento y aprendizaje. Ver “Super 8” es una de las mejores cosas que puede pasarle este año.