Mientras la andanada de películas 3D para adolescentes y niños sigue devorando pantallas sin ton ni son, por suerte aparecen algunas películas que nos recuerdan qué es el cine y para qué existe. La semana próxima sucederá –paradójicamente– con un film fantástico de adolescentes; esta, con una película igualmente fantástica (en otro sentido) puramente adulta. “Copia certificada” es el primer film europeo de Abbas Kiarostami, el maestro (porque enseña cosas, por ejemplo cómo hacer grandes películas) de “Detrás de los olivos” y “El sabor de la cereza”. Juliette Binoche es una vendedora de arte divorciada y con un hijo; William Schimell es un erudito que ha escrito un libro sobre la copia en el arte. Se encuentran y, en un par de horas fingen –o no– ser una pareja que se conoce, que se enamora, que se casa, que entra en crisis, que se separa. Y mientras, alrededor, el ojo preciso e irónico de Kiarostami muestra que, después de todo, el paisaje emocional europeo no es excepcional, que las taras son universales. Ver a esa vieja italiana que dice a la mujer que se quede con el hombre para no morirse de hambre; ver la molesta celebración de casamiento que acompaña las acciones, oír al hombre de paseo que da pésimos consejos conyugales, por ejemplo. En lugar de hacer una película para agradar a los europeos, el iraní les enrostra su propia mediocridad. Pero, eso sí, respeta a sus personajes y sus emociones. Hubo pocas obras maestras en el año, así que aproveche que acá hay una: bella, emotiva e inteligente.
John Carpenter es uno de los mayores cineastas de todos los tiempos. Tiene la desgracia de dedicarse a un género como el terror, al que solo ocasionalmente se toma en serio. A pesar de ello, su obra es metafórica y directa, y sus temas son el heroísmo grupal, la lucha física que traduce un combate moral, la necesidad de seguir peleando siempre contra un Mal (que a veces, como en “Sobreviven”, es directamente político) que no deja de estar presente. “Atrapada” parece lo que no es: un film donde un grupo de mujeres encerradas en un manicomio es asesinada una a una por un fantasma. Allí hay raros experimentos, secretos terroríficos y golpes de efecto. Pero lo que Carpenter en realidad cuenta es que el Mal ya está en nosotros, que no hace falta lo sobrenatural para explicarlo. Que estamos alienados, y que el golpe de efecto no es más que la mala costumbre del cine. Sí, es también un film sobre el cine y sobre cómo nos hemos acostumbrado tanto a los horrores artificiales que el verdadero horror pasa inadvertido. Aquí hay una heroína que, como la Alicia de Lewis Carroll, atraviesa el espejo de la locura para tratar de recomponer –literalmente– un mundo. Carpenter maneja el clima como nadie, traduce la fantasmagoría al puro combate físico y, en el final, con la apelación a la resistencia y la lucha contra la mansedumbre que propone la ciencia o el Estado, genera el plano final más feliz –y a contrapelo– del cine en años. No se deje engañar: es un gran film.
La decisión –puro fin de lucro– de cortar en dos el último volumen de la serie Harry Potter para hacer dos películas, se muestra definitivamente inadecuada en este epílogo de un epílogo. Que comete dos o tres errores fundamentales. El primero, que no vive por sí mismo: quien no haya visto al menos los últimos cuatro films de la serie, pasará demasiado tiempo preguntándose “qué es eso de la varita de saúco”, etcétera (hasta que se dé cuenta de que no tiene importancia); el segundo, que hay demasiadas “soluciones ad hoc” (“bueno, entonces ahora que pasa esto, para revertirlo/explicarlo hacemos así y listo”) que no surgen del libre juego de los elementos del film. Y el tercero, que todo se reduce a una pelea entre buenos y malos que, llegado el punto, deja de interesar. Es cierto: muchísimas películas son una pelea entre buenos y malos: nos interesan porque lo que nos importan son las criaturas que vemos en la pantalla y no las vueltas de tuerca del guión o la parafernalia técnica que ya no asombra por sí misma. El caso es que al pobre Harry Potter no se le cree el sufrimiento, ni la alegría, ni nada: se ha disuelto a tal punto el talento de sus actores (basta ver “El prisionero de Azkabán”, gran film de Alfonso Cuarón, para entender lo que decimos) en un guión pesado que solo queremos que termine. Pura ilustración de texto al servicio del exhibicionismo tecnológico. El costado humano se fue hace ya demasiado tiempo y la magia se redujo a un truco de cartas hecho con computadoras.
La gran pena del año. No porque se trate de una “mala” película: sería mucho –demasiado– decir que es “mala”. Es más bien irrelevante, de buen ver, agradable, pero no comparte con el resto de la escudería Pixar eso de salir del cine y seguir pensando en el film, en su mundo y en el nuestro. No: a diferencia de la extraordinaria “Toy Story 3” o de esas obras maestras totales que son “Los Increíbles” y “Ratatouille”, no se trata de un film de fantasía para todo el público posible (niños incluidos), sino de un film para niños que no aburre a los padres mientras lo ven. Una notable primera secuencia de acción que parodia/homenajea los films de James Bond, algunos momentos de las carreras –donde el artilugio del 3D rinde frutos, así como en la cantidad inmensa de detalles de cada uno de sus escenarios– y dos o tres gags inspirados son lo único verdaderamente notable. El resto es una historia que podría contarse en pocos minutos, secuencias de acción diseñadas solo para mostrar lo que puede hacer la computadora (algo que Pixar demostró hace una década y media) y autitos listos para ser adquiridos en su juguetería amiga, además de un alegato un poco tontón sobre la amistad (muy, muy lejos de los chiches a punto de morir y agarrados de las manos de la última “Toy Story”) y, con calzador, un discurso ecológico. A los chicos (sobre todo a los más chicos) les va a encantar. Y usted será feliz de verlos felices mientras olvida, suavemente, la película.
Es un poco más que increíble, pero este es el tercer film de Woody Allen que se estrena en lo que va del año en el país (y dado que las anteriores “Concerás al hombre de tus sueños” y “Que la cosa funcione” aún dan vueltas por el interior y algunas salas, se dará la situación inédita de tres Allen en cartel). A las dos anteriores les fue bien: tuvieron el público que se esperaba y parecen haber redorado los blasones comerciales del realizador. Es posible que el protagónico del gran Owen Wilson logre que, como en los EE.UU, sea además el mejor de sus films en la taquilla. No se pida originalidad: aquí Wilson –el clon de Allen de turno– es un guionista que una vez quiso ser escritor. Está en París con su novia, un poco invitado por sus suegros (que lo desprecian). Una noche –y varias–, la magia lo lleva a un París arquetípico y artístico, lleno de nombres famosos, con los que comienza a alternar. Es claro que el film juega alrededor de la domesticación del arte (estaba en “Conocerás...”, Wilson es la versión amable del personaje de Josh Brolin) y del amor, y que Allen disfruta de hacer chistes sobre los lugares comunes de la cultura. También, que el cine es casi una excusa para el largo monólogo (a veces divertido, a veces patético; a veces amable, a veces cruel) que es su obra. Eso sí, es un film simpático e incluso agradable, como si la geografía se impusiera a cierta misantropía propia del director.
John Cameron Mitchell es uno de los realizadores estadounidenses más interesantes de la última década. Sus dos films anteriores, “Hedwig and the Angry Inch” –también comedia musical de éxito en la Argentina– y “Shortbus” –un film alegre y desesperado sobre el sexo, que causó cierto revuelo– tenían una libertad y un vuelo anárquico saludables. Sus personajes eran seres que creaban un mundo propio para escapar del de la mediocridad que los esperaba a la vuelta de la esquina: las soluciones pasaban por el afecto, el arte y la explosión del propio cuerpo. “El laberinto” es, en apariencia, algo totalmente distinto: un drama de personajes con estrellas, con un punto de partida trágico. Una pareja (Nicole Kidman y Aaron Eckhardt) pierde a su hijo de cuatro años en un accidente causado involuntariamente por un adolescente (Miles Teller). Lo que sucede después es lo interesante. Ella, poco a poco, sin aceptar las soluciones fáciles, se acerca a quien fue responsable de esa muerte; él se diluye entre un recuerdo enquistado y otro mundo. Aunque parece, en la superficie, otro drama más, lo que el film presenta es la posible ficción que se esconde detrás de eso llamado “familia”. Su costado iconoclasta, aunque mucho más escondido que en los anteriores films de Mitchell, corresponde a que esa muerte resulta una dolorosa liberación, un pensamiento a la vez paradójico y molesto. El cine estadounidense da por sentado que familia es lo mismo que amor; este film plantea la diferencia radical entre un contrato social y lo que realmente se siente. Aproveche a verlo en el cine.
No es extraño que Phillip K. Dick sea uno de los autores favoritos del cine. “Blade runner”, “Minority report”, “El vengador del futuro” y muchas más películas se basan en sus textos. En todos, aparece la idea de un mundo real y otro ilusorio, de la relación entre lo que vemos y lo que es verdad, así como de la participación de una voluntad que nos supera y que nos condiciona. Los agentes del destino toma ese tema -que en Dick era metafísico- y lo transforma en físico. Aquí hay un hombre -Matt Damon- a punto de ser electo senador y que se enamora de una chica -Emily Blunt- que, según dicta un plan secreto y aterrador, no debe ser para él: una organización secreta, fantástica, tratará de impedírselo. Lo que hace el dotado guionista y aquí debutante en la dirección George Nolfi es centrarse en la anécdota, construir la historia a partir de pequeños detalles y de una puesta en escena precisa, e introducirnos en un thriller de acción de características fantásticas muy logrado. No hay secuencias de acción “de más” para lograr el puro impulso físico, sino el suspenso de cuño hitchcockiano (Hitchcock es una referencia clara en este tipo de films paranoicos) que nace de creer en los personajes. No sólo los protagonistas parecen personas que existen en la realidad -primer deber del actor- sino también el villano, encarnado por el siempre genial Terence Stamp (que da miedo, realmente). El film, al no pretender más que contarnos un buen cuento, logra recordarse y vibrar más allá de la salida del cine.
A Joe Wright le debemos dos buenos films (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación”) y uno, peor que malo, mediocre (“El solista”). Aquellas eran películas dinámicas, basadas sobre todo en los personajes. Hanna también, aunque se trata de un thriller de acción sobre una niña (excelente Saoirse Ronan) entrenada desde su nacimiento por su padre (Eric Bana) para ser una perfecta asesina. Una misión que involucra a la villana del film (Cate Blanchett), y el encuentro fortuito de la niña con la vida de familia conforman el bastidor donde se teje este tapiz –más bien un patchwork– de varios géneros, desde el cuento de hadas hasta el suspenso. Pero lo más importante de la película, lo que realmente nos atrae más allá de las secuencias de acción que mantienen la atención física en vilo, es el misterio que rodea a la protagonista, no como pieza de la trama sino como persona. Como si los cuentos fantásticos que suelen ser la base para el cine de alto presupuesto se dieran vuelta como un guante, aquí se trata de personajes de fantasía que, de pronto, se cruzan con la realidad, con la rutina, con lo cotidiano, y –como si fuera el otro mundo siempre anhelado– tratan de comprenderlo y asirlo. El gran acierto de Wright es comprender esta idea de distancia entre dos mundos y establecer un puente mientras respeta a rajatabla los lugares comunes del género. Un film que, utilizando la coartada del gran espectáculo, apuesta –y acierta en la mayoría de los casos– al corazón humano que late en cualquier historia.
Imagínese una película de espionaje de la Guerra Fría, con el fondo de la Crisis de los Misiles de 1962. Imagínese la parafernalia pop, el aire de época, los gadgets divertidos de las mejores películas de James Bond. A eso súmele superhéroes (muchos) con extraordinarios superpoderes y las posibilidades para crear imágenes que hoy provee la tecnología digital. Eso, en principio, es este nuevo film sobre los X-Men. Lo que en realidad no sería nada si no hubiera una narración bien llevada y actores que nos hacen creer que esos seres maravillosos y ridículos paridos por las historietas no son de verdad. Entre tanta parafernalia, pues, lo que hace que esta película esté entre lo mejor que el Hollywood actual puede parir es, justamente, el costado humano, eso que hace que nos comuniquemos con un tipo que vuela, con otro que tira rayos o con una chica azul que cambia de forma a voluntad. Este género (ya todo un género, con sus reglas y todo) de los superhéroes ya no vale solo por la hazaña técnica –cualquiera con plata lo hace– sino por convencernos de un mundo y dejarnos con ganas de entrar en él, sea o no uno fan (por cierto, todo lo que uno quería saber de cómo estos superseres llegaron a ser lo que son queda develado, pero es lo que menos importa si nunca vio alguno de los otros ¡cuatro! films). Aunque hay elementos trágicos, no falta la comedia: después de todo, “cómic” viene de “cómico”, y los superhéroes son, también, un enorme y divertido circo.
Si algo hay que agradecer es la risa. La risa es saludable pero, desgraciadamente, escasa. Y si algo provee este film es una buena cantidad. No a todo el mundo le causa gracia lo mismo, pero en este caso las posibilidades de reír son tantas, que es difícil que no encuentre motivos para hacerlo. Más que una continuación, este film es una reformulación del primero. Esta vez, el grupo de amigos no celebra una despedida de soltero en Las Vegas (tema estadounidense) sino una boda en Tailandia. Por un pequeño error, los personajes terminarán varados en Bangkok buscando a un adolescente perdido, metidos en negocios ilegales, golpeados por monjes budistas, y burlados por un simio narcotraficante (y mucho más). De lo que se trata, en el fondo, es de un film de aventuras, como si se tratara de tres astronautas caídos en un planeta extraño a punto de devorarlos. Y, también y de modo casi subterráneo, de lo que implica la represión. Como en un cuento de hadas, los protagonistas son hechizados por una poción mágica y caen en el peor de los mundos: para salir, tienen que emplear las (pocas) armas que poseen. Hay también comentarios sociales (“La bala me rozó apenas el brazo... ¿Podés creer que me curaron por solo seis dólares?”) y elementos que parecen groseros o políticamente incorrectos pero que hablan más de una cierta tolerancia (ver la simpatía y la nobleza con que se trata a cierta prostituta). Las imágenes finales, las que resuelven la pregunta del título en castellano, son impagables.