En épocas de risas escasas, es necesario agradecer cuando aparecen. O cuando una película se hace cargo de su propio absurdo. “Aves de presa”, que sigue una aventura de Harley Quinn (el personaje que hizo Margot Robbie en la pésima “Suicide Squad”, pero ella estaba muy bien), la constitución de un grupo de superheroínas, la pelea contra un villano tremendo (Ewan McGregor, que parece divertirse con lo que está haciendo) y unas pocas cosas más, se parece bastante a “Deadpool” pero en clave subrayadamente femenina. Ninguna de las dos cosas representa un problema, por cierto: Robbie sigue dándole cada vez más lustre al personaje de chica sexy que se ríe de ser chica y de ser sexy, y aquí tiene el protagonismo completo porque el film opta por narrarse desde su mente desquiciada. Es una buena coartada para la arbitrariedad, y en lo que se diferencia de “Deadpool” no es en la “ruptura de la cuarta pared” sino en que se toma ciertas cosas en serio. El personaje, aunque en cuentagotas, logra transmitir cierto aliento patético –en el sentido menos popular y más griego del término–, lo que le otorga un espesor interesante a la película, por lo demás clara en las secuencias de acción y más o menos en lo narrativo. En cierto punto (el fan de los cómics lo entenderá mucho más), parece una respuesta paródica al realismo lúgubre de Guasón. Más que un ave de presa, y con la similitud apuntada, una rara avis para el tanque contemporáneo.
Una notable –y saludable– tendencia en el arte biográfico contemporáneo consiste en abarcar toda la vida de un personaje a partir de un solo acontecimiento. Aquí estamos al final de la vida de Judy Garland, en esos conciertos definitivos que diera en Londres, más para comer que para gozar, mientras además lucha con años de problemas personales y adicciones. Hay idas y vueltas, recuerdos y herramientas conocidas que suelen sostenerse en la habilidad mimética del o la protagonista para interpretar a la celebridad de que se trate. Lo de Renée Zellweger es muy bueno porque ella siempre es muy buena, una de las pocas actrices que logra infundirles autoironía a sus personajes sin que rompan el relato, aunque no siempre le tocan buenas películas. Aquí no estamos ante una buena o mala película sino ante un bastidor en el que la actriz, digna de verse, hace lo que sabe con lo que ya conocemos.
Si en su dormitorio, esta noche, apareciera un dinosaurio, es probable que el asombro le impida dormir. Si aparece esta noche, y mañana, y pasado mañana, y todos los días, en algún momento dejará de prestarle atención, a menos que el terrible lagarto, en cada ocasión, haga algo que rompa la rutina, ya sea mostrarle los dientes o bailar tap. Lo mismo pasa con cualquier película basada en un único y acrobático dispositivo visual. El más utilizado por quienes primero creen ser artistas y después buscan justificar el cartelito, en el cine, es el plano secuencia. Ya Hitchcock había dicho que era una tontería, pero tanto Iñárritu en Birdman como ahora Sam Mendes, alguna vez comparado con Orson Welles (cuando Belleza Americana, ese film subrayado y sobreactuado) deciden abrazarlo. 1917 sigue las andanzas de un par de soldados en la Primera Guerra Mundial que tienen un tiempo limitado para frenar un avance y evitar una masacre. Mendes se regodea con la arbitrariedad que la guerra le permite, pero basta un plano (cierta mano, casi a media hora de rodaje, que ingresa inadvertidamente en un cadáver descompuesto) para que todo se desmorone: interesa más shockear con la crueldad y con el dispositivo (el famoso “mirá, mamá, filmo sin manos”) que narrar algo. Atracción de feria autoimportante (ok, Avengers: Endgame también lo es, pero de frente y de modo honesto), es un dinosaurio que pasa ante los ojos sin siquiera desearnos “buenas noches”.
Es curioso cómo las mismas historias representan cosas diferentes con el paso del tiempo. No se puede decir que Mujercitas no sea un libro feminista, aunque ese término resultaría ancrónico en la segunda mitad del siglo XIX. Todas las versiones cinematográficas siempre han destacado la independencia de las hermanas March, especialmente de Jo, y el conflicto entre un lugar prestablecido en la sociedad y la vocación que puede ir en sentido opuesto. La puesta de Greta Gerwig deja de lado la cronología de la novela y juega un sistema de espejo para mostrar el cambio en el tiempo, pero eso significa quitar del telón de fondo la Guerra de Secesión. El efecto consiste en hacernos creer que siempre las mujeres fueron conscientes de vivir en una sociedad que las encorsetaba y oprimía, y no que un hecho histórico traumático permite -u obliga- al cambio de perspectiva. El film es elegante y moderno (la corrida de Jo al principio remite a la Nouvelle Vague vereda Truffaut) como cabe esperar de un cineasta de hoy y joven. Pero su lectura de la novela es utilitaria y superficial. Eso último, Beth la perdone, no deja de ser cruel.
Hay un superespía y un joven supercientífico que transforma al superespía en paloma, y esa dupla debe salvar el mundo. Espías... es un film cuya premisa (y casi toda su trama) caben en una oración, lo que deja mucho espacio para el gag visual, la invención desaforada y hacer chistes de todo tipo. Se agradece mucho tal ligereza, incluso si a veces va contra la concisión narrativa que toda película noble merece.
Último trabajo de Santiago Bal (un gran comediante popular para el cine argentino), con tinte autobiográfico, acompañado de su hijo Federico. Uno puede ser condescendiente y decir que es una obra sensible; o puede no serlo y señalarle errores y virtudes. Corresponde lo segundo: el viaje al mar de un hombre al que le queda poco de vida abunda en lugares comunes, pero se filman y se viven como si fueran novedad gracias a los actores. De cal y de arena.
Seguramente ya saben que medio universo considera “Parasite” como de lo mejor estrenado en el mundo en el último año. Que tiene seis nominaciones al Oscar (fuertes y principales), que ganó Cannes, etcétera. Que es de Bong, el genio detrás de The Host y Memorias de un asesino, dos obras maestras del cine reciente. Ahora seguramente quiera saber qué es “Parasite” y tenemos problemas: podemos contarles que es una sátira social y una especie de thriller de suspenso donde una familia de desempleados que hace lo que puede para subsistir encuentra la posibilidad de paliar su precaria situación conchabada por una familia rica y simpática. Pero todos los personajes de la película tienen un secreto, algo que ocultar, que incluso se vuelve de un absurdo casi surrealista. Lo raro de esta película inclasificable, sátira y melodrama y fantasía y denuncia al mismo tiempo todo el tiempo, es que incluso con tantos elementos en apariencia disímiles tiene una cohesión de acero inoxidable. Justamente en esa fluidez del relato y esa transparencia residen su fuerza y su atractivo. Bong, y ya se notaba sobre todo en “Okja”, su film anterior, tiene un gran interés por lo político o lo social (también se nota en el resto de sus películas, aunque más asordinado). Sin embargo, no permite que la ideología o la denuncia se imponga al relato, y eso le otorga a “Parasite” una ambigüedad moral saludable. Un film divertido: esa diversión es, como en todo gran arte, el vehículo de la idea.
La historia del veterinario que hablaba con los animales dio dos versiones exitosas en el cine: una, clásica, con Rex Harrison y canciones; otra, pobre pero exitosa, con Eddie Murphy. Esta nueva versión es un poco de la primera (sucede en la segunda mitad del siglo XIX) y un algo la segunda (chistes con animales). El problema no es ni Downey ni el tema, sino que Stephen Gaghan, siempre “serio”, no entiende qué significa “entretenimiento familiar”, que es ni más ni menos que cualquier persona pueda verlo, no que se trate el cine de un modo pueril. Tal desfase genera que secuencias potencialmente poéticas y divertidas se vuelvan algo a veces embarazoso. El diseño de producción con frecuencia sepulta las ideas (es la historia de alguien muy triste a quien una aventura saca de nuevo al mundo) y vemos que allí había una película interesante que el realizador no supo encontrar.
Un elenco de nombres importantes en una película de terror permite pensar en algo con mayor envergadura que el puro susto enhebrado a repetición. Y aunque hay una historia y una situación potencialmente fuertes (un barco en alta mar y una presencia vengativa), aparece la rutina o, peor, no aparece la imaginación. El elenco de clase hace lo que puede para evitar un naufragio y lo logra en alguna que otra secuencia.
Lo cómico y lo triste En dos décadas, el cine argentino diseñado para gran público ha ganado en calidad no solo técnica (eso es claro) sino narrativa, en la medida en que ciertos realizadores con mucho amor por el cine universal se dedicaron a él. Ariel Winograd es de esa clase: un director que, desde la comedia, ha comprendido el timing, eso tan elusivo. “El robo del siglo”, que narra el mítico atraco al Banco Río, es en realidad una comedia de aventuras e ingresa al más nutrido de los géneros cinematográficos argentinos, el del film criminal (no policial: aquí siempre se mira desde el lado del delincuente, un gran tema para paper que nos excede). A diferencia del último éxito del género (“La odisea de los giles”), “El robo...” no justifica a sus delincuentes, no les quita amoralidad (no confundir con “inmoralidad”), no romantiza nada: cuenta, del modo más directo posible lo cómico y lo triste, y al mismo tiempo apunta a otra cosa. Es, disfrazada, una película sobre el cine, sobre lo falso, sobre la puesta en escena y sobre el gran tema del arte: la vocación. En una primera mirada, se trata de un film divertido y amable que se disfruta como andar en tren; pensándolo un poco más, tiene apuntes (algunos de una gran comicidad, como ciertas clases que toma cierto personaje) sobre qué significa el juego de quebrar la realidad. No hace falta elogiar a los actores pero sí destacar que Winograd tiene una mano perfecta para dirigirlos.