Un adolescente mexicano, devoto de la cumbia (cierto modo de la cumbia), de sus amigos, de su cultura, emigra amenazado por la violencia del narco. Por miedo se desarraiga en Nueva York, por miedo –y por amor– desea volver. Con una enorme precisión narrativa y alrededor de personajes complejos y humanos, Frías de la Parra logra un fresco muy vivo, lleno de ritmo, color y emociones, directo y moderno, sobre algo más grande que su contexto: la idea de pertenencia.
Chica pobre empleada optimista relaciónase con chico rico empleador con tristeza, lo que lleva a ambos a replantearse sus propios lugares comunes y al espectador a plantearse cuántos lugares comunes debe replantearse para seguir adelante con este melodrama costumbrista indio que no deja un solo cliché sin hilvanar. Pero no solemos ver cine indio, los actores son convincentes y de un modo algo milagroso, uno se deja llevar y disfruta. O quizás sea un efecto tántrico, vaya uno a saber.
La historia es real: el ejecutivo de Fox News Roger Ailes es acusado por una de las estrellas de la pantalla, Gretchen Carlson, de abuso sexual. El hombre, de paso, es adicto a las rubias con curvas y el caso no es único. Lo que sigue es un conjunto de decisiones morales por parte de las víctimas: contar o no contar. Como se ve, un tema bien contemporáneo. El problema de estas películas suele ser que prime la declamación o el señalar con el dedo a la ficción, al trasfondo moral que hace del cuento algo universal. Aquí no sucede: si “El escándalo” es un buen film porque no abandona la superficie cuando va a fondo. No deja de lado el “caso” cuando trata de entender los motivos de cada uno de los personajes (solo comprendiendo es que se puede condenar, dicho sea de paso, y aquí hay condena como corresponde). Jay Roach es un realizador raro: imperfecto, con excelente timing para la comedia (vean la serie Austin Powers) y con un ojo distanciado para el drama que permite ver el absurdo de la vida cotidiana, resulta un artesano ideal para cristalizar esta película. Es cierto que las tres actrices protagónicas (Theron, Kidman y Robbie) están perfectas y combinan sin fisuras con el relato y la situación, pero lo más importante es la transparencia: entrar a ese mundo y entenderlo, enfrentar al monstruo y temerlo. Ver una pelea justa y tomar partido por lo que corresponde.
Parece increíble, pero se nota a la legua que esta tercera entrega de la dupla Lawrence-Martin no fue dirigida por Michael Bay. No porque le falten explosiones o violencia a lo pavo, sino porque está montada con algo más de decencia de lo que suele hacer el aturdidor serial de “Armageddon”. Dicho esto, el mayor valor que tiene esta película consiste en que los dos actores principales son muy simpáticos y que no sólo se potencian sino que, cosa curiosa, se restringen a lo justo. Uno al otro. Lawrence desatado es insufrible; Smith, también. Pero al ceder cada uno espacio al otro, aparece cierto equilibrio y una química indudable que nos permite sentir algo de placer mientras la película –una trama de malos malísimos violentísimos contra dos policías que viven al margen de las reglas y se unen para una última misión– va desgranando a puro digitalismo los lugares comunes obligados del menú.
¿Qué es la patria? ¿Qué es el país de uno? ¿Qué llevamos cuando no ya no vivimos donde nacimos? Elia Suleiman, de esos realizadores autorreflexivos y humorísticos (de la especie de Avi Mograbi, Nanni Moretti o cierto Woody Allen), nos habla de la experiencia palestina como algo personal, y viaja en busca de esa experiencia o lo que puede obtener de ella. Una joya que muestra para qué sirve el cine cuando se ejerce con inteligencia y humor.
La premisa es parecida a la de la genial y maldita “El Abismo”, de James Cameron: una estación que investiga el fondo del océano sufre un terremoto y queda en peligro cuando sobreviene lo fantástico. Aquí hay muchos problemas de guión, solo solventados por el enorme compromiso que tienen los actores: Kristen Stewart cree en el personaje que está interpretando y eso permite que sintamos algo a pesar de tantas fallas.
A veces es necesario hacer memoria y pensar que no importa de dónde vienen las ideas para una película. ¿Quién sabe qué puede ser genial o qué no? Nadie. Así que decir, de entrada, suelto de cuerpo, “qué cosa horrible debe de ser la adaptación del videojuego Sonic”, no vale: después de todo, los videojuegos como Sonic intentan tener una historia, una rémora del propio cine. La memoria viene en nuestra ayuda: ¿Acaso “Resident Evil”, de lo más divertido del cine más o menos reciente, no viene de un videogame? ¿Acaso “Piratas del Caribe” no proviene de una atracción de Disneylandia? Así que uno se ampara en la memoria y ve Sonic. ¿Y qué ve? Ve una historia trivial de bicho extraterrestre que se hace amigo de un policía para escapar a un supervillano, este último interpretado por un no demasiado interesante Jim Carrey. Y hay algunos chistes, y el bicho corre a gran velocidad, y la cantidad de arbitrariedades necesarias para que la cosa funcione superan, incluso, la necesidad de lógica de un niño (los niños, de paso, son el público más exigente: que digan “me gustó” cuando vieron un bodrio es solo falsa cortesía a los adultos sufrientes). Y nada más. Sonic no es mala, simplemente no es. Construye un bastidor de historia para disponer de escenas de acción que ya sabemos cómo terminarán, y cierra el asunto con una declamación sobre la amistad. En fin, peor es que hicieron una película basada en la Batalla Naval (sí, “Battleship”, cómo olvidarla es algo que uno se pregunta todos los días).
“The Grudge” es una conocida franquicia del horror japonés aunque alguna vez cruzada con lo americano. Este es el relanzamiento del asunto, en suelo de búfalos y popcorn. Hay un crimen horrible (madre mata a toda la familia) y una casa dominada por un fantasma malvado con ganas de vengarse de lo que fuere. Y policías, e inocentes que hacen la taradez que no deben hacer para que el monstruo los persiga, y sustos. Muchos sustos dispuestos como elementos musicales que transforman nuestro cuerpo en una batería... cuando funcionan. Esos sustos son efectos de montaje y de sonido, y a veces representan una modesta artesanía. Pero no hay más que eso: sustos. El terror, el miedo a lo terrible e innombrable, bien, gracias, para eso busque “El Exorcista” en plataformas. Por ahí colado hay algún temita contemporáneo como para que no creamos que perdimos el tiempo. Desgraciadamente, ni eso.
Una pareja se jubila y, muy alegres, van a cumplir su sueño de vivir en un bello lugar de Portugal, pero le cae toda la familia. Más allá de que esta comedia burguesa francesa es, para nosotros, lo más parecido a la ciencia ficción surrealista, el asunto es cuadrado y su realización, igualmente cuadrangular. Los actores son muy buenos (¡Qué lejos está “Lhermitte” de “Los repodridos!”) y la amabilidad hace que todo fluya. Y nada más.
Melodrama carcelario y melodrama homosexual, narrado con crudeza y con una rara ternura, esta película tiene la virtud de llevar sus situaciones hasta donde se debe, incluso si eso representa una especie de molestia para el espectador. Pero en el fondo, se trata de cómo paliar la más terrible de las soledades, y también de cierta forma de la locura a partir del narcisismo. Un film raro por sus extremos y su precisión narrativa.