Un Peugeot 505 aparece incinerado en un descampado. El plano es fascinante: una carcasa escupiendo fuego con creciente rabia sobre un fondo crepuscular. El auto será de la madre de Guadalupe, una chica desaparecida. ¿Qué se sabe de su paradero? Casi nada: se fue de un boliche para nunca más volver. Este “casi nada” parece signar el tono de la ópera prima de Sofía Brockenshire y Verena Kuri, tanto en buenos como en malos términos. Desde el guion de Una hermana no hay necesidad de establecer certezas. En definitiva, una desaparición es la vacante del sentido, el limbo del saber. Aquí todo será indicio, posibilidad, especulación, un imaginar sórdido que hará de Guadalupe un cadáver o una víctima de la trata de personas. O alguien que decidió fugarse. La ausencia de respuestas es una decisión osada que alejará al filme de la prosa y lo arrimará al lirismo. Justamente, en esa orilla las directoras parecen asustarse y no dar el salto definitivo para enrarecer el relato. Alba, la hermana de Guadalupe, se encargará de iniciar la búsqueda por sus propios medios, lidiando con la angustia de su madre y con el cuidado del mismísimo hijo de Guadalupe. Hay en el detalle del niño abandonado –junto a la condición precaria de la familia– cierta gula por el infortunio, por suerte no acentuada gracias a Sofía Palomino, que desvía la atención del golpe bajo para guiar al espectador por su travesía frustrante: averiguar un paradero sin pistas sólidas. A medida que las esperanzas de Alba se derriten, las directoras desordenan la estructura del relato: el tiempo se confunde y se vierte un manto de sospecha sobre determinados personajes (algunos anónimos). Pero todo será un bucle de sugestión. La sumatoria de imprecisiones le imponen al filme un bienvenido clima pesadillesco, sólo que este clima no llega a profundizarse. Habrá tomas extrañas, sucesos incomprensibles, metáforas crípticas, pero siempre bajo el pulso prosaico que dio inició al filme. El quiebre formal será en extremo mesurado y esto logra que el espectador clásico exija más datos y que el espectador sensorial se quede corto en su narcosis.
El filósofo Gilles Deleuze acuñó un término que define con exactitud a esta película: percepto. ¿Qué significa? Las personas percibimos, pero lo que el arte intenta es construir un conjunto de percepciones que sobrevivan a aquél que las experimenta. Es decir que yo puedo ver y cruzar todos los días una misma calle, pero si un artista la ordena estéticamente, deja de ser una percepción individual y pasará a ser un percepto, algo que todos podremos apreciar. Por eso aquél que se jacte de habitar Córdoba deberá acercarse urgente a ver este documental para redescubrir su ciudad como obra de arte. Esas calles que uno cree conocer de memoria se revelan como algo desconcertante. A esto apunta Córdoba, sinfonía urbana: a retratar una geografía. Y como en todos los grandes retratos, aparecerá la intencionalidad del artista, o en este caso de un grupo de artistas comandados por Germán Scelso. Sus 60 minutos consisten en una trepidante sucesión de planos que ocho cineastas hicieron de Córdoba: la Cañada, el Lago San Roque, el Monumental Sargento Cabral, las peatonales céntricas, la Galería Cinerama, la Iglesia de los Capuchinos, el Parque Sarmiento, la circunvalación, el Teatro del Libertador e infinitos etcéteras. Primer prejuicio a eliminar: no es una película financiada por la Secretaría de Turismo. Segundo prejuicio a eliminar: no comete la tontería de reducir la provincia al cuarteto y el fernet. Lo maravilloso de Córdoba, sinfonía urbana es su capacidad para repensar la ciudad a través de planos enigmáticos, todos bajo un riguroso criterio de abstracción geométrica, como si la mirada de este grupo de cineastas fuese virgen o extraterrestre. Cada espacio o situación vibra por primera vez y una manifestación en la avenida Vélez Sársfield, escenario harto común, posee tal singularidad que parece poder revertir el curso de la historia. Si este filme se torna hipnótico es porque en lugar de explicar Córdoba prefiere contemplarla. El único posicionamiento ideológico del filme queda sugerido a través de la recurrencia de la figura policial y los cauces fluviales, como si los abusos de autoridad que marcaron la historia de la provincia fuesen lavados. Scelso también entiende que está retratando a una ciudad globalizada, permitiendo la convivencia de yuyos autóctonos con marcas de multinacionales, de siluetas de edificios sobre fondos silvestres. Gracias al manejo sobrenatural del sonido, esta incoherencia urbana se transforma en un artefacto afinado en donde bocinas, pájaros y taladros encuentran su armonía. Después de ver esta película Córdoba no será la ciudad que habitamos: será, además, una soberbia obra de arte.
El estreno de Deadpool en el 2016 fue una rareza, tanto por su manufactura precaria (una película mainstream de bajísimo presupuesto) como por su recepción entusiasta. Una propuesta jugada aplaudida por hordas de adolescentes tardíos. La secuela era inevitable y esta vez los millones de dólares son una canilla libre que no tardan en ostentarse con las primeras secuencias de acción. No es esa clásica pelea de apertura, son varias, unas cinco aproximadamente, sin otro conector que el exhibicionismo masturbatorio. La intensión de los guionistas (entre los que figura el propio Ryan Reynolds) queda clara desde el minuto cero: deconstruir la película, romper las reglas del género, abusar de las expectativas, demostrar que se está adentro de una película, parodiarlo todo hasta que reviente la máquina de referencias. Esta compulsión de rebeldía y metaconciencia logra un efecto contrario y prepara al espectador para lo inesperado. Tan obvio es que la película buscará un camino disruptivo que el contraefecto se amortigua. Deadpool 2 es una locura predecible, la travesura sistemática de un niño carente de atención. Sin embargo, en esta neurosis del chiste guarro aparecen gracias auténticas. Por lo general son momentos que derivan del detalle y no del humor grueso, como un oso panda inflable que amortigua la caída de un personaje que se jacta de tener buena suerte como único superpoder, o un cameo microscópico de Brad Pitt, o la resolución coreográfica de una escena de acción. Detalles. La voz omnipresente de Deadpool, en cambio, resulta insoportable y delata la autoexigencia despiadada del filme: ser gracioso aunque no haya combustible para el humor. ¿Y acaso existe algo más patético que una libertad clamada a gritos? El sistema de linkeo obsesivo en Deadpool 2 se emparenta con Tarantino y allí el problema se despeja: si Tarantino logra hacer películas geniales con retazos de otras películas, es porque su lógica es la del homenaje silencioso. Son guiños que jamás desestabilizan lo narrado. Uma Thurman combate yakuzas vestida igual que Bruce Lee pero el traje amarillo no es el epicentro dramático. Con Deadpool 2 sucede lo opuesto: cada escena está pensada para una ocurrencia que se mofe de otras películas, mientras que lo narrado pierde consistencia. Guionistas y director podrían haber tomado una medida verdaderamente osada: filmar una obra surreal en donde la imaginación descomponga el aparato narrativo. No: Deadpool 2 quiere ser subversiva y a su vez empatizar con las desventuras del protagonista. El resultado es un filme estupidizado por el escándalo con alguna que otra virtud plástica, mérito exclusivo del director de CGI. Poco de perverso o antiheroico habrá en Deadpool. Su humedad caricaturesca le quita fiereza. Al hablar de pedofilia, racismo y machismo, los tópicos no interpelan con sinceridad; es un contenido puesto para provocar. Apenas uno sopla el polvo antisistémico de Deadpool 2, se encuentra con otra película de superhéroes moralista que distingue a la perfección el bien del mal.
Cuando termina Avengers: Infinity War (obligatorio quedarse hasta después de los créditos), uno entiende el marketing espasmódico y agobiante que envolvió a este proyecto: todo lo que Marvel Studio construyó hace 10 años, película tras película, llega a su clímax en estas dos horas con 40 minutos. No es un clímax cualquiera. Marvel Studio se esforzó por tejer una macronarrativa en donde sus 18 películas tengan cierto feedback. Ha logrado un entramado laberíntico, con personajes que se filtran en otras historias pero no como graciosos cameos, sino como aleteos de mariposas que provocan cambios en futuras producciones. Infinity War, en este sentido, es el crossover supremo, la solución final a tantas contaminaciones o juegos de pasajes. Infinity War es la sumatoria de todos los clímax, un orgasmo multitasking que deja al espectador boquiabierto. También vacío, claro. ¿Qué más se puede hacer después del tercer acto de Infinity War? ¿Cómo lograr, otra vez, semejante intensidad en un filme de superhéroes? Después de esta película, Marvel Studios deberá repensarse por completo. ¿Deberá? Es probable que los próximos pasos ya estén calculados, listos para ejecutarse en lo que el estudio denomina “Fase 4”. Más allá de la especulación, hay una singularidad que enaltece a Infinity War: su atrevimiento. No sólo es un riesgo narrativo, metafóricamente implica la desintegración del marketing acumulado a lo largo de tantos años. Heroísmo anticapitalista que, de consumarse y no ser una treta para enloquecer al fan, valdrá un fuerte aplauso y un ejemplo a seguir para todas aquellas producciones que cuando lanzan un hit derivan en sagas aplomadas. Aunque el desenlace destroce la psiquis del espectador, no hay que restarle mérito a la construcción eficaz y ordenada de Infinity War. Los directores Anthony y Joe Russo superaron el desafío de converger múltiples tramas. Es cierto, cada personaje hereda un conflicto, ya posee densidad y complicidad, no obstante la compaginación podría haber resultado desastrosa, una mixtura de tonos provocando la sensación de estar viendo varias películas en una. No: Infinity War se mueve, literalmente, por diversos planetas y crea grupos surtidos de personajes sin desestabilizar su dinámica. Spider-Man puede tener diálogos con Quill sin que nos haga ruido, Groot puede encariñarse con Thor sin que parezca un martillazo de guion, Capitán América puede llegar a acuerdos diplomáticos con Black Panther sin que luzca como una pirueta política de DC. Estamos ante una película polimórfica pero jamás deforme. La facultad de los hermanos Russo para serpentear entre tantos escenarios y subtramas sin desintegrar la identidad del filme también se explica por la estética que forjó Marvel Studios. La simpleza psicológica y el humor desenfadado de Iron Man, del 2008, son los mismos que marcan el pulso de esta producción del 2018, y que la hacen tan liviana y accesible. Una mente maestra organizando una impronta para el género de superhéroes. ¿Cómo seguirá la macronarrativa? Nadie podrá adivinarlo: con Infinity War esta mente maestra alcanzó el nirvana y ya no distingue el bien del mal.
Nació el superhéroe que un pueblo esperaba Chadwick Boseman se pone en la piel de Pantera Negra, el nuevo superhéroe de Marvel que ruge frente al racismo. Estamos ante la película más política del universo Marvel y no a modo metafórico, como supieron serlo las primeras entregas de X-Men (perfectas alegorías sobre la marginalidad). Esta vez la propuesta es explícita, difuminando la frontera entre película de superhéroe y thriller político. La impresión que deja Pantera Negra es de alta consistencia narrativa, detalle para nada menor considerando que es el mito fundacional del superhéroe, y esta clase de películas, abocadas a explicar el nacimiento del personaje, ingresan siempre en dos compartimentos: el antes y el después de la adquisición de poderes o la decisión de usarlos. Por eso las segundas partes del género suelen ser más atractivas: el héroe ya existe, no hace falta explicar nada, sólo verlo en acción. Aquí Ryan Coogler, guionista y director, ejecuta una maniobra arriesgada: hacer confluir la parábola de T'Challa/Pantera Negra con el reposicionamiento geopolítico de Wakanda, un país tercermundista ficticio. Todas las crisis que transita Wakanda enriquecen y complejizan a T'Challa, y viceversa. La economía dramática es prodigiosa y favorece la fluidez del relato. La asunción de un nuevo Rey, el respeto sacro por las instituciones y el pasado, las inminentes guerras civiles, el dilema entre proteccionismo o expansión al mundo: estas cuestiones políticas se convierten en metonimia del conflicto interior de T'Challa. Para Ryan Coogler, personaje y pueblo son igual de importantes, un ente indisociable. Se percibe mucho respeto al momento de recrear una cultura que combine el folklore de las tribus africanas con tecnología de punta. De la unión entre lo tribal y lo futurista uno esperaría cierto eclecticismo bizarro, pero lejos de eso, e inclusive sin emparentarse con el mundo de Thor, el Wakanda de Pantera Negra luce absolutamente creíble y carismático. Hay un trasfondo que atañe a uno de los personajes centrales que peca de altisonancia y oportunismo. Un subrayado innecesario que conecta la historia de la negritud y que problematiza la esclavitud y el racismo. Por ser una película discursivamente habilidosa, semejante bache es imperdonable, casi una intromisión de la corrección política de Hollywood, afectada y chillona. Por esto mismo tampoco sorprende que su desenlace sea diplomático y reformista hasta el absurdo. Por supuesto que no todo será política ni drama cortesano: habrá dosis de humor, tensión romántica y sofisticadas secuencias de acción (atentos con la persecución en Corea del Sur). El apartado musical a cargo de Ludwig Göransson fusiona con desfachatez cantos étnicos con gran orquesta, y desde la dirección artística hay que reconocer que Wakanda es bello sin caer en el cotillón new age de Avatar. El elenco es en su totalidad negro salvo dos notas disonantes: Martin Freeman como un agente de la CIA y el excelente Andy Serkis encarnando a un villano de esos que se extrañan en el cine: gracioso y escalofriante. Pantera Negra podría resumirse como el costado DC de Marvel. Pero bien hecho, con elegancia en su gravedad y soltura en su edificación intelectual.
El ansiado posee una fineza cinematográfica única para la saga. Su energía es inagotable: en sus 152 minutos nunca merman ni la acción ni el humor. Dos frases se repiten en Los últimos Jedi: “Destruir las leyendas” y “dejar atrás el pasado”. Tales sentencias serán el corazón conceptual de este Episodio VIII y marcarán la autoconciencia de su director, Rian Johnson, al momento de lidiar con un fenómeno de proporciones religiosas. ¿Hasta cuándo el público será hechizado por la nostalgia? ¿Cómo construir algo nuevo sobre los monumentos del pasado? ¿Puede Star Wars refundarse como narrativa sin traicionar su esencia? El despertar de la fuerza fue un declarado homenaje a la saga original, una cautelosa presentación de nuevos personajes y conflictos sin despegarse de una estructura bastante previsible. Afortunadamente, con Los últimos Jedi no puede decirse lo mismo: su guión ya presenta una arquitectura sofisticada que divide al relato en dos tiempos narrativos: la persecución de la Primera Orden contra las flotas de La Resistencia a lo largo de la galaxia (el presente de la película, por decirlo de algún modo) y el entrenamiento de Rey en una isla ancestral con Luke Skywalker durante el transcurso de varios días. La destreza de Rian Johnson es indiscutible: salta de una temporalidad a otra con total naturalidad, haciéndolas confluir sobre el último tercio del filme. Los últimos Jedi tiene algo que a las anteriores entregas les costaba conseguir: cohesión en sus múltiples tramas, una organicidad rítmica que no descansa pero tampoco agobia. Las dos horas y media de película consisten en una persecución agónica y a partir de allí se irán desprendiendo micro aventuras. Esta estrechez temporal es toda una novedad para una saga adicta al compartimento episódico. La apropiación de Rian Johnson también se vislumbra en pequeñas herejías que consisten en juegos de montaje, exploraciones sonoras y planos detalles decisivos pero disimulados. Estas travesuras plásticas le aportan altura cinematográfica a la saga, le otorgan una originalidad que no llega a romper con las leyes sagradas de lo que debería ser una película de Star Wars. Porque sí: tendremos un surtido de bichos destinado a convertirse en merchandising (atención a la delirante secuencia del casino), enfrentamientos con espadas láser, batallas de naves y lecciones sobre la fuerza. Luces y sombras Pero también tendremos una propuesta más aggiornada para entender esta idea de balance entre luz y oscuridad, que vendrá de la seducción mutua entre Rylo Ken y Rey. En este vínculo zigzagueante, casi histérico, la saga se refresca y recupera su grandeza mitológica. Los diálogos entre Adam Driver y Daisy Ridley son honestos, tensos y desgarradores, y la escena en la que ambos se disputan un sable láser está destinada a pasar a la historia como uno de los encuadres más bellos de la saga. Hay, además, una complejidad actoral en esta nueva generación que no la aporta ni Mark Hamill y mucho menos la fallecida Carrie Fisher, encasillados en métodos anacrónicos y sobregesticuladores. El universo creado por George Lucas finalmente se ha emancipado y sus mutaciones serán infinitas.
El último filme de Bruce Willis propone balas perdidas en el bosque. Sorprende la actuación del pequeño Ty Shelton y lo avejentado que luce Willis. Es probable que Bruce Willis entre al libro guinness de los récords como el actor que más veces ha interpretado a un policía. Verlo con un uniforme pidiendo refuerzos por walkie talkie mientras apunta con un arma ya es icónico, sería la mejor pose para eternizarlo en un monumento. Esta vez comparte cartelera con Hayden Christensen, a quien todos asociarán de inmediato con Anakin Skyawalker. El thriller tiene un curioso punto de partida, al menos desde lo climático: el hijo de Will (Hayden) sufre bullying, así que su padre tiene la ocurrencia de llevarlo a cazar para que “se haga hombre”. Los primeros veinte minutos poseen un tono costumbrista, por momentos parco. El director, Steven C. Miller, construye la relación padre-hijo de manera sentida, sobria, no hay escenas absurdas con lecciones de vida, ni líneas de diálogo que quieran subrayar algún tipo de paternidad ausente y culpable. Aquí acompañamos a un padre que desea pasar tiempo con su hijo y transmitirle confianza. La honestidad de estos primeros minutos también le debe mucho al pequeño Ty Shelton, el actor que interpreta al hijo. Ty Shelton es, sin dudas, lo mejor de la película, toda una revelación considerando que es éste su primer papel en el cine. Pero la trauma deberá complicarse para que Bruce Willis se ponga en acción, y en estos paseos por el bosque en busca de un alce, padre e hijo testimoniarán un fusilamiento mafioso. A partir de allí, el filme de Steven C. Miller se adentra decidido en el género thriller, con una vuelta de tuerca tras otra, personajes que no son lo que aparentan, secuestros, extorsiones, botines ocultos y un padre que romperá cualquier límite con tal de proteger a su hijo. Si algo salva a En defensa propia de hundirse en un mar de insipidez, es cierto relativismo moral que el director activa desde la óptica del niño. Por detrás de un thriller menor y a veces absurdo, hay un filme de maduración agridulce, un paso de la niñez a la adultez en medio de persecuciones y tiros que se incrustan en los árboles. Las mejores escenas estarán a cargo del joven Ty Shelton junto a uno de los “malos”, con diálogos ingeniosos, inclusive tiernos, filmados con la cantidad exacta de planos. De todos modos, esto es apenas una parcela óptima dentro de un conjunto deficiente. La película abusa de los giros inesperados y desmantela cualquier lógica de guión. A uno le queda la sensación de que es un filme hecho por encargo, sin grandes pretensiones, perfecto para distraerse en un colectivo de larga distancia.
Basada en una novela sobre un niño monstruoso, Extraordinario ingresa en ese listado de películas que le cantan a la vida. Su optimismo puede herir la sensibilidad del espectador. Ya desde su secuencia de apertura, Extraordinario impone su tono: amable, simpaticón, sensible, pedagógico. Se despejan las dudas: será una película bondadosa. ¿Pero su voracidad de bondad alcanza para convertirla en un producto fiable? Extraordinario es un filme tramposo y calculador, que no escatima recursos para extirparle lágrimas al espectador. Sin embargo, en este maquiavelismo sentimental, uno atisba la destreza del director Stephen Chbosky para sostener el interés rompiendo el punto de vista del protagonista, trasladándolo a personajes periféricos. Estos cambios del centro de gravedad serán el valor agregado del filme, eso que intente distanciarlo del género “anormales en busca de amor”, un género del que sólo David Lynch con El Hombre Elefante esquivó el golpe bajo para entender que había allí una humanidad alternativa, socialmente incompatible, y por lo tanto trágica. Extraordinario podría considerarse la antítesis de El Hombre Elefante, con un desenlace ideológicamente sospechoso. Auggie es un niño de 10 años que nació con múltiples deformidades y debió someterse a decenas de operaciones para sobrevivir. Tras ser educado por su abnegada madre (una Julia Roberts interpretándose a sí misma), más el apoyo incondicional de un padre canchero (Owen Wilson en piloto automático), Auggie debe enfrentar el colegio y descubrir qué es el bullying y qué es la amistad. La película está plagada de seres unilateralmente buenos que confabulan para que Auggie se sienta cómodo. El director de la escuela es una caricatura de sabiduría y buen temple. También adquiere protagonismo uno de los profesores, joven, afroamericano, open mind, que arrojará frases de autoayuda del tipo “pensemos siempre qué clase de persona aspiramos a ser”. En el bando de los malos, por supuesto, habrá un grupo dedicado al bullying. Si este maniqueísmo no se torna insoportable, es porque Stephen Chbosky se atreve a cuestionar el egocentrismo sufriente de Auggie para dedicarle parcelas de su película a los conflictos de los personajes secundarios. La deformidad de Auggie deja de ser un trastorno exclusivo para el niño y pone en situación conflictiva a los demás, como un espejo de disfuncionalidad. Esta innovación, de todos modos, no es radical, y con algo de culpa, el relato vuelve sobre Auggie, allanándole el camino hacia el éxito. Allí la película entra en sombras ideológicas: ¿es necesario hacer de Auggie un ganador? La adaptación y el exitismo terminan fundiéndose y el mensaje final se reduce a la ovación lacrimógena como única forma de reivindicación social.
Dentro de la factoría Marvel, la saga Thor se caracterizó por ser la más kitsch y fantástica. El diseño de la ciudad de Asgard y su entramado mitológico siempre tuvieron algo plástico, un destello new age. Y el director de esta tercera entrega, Taika Waititi, responsable de la genial Lo que hacemos en las sombras (2014), quiso capitalizar este aspecto al límite, llevándolo al terreno de la parodia. El resultado es desconcertante: es y no es una película de Thor, y esta dualidad no siempre resulta favorable. Aquí la comicidad no está inserta como bocadillos que alegran la acción: todo en este filme intenta ser desfachatado y cool, proponiendo un revival en clave posmoderna del cine clase B de ciencia ficción de los ochenta. Algo así como un híbrido entre Guardianes de la Galaxia y Kick Ass. ¿Pero resiste Thor estas nuevas reglas estéticas?, ¿merece el Dios del Trueno ser musicalizado con samplers y sintetizadores? Si pensamos en Chris Hemsworth, sí: el actor avasalla con su carisma y maneja el timing con eficacia. Si pensamos en Thor, no: el personaje queda despojado de relieve dramático, su tragedia cortesana pierde gravedad y termina siendo una parodia de sí mismo. A este péndulo de identidad se enfrenta Thor: Ragnarok en sus más de dos horas de metraje. Es cierto que los guiones de Thor nunca fueron sólidos, deudores de un cotillón intergaláctico que todo lo permitía. Pero en su afán hiperbólico, Waititi desbarranca la verosimilitud para regirse por el más salvaje capricho. Las andanzas de Thor y su mediohermano Loki en un planeta carnavalesco no tienen ningún asidero; uno siente que todo sucede para que de la conjunción de elementos salgan buenos chistes. Probablemente ése sea el problema medular de la película: se preocupa más por ser graciosa que por establecer una parábola. El humor omnipresente, inclusive, corroe los momentos tensos, ahueca las batallas, le quita empatía a los héroes. Otro mal del universo Marvel es su obsesión por generar un gran tejido fílmico con cruces, cameos y compatibilidad de tramas. Cuando no interfiere en la unidad del filme, la intertextualidad puede ser simpática, como sucedía en Ant o la última de Spider-Man. No es éste el caso: la aparición de Doctor Strange y Hulk exceden la anécdota y entorpecen el pulso narrativo. Waititi asumió riesgos extremos y el elenco sintonizó con la propuesta. Cate Blanchett y Jeff Goldblum parecen estar encantados con sus papeles bufonescos. El problema es que entre esta concepción pop de Thor y la tradicional no hubo ningún puente. Los admiradores del superhéroe se enfrentarán a una dura prueba de tolerancia.
Que se trata de una adaptación literaria queda clarísimo desde sus primeros minutos. Síntoma típico de una mala traslación: cada diálogo suena dislocado de la puesta en escena, evidenciando una comunión torpe entre la sugestión de la imagen y la necesidad literaria de bajar información. Por ejemplo: Francella resopla, se seca la transpiración, la luz es contrastada, e inmediatamente exclama: “Qué calor”. O bien los personajes anuncian que están por irse, cuando es el mismo desplazamiento en el encuadre lo que explicita esta retirada. La redundancia llega al colmo cuando se subrayan sentimientos: allí la gesticulación se convierte en el suplemento dietario de la palabra, cuando debería ser al revés. Que en un primer plano de Francella angustiado aparezca la frase “Me hacés mal”, indica la impericia del director Alejandro Maci para separar la materia prima de la novela de la potencia plástica del cine. No se reducen los problemas a estas manías de adaptación. El filme se divide en una primera parte melodramática y en una segunda policial. Sólo a los 50 minutos de metraje, cuando el crimen acapara el relato, el asunto levantará un poco de vuelo, con una atmósfera a lo Agatha Christie desafiando el ingenio del espectador. Previo al cambio de registro, Los que aman, odian narra con fuego desaturado el reencuentro casual de dos amantes en un hotel perdido en la arena. Gran parte de la insipidez recae en la desorientación actoral de la dupla protagónica. Lopilato y Francella tienen elementos para crear personajes complejos pero sólo entregan un puñado de emociones comunes. La función de femme fatale en Lopilato se sintetiza en vestidos rojos, miradas lascivas y frases ingeniosas, mientras que Francella no trasciende su corporeidad cómica. Ni siquiera Pablo Trapero en El Clan pudo quitarle su ADN risueño. Si a la insistente música trágica de esta película la suplantasen por un solo de banjo, cada aparición de Francella con su andar despistado dibujaría una sonrisa en el espectador. El resto del elenco se ajusta un poco más a la sintonía de Maci: un costumbrismo de época apesadumbrado. Pero la escasa imaginación para armar puestas (o el exceso tóxico de clasicismo), más la cobardía para incursionar de lleno en el thriller psicológico, deja desprotegido incluso a Juan Minujín y Carlos Portaluppi, dos de los más diestros actores de cine que haya dado el país.