A Agnès Varda le dicen “la abuelita de la Nouvelle Vague”. Pero sólo le cabe el término por la cantidad de años que tiene. Por lo demás, sigue siendo una de las imaginadoras más jóvenes y gozosas que tiene el cine. “Las playas…” es una especie de autobiografía fílmica, en parte –sí– un documental, y una especie de construcción musical donde los recuerdos y las ideas que recorren la memoria de la realizadora de films como “Cléo de 5 a 7” o “Sin techo ni ley” encuentran un correlato en imágenes llenas de humor y creatividad. Uno de los temas que recorre es la muerte (especialmente la del hombre que amó, Jacques Démy), pero –curiosamente, y este es uno de los mayores valores de “Las playas…”– no hay melancolía ni tristeza en la mirada. Como si todo lo que pasó en su vida, gracias al cine permaneciera vivo y en el presente. “Las playas de Agnès”, con sus olas de recuerdos y juegos, son esa diversión elemental que a veces se escurre como granos de arena.
Del clásico de aventuras juvenil que diseñara ese gran artesano de la animación con muñecos, Ray Harryhausen, a principios de los ‘80, alguien decidió hacer una hiperproducción con efectos digitales. El resultado es decepcionante: al hermoso juego de muñequitos combinado con actores (entre ellos Sir Laurence Olivier) se pasó a contar la historia de Perseo, Andrómeda, Medusa y el Kraken con el acento mucho más del lado de la espectacularidad algo vacía. Sam Worthington –el actor de “Avatar”– tiene un buen manejo del cuerpo para la acción física, y los “dioses” interpretados por Liam Neeson y Ralph Fiennes son bastante más divertidos que la trama de monstruos y amenazas algo demasiado solemne del resto del film. Hay un exceso de grandilocuencia y una enorme falta de humanidad en la película: uno puede admirar algunos planos y alguna secuencia alambicada, pero difícilmente sienta que los personajes le importan lo suficiente como para emocionarse.
Rebelde con causa de lucro Diseñada para el lucimiento de la estrella en ascenso Robert Pattinson, el film descuida la puesta de su historia de amor con fondo trágico. El motivo por el cual el público –cierto sector del público, digamos– irá a ver Recuérdame es el mismo por el que otro público –otro sector de otro público– fue a ver Rebelde sin causa: su actor. En el segundo caso, daba la casualidad de que se trataba de una obra maestra, debida, claro, al genio nihilista de Nicholas Ray, mucho más que al talento de James Dean. Así que disculpemos al pobre Robert Pattinson, que todavía está con vida –aparentemente por mucho tiempo más–y digamos que no es su culpa si Recuérdame, un film diseñado para mostrarlo de todas las maneras posibles, no resulta demasiado interesante. Tyler (Pattinson) es hijo de una familia adinerada; el padre es un severo Pierce Brosnan y la familia está golpeada por una tragedia. En fin, que Tyler es duro, rebelde, y tiene esas cejas curvadas hacia abajo que provocan que, incluso a los peores tipos humanos, ciertas señoras y señoritas vean como "soñadores". Ally (Emilie de Ravin) es linda, buena y también está golpeada por una tragedia. Obviamente se conocen, obviamente se enamoran, obviamente algún hecho del pasado los separará y ya saben que, de Píramo y Tisbe (o Romeo y Julieta, ustedes elijan el ancestro) para acá, todo es más o menos igual. Nadie culpe al guionista por guiarse con arquetipos. La cuestión aquí es que el film está demasiado preocupado por demostrar que Pattinson es capaz de hacer cualquier género y no sólo de vampiro de gónadas torturadas. El problema es que, en ese afán que suele guiar las películas que se definen como "vehículos" ad maiorem gloriam estrella naciente, el film deja de ser una película cohesiva para volverse un catálogo de ropa cool. Pattinson mira triste, Pattinson se violenta, Pattinson abraza a la chica, Pattinson llora. Usted puede comprar el modelo que más le guste. La culpa, dijimos, no es del actor sino de la puesta en escena, que descuida el universo que ha creado, incluso si se lo creó para él: después de todo, Amor sin escalas es también un vehículo para George Clooney y funciona en todas sus líneas. Aquí la responsabilidad es del director, demasiado preocupado por quedar bien con sus empleadores y dejar un nuevo producto en la línea de montaje del star-system. Lástima que aquella vieja fábrica de estrellas cerró: Rebelde sin causa nació, claro, con la misma intención pero tuvo alguien que cuidó del mundo, fue coherente y en él inscribió a su estrella. Este mundo de Recuérdame tiene un Pattinson rebelde con causa lucrativa, algo que siempre congrega al olvido.
Dos estrellas vistas desde la distancia En su sexto film, Daniel Burman asume el riesgo de trabajar con grandes figuras para retratar la relación un par de personajes anclados en los setenta. Eludiendo el histrionismo y las imágenes significativas, arma su historia a partir de pequeñas viñetas. Hay películas que invitan con un equívoco; Dos hermanos, sexto largo de Daniel Burman, es una de ellas. Quien se guíe únicamente por el trailer creerá que se trata de una comedia dramática con dos personajes que están entre lo patético y lo ridículo. Y lo es, pero sólo en la superficie: la mejor descripción posible (como todo, tentativa) es la de un documental sobre cómo ciertos personajes, anclados en la estética del cine argentino de los 70, viven hoy. Con esa clave en mente, el film resulta un objeto curioso, un ensayo sobre la emoción. Se sabe: Burman no apela al histrionismo, al diálogo significativo, a las lágrimas o las risas en primer plano, a la estridencia. Su método para acercarse a lo que los personajes sienten y comunicarlo es siempre sesgado: los rodea, muestra lo que hacen, los deja al libre arbitrio del espectador. Aquí la historia parece simple: Susana (Graciela Borges) es una señora de unos cincuenta y pico, una tilinga de Barrio Norte que copia lo que cree que es el lujo y no tiene más que frases de desprecio para sus semejantes. Marcos (Antonio Gasalla), su hermano, es un hombre parco, pequeño, gris, dedicado por entero a cuidar a su madre, hasta que ella muere. Susana manipula la vida de ambos y Marcos permite esa manipulación, que lo lleva –contra su voluntad– a vivir en Uruguay, donde paradójicamente será él mismo, se enamorará de un hombre de su propia edad y construirá una módica felicidad que a Susana se le escapa, aunque logra aceptar la de su hermano. Sin embargo, “parece”: Susana y Marcos son personajes complejos de quienes no se sabe bien por qué han llegado a ser como son ni por qué son ahora como son. El secreto a descubrir es por qué sienten lo que sienten. Por qué tienen esa relación tensa, por qué Susana manipula, finge, inventa una vida de lujo que no existe; por qué Marcos deja de lado sus deseos para quedarse con su madre. Esos personajes, efectivamente anclados en los 70 (que sólo comparten un momento de comunicación cuando ven a Mirtha Legrand, cuando hablan de un tercero que parece al mismo tiempo un modelo), están en otro mundo. Uno de ellos logra comprenderlo, el otro no. La cuestión es que, para esto, Burman toma una distancia exagerada que diluye la emoción. A veces es apropiada: en el plano del velatorio de la madre, la tristeza de Marcos y la estolidez fingida de Susana tienen una profundidad que conmueve. En otras, no: los momentos de los ensayos, con su humor un poco ridículo, generan incomodidad, como si estuviéramos burlándonos de los personajes en lugar de compartir la gracia del momento. El problema del film es que Burman trató con estrellas. Y esas estrellas se perciben como tales antes que como las personas que el cineasta decidió retratar. En el caso de Graciela Borges, no se nota: realmente comprende dónde está la cámara y qué es lo que se espera de Susana, cuál es la pregunta de ese personaje. Realmente se comprende que ni ella misma sabe dónde termina la ficción en la que vive. En el caso de Gasalla, sí: las secuencias de su Marcos muestran a un gran actor, un tipo que sabe cómo es su personaje. Pero Gasalla tiene demasiado interiorizado otro personaje: Gasalla. Y entonces, un gesto de más, una palabra que no corresponde, rompen a Marcos en algunas de las mejores escenas. Marcos no diría: “Me estoy cagando”, como en ese pasillo tras colarse en una fiesta. Marcos callaría y se iría. Marcos no diría: “Sacá esos dedos” cuando le cierra la puerta en la cara a Susana, sino que se remitiría al silencio. Como si el actor no se animara a efectivamente ser otro –y demostrar que es todo lo bueno que es–, Marcos suele recortarse del film, a veces, para dejar solo a Gasalla haciendo un número conocido. Es una gran pena: hay un plano general hacia el final, con el personaje mirando el río, donde no sólo no habla, sino que se limita a pararse y mirar. El actor está en esa manera de poner la mano, en la posición, en el perfil casi a contraluz que permite ver cierto gesto nada sobreactuado, natural y transparente. Ese plano final es el resumen de un film que trata de hacer amable lo que naturalmente no lo es. Burman lo intentó: si no lo logró del todo al menos asumió el riesgo.
Genio y locura según una gran actriz Sorpresa en los premios César –esos equivalentes franceses de los Oscar–, Séraphine es de esos films que gusta a quienes quieren sentirse inteligentes y cultos por un rato. Anótese como curiosidad, no como demérito: la película cuenta cómo una mujer simple, una señora que se dedica a limpiar casas a principios del siglo XX, es, en realidad, una artista genial, una pintora intuitiva descubierta por un gran marchand. El film, con precisión fotográfica, narra la historia de modo efectivo y a veces efectista: trabaja la actuación a partir de cierto naturalismo (que termina sobreactuado) bien enmarcado en selectos lugares comunes de la Francia no urbana. Por supuesto que, dado que la historia transcurre con la Primera Guerra Mundial en el medio, hay también alusiones a la época, reconstrucción perfecta de autos, casas y calles, mención a otros pintores. Bueno, lo lógico y sin grandes sorpresas. El otro punto importante es cómo retratar la relación entre el genio y la locura. Ambas cosas, se sabe, son accidentes del intelecto y están muy próximas. En el caso de Séraphine –el personaje, esa mujer simplísima tocada por el milagro atroz de su talento–, es responsabilidad de la intérprete (una excelente Yolande Moreau) hacernos comprensible esa relación. En su Séraphine de Senlis, un ser que incluso si existió en el mundo “real” hay que crear casi de la nada, se traduce con precisión esa línea delgada. Es cierto que, en ocasiones, sus gestos o su rostro parecen caer dentro del lugar común del artista ingenuo y enajenado, pero también que incluso en esos planos, a veces impúdicos, nos convence de que su personaje está vivo. En cierto sentido, la gran diferencia entre Séraphine y Transformers es que, siendo ambos films de diseño que siguen una receta, en el primero alguien tuvo la amabilidad de darnos un condimento humano que nos permita creer en lo que vemos. En este caso, fue la actriz: el realizador Martin Provost es, apenas, un regista profesional que trata de hacer pasar por bonito lo que, en el fondo, requiere el aliento de lo trágico.
Un documento de ficción El género documental tiene varias estrategias posibles. El cineasta puede, por ejemplo, concentrarse sólo en plantar la cámara y dejar que las cosas se registen solas. Puede, por ejemplo, disponer de elementos artificiales (dibujos, gráficos animados, incluso figuras retóricas) para buscar la precisión de una explicación. Puede, finalmente, optar por ficcionalizar momentos para dar una idea más o menos acabada de un suceso. La muestra, film de Lino Pujía, lleva un paso más allá la última alternativa: ficcionaliza para narrar un suceso verdadero. Suceso que ocurre después del rodaje del film en –digamos– “el mundo real”. Lo más rico de la película tiene que ver con su procedimiento. La historia surge a partir de la intención de la familia del artista plástico Antonio Pujía de realizar entre todos una muestra de esa obra. El realizador, hijo del pintor, registró algunas ideas y pronto optó por la reconstrucción de situaciones cuyos actores hacen “de ellos mismos”. El proceso que va desde que la obra nace hasta que la obra llega a su público implica un trabajo que la supera. El procedimiento del film es, ni más ni menos, la puesta en escena –metáfora interpuesta– de ese proceso. Después de todo, así como la familia ayuda a Antonio a preparar la exhibición, todos, incluyendo al propio Antonio, ayudan a Lino a realizar su película jugando a que no lo hacen. En este juego tierno de cajas chinas reside el interés de un film pequeño, pero mucho más rico de lo que simula a primera vista.
Con emoción y sin exhibicionismo técnico De los creadores de Lilo & Stitch, llega una nueva historia de amistad entre un chico y su mascota, aunque ahora es en el marco de vikingos y dragones. Se puede ver en formato de 3D o también en 2D. Cuando nació el cine, los textos sobre el asunto no se ocupaban de las películas sino del fenómeno que implicaba ver que las imágenes se movían. Con el tiempo, el público se acostumbró y el cronista comenzó a hablar de los films, transformándose –junto al espectador– en crítico, poco a poco. Hoy se vive una situación similar –no igual– respecto del 3D: a medida que van acumulándose las películas, el efecto relieve deja de ser una novedad y lo que vuelve a importar es si el film convoca la empatía, causa alguna emoción, funciona de acuerdo con sus propias reglas de juego, propone un mundo. Por suerte, hay realizadores capaces de utilizar con creatividad la herramienta de acuerdo con sus propios deseos. Cómo entrenar a tu dragón, una película de y sobre chicos, fue dirigida por Dean DeBlois y Chris Sanders, los autores de Lilo & Stitch, lo que demuestra que hay una visión del mundo coherente y que la técnica se utiliza en función del relato: aquel éxito de Disney era animación tradicional, colorida, llena de acuarelas pintadas a mano; éste film de DreamWorks es sofisticada animación por computadoras con sensación de relieve anteojos mediante. En ambos casos, se trata de ese enorme, raro, inefable lazo entre una persona y su mascota. Después de todo, la mascota –gato, perro, bicho extraterrestre, dragón lastimado– es alguien que necesita ser integrada. Como un chico, un adolescente o cualquiera de nosotros. En Cómo entrenar..., Hipo es hijo (inteligente pero “débil” según la mirada de los otros) de un jefe vikingo en una aldea marítima donde los dragones saquean a dirario. La guerra entre vikingos y dragones es a muerte; pero Hipo traba conocimiento con un ejemplar de una especie peligrosísima que, pobre, se lastimó y no puede volar. En la manera como, con sólo gestos, miradas y movimientos, los realizadores narran esa amistad se nota que el film no está realizado para el exhibicionismo de la técnica sino al revés: la técnica está forzada para causar emociones. A partir de ese vínculo (pocas veces mostrado con tanta precisión como esta vez, sin edulcorante artificial y sin simpatías mecánicas) se cruzan como lados de un prisma el desarrollo de una relación padre-hijo, del vínculo amoroso infantil entre Hipo y Astrid, su compañera en el “entrenamiento de dragones”, y los lazos de compañerismo con otros chicos de esa “escuela”. El film no deja nunca de lado la aventura ni la maravilla de ciertas secuencias donde se representa la libertad de volar y ser fiel a uno mismo, pero se sostiene como una fábula sobre cómo las relaciones y sus diferencias son las que construyen una comunidad. El juego del relieve nos sumerge en este mundo y nos permite una lección respecto de la tecnología: de nada vale que “entremos” en la acción si no podemos creer en ese mundo como en algo real. Y la clave son los personajes, especialmente el dragón, que a veces es un gato, a veces un perro y siempre, bueno, un dragón. Ambos personajes –Hipo y su mascota– también son inteligentes: en ese punto, el relato avanza con fluidez gracias a que comprendemos cómo piensan y resuelven problemas sus criaturas. Que, por lo demás –y ya desde el tratamiento en el original inglés de los nombres– recuerdan mucho a la historieta clásica europea Astérix. Si hacía falta un valor extra a este film sobre lo maravilloso del amor y la inteligencia, es que, además y de contrabando, es la primera adaptación lograda del supremo cómic francés. Cómo entrenar a tu dragón es ese objeto raro: una película sobre lo infantil y la familia que no es ni pueril ni reaccionario, que dice –en las últimas imágenes– que no hay triunfo sin pérdida ni felicidad sin esfuerzo.
Un retrato de familia elevado al grotesco Una mujer utiliza sus supuestos últimos días para manipular y tiranizar a sus parientes. Humor negro y risa asordinada en lo nuevo de un comediógrafo notable pero poco conocido. Alex van Warmerdam es un realizador holandés poco conocido fuera de Holanda. Es una pena absoluta, porque se trata de un comediógrafo original, uno de esos “raros” que hacen el cine que se les antoja, con un estilo propio y una mirada única respecto del mundo. Lo suyo es –si hay que definirlo de alguna manera– el humor negro en ambiente colorido. Sus películas obligan a una risa extraña y extrañada que surge de lo cruel; pero esa crueldad no se muestra con imágenes sórdidas sino amplias, bellas, tersas. Detrás de la amabilidad, el amor al prójimo y las buenas maneras, Warmerdam –también actor, frecuente protagonista de sus films– encuentra la maldad y el nihilismo más efectivos. Los últimos días de Emma Blank no es una excepción. El motor es simple: Emma está, aparentemente, en sus últimos días. Tiene alrededor a varios sirvientes. Poco a poco, descubrimos que en realidad son su familia y que Emma utiliza su enfermedad como una forma de manipularlos. Como siempre en los films de Warmerdam, el estilo abunda en planos fijos de una aparente normalidad, entre los que se cuela algún elemento perturbador, raro, extraordinario o –es lo más frecuente– grotesco. Ese constante desequilibrio va acercando sus films a cierto surrealismo y a la comicidad en sordina del Jacques Tati de Playtime. Es lo mismo que sucedía en sus otros dos films estrenados en nuestro país: Abel (1986) y Ménage à trois (1998, estrenado en 2001, absurdo nombre para el más directo El pequeño Tony), o en Grimm, locura de 2003 que transformaba el cuento de Hansel y Gretel en un incestuoso film noir con final de western –y mayordomo interpretado en holandés por Ulises Dumont–. En todas esas películas, latía la idea de que algo extraño se esconde detrás de lo que vemos como absolutamente normal. En Los últimos días..., además, la mirada sobre cierta burguesía europea adquiere ribetes mucho más precisos que en films anteriores, como si Warmerdam quisiera ser menos lateral y un poco más literal. El grado de absurdo aquí va creciendo, especialmente porque el realizador no se queda con la mera exploración de la situación inicial sino que va entretejiendo una trama de amores y relaciones cruzadas entre los parientes, que van de lo erótico a lo absurdo. Hay, en este film, algo del espíritu del Buñuel francés, de aquel –especialmente– de El discreto encanto de la burguesía. Aunque Warmerdam es mucho menos radical tanto en la puesta como la historia, su gran mérito consiste en ir a fondo en cada situación: una vez que eligió el punto de partida, sabe que el camino, por absurdo que fuere, lleva a un lugar preciso, y hacia allí se encamina. Es cierto: no todo el humor funciona igual y algunos elementos se tornan repetitivos o –peor– demasiado ostensiblemente cerebrales. Pero el cóctel de transformar el cine en una máquina del absurdo funciona bien. Y genera la risa, asordinada, de descubrir algo nuevo.
Lo que el apocalipsis animado nos dejó La animación es ese territorio donde todo, absolutamente todo, es posible. Por eso es un lugar peligroso: como se puede hacer cualquier cosa, hay que tener el cuidado de, justamente, no hacer cualquier cosa. Número 9 es un buen ejemplo de hallazgos y pérdidas en ese terreno: una buena idea –de hecho, se trata de un corto ampliado al nivel de un largometraje– que utiliza las peripecias para deslumbrar con su aspecto visual, pero que, en el fondo, carecen de una necesidad profunda desde la trama incluso si uno se entusiasma al verlas. En el cuento, la humanidad ha desaparecido a manos de las máquinas. Sobrevive, además, una especie de muñequitos de arpillera que llevan consigo algo así como el alma, la última reserva de lo humano. Se tratará, pues, de que sobrevivan y algo más, una misión entre física y filosófica. Cada uno de estos muñequitos tiene una personalidad definida y cumple con alguna clase de estereotipo; el film tiene la ventaja de combinar una excelente animación a la hora de transmitir emociones con un preciso trabajo de voces. El aspecto es más bien oscuro y las peripecias tienen algún costado perturbador y para nada infantil, más allá del aspecto de los personajes. Lo paradójico del film consiste en que los momentos superfluos en el nivel de la trama atraen por su belleza o por lo complejo de su diseño. Literalmente, siempre hay algo para mirar y eso genera cierto encanto. Pero esas imágenes, al retrasar artificialmente el desarrollo del relato, generan admiración plástica esquivando la emoción. Porque no estamos necesariamente detrás de un cuento, es decir de una narración donde los elementos adventicios tomen fuerza y realcen el mundo que muestran, sino de una fábula donde lo que termina contando es la moraleja final. En esos casos, el equilibrio entre el qué se cuenta y el cómo se cuenta es difícil y el film termina cayendo en las garras de lo alegórico. En algunas secuencias –y especialmente en la manera como cada personaje del film representa un tipo humano bien reconocible– se cae en ese defecto. Sin embargo, la belleza visual y la fuerza de muchas secuencias neutralizan estas taras. Número 9 es, además, una película original donde la animación digital trata de cubrir un territorio nuevo. Ése no es un valor menor y constituye un enorme atractivo.