Es probable que saber exactamente cuándo uno va a morir sea motivo de angustia y, también, de liberación. Esta película toma sólo la primera de las posibilidades, lo que le quita la mitad de su efectividad. Uniendo lo sobrenatural con algo de ciencia ficción y de suspenso, trata sobre una aplicación que dice fecha y hora de deceso, lo que lleva a un enorme problema para la pobre enfermera que ha descargado el programita de marras. Por momentos, el film se vuelve rutinario. Pero la idea no está mal y permite buenos momentos de puro suspenso. El problema, en todo caso, es pasar de largo respecto de la complejidad que genera la idea de base, lo que lejos de desviar la atención al género, podría haber potenciado su efecto. De todos modos, en el cine de terror sobrevive la vieja y querida tradición de contar cuentos extraordinarios, aquella por la cual, entre otras cosas, hay películas.
Sin giros fantasiosos, con una apuesta directa al realismo, este drama israelí va más allá de lo que implica un acoso sexual y muestra consecuencias, disyuntivas y decisiones con mano de hierro. Es evidente que toma (sanamente) partido moral, pero respecto de lo que hacen y creen sus personajes, deja que el espectador tome sus propias decisiones. Una lección respecto de cómo plantear un tema complejo sin golpear bajo el cinto.
Habría que recordar que Lucchini y Bruel, cada uno en lo suyo, ha sido un “enfant térrible” en el arte (popular o no) francés. Aquí están en una comedia burguesa, de dos amigos que creen que el otro se está por morir. Y bueno, hacen de señores grandes con ganas de divertirse un poco, con el paso del tiempo reflejado en los ojos, con el mundo girando indiferente. Y en su amabilidad rotunda, no está tan mal la película.
Una actriz que sobrevive como puede, por azares que no tienen nada que ver con su profesión, se vuelve –fugazmente– célebre. Pero la vida sigue, lo extraordinario es eso, extraordinario, y hay que remarla como se puede. Notable film realizado con las imágenes justas y precisas, con actores perfectos, con una alegría por hacer cine que escasea no solo en la pantalla argentina. Busque y disfrute que vale la pena.
Explicaciones forzadas El cine, el buen cine, siempre es metáfora, siempre es un “juego en el que entramos”, incluso impotentes en la butaca. Aquí, cada vez más, esa cuestión se subraya. Poner el número “3” es un poco tramposo, dado que esta película es secuela de la “Jumanji” de hace un par de años. Otra vez un grupo de personajes entra dentro de un juego, otra vez tienen que resolver problemas tremendos para poder salir de él, y otra vez esos “problemas tremendos” tienen como único fin que establezcan lazos de solidaridad y comprensión, un cambio personal que los transforme en otra cosa. Por supuesto que se trata de una película divertida con todo lo que ello implica, y por supuesto que la aventura física está bien hecha. Por supuesto, también, que los actores comprenden bien sus personajes (Jake Kasdan entiende cómo construir gente creíble y querible en la pantalla). Pero el esquema muestra esta vez una tara, cuya responsabilidad es menos la reiteración que la necesidad de que todo quede claro. El cine, el buen cine, siempre es metáfora, siempre es un “juego en el que entramos”, incluso impotentes en la butaca. Aquí, cada vez más, esa cuestión se subraya. Y se subraya el asunto inclusión+empatía, entender al otro siendo otro. Aquí además de cambios de género hay cambios de edad (viejos que son jóvenes) lo que implica tratar el valor del tiempo. Pero se nota forzado, como si cada “Jumanji” consistiera en explicarnos que debemos ponernos en el lugar del otro. Tal insistencia disuelve la diversión y no nos deja pensar solos.
Un film interesante e imposible En un punto la película se encuentra en un callejón sin salida y resuelve todo en piloto automático, para lo trágico y para lo tierno Los paralelos que algunos críticos hicieron entre esta película y “La vida es bella”, aquella manipulación inescrupulosa de Benigni, tienen alguna razón de ser: en ambos casos hay un nene atrapado en medio de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial y al mismo tiempo intenta ser tranquilizadora. Pero en este caso, más allá de cierto humor desaforado que parece satírico y (saludablemente) incorrecto al principio, el punto de vista infantil es más fuerte e incluye la incomprensión natural de lo que rodea al personaje. Lo que no hace instantáneamente a “Jojo Rabbit” una gran película, aunque en cierto sentido es “buena” (la comicidad suele funcionar, reírse de los nazis siempre está bien, etcétera). Sólo que en un punto se encuentra en un callejón sin salida y resuelve todo en piloto automático, para lo trágico y para lo tierno. Una película interesante porque, en el fondo, es imposible.
Un póster kitsch ajado y triste El problema va más allá de ver actores dignos transformados en cosos (c-o-s-o-s) peludos. El problema no es que tenga coreografías menos inspiradas que “Las gatitas y los ratones de Porcel”; el problema no es que la música suene melosa; el problema no es ver actores dignos transformados en cosos (c-o-s-o-s) peludos; el problema no es la inexpresividad total de su protagonista. El problema es que el film se ve feo, un póster kitsch de los ochenta un poco ajado y un mucho triste.
Sensibilidad directa Todo funciona bien porque hay un compromiso para interesar al espectador por parte de realizador y actores. No es fácil contar historias chicas, de puros personajes y situaciones cotidianas apenas extraordinarias –en este caso, una mujer joven con las cenizas de una amiga, un regreso a pueblo natal, un amor fallido–. En este caso, todo funciona bien porque hay un compromiso para interesar al espectador por parte de realizador y actores. La sensibilidad se transmite directa y el film emociona sin subrayados ni redundancias.
Una película notable Elementos del cine social se unen al fantástico, el terror y la ciencia ficción para contar un futuro distópico en un pueblo perdido de Brasil Después de la bella Aquarius, Mendonca Filho suma elementos del cine social al fantástico, el terror y la ciencia ficción para contar un futuro distópico en un pueblo perdido de Brasil. Lo bueno de la película es que puede ser que ocurra, también, en cualquier lugar del planeta. El género cinematográfico utilizado como herramienta de universalidad en una película notable.
Una secuela fallida Esa necesidad de quedar bien con todo el mundo es la que logra que el filme no quede bien con nadie. Estéticamente, el modelo “aggiornemos los cuentos de hadas transformándolos en fábula feminista de superhéroes con canciones” está agotado. Comercialmente, no, pero eso depende de factores inasibles. La primera Frozen lograba ser al mismo tiempo concisa y graciosa, aunque lejos de las complejidades de La Bella y la Bestia (la buena, la de 1991) o de Enredados, donde la corrección política brilla por su ausencia. Aquí la primera hora es un refrito de lo que los ejecutivos de Disney consideran que fueron motivos de éxito de la película original, sumado a una valoración mítica de los elementos y la armonía con la Naturaleza (sombra terrible de Greta Thunberg, Walt te invoca) más la convivencia entre diferentes etnias, más canciones donde se explica todo lo que se está viendo una y otra (y otra, y otra) vez. Luego hay una aventura que dura media hora, más o menos, la verdadera película. El ejemplo final de cinismo consiste en que un soldado de un reino de un fiordo escandinavo en, suponemos, un tiempo que aparenta ser el siglo XIX del Imperio Austrohúngaro es afroamericano (y que al final se reencuentra con una novia afroamericana porque una cosa son los derechos y otra, andar mezclados). Nadie se hubiera quejado en este mundo si no hubiera alguien de color (negro, diría Les Luthiers) en, repitamos, un fiordo escandinavo del siglo XIX. Esa necesidad de quedar bien con todo el mundo es la que logra que el filme no quede bien con nadie. Ni siquiera con quien fue a ver un divertido cuento de hadas y aventuras.