Comparada con las películas previas del realizador Rob Marshall (un productor de TV devenido cineasta, más por dinero que por necesidad expresiva), esta cuarta entrega de las aventuras de Jack Sparrow -uno de los mayores personajes del cine, creación absoluta de Johnny Depp y motivo ya suficiente para su gloria- es una obra maestra. Al lado del despropósito “Nine” o la incapacidad para filmar bailes en “Chicago”, el montaje apurado de Marshall conviene bastante bien a las peripecias aventureras y graciosas de estos personajes. Esta vez, la cosa pasa por encontrar la Fuente de la Juventud, toparse con un viejo amor (Penélope Cruz, mejor que con Almodóvar o Woody Allen, lejos), ganarles una carrera a los españoles y recuperar el Perla Negra. Mucho, pero como la película es larga, alcanza (aunque sí, habrá secuelas: nadie duda de que esto será un éxito). Con algunas muy buenas secuencias de acción –el ataque de las sirenas es ejemplar– y, especialmente, con un Johnny Depp que domina la puesta en escena –da la impresión de que es el que le da las órdenes al director y no a la inversa– el juego de las aventuras piratas (juego en el sentido más noble e infantil del término) continúa y nos retrotrae a la fantasía de que el mundo está lleno de buenos buenísimos y malos malísimos con una sonrisa en los labios. Eso sí: el 3D aporta poco y nada, aunque tampoco molesta.
Un físico brillante y misántropo –Larry David– abandona su vida y se dedica a una nueva pareja con una chica más bien inocente (más bien tonta) que pronto lo sobrepasa. La chica viene con madre adosada –que también, originaria del sur profundo estadounidense y obnubilada por las luces neoyorquinas–, cambia radicalmente. Mientras, la banda de sonido se puebla de sarcasmos que encubren (muy apenas) una personalidad melancólica y romántica. Bienvenidos al último film de Woody Allen. Que no es de los malos pero, definitivamente ya no es de los buenos. Algo ha sucedido en la última década y media con Mr. Woody: más allá de que a mucha gente le gusta “Match point” (film que, comparado con “Crímenes y pecados”, parece su versión “for dummies”), ha perdido el filo o –quizás esta sea la razón más precisa– no ha podido profundizar más en los temas que le han preocupado siempre. Si “Que la cosa funcione” es relativamente mejor que otras de sus últimas realizaciones, tiene que ver con que se trata de un viejo guión de la época de “Manhattan” y del trabajo de David, cocreador de Seinfeld y discípulo de Allen, con la suficiente inteligencia para interpretarlo (en todo el sentido del término: casi es un doble de los viejos personajes del actor/director) y poner el acento humorístico donde corresponde. El resto de los actores logra darle autenticidad al asunto.
Cuesta hacer una crítica real de una película como “Rápido y furioso 5”. En primer lugar, porque el film no apuesta a los conflictos, a la historia en el sentido más tradicional, sino a utilizarla como un principio que permita hilvanar de alguna manera coherente secuencias de acción a altísima –y virtual– velocidad. La trama reencuentra al ex policía interpretado por Paul Walker y al corredor ilegal –en más de un sentido– que juega Vin Diesel, perseguidos por mafiosos en Río de Janeiro y, al mismo tiempo, por un agente federal –otro representante de las piñas, Dwayne “The Rock” Johnson–. Importa menos esto que los autos, las carreras, las trompadas y los tiros. De hecho, la velocidad y las escenas de acción nos recuerdan qué nos importa realmente en una película: cuando un cuerpo corre peligro real –sea “de los buenos” o “de los malos”– nos angustiamos, colocamos en tensión todo el cuerpo y tememos. Después festejamos o sufrimos de acuerdo con el lado moral en que esté el personaje, pero lo que nos importa es, justamente, el personaje. Y, de hecho, tampoco importa demasiado la historia de ese personaje, sino simplemente el hecho de que corra un peligro y lo sortee o no. Algún día llegará un cineasta que directamente nos cuente todo esto sin diálogos ni vueltas de tuerca: mientras tanto, “Rápido...” es de los buenos films, realmente cinematográficos.
De las historietas creadas por Stan Lee, ninguna más rara y problemática que Thor, que transformó en superhéroe a un dios de la mitología nórdica. Problemática porque, mientras reventaba a martillazos a monstruos y a villanos enormes, vivía una historia de amor con una mortal, algo poco aceptado por su padre Odín. Siempre fue una tira extravagante y, en su originalidad, atractiva. La versión cinematográfica dirigida por un Kenneth Brannagh reducido a empleado de una compañía –lo que no es en sí malo– es un divertido cuento con algún aire de comedia –hay varios chistes buenos, sin la menor duda– sobre un muchacho arrogante que tiene que demostrar su humildad, y que toma prestados elementos de la saga del Rey Arturo –la subtrama del martillo Mjolnir– y de los cuentos de hadas, hasta que al fin vemos al Poderoso Thor usando como hélice su maza y volando para el último duelo a trompada limpia. Lo que Brannagh demuestra –como lo había hecho en su versión de “Enrique V”– es que sabe manejar la ligereza y el espectáculo, y que supo leer que la historieta de superhéroes es color y diversión –el drama, que lo tiene, o la metáfora social y política, especialidades del primer Stan Lee, son como ese recuerdo que deja en la boca un buen vino–. Los actores en general saben adaptarse a este mundo suntuoso y el film funciona, aunque su eficacia en la memoria es más bien pequeña.
Si el espectador busca un ejercicio en cine de suspenso sin mayores pretensiones, “El gato desaparece” no lo va a defraudar y se va a llevar de yapa los muy buenos trabajos actorales de Beatriz Spelzini y Luis Luque. Si busca algo más, alguna densidad o que ese mismo suspenso tenga un peso trágico, no, no es la película. Aunque se encuentra dentro de lo mejor que ha hecho Carlos Sorín, tiene un defecto que es al mismo tiempo estético y narrativo –en realidad, una cosa es la otra–: sus escenas no fluyen. Cada secuencia, por separado, funciona sola, como pequeños cortometrajes o –y aquí se nota el oficio de Sorín– como films publicitarios. Se “cierran” y no generan ese deseo de ver qué sigue, que cualquier película –y sobre todo las de suspenso–, requiere. La situación es la siguiente: un hombre que ha tenido un episodio violento y fue internado en un neuropsiquiátrico, sale y vuelve con su mujer. Él es un profesional universitario de muy buen pasar económico, y ella un ama de casa burguesa. El gato de la pareja ataca al hombre en cuanto llega a su casa y desaparece. La mujer siente dos angustias que pueden ser una: la de la pérdida de la mascota y la de no saber si ese hombre alegre y tranquilo no esconde a un violento reincidente. El final incluye, claro, vueltas de tuerca. En ocasiones, Sorín se siente atraído por el suspenso, pero en otras prefiere concentrarse en los toques satíricos alrededor de sus personajes, rompiendo a la vez ese suspenso. En esa diletancia, el film disuelve gran parte de su efectividad.
“Los Marziano” representa un desafío para el cine argentino actual. Por una parte, es una comedia de costumbres con actores televisivos. Por el otro, es un film muy personal, con una comicidad muy sutil, nada estridente, que aparece más en el recuerdo de la película que en el acto mismo de verla. Es una película de Ana Katz, que siempre ha mostrado –en “El juego de la silla”, en “Una novia errante”– que las relaciones familiares pueden desbordar de amor pero también de incomodidad: después de todo, no elegimos a padres y hermanos. Aquí la historia es la de tres hermanos: uno de ellos –Puig– es un profesional exitoso que vive en un country y sufre un accidente absurdo; otro –Francella– es un soñador laboralmente inestable que sufre una rara enfermedad; la tercera –Cortese– es el nexo entre los dos, la señora de gran voluntad, a veces un tábano, a veces una mariposa. Entre ellos, Nena –Morán–, la mujer de Puig en la ficción, que oculta tras sus modos de señora de country a un ser lleno de cariño por los demás. Porque “Los Marziano” es una historia de amor, o sobre lo que es el amor en la familia. ¿Es sostener económicamente a los otros, es ayudarlos, es poder enojarse sin dejar de querer o que nos quieran? Es todo eso y, con una enorme inteligencia, Katz logra ponerlo en la pantalla. Los actores, todos, están perfectos y logran dejar de lado cualquier tic, cualquier costumbre forjada en años de pantalla chica para ponerse al servicio de esa lupa de corazones que es el cine.
Un loro azul –en realidad, no es un “loro” en el sentido ornitológicamente correcto del término– que no sabe volar y vive en los EE.UU. Viaja –lo llevan– a Río de Janeiro. Él es el último de su especie y en Río vive la última de la especie. Luego, lo que sigue: a) se conocen, b) escapan, c) son capturados por traficantes de animales, d) se enamoran, e) pelean. Es decir: son pocas las sorpresas que el espectador podrá encontrar en términos puramente narrativos. Pero resulta que este film no trata de ser “original” como cuento, sino que precisamente utiliza un cuento conocido para desplegar otra cosa. Mucho mejor técnicamente que la última “La era del hielo”, este quinto largo de Carlos Saldanha está más cerca en cuanto a inventiva visual y ritmo humorístico de Robots, otro film de la firma BlueSky. A diferencia de Pixar –que se inspira en el cine más clásico “de acción en vivo”– o de DreamWorks –que se inspira en la televisión y usa demasiado la parodia– este estudio se basa mucho más en la vieja tradición del corto humorístico, con gags rápidos y absurdos y el juego constante con el diseño y el color. Por eso sus películas suelen ser desparejas, con buenos y malos momentos alternativamente. En este caso hay una cohesión mayor y un ritmo frenético que no decae, y, sí, un aspecto visual realmente asombroso en paleta de colores. Es decir, una película hecha para ser disfrutada, ni más ni menos, que logra su objetivo.
Problema único de “El mecánico”: su director –Simon West– es mediocre. Triunfo del film, motivo para verlo y recomendarlo: Jason Statham. No piense el lector que uno es un fanático que le acepta cualquier cosa. Lo grande de Statham es que suele salvar películas horribles con su sola presencia cinematográfica. Pero no solo es una presencia magnética en la pantalla, uno de esos personajes al que estamos esperando ver cómo se mueve y cuántas piñas pega, sino que aunque no parezca –porque lo suyo son las patadas, las trompadas, los tiros y los autos a gran velocidad– sabe actuar. Para que nos entendamos: solo un buen actor hace que creamos que las trompadas duelen, que los tiros son riesgosos, que el auto vuela. En “El mecánico” es un asesino de elite cuyo mentor (Donald Sutherland) es muerto. Se hace cargo de la venganza y se le adosa el hijo de la víctima (Ben Foster), que quiere a su vez convertirse en sicario. Lo que sigue es una trama convenientemente enrevesada, sorpresas de guión (en realidad, no demasiado sorpresivas) y mucha acción. Algunas secuencias tienen inventiva y están bien coreografiadas, otras no. Da la impresión de que West no entendió que el asunto es el disparate a ultranza y por eso impone en sus personajes una solemnidad que está fuera de registro. Pero no hay dudas de que Statham solo es un gran espectáculo y que solo el cine, la pantalla gigante, puede mostrar la auténtica dimensión del mejor intérprete de acción de estos tiempos que corren.
El slogan del film es “no vas a estar preparado”. Y es cierto: este film es algo que uno no esperaba. No se trata de una novedad absoluta, sino, por el contrario, de un reciclaje extremo cuyo sentido se basa en el puro juego con el espectador. Usted sabe que todo lo que ve es desaforado, una ficción pura; sabe que proviene del cine bélico, del cine fantástico, del cine de samuráis (por citar apenas los elementos que pudo haber visto en el trailer), o que las chicas son todas nenitas sexy. Y sabe que esas nenitas sexy, disfrazadas de Sailor Moon oscuras y un poco más sangrientas, van a matar villanos sin descanso. Pero justamente de eso se trata la película: de qué sentido tiene, qué placer produce todo ese juego. En la historia, una chica abusada por su padre es encerrada en un manicomio. A pocos días de ser lobotomizada, debe escapar: para fugarse, deberá penetrar en mundos imaginarios para buscar ciertos elementos. Por cierto, lo que vemos es en realidad la imaginación de la protagonista y de sus amigas, en situación similar. Pero en lugar de preguntarnos qué es real o qué no en el mundo de la película, entramos en la diversión que nos propone. Lo que la película se pregunta es qué sentido tiene divertirse en el cine, si acaso la diversión no es un camino de sabiduría. Es cierto: a veces la película se pasa de “canchera” o da un giro demasiado melodramático que contradice lo anterior. Como si no pudiera celebrarse sin el más puro placer del movimiento (sexy y violento) que propone y fuera necesario “enseñar” algo. A veces, sin moraleja, el cine es mejor.
Paul Haggis es un exitoso guionista (ha escrito films de Clint Eastwood y de la saga de James Bond), ganó el Oscar –injusto– a Mejor Película por “Crash, vidas cruzadas”, y dirigió una muy buena película de denuncia sobre la guerra de Irak, “La conspiración”. Sabe combinar la acción y el suspenso de las buenas ficciones con el aspecto social y político, es decir, el espectáculo y eso que suele llamarse “mensaje”. En este filme, un hombre –Russell Crowe– intenta sacar legalmente de la cárcel a su mujer (esa gran comediante que es Elizabeth Banks, aquí en un rol dramático), quien asegura ser inocente. A punto de perder la tenencia de su hijo, planea una fuga. El film discurre entre mostrar las falencias de un sistema legal y cierta condena respecto de la ideología del castigo que la sostiene, y la aventura desesperada de este hombre común transformado en héroe por circunstancias que lo superan. Haggis toma una decisión interesante al respecto: decide que no hay villanos. Los policías solo hacen su trabajo, mientras que durante casi todo el metraje se conserva la idea de que quizás la mujer miente. Lo que da fuerza a la historia es, justamente, esa ambigüedad realista de su trama y la idea de que el mundo es un lugar tan fantástico y peligroso como un planeta lejano lleno de peligros. El peso recae sobre Russell Crowe que, como siempre, demuestra tener espaldas y presencia cinematográfica para soportarlo.