Otra vez el truco de las cámaras de vigilancia. Aunque esta vez nos cuentan un poco el pasado de los personajes de la segunda parte. Es decir: si usted más o menos tiene pensados cómo han de ser los sustos o los miedos que este universo de las cámaras de vigilancia convoca, no va a encontrar muchas más novedades. Salvo el hecho de que aquello que comenzó como la puesta a punto de algo que aparentaba ser “real” poco a poco va tomando la densidad del relato, de la saga y de la referencia. No es que esté mal: más bien el problema es que el dispositivo que pone en juego la película no tiene demasiadas variantes y, por lo tanto, se transforma en una especie de juego que se vuelve más pertinente cuanto más “experimentado” (es decir, cuanto más conozca el resto) esté el espectador. Por cierto, esto no quita que en algunas secuencias el miedo sea efectivo, que uno salte del asiento o que no tenga su (módico, seamos concisos) atractivo. Pero da la impresión de que se está estirando artificialmente y a puro lugar común lo que, en el origen, había sido una buena idea.
Seguramente usted sabe qué es “Glee”. Se trata de una serie de televisión que en la Argentina se puede ver en la señal de cable Fox. Es una especie de fenómeno en los Estados Unidos: gira sobre la vida en un “college” (ese trasunto del secundario a la Universidad) y de un grupo de estudiantes absolutamente heterogéneo, que tiene un club donde cantan y bailan. Hacen “covers”, pero lo interesante de la serie no es sólo la parte musical -abundante- sino también la mezcla de melodrama y humor absurdo que rompe cualquier molde en cualquier episodio, incluso tomando en solfa -a veces- la corrección política, sin por eso esquivarla del todo. “Glee” la película no es (repetimos: no es) un episodio de la serie o una ficción dentro del universo de la serie, sino uno -otro- de los recitales que, gracias a la fuerza de las nuevas tecnologías, puede mostrarse “como si uno estuviera ahí” en todo el mundo. En primer lugar, porque las versiones de las canciones “que sabemos todos” son perfectas. En segundo lugar, porque el universo de “Glee” está articulado alrededor del de la comedia musical cinematográfica, lo que hace que esta versión “recital filmado” sea más bien una recuperación de lo tradicional. Y en tercero, porque la fuerza de estos muchachos y la convicción -son más que buenos cantantes: son grandes intérpretes, y aquí se entiende la diferencia- son contagiosas. El cine no necesariamente tiene que contar una historia, o -mejor- siempre la cuenta: ésta es la de la conexión entre el mejor arte popular y el disfrute del espectador.
Seguramente despertará polémicas este film firmado por la periodista María Seoane, uno de los nombres más importantes de la profesión en el país. Pero serán polémicas sobre el contenido o la conveniencia de un dibujo animado sobre Eva Perón en época electoral. Las películas viven más que eso. El gran problema del film no es ideológico, sino estético: confundir un lenguaje de momentos fuertes como la historieta con un lenguaje de movimiento fluido como el cine (animado o no). Ese error estético, producto de no reflexionar lo suficiente sobre el medio, es lo que diluye la potencia del film.
Sí, el elenco alcanza y sobra: el gran, gigantesco Jason Statham, Clive Owen y Robert De Niro a los tiros y a las piñas. Más allá de la historia de espías y asesinos, de sociedades secretas y traiciones, lo que aquí cuenta es el juego combinatorio, el placer de ver a tres grandes actores de muy diferente estilo y origen en una serie de permutaciones y juegos de puro cine. Es cierto que sobran algunos elementos poco atractivos y que los lugares comunes abundan. Pero el cine es ver también cómo el hombre se mueve en el espacio, y de eso -y nada más- trata este film, pura acción en el mejor sentido del término.
Este film lo vio muchas veces: pareja que se muda a la casita de los sueños, casita que fue el escenario de un crimen atroz (“atroz” para el cine estadounidense es “murió un chiquito”), comienzan a investigar y ¡Sorpresa! Resulta que hay un misterio sobrenatural mucho más antiguo ahí que amenaza la vida de la nueva pareja y su progenie. Y claro, hay vueltas de tuerca -pero menos originales que en Otra vuelta de tuerca, el modelo de todos estos thrillers-. También hay un director, Jim Sheridan (Mi pie izquierdo, El boxeador) que quiere hacer un drama psicológico mientras el film va para el lado del efecto por el efecto mismo. Y actores -Daniel Craig, Rachel Weisz y Naomi Watts- más que competentes y talentosos desaprovechados por la previsibilidad de la historia y la pereza de la puesta en escena. Dicen que Sheridan pidió que retirasen su nombre del film, dado que el corte final lo hicieron los productores. Lo bien que hace.
El cine rumano es una de las estrellas más recientes en el actual panorama internacional. Multipremiado, alabado por todas las críticas, es pasible de toda clase de sospechas. Sin embargo, con títulos como “Aquel martes después de Navidad”, no hay más alternativa que rendirse y sumarse al coro laudatorio. El film cuenta la historia de un buen hombre casado, que quiere a su mujer y se enamora de otra. No hay ninguna maldad ni villanía en esto: simplemente se interpone ese accidente misterioso del amor en el libre devenir humano. Los personajes son como cualquiera de nosotros y la puesta en escena es de una transparencia notable: el espectador se siente –mucho más que con la mayoría de los espectáculos en 3D que nos atosigan– dentro de la vida de estas tres personas. La clave: personas, no personajes. El momento central del film, aquel donde el hombre le confiesa a su esposa qué es lo que le sucede, es uno de los más altos puntos de intensidad emocional de la pantalla grande en los últimos años, incapaz de dejar indiferente al espectador encerrado –en un complejo plano secuencia– con estas personas en su drama y su habitación. El final es, además, uno de los momentos más esperanzadores y realistas –en el sentido más preciso del término– de cualquier drama. En el fondo, este “drama burgués” es un enorme cuento de hadas disfrazado de realidad cotidiana. Trate de no perdérselo, porque las emociones, hoy, andan escaseando.
Medianeras es una comedia romántica. Es más que eso: es una comedia romántica en un lugar llamado Buenos Aires (que tiene aquí la misma carnadura cinematográfica que Nueva York o París, algo que cuesta demasiado a nuestro cine) y con gente en la que podemos creer. La risa surge de la ridiculez cotidiana, de nuestras taras vistas con distancia y con cariño. La emoción, de reconocernos en esas criaturas. El ritmo es constante, el poder de observación, preciso y la gracia, completa. Si quiere ver una gran película y salir sonriendo, no se encierre y salga a ver Medianeras.
Lo mejor que ha hecho Wim Wenders en los últimos años son documentales. Y Pina es, además, uno de los mejores usos del 3D, por una vez algo más que un mero chiche adosado a los blockbusters. Trabajando sobre la obra de la enorme Pina Bausch, Wenders asume la reproducción del espacio y propone su mirada sobre un acto estético que parece deplorar el cine. Pero que aquí, gracias a la tecnología y a la reflexión sobre ella, se vuelve parte de él. Un film fascinante cuya importancia está incluso por encima de sus virtudes.
Un padre rudo que recupera a su hijo. La tecnología y la modernidad dejando fuera de combate a lo humano, aunque lo humano recobra su sentido. Un drama de pareja. Un reflejo de la relación entre la naturaleza y lo artificial. No, no es El árbol de la vida, sino un film “para toda la familia” sobre robots boxeadores llamado Gigantes de acero, lleno de escenas conmovedoras y divertidas, producida por Steven Spielberg y dirigida por un cuatro de copas llamado Shawn Levy. Y protagonizada por ese genial comediante falsamente rudo llamado Hugh Jackman. Sí, la película se parece, sobre todo en su tramo final, a las conmovedoras Rocky y Rocky Balboa, pero a pesar de tener seres artificiales, todo ocurre en rutas americanas, en descampados, al natural. Como sabe hacer Spielberg, toma lo que parece una anécdota tonta -o apenas una idea de producción: “¡robots boxeadores!”) y, por detrás, se nos muestra un paisaje de sentimientos traducido en imágenes puras. Sí, claro que es un film divertido, claro que la pelea final lo va a tener en vilo, claro que va a sacar alguna lágrima antes de los títulos. Y reírse, y sentir cosas: la clase de películas, en suma, que justifican ese invento emocional que es el cine. Lleve a los chicos así se curan de las lagañas de Transformers.
Por suerte, existen momentos de placer y placidez absolutos. Es lo que sucede al espectador que decide dejarse llevar por “El extraño caso de Angélica”, obra maestra del centenario –y muy activo– cineasta portugués Manoel de Oliveira. Se trata de un cuento fantástico: un fotógrafo joven que aún se aferra a la imagen analógica, al viejo rito de la película y el revelado, es llamado a fotografiar a una bella mujer que acaba de morir. Pero esas imágenes cobrarán vida, y entonces su vida comenzará a transitar en la delgada línea azul entre el mundo fantástico de los muertos (o de las hadas, porque este es a su modo un cuento de hadas) y una realidad que se va transformando en irremediablemente moderna. Oliveira decide utilizar efectos especiales –que no abundan en sus películas– combinados con una visión de lo tradicional y lo real (a una secuencia donde el protagonista vuela con la joven muerta en un sueño se contrapone otra donde el fotógrafo, por placer, documenta el trabajo de unos agricultores) para generar no un discurso nostálgico sobre el pasado, sino un juicio sobre lo moderno, que es menos condenatorio que resignado. Sobre todo, el film abunda en belleza, en luz, en esa placidez que nos permite recorrer su mundo con el tiempo suficiente como para disfrutarlo. Por cierto, no es una película ingenua ni bucólica, sino con filo y con no poco humor, incluso desencantada. Todo depende de qué queramos sentir con el poético final que nos propone. De las pocas películas perfectas del año.