Una peli simple con un gran trabajo de Sbaraglia Cuatro estrellas para No te olvides de mí, película argentina que significó un gran debut para Fernanda Ramondo. La historia es mínima: son los años ’30 y un anarquista recién salido de prisión busca recuperar algunas cosas que él considera suyas, como unos gallos de riña. En este deambular tibiamente delictivo, conoce a dos hermanos que recorren Buenos Aires en busca del padre. Los elementos bastan para tejer un relato entrañable y dinámico: un hombre maduro que escapa de la ley se junta con un par de huérfanos que reclaman sus orígenes. Todo arriba de un Rastrojero repleto de gallinas. El mayor logro de Fernanda Ramondo en su ópera prima es crear entre estos personajes lazos que no excedan el sentimentalismo ni el enrosque psicológico. No te olvides de mí es una película simple en un sentido agraciado: goza de espontaneidad y es rústica con orgullo. Los encuadres son tan humildes como elocuentes, y las escenas están trabajadas tanto desde la cámara como desde las actuaciones con una emoción transparente. En esa transparencia la película convence y cautiva. Puestas como la de Sbaraglia cenando huevos cocidos con el chico mientras la hermana duerme al fondo del encuadre es de una belleza sintética que demuestra en Ramondo una poderosa intuición audiovisual. Como sucede en las mejores road movies, la linealidad del relato favorece a que los personajes vayan sumando capas de complejidad y se retroalimenten. El anarquista interpretado por Sbaraglia se irá cargando de nostalgia tras descubrir el destino de sus compañeros, mientras el hermano menor gana admiración por esta suplencia paterna y la hermana mayor baja las defensas, asumiendo los grises del mundo. Desde su pequeñez, No te olvides de mí habla sobre el desmoronamiento de un pasado idealizado y la necesidad de reinventar los vínculos familiares en base a un cariño primitivo. Tesis que Fernanda Ramondo ejecuta cinematográficamente con la misma modestia de sus personajes. Un relato que se detiene a contemplar paisajes ora cómicos o melancólicos sin extraviar un rumbo noble.
La torre oscura no cumple con las expectativas en su adaptación al cine. La conexión de Stephen King con el cine es, cuanto menos, apoteósica, un milagro para la cultura pop, capaz de unificar dos disciplinas y potenciarles su goce popular. La literatura de King se presta hábil a la adaptación cinematográfica porque ella misma está educada con el cine. Stephen King estructura sus novelas como guiones desprovistos del miedo a la taquilla, dándole a su prosa contundencia audiovisual. Esta sangre cinéfila hace de sus libros un semillero de obras maestras, y basta mencionar un puñado de adaptaciones para despejar la contundencia del legado: Carrie, El resplandor, Cementerio de animales, La niebla, Misery. Claro que detrás de estos clásicos hay nombres como Brian De Palma, Stanley Kubrick o Frank Darabont. La torre oscura es el conjunto de novelas más ambicioso del escritor. No sólo hay ocho tomos publicados, también se pergeñaron cómics expandiendo la saga. El traspaso al cine era una cuenta regresiva, de expectativas enormes y actuales resultados paupérrimos. El problema resulta evidente: a esta adaptación le hacía falta una mente obsesiva y orgullosa que pueda organizar plásticamente un universo literario tan vasto. Se necesitaba a alguien de la talla de Peter Jackson o George Lucas, pero Sony Pictures, la productora que se alzó con los derechos, eligió a Nikolaj Arcel como director, de una trayectoria tan breve como desapercibida. El resultado es de interés psiquiátrico: La torre oscura tiene elementos para ser una épica enorme pero se ejecuta con pasmosa mediocridad. Si en la historia el universo está en peligro, lo único que decodifica y narra Nikolaj Arcel es una aventura rústica de corte ochentoso. Cierto dato puede explicar la histeria que perjudica al filme: esta adaptación de La torre oscura corresponde a la primera novela, El pistolero, de 1982, y el tono iniciático es muy marcado: un muchacho, Jake Chambers, tiene sueños sobre una torre atacada por un hombre de negro. La película cuenta el despertar del héroe y su compromiso de defender dicha torre con ayuda de Roland, el pistolero en cuestión. En las sucesivas novelas de Stephen King, esta trama suma múltiples elementos y llega a un barroquismo delirante. Un mundo enorme Nikolaj Arcel se enfrenta al dilema de asentar las bases de este mundo inconmensurable para habilitar una saga, pero bajo el austero esquema narrativo de la novela inaugural. El relato iniciático se encapsula en sí mismo y jamás logra develar el entramado político y cultural creado por Stephen King. Así, el espectador sentirá que todo lo que sucede es un capricho de guion, que nada se explica y ni siquiera se sugiere. La información se omite como si la substancia de las novelas precediera a la película, como si los realizadores se olvidaran de que Stephen King les dio una materia prima digna que ellos debían modelar con pericia fílmica. Porque en definitiva, ni El resplandor ni Carrie se convirtieron en clásicos por el mero prestigio del escritor.
Tienen un guion imaginativo, sin un hilo conductor. Este curioso filme animado llamado Emoji es un buen ejemplo de guion imaginativo sin hilo conductor: la gracia de mostrar el mundo de los emojis impacta con alegría pero se agota de inmediato, como una naranja turgente con su pulpa seca. La idea es efectiva, graciosa, sociológicamente atinada, salvo que en absoluto alcanza para estructurar un relato de 80 minutos. Los arrebatos de ingenio quedan dislocados de la historia, son ocurrencias que nos sacan una sonrisa usando al filme como excusa. La creatividad está en la periferia, en detalles sigilosos o en escenas que poco tienen que ver con la cadena dramática, como el paso por Candy Crush o Just Dance. Cuando se hace un zoom out para contemplar el conjunto, Emoji: la película se revela como una ejecución fallida, ni clásica ni esquizofrénica, como si la misma película se quedase a medio camino entre el lenguaje escrito y el pictográfico. Hay algo posmodernamente irresistible en el argumento: Gene es un emoji “meh”, ése que no expresa nada, pero al rodearse de otros emojis, se hiperexcita y gesticula en demasía. Su incontinencia facial lo hace un emoji defectuoso y por ello será desterrado de la app de texto. Esta sinopsis tiene el nivel de delirio suficiente para convencer a cualquier productor ejecutivo cansado de financiar proyectos mediocres. Ahora bien, el problema es que el guionista y director, Tony Leondis, intenta darle rigor lógico a su ímpetu cool. La imaginación desaforada choca con un orden narrativo convencional y el encanto absurdo se ve licuado por la necesidad de que todos los componentes del guion encajen. El recorrido del emoji Gene pierde en disparate para ganar en heroicidad, y el desarrollo de los personajes secundarios opaca la magia inaugural con la que habían sido presentados (un spam, un troll, un virus, todos antropomorfizados con exquisita obviedad). Sin embargo, en una película de corte surreal, el psicologismo es un intruso; Tony Leondis no debía justificar nada, sólo entregarse a la parodia. Las comparaciones con Intensa-Mente son inevitables por las historias en segundo grado: la cabeza de una niña en la obra de Pixar, el celular de un adolescente aquí. Pero si en Intensa-Mente el destino de la chica tenía un correlato con el destino de las emociones que habitaban en su cabeza, en Emoji el “mundo real” es un injerto para sumar capas narrativas y darle complejidad (o longitud). Si hubiese sido un cortometraje, esta rareza posmoderna se convertía en el video más visto de YouTube.
La nueva película de Christopher Nolan pone el foco en un dramático episodio para las tropas aliadas, ocurrido en 1940. Mínima grandeza para un relato magnífico. La megalomanía de Christopher Nolan fue creciendo a lo largo de su carrera, entorpeciendo la ejecución de un talento obvio. Sus tres últimos filmes reflejan diferentes facetas de este descontrol: El Orígen (2008) supuso que mientras más obtuso fuese un argumento, más inteligencia ostentaría; El Caballero de la Noche Asciende (2012) creyó que como película debía superar el mito del superhéroe; Interestelar (2014) reflexionó en exceso, permitiendo que las palabras secuestraran la emotividad de las imágenes. Nolan esta vez se obsesionó con hacer una obra minimalista. Su pensamiento debió ser el siguiente: “Filmaré el mejor relato minimalista sobre la Segunda Guerra Mundial”. Una ambición terapéutica que no extirpó la neurosis pero alivió los síntomas. Dunkerque aún posee ciertas mañas: enrosca líneas temporales, quiere ser más interesante que los eventos verídicos y en determinado momento inserta una voz en off sobreexplicativa. Pero la sobriedad es tan radical y arriesgada que estos vicios borrascosos no empañan en absoluto la experiencia cinematográfica. Dunkerque es un cine que cautiva desde lo sensorial, que abandona el rigor racional del guion para deslumbrarse ante el primitivismo de la imagen y el sonido. Es un cine que redescubre las raíces de su lenguaje, que hace de la virginidad su delirio de grandeza. Quizás Nolan esté dispuesto a cometer nuevos excesos en un futuro, pero esta vez el objeto de su obsesión es sano, eligió convertirse en un detallista de lo intrascendente y en este enfrascamiento nos regaló un poema audiovisual. El punto de partida de Dunkerque es la cooperación de la población civil para evacuar por vía marítima a 400 mil soldados ingleses y franceses rodeados por las tropas alemanas. Nolan estructura el filme conjugando tres elementos necesarios para el éxito de la retirada: los soldados varados, los civiles con sus pequeñas embarcaciones y la contraofensiva aérea de los ingleses. Cada elemento se ubica en una línea temporal que irá convergiendo hacia el clímax, bajo una precisión dramática que parece la contracara del aparatoso sueño-dentro-del-sueño de El Orígen. El acierto es permitir que las piezas encajen apenas por un instante y luego sigan su trayectoria. Aquí no hay relojería, hay encuentro heideggeriano. Quien mejor acompaña esta discreción narrativa es el ignoto Fionn Whitehead, un joven soldado anestesiado durante toda la película. Su apatía tiene un efecto inverso en el espectador: deseamos su salvación más que la de cualquier otro personaje. La escena en la que se queda dormido mientras Harry Styles le habla es de una belleza tan simple como abrumadora. Así debería ser siempre el cine mainstream.
Últimos ensambles de una saga hecha pedazos Larga, estrepitosa, confusa, cada nueva entrega de esta saga desarma aún más el austero encanto de la original. Otra vez Mark Wahlberg reemplaza a Shia LaBeouf y se suma Anthony Hopkins. Nuestra calificación: Mala. Los niveles de fealdad a los que llega la saga Transformers en esta quinta entrega son directamente obscenos. Hay maneras elegantes de aspirar al barroquismo y la hipérbole, y un buen ejemplo es la segunda entrega de Matrix, que aún siendo aparatosa no dejaba de ser festiva. Pero Transformers 5: El último caballero se extravía en su fragor visual, se deja devorar por una burocrática megalomanía de blockbuster sin intentar, siquiera, inyectarle pasión a la historia. Los personajes no viven la aventura ni pueden ajustar la sintonía emocional de las escenas, carecen de control gestual ante el vapuleo de una edición epiléptica y un abuso de música incidental. Los actores tienen el mismo estatuto que cualquier otro recurso técnico y se aplica un primer plano del mismo modo que se agrega un disparo por computadora. El veterano en megaproducciones Michael Bay (Armageddon, Pearl Harbor), se encargó de dirigir la saga completa de estos robots alienígenas y su extenuación ya es notoria, no logra encontrar nuevas ideas coreográficas para los combates y la sensación de déjà vu es permanente. El conflicto base, la enemistad entre autobots y decepticons, se desdibuja ante una intromisión de líneas narrativas bizarras que incluyen emperatrices intergalácticas, misiones militares secretas y hasta caballeros de la mesa redonda. Sí: hay una introducción que muestra cómo el Rey Arturo, con ayuda del mago Merlín, tuvo de aliado a los dinobots. Esta alianza se perpetúa con los siglos y, al mejor estilo Dan Brown, hace cómplices a todos los genios de la historia, Einstein incluido. La necesidad de que los transformers sigan interesando deriva en el peor desatino conceptual de la saga: convertirlos en una pandilla graciosa. Ya no son artefactos gigantes y sofisticados que invaden la tierra, sino un grupo de borderlines matando el tiempo como skaters en una plaza. Michael Bay quiere darle a cada robot una psicología pintoresca, y así aparece un samurai, un enfermero, un punk, un mayordomo, cada uno resumido en un rasgo, a lo Power Ranger o Tortugas Ninja. Sin dudas, lo más kitsch que se hizo con la franquicia. Otro de los caprichos que padecen estas películas es su duración: entre dos y tres horas. La experiencia puede resultar muy frustrante si se la ve en 3D. El esfuerzo ocular que se debe hacer con estos incómodos anteojos, más la incapacidad de reposo del montaje, más la longitud del filme, crea pasadas las dos horas un estado nauseabundo. Es extrañísimo que un artefacto tan desagradable como el 3D se haya impuesto en una de las actividades humanas que más nos enriquece: que nos cuenten una historia en la oscuridad.
Pixar regresa con su saga menos carismática, aunque el resultado siempre esté por encima de su rival Dreamworks. Visualmente Cars 3 alcanza la perfección. Ninguna nueva saga de Pixar le podrá quitar a Toy Story su magnificencia. La trilogía de los juguetes que cobran vida supo plantear tan agudamente el miedo a envejecer porque ella misma se enfrentó a un envejecimiento de 15 años (el lapso que hay entre la primera entrega y la última, y que marca el crecimiento de Andy). Si una película va a problematizar el paso del tiempo, nada más honesto que dejarlo pasar para luego meditar sobre él. Cars 3 toma prestada esta idea de obsolescencia y la aplica sobre el destino del Rayo McQueen, pero sin sensibilidad ni pertinencia. Sucede que la nostalgia no es el espíritu de Cars, sino la sed de gloria, de ahí que la única forma que tiene el director Brian Fee de reflejar la angustia del paso del tiempo sea mediante la contraposición de tecnologías en los coches que corren. De esto modo, el trastorno del Rayo McQueen no es el envejecimiento: es el rendimiento. La competitividad jamás tendrá la poesía del afán de aceptación que tenían los juguetes abandonados de Toy Story. Lo retro en el guion de Cars 3 no es una necesidad, es un marketing, una reivindicación impostada para estructurar un conflicto entre lo nuevo y lo viejo. En la película pionera de Cars, el vértigo por la fama sumía en el olvido los antiguos valores. El Rayo McQueen quedaba varado en Radiador Springs para redescubrir la noción de comunidad y respetar la tradición. Luego del extraño paréntesis que fue Cars 2, este conflicto medular se repite en Cars 3: hay autos que están ganando carreras porque incorporan tecnología de punta y la generación a la que pertenece el Rayo se enfrenta al retiro. La primera mitad de la película dispone de un solo chiste: mostrar lo anticuada que es la técnica de McQueen ante sofisticados simuladores de carreras, medidores de variables y entrenamientos fríos y metódicos. La crítica que se desprende de esto es un tanto ingenua: no importa cuánta tecnología traigan los nuevos corredores, a estos les falta calle, aprender de la experiencia. La secuencia del bosque en donde al Rayo se le desprende la chapa y pintura del patrocinador es de una torpeza simbólica pocas veces vista en una película de Pixar. Ya para la segunda mitad, la historia encuentra un giro ingenioso que anula el binomio viejo-nuevo y logra una síntesis, pero a Cars 3 renovar su concepto le lleva un tiempo excesivo, como si desprenderse de la fórmula que glorificó a Toy Story y encontrar la propia fuese una emancipación traumática. Cuando el rumbo de Cars 3 se asoma, la película simplemente termina.
Mamá se fue de viaje es una comedia modesta que demuestra cómo hasta las ideas más básicas pueden ejecutarse con dignidad. Una comedia de Ariel Winograd siempre será bienvenida. Desde su segunda película, Mi Primera Boda (2011), el director ha sabido mantener una producción constante y pareja. Su estilo carece de genialidad pero es efectivo y sincero, maneja el ritmo en su justa medida, se muestra como un habilidoso costumbrista de la clase media (alta) y ganó buenos aliados actorales, como Martín Piroyansky. Que Winograd sabe filmar queda harto probado en este estreno, Mamá se fue de viaje, una idea sumamente pobre pero explotada con elegancia. El déficit de un guion apresurado es compensado por situaciones irresistiblemente graciosas acompañadas por una plétora de detalles inteligentes en donde se vislumbra el tacto de Winograd para sacarle provecho a cualquier materia prima. El problema está en el hilo conductor, o en una visión macroscópica que delata cierto espíritu improvisado. De todos modos, ya su título ramplón y el oportuno estreno en vacaciones de invierno declara principios de pasatiempo familiar, sin mayores pretensiones que la de convocar a un público desprevenido. El argumento es tan simple que debería considerarse más bien un disparador: Vera (Carla Peterson) y Victor (Diego Peretti) tienen cuatro hijos. Ella está cansada de la maternidad así que se toma vacaciones al Machu Pichu y él queda a cargo de los chicos. Se irán adosando algunas subtramas pero el motor de la comedia es la disfuncionalidad del cambio de roles. Mientras la película se enfoca en el grotesco doméstico, funciona de maravillas, con secuencias de caos logradísimas como el enloquecimiento del lavarropas; cuando necesita encontrar substancia haciendo que el padre descubra que sus hijos le son desconocidos, allí el pulso merma y aparecen parches sentimentales que Winograd no sabe cómo usar. Lo mismo podría decirse de la subtrama en el trabajo: es un carril que se toma más por formalismo estructural que por convicción. La soltura de Diego Peretti para los personajes cómicos es notable. Su mirada tristona, su nariz exagerada y su sonrisa de media cara transmiten una simpatía inmediata. Carla Peterson aporta frescura aunque se mantenga fuera de campo casi todo el relato. El hallazgo del casting está en los hijos: dos adolescentes y dos pequeños (el más chico es hijo del propio Winograd, de un carisma magnético) que en escena crean la dinámica perfecta para que el desmoronamiento del orden doméstico no luzca forzado ni una prestidigitación del montaje.
Basada en la novela homónima de Dave Eggers, El Círculo plantea un futuro cercano en donde la humanidad es rehén de una red social diabólica que busca la transparencia absoluta. Algo interesante podría haber salido de la propuesta de satirizar a las empresas cool del siglo 21, como Apple o Google, que se piensan como sectas fashions antes que como recintos de trabajo, pero El Círculo está tan mal filmada y mal actuada que ridiculiza la idea, le anula su potencia creativa. La película dirigida por James Ponsoldt tiene una confusión de tono elemental: plantea una distopía a lo Black Mirror bajo el prisma de una saga adolescente. La liviandad de las situaciones y la unidireccionalidad de los personajes jamás conectan con ese trasfondo “serio” que problematiza la Big Data y denuncia la violación de la esfera privada por parte de las compañías de Internet. Aquí seguimos a Mea (Emma Watson), una joven de clase media contratada por El Círculo, algo así como una red social que gana cada vez más control sobre la población y quiere convertir a los ciudadanos en usuarios. Esta obsesión por la vigilancia se aborda con una chatura apabullante y los dilemas éticos se resuelven a martillazos de guión. La manipulación es grosera al punto de idiotizar el debate y llevarlo a un terreno maniqueo en donde se corre el eje del impacto tecnológico para reducir el conflicto a la chifladura de un hombre ambicioso y malo (Tom Hanks). Lo que en definitiva sugiere El Círculo es que las herramientas no son dañinas por sí mismas, sino que dependen del uso que les dé el hombre. El Círculo fracasa como ensayo sobre la deshumanización de Internet y también como relato: no hay pulso, no hay un enigma claro, no hay personajes atractivos. El filme abre pestañas y cierra otras que ya estaban abiertas sin ningún sentido. Esta atmósfera caprichosa se debe a la incapacidad de Ponsoldt para darle lógica audiovisual a la novela de Dave Eggers: muchas escenas son transformaciones esquemáticas de ideas plasmadas por escrito y se nota en el abuso de diálogos sobreexplicativos. Cada aparición del personaje de John Boyega da cuenta de esto. Otra vertiente de responsabilidad está en Emma Watson, el producto más insípido que dio la escuela de Howards. Sus músculos faciales están siempre en el mismo lugar sin importar lo que pase. Un primer plano de esta película podría conmutarse por cualquiera de La Bella y La Bestia y nadie se daría cuenta.
La nueva película de Ken Loach, que se alzó con el palmarés de Cannes en el 2016, es un relato áspero que desnuda las incoherencias asistencialismo social. Filmar la pobreza y no caer en absurdos románticos quizás sea el mayor mérito de la película ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Hay una bienvenida discreción al momento de retratar las rutinas y penurias de seres marginales, sin exaltaciones idealistas ni turismo solidario. Hay, inclusive, cierta modalidad pobre para filmar la pobreza. Las escenas destilan precariedad no por lo que muestran sino por los recursos fílmicos empleados: planos extremadamente simples, escenarios despojados, diálogos costumbristas al límite, diseño sonoro hueco y hasta unos fugaces fundidos a negro que dan una sensación amateur. Por supuesto que nada de esto es un descuido, el prolífico director Ken Loach utiliza esta gramática adrede en lo que sería una mímesis entre su función narradora y los personajes que transitan el relato. Pareciera que Loach se esfuerza por ser básico y esto genera, por un lado, un fenomenal acierto climático, aunque por otro, cierta pereza para darle energía el relato. Yo, Daniel Blake narra las peripecias de un carpintero que sufre un ataque cardíaco en el aserradero en donde trabaja y debe pedir un subsidio por discapacidad. Mientras nos introducimos en el ecosistema de este simpático hombre (que encima es viudo y la mujer se muere loca), deberemos soportar un infierno kafkiano que pondrá al Estado y su burocracia como el principal enemigo. Allí se presenta uno de los puntos truncos del filme: la obsesión por mostrar cuán enroscados son los trámites, cuán contradictorias son las exigencias y cuán inhumano es el trato. Un dominó de escenas burocráticas que priva a la película de lo más importante: el lazo humano. Dan, en su aventura por el subsidio, conocerá a Katie, una madre con dos hijos recién llegada a la ciudad. La amistad que desarrollan ambos personajes es de una nobleza abrumadora que saca de ambos una camaradería auténtica. Pero todos los personajes de la película, sin excepción, se ayudan, y esto hace que en el último tramo del filme la tesis se pinte algo tosca: no son los hombres particulares sino el sistema neoliberal lo que no funciona y crea un determinismo desgraciado. El discurso del epílogo dispara a sangre fría y aniquila la libertad interpretativa. Aún con desaciertos productos del fervor panfletario del director, Yo, Daniel Blake es una obra seductora y amarga que entabla puentes de empatía y desvanece prejuicios. La escena del comedor es devastadora y hará que todos quieran donar alimentos no perecederos cuanto antes.
Peter Lanzani se carga al hombro esta fallida comedia de acción, sin lógica dramática ni osadía paródica. Por Sólo se vive una vez desfila un gran elenco, entre ellos Gérard Depardieu y Santiago Segura, pero eso no facilita las cosas. Muchas escenas de esta producción resucitan fantasmas de los años ‘90, puntualmente títulos como Poliladron, en donde la única gracia consistía en hacer explotar un galpón para demostrar virilidad de recursos audiovisuales. Pero una película quiere demostrar algo cuando desconoce su identidad y va a contracorriente de sus posibilidades. Sólo se vive una vez intenta ser algo que no es y que nunca llegará a ser: un mainstream hollywoodense. Y tampoco opta por la parodia; si despierta sospechas de intenciones lúdicas es por su misma impericia. Cinco mentes firman este guion de rigor nulo, que salta de situación a situación sin crear un organismo narrativo. Por momentos se tiene la sensación de estar viendo un compilado de sketches: aparece un cura, se lanzan dos o tres chistes religiosos; aparece un sicario, hay tiros; aparece una prostituta, se viene el striptease. Estamos ante fórmulas ejecutadas desde el subdesarrollo, algo que provoca una risa incómoda: no llegamos a sentir adrenalina con la acción pero tampoco la película nos invita a reírnos de ella. Es un juego que los realizadores se terminan creyendo como estudiantes de cine que suponen estar filmando una genialidad. Peter Lanzani interpreta a Leonardo Andrade, un estafador perseguido por un grupo de mafiosos liderados por Gérard Depardieu, insólito y desaprovechado lujo de casting. El papel de antihéroe a Lanzani no le queda cómodo, no sabe imprimirle picardía, demasiada bondad hay en su porte. El resto del elenco cae en la caricatura ramplona, Luis Brandoni y Pablo Rago están sólo para hacer muecas. Quien sale mejor parado es Darío Lopilato, quizás el único que se plantó en un registro livianamente cómico. Los decorados austeros, la fotografía lánguida, el exceso de insultos para darle un tono guarro, la sangre, disparos o palomas hechas por computadora y el uso indiscriminado de drones (acaso el más dañino avance técnico para la gramática del cine) revelan que Sólo se vive una vez fue una película fallida en su origen, un cine de género filmado sin ideas y condiciones apropiadas.