Delirio en cuarentena Este filme no cae en la pedantería racional del thriller pero tampoco opta por la cabriola delirante. El desafío de Alejandro Awada es no hacer de argentino. La premisa es simple: ocho personas quedan encerradas en un bar ante lo que parece ser una epidemia en el centro de Madrid. Estos seres tienen personalidades disímiles, lo que propicia una dinámica psicológica turbulenta a medida que la situación llega al límite. La primera dificultad que sortea Álex de la Iglesia en este filme es la de caer en el teatro filmado. La compartimentación del espacio es estrictamente cinematográfica y el fuera de campo está más trabajado desde la puesta que desde el guion. La cámara no realiza juegos innecesarios ni se excede en sobriedad: las coreografías fluyen, se entienden, y el director manifiesta confianza en la herramienta más noble del cine para inyectar tensión: el primer plano. No estamos ante la maestría de Tarantino en Los ocho más odiados, pero se nota una soltura aceitada por la experiencia. La intriga del encierro se resuelve en un tono justo: no cae en la pedantería racional del thriller pero tampoco opta por la cabriola delirante. En esta tibieza se extraña el desenfado de La comunidad (2000), Crimen ferpecto (2004) o Mi gran noche (2015), pero al mismo tiempo uno se pregunta qué pasaría si de la Iglesia decidiera imprimirle un tono enteramente dramático a la acción. En cierto momento, el filme asoma una amargura que podría abrirle una nueva veta a un director que corre el riesgo de repetir fórmula. Están presentes los elementos clásicos que estructuran su poética: personajes grotescos, humor sórdido, violencia física y una banda sonora enviciada con el cuarteto de cuerdas. A diferencia de Las brujas de Zugarramurdi (2013), que era un cúmulo de desprolijidad y mal gusto, aquí los ingredientes están en dosis calculadas, prácticamente haciendo de El bar una muestra gratis del cine de Álex de la Iglesia. Una elección llamativa en el casting es Alejandro Awada. El actor no hace de argentino como se ha visto tantas veces a Darín en coproducciones, sino que imita la tonada española con audacia y carisma. Sus rasgos de sátiro oscuro lo hacían ideal para una comedia de estas características.
La protagonista de Mujer Maravilla, Gal Gadot, demuestra en este filme infantil que un superhéroe no se construye con efectos especiales, sino con carisma. DC Comics, bajo la sombra de Marvel, insiste en armar su red de películas. Esta ambición, sin embargo, acaba dañando la emancipación de los relatos, y Mujer Maravilla es un ejemplo acabado. Dos líneas estéticas incompatibles confluyen aquí: los rasgos generales de las películas de DC Comics, tomando como referencia el realismo plástico que patentó Zack Snyder en El Hombre de Acero, y las intenciones lúdicas de Patty Jenkins, directora de esta cinta en particular. A nivel macroscópico, Mujer Maravilla regresa a esa imagen contrastada y granulosa típica de Snyder. También están los ralentís en medio de la acción, la música wagneriana y la tintura solemne. No obstante, a nivel microscópico, Mujer Maravilla oxigena ese universo gravoso con un humor encantador. Allí está el rasgo más atractivo del filme: su perfume juguetón y aniñado, una tontería exenta de culpa junto a una inverosimilitud agraciada. Para Jenkins es imposible darle un corte “realista” a la historia de esta amazona traída al mundo por el mismo Zeus para frenar a Ares; su abordaje quiere ser frívolo y descontracturado, pero allí está la biblia de DC Comics exigiendo que se obedezca la ley del tejido orgánico, en otras palabras, que las películas se homologuen para formar parte de una gran película genérica y oscura. Mujer Maravilla se debate en este choque de intereses. Cada tanto triunfa el bien, aunque no siempre. La mejor aliada de Jenkins para darle lozanía al filme será Gal Gadot encarnando a la princesa Diana: hay en esta mujer una resonancia virgen sin precedentes. Su forma de mirar y de gesticular tienen una espontaneidad única, una pureza irrefutable. Gracias al aura de Gadot, Mujer Maravilla emite destellos entre la niebla. El relato empieza con el presente de Batman vs. Superman y esa enigmática foto vintage que muestra a Diana posando con soldados de la primera guerra. La película se convierte en un gran flashback sobre los orígenes de la amazona extraterrestre y su compromiso de proteger a la humanidad. Diana descubriendo el mundo es lo mejor que tiene DC Comics hasta la fecha. Cuando la heroína arriba a Inglaterra, el relato adquiere una adorable cadencia cómica. La ingenuidad de Diana es expuesta por su directora, creando una farsa entre un sentido común idealista y la histórica corrupción de los hombres. Esta alegoría, al materializarse en el villano, desmorona su picardía y se convierte en una épica obscena. Los intereses contrapuestos entre DC Comics y Jenkins llegan al límite: mientras más bizarra se torna la película, más grandilocuencia le imprimen. Así, la originalidad de Mujer Maravilla acaba extraviándose en aras de formar parte de un universo a plazo fijo.
Es curioso lo que sucede con Piratas del Caribe: la venganza de Salazar, la mayoría de sus secuencias, pensadas como islas, entretienen y hasta despiertan simpatía, pero como piezas interconectadas de una historia debilitan su ímpetu, se tornan inconsistentes y desabridas. Si esto sucede a escala película, el síntoma se recrudecerá a escala saga: la epopeya marítima de Jack Sparrow termina siendo una maldición iterativa. El problema no está en las partes sino en la suma. Un espectador descomprometido que entre y salga con liviandad del relato podrá sacarle provecho a esta cascada de acción, pero un espectador que reclame coherencia dramática encontrará en las más de dos horas de película una exasperación sin límites. Da la sensación de que los directores a cargo de esta entrega, Joachim Rønning y Espen Sandberg, se confiaron en demasía de la marca y se olvidaron de buscarle al filme un espíritu que lo diferencie. Es la quinta entrega pero podría ser la séptima o la décima y daría igual. En este sentido, Piratas del Caribe cae en el peor vicio de una franquicia: proponer apenas una atmósfera sin contar nada puntual. El argumento de La venganza de Salazar es un pastiche de otras entregas: hay una tripulación convertida en fantasma que busca vengarse de Jack Sparrow, y hay dos jóvenes que quieren hallar un tesoro mágico para ayudar a sus padres y descubrir quiénes son realmente; también están los ingleses para darle dinámica a las persecuciones por el mar. Las motivaciones de estos grupos de personajes nunca cuajan, por ello es que la película sólo funciona cuando recurre a lo estrictamente físico, cuando la aventura se manifiesta a secas como una coreografía sin sentimiento. De las nuevas incorporaciones en el elenco, la más destacada es la de Javier Bardem interpretando a Salazar. Más allá de estar potenciado por el excelente maquillaje digital, se nota una búsqueda en sus gestos y ademanes, bastante en sintonía con el asesino a sueldo de Sin lugar para los débiles. Los nuevos rostros juveniles tienen la clara función de reemplazar a Orlando Bloom y Keira Knightley, aunque sin llegarles ni a los talones de carisma. El pirata confeccionado por Johnny Depp, contonéandose entre borracho y afeminado, resulta entrañable pero a estas alturas estrepitosamente redundante. Los realizadores lo saben, y para darle más cuerda al personaje, agregaron un flashback en donde se cuenta algo así como el origen de su look. Un apéndice tan pintoresco como innecesario (como el cameo de Paul McCartney haciendo de tío de Jack), que les dará tiempo a los guionistas para pensar algo nuevo de cara a la sexta entrega que ya fue anunciada.
El bicho está domesticado El nuevo filme de la saga revela cómo nace la célebre criatura en un relato desaforado que deshonra el nombre de Ridley Scott. La escena inaugural es auspiciosa y desprende partículas de ciencia ficción dura: el androide David despierta en una habitación blanca y minimalista y conoce a su creador, con quien mantendrá un diálogo sobre los orígenes y la conciencia. Habrá lamentos sobre la condición humana y antes de que aparezcan los títulos nos educarán con tres citas a artistas clásicos: Miguel Ángel, Piero Della Francesca y Wagner. Si bien los clichés son extremos, la escena se carga de un dramatismo intelectual que recuerda a ciertos diálogos de Blade Runner. Pero el prólogo funciona como la última bocanada de aire antes de sumergirse en un pantano de banalidades. Del ambiente inmaculado pasamos a las penumbras de la nave colonizadora Covenant, que transporta humanos y fetos hacia un planeta llamado Origae-6. Por percances típicamente galácticos, la nave altera su destino y aterriza en otro planeta que alberga los gérmenes de la criatura. Alien: Covenant busca ser la continuación cronológica de Prometeo y el nexo a la obra maestra de 1979. Su gancho de marketing consiste en develar los orígenes del monstruo, una decisión conceptual que acabará desacralizándolo en lugar de complejizarlo, porque uno de los rasgos más atractivos del bicho era esa su descontrol libidinoso, esa rabia inexplicable y asesina. Darle un propósito lo debilita, lo convierte en el burdo vehículo de una intriga cortesana. Alien justificó su existencia en la demencia pictórica; esa cabeza ovalada, babosa y castradora era excusa suficiente para ponerlo en pantalla. Además de este error de base, sorprende lo disperso que se muestra Ridley Scott para tomar decisiones formales (hay una cámara subjetiva insólita y un flashback seudocómico), y hasta para darle identidad al relato. A lo largo del metraje uno tiene la sensación de estar brincando entre diversas películas del género sin descubrir qué obsesión guía a ésta más allá de su ramplona cadena de acción. Asoma una mirada de autor en ciertas escenas exóticas, sobre todo aquellas en donde Michael Fassbender diserta consigo mismo. También hay ingenio plástico en algunos decorados y en el diseño perturbador de unos prototipos humanoides de aliens, pero estas insinuaciones quedan sofocadas por una aventura selvática en donde los astronautas afrontan peligros con la misma madurez que un grupo de adolescentes. Alien: Covenant termina siendo un apéndice innecesario, una obra de relleno que Ridley Scott firma por caridad curricular pero que podría haber sido ejecutada por cualquiera. Esta explotación revela que el único que amó verdaderamente al bicho fue su creador H.R. Giger.
Ayudado por dos actuaciones sublimes, Moroco Colman explora en su debut como director un universo femenino convulsionado. Dos condiciones atmosféricas se disputan un espacio en Fin de semana, la ópera prima de Moroco Colman: el intimismo sensible y la confrontación vanguardista. Es probable que el director haya querido aunar ambas instancias para dotar a sus personajes de claroscuros, pero a diferencia de un filme como La Noche, de Edgardo Castro, en donde el desenfreno adquiría un aura espiritual, aquí lo dulce y lo punk lucen mezclados antes que orgánicos. Fin de semana narra el reencuentro de Carla y Martina, dos mujeres de distintas generaciones. Pueden ser madre e hija, o quizás hermanas; el filme prefiere soslayar este dato y concentrarse en el vínculo a secas, sin parentesco que lo predisponga. Lo único objetivo será que Carla visita a Martina por unos días para acompañarla en un duelo. La película, con calma, va puliendo los rencores de una ausencia. La puesta está diseñada con múltiples elementos en tensión, la mayoría sugeridos. Cada escena tiene algo atractivamente autoconclusivo, con pequeños zigzags narrativos que habilitan el lucimiento actoral. Las interpretaciones de María Ucedo y Sofía Lanaro son inagotables y excelentes, esta última cargando de electricidad a su personaje sin exagerarlo, con exabruptos viscerales bien alejados del berrinche adolescente. La irrupción del sexo explícito quizás sea el mayor traspié del relato. No por cuestiones morales: la intensidad de las imágenes perdura por encima de la propuesta sigilosa; estamos ante provocaciones que distraen el corazón del relato, e inclusive hacen quedar como naif otras escenas en donde estas mujeres se asoman a la redención. Algunos formalismos no son disruptivos pero flirtean con lo snob: la música atonal y el cambio de formato de pantalla en tres ocasiones (ratio de 1.33:1 para el inicio, 2.35:1 durante un episodio intermedio y 1.85:1 sobre la conclusión), cada uno con su propio director de fotografía. Esta alternancia de formato recuerda un poco a Mommy, de Xavier Dolan, aunque sin tanta torpeza poética. Nada cambiaba si Colman respetaba un ratio de principio a fin: la película seguiría siendo igual de sofisticada y las actuaciones igual de potentes.
La salvación del espíritu Sobria, frágil y reposada, El Porvenir contempla la crisis existencial de una profesora de filosofía. Isabelle Huppert regala otra interpretación hipnótica. Una película en la que leen a Karl Krauss, reclaman por un libro de Schopenhauer, se hurtan una obra marcada de Levinas o recitan a Pascal en un velorio podría ser un disparate snob, pero ninguna pretensión falsa asoma en esta sexta película de la realizadora Mia Hansen-Løve (El padre de mis hijos, Edén), que se erige como un monumento melancólico sobre la figura del filósofo. La virtud de El Porvenir está en diluir la aspereza del lenguaje filosófico para arrojar luz sobre la mundanidad de gente que hace de la filosofía un medio de subsistencia. Mia Hansen-Løve logra que sus personajes vivan y padezcan sin pintarlos como iluminados, excéntricos o locos; la realizadora ni siquiera cae en la tentación de ponerlos a debatir conceptos con pantomimas irónicas. Y aún así, la filosofía es absorbida por el relato. El foco cae sobre Nathalie, una profesora interpretada por Isabelle Huppert, que a esta altura ya merece un altar en la historia del cine. Nathalie observa cómo su mundo se despedaza. No catastróficamente, más bien como una agonía, como un árbol que se deshoja. En esta languidez existencial irá buscando la forma de rearmarse para encarar un futuro con expectativas amargas. Estamos ante un filme tan modesto como inteligente, capaz de impregnar la filosofía sobre el cuerpo de sus personajes. Dentro de sus posibilidades, todos tomarán decisiones trascendentes: divorciarse, tener un hijo, aislarse en una granja, dejarse morir. Mia Hansen-Løve no explica por qué sus personajes asumen estos cambios, simplemente los exhibe, permitiéndole al espectador valorar si por cada acción hay un reverso de pensamiento. Allí entra en juego la sutileza de los detalles, hendijas cotidianas que descubren la angustia detrás de estas decisiones. El filósofo, por primera vez en un filme, no está trastornado por las ideas. He aquí una coyuntura humana, demasiado humana. Y bella.
Nuestro comentario del drama bélico con el contexto de la Guerra de Malvinas. Resulta imposible abordar esta película sin partirla al medio: durante la guerra y después de la guerra. Es mucho más que una división formal; Soldado argentino sólo conocido por Dios, cuando se aleja de las islas para retratar el trastorno de los sobrevivientes, cae en infinidad de despropósitos, como si otra idea del cine se hubiese apoderado de los realizadores, otra moral impulsada por un didactismo apático. El punto de partida para contar el conflicto bélico es ingenioso: la leyenda del soldado Pedro, de quien se dice que fue el último caído en Malvinas. Tal rumor nunca se rectifica, pero funciona como disparador para que Rodrigo Fernández Engler recree el entorno del héroe anónimo. La hazaña del supuesto Pedro funciona como trasfondo, es un accesorio colorido que no obstante se desaprovecha cuando la película más lo necesita: durante la posguerra. Allí donde se podría jugar con la representación, poner en jaque los constructos históricos, e inclusive convertir el relato en un policial mitológico, Soldado argentino... opta aplastarse en una tristeza solemne, convertirse en un teatro sociológico para proyectar en las aulas un 2 de abril. Si fastidia sobremanera este cambio de rumbo, junto al empobrecimiento de la puesta, es porque lo obtenido en Malvinas fue sobrio y sólido. La capacidad de contar una guerra en fuera de campo es formidable, respaldado por el gran diseño sonoro de Hernán Conen. Las actuaciones en conjunto convencen y tornan creíbles líneas de diálogo en plena acción. También se aprecia sensibilidad para los encuadres, siempre inundados por la luz mortecina de Sebastián Ferrero, acaso uno de los mejores directores de fotografía en Córdoba. La recreación de las islas, en resumidas cuentas, es exacta, y hasta los enigmáticos planos de unos pájaros aportan para contagiar la desolación de estos jóvenes entregados en sacrificio. Hacia abajo La rendición del Ejército Argentino marca un pico de tensión sin necesidad de caricaturizar a los ingleses. Entonces, cuando parecía que estábamos ante la película más aguda sobre Malvinas, todo se desmorona de manera bochornosa. El resto de la película de Fernández Engler persigue a Florencia Torrente reclamando por la identidad de su hermano, convencida de que es el Pedro de la leyenda. El debut actoral de Torrente es un error imperdonable de casting: tan lánguida y afectada es su interpretación que hasta el microfoneo no le responde. Esta impericia contrasta con las actuaciones restantes, específicamente con la de Mariano Bertolini encarnando al soldado Juan Soria. Su gestualidad es milimétrica y poderosa, basta detenerse en su mirada para sentirse atravesado por esa angustia que el guion resalta torpemente al son de un bandoneón.
La película es un doloroso relato sobre el duelo que un padre enfrenta tras el asesinato de su hijo. Hay fallas en el tono pero también momentos de belleza abrumadora. Miguel Ángel Rocca, director de Arizona Sur (2007) y de La mala verdad (2011), se propuso filmar una historia difícil: el acercamiento que un padre hace sobre el universo de su hijo de 24 años luego de que éste sea asesinado. La delicadeza del tema pone al filme constantemente en peligro, exigiendo pericia climática y prudencia simbólica. En el balance, Rocca sale airoso, conteniendo con solvencia su relato, cocinándolo en el punto emocional justo. No sólo la dosis dramática es la adecuada, ciertas escenas están hermosamente ejecutadas, compartiendo el dolor de una pérdida sin transformarlo en golpe bajo. El don de la sutileza no siempre se obtiene; la necesidad de imprimirle ritmo a la película deriva en subtramas excesivas, como la búsqueda de venganza, o en registros actorales desencajados, como el perfil emo-lumpen de Nicolás Francella y el amaneramiento chispeante de Alejandro Paker. También hay estados melodramáticos toscos junto a una que otra voz en off contando tonterías. Cuando las escenas adquieren lentitud y la cámara se concentra en la actuación de Jorge Marrale, el filme saca a relucir su autenticidad lírica. Algunas resoluciones no convencionales, como un enfrentamiento dentro de un auto, iluminan la osadía que debió capitalizar el director. Un detalle le da relieve a la historia: momentos antes del asesinato del hijo, el padre descubre su homosexualidad. Al desconcierto de tener un hijo gay se le superpone la desesperación de no tenerlo más. El personaje de Marrale pondrá en jaque sus nociones de virilidad, replanteándose decisiones de crianza y recriminándose su déficit de sensibilidad para reparar en lo obvio. En cierto modo, Maracaibo es un policial del corazón, la búsqueda de un sentimiento verdadero que clausure un lazo filial truncado por la tragedia. Esta idea queda astutamente metaforizada en la contraseña de la computadora del hijo. Si el padre logra descifrarla, la redención estará un poco más cerca. Película triste pero atendible, que aún con sus derrapes nos implora que la abracemos como si fuese cine de autor.
La esperada adaptación del mítico animé comete varias perversiones conceptuales en aras de crear un tanque entretenido. Filmar con actores un referente del manga y de la animación como Ghost in the Shell era a priori un fracaso. Y no sólo porque la película de 1995 se haya convertido en objeto de culto. Su densidad narrativa hacía difícil imaginar una estética en consonancia con el vértigo mainstream. En efecto, la filosofía es lo que más se resiente en esta adaptación: la disyuntiva existencial pierde en abstracción para consumirse sin exabrupto neuronal. Las aventuras de la Mayor ahora dependen más de la destreza física que del lenguaje. En tres ocasiones del filme se repite la siguiente frase: “Uno se define por sus acciones, no por lo que dice”, sentencia desafortunada para un animé obsesionado con la conciencia, pero justa para una película comestible. Si en la versión original el personaje de la Mayor buscaba respuestas al enigma del ser, acá Scarlett Johansson busca respuestas de su identidad. La diferencia no es menor, ya que se le otorga a un personaje genérico una biografía, componente ausente en 1995 para problematizar la construcción de la identidad a través del recuerdo. Que la Mayor ahora tenga un pasado es una contravención al espíritu del manga, como también lo será su desenlace: si en el animé la subjetividad de la Mayor se convertía en una tabula rasa abierta a reencontrarse con el mundo, acá sucede lo opuesto: hay una reivindicación al individualismo, triste conformismo con una identidad prefabricada para ser funcional al Estado. El conflicto entre adaptación libre inflamada de subtramas y remake respetuosa pondrá al filme en problemas de atmósfera: por momentos desea impregnarse de la oscuridad del animé pero siempre gana la manufactura de una película de acción. Los ejemplos más claros están en los planos que homenajean al filme original: para diferenciarse del resto, reposan más, creando una burbuja de poesía que no condice con el frenesí posterior. Tenemos la inmersión de la Mayor en el océano o su caída libre desde un rascacielos como momentos visualmente apabullantes, aunque sin el plus conceptual por el que esos planos fueron confeccionados en 1995. El único homenaje logrado será indirecto con Takeshi Kitano hablando en japonés. La emblemática escena en el ferry se convirtió en un mero enlace de guion. Batou dejó de ser un interlocutor filosófico para ser un burócrata de tiros y explosiones. Ghost in the Shell, versión 2017, ya no es lo que dice, sino lo que hace (o exhibe). Este cambio de eje hará que el debate de la conciencia sea una carcaza oxidada y no el alma anhelada por los ciborgs del futuro.
un drama bucólico con óptica femenina En lo profundo del bosque resulta un inspirado relato que narra el fin de la civilización desde la óptica de dos hermanas. Uno de los aciertos de este singular drama postapocalíptico es su discreta bajada de línea; pocas películas hacen gala de un feminismo tan auténtico y espontáneo. Patricia Rozema, guionista y directora, reivindica los lazos femeninos en consonancia con el devenir dramático. Nada está ideológicamente forzado ni suena pretencioso. La metáfora, simplemente, fluye del relato. En lo profundo del bosque narra el apagón masivo de servicios en un futuro cercano, con todas las consecuencias civilizatorias –o rupturas del pacto social– que ello implique. La falta de luz, Internet y agua crea una atmósfera similar a las propuestas por la serie Black Mirror, pero como el foco aquí está puesto en la frágil supervivencia de dos hermanas, interpretadas por Ellen Page y Evan Rachel Wood, el alarmismo distópico no tiene tanta cabida. La cámara, de hecho, no se despega nunca de las jóvenes, retratando con delicado intimismo cómo reestructuran sus vidas en una cabaña perdida. El tono elegido por la directora parece ser el correcto: detalles, situaciones, momentos. Un guion que se rehúsa al thriller para favorecer la poesía. Bajo esta decisión estética, la película entra en conflicto: no desea aumentar sus pulsaciones pero tampoco posee la sabiduría cinematográfica justa como para impregnar sus escenas de precariedad existencial. El realismo se torna lánguido y esquemático, aún con la evidente entrega de ambas actrices. El uso de las elipsis es interesante, así como la percepción del tiempo a través del deterioro de los espacios. En este mundo que se derrumba, las mujeres maduran y descubren su fortaleza de manera convincente. Quizás allí donde el filme debía encontrar su fuerte, en la psiquis de sus heroínas, se torna vago y carente de tacto, como si se filtrase la fórmula de una saga teenager. Aún con estas desprolijidades, el abordaje de otra debacle mundial es novedoso, y el enaltecimiento del feminismo se desprende de la mirada enternecida que la directora posee para con sus criaturas. Sonrisa silenciosa y bienvenida dentro de una cartelera que busca llamar la atención con rugidos.