El western es un género que, actualmente, no tiene mucha cabida con el público en general. Westerns eran los de antes, y con algunas contadas excepciones, es un género que se quedó para siempre en la Era Dorada de Hollywood. Hay nuevas variaciones, lo que podría llamarse neo-western, y Hell or High Water entra ampliamente en ese apartado. La película escrita por el brillante Taylor Sheridan, que nos dio recientemente la excelente Sicario de Denis Villeneuve, no redescubre la rueda ni el fuego con su historia, pero la dota de personajes grises y una trama pausada pero electrizante que cautiva a la audiencia.
El libro de fotografías y poemas de Guadalupe Gaona, “Pozo de aire”, es la inspiración libre y punto de partida para Milagros Mumenthaler, quien en La idea de un lago narra la historia de Inés, una joven fotógrafa que tiene un gran vacío en su vida. Ese pozo de aire que da título al libro es la desaparición de su padre en ese episodio tan funesto de la historia argentina, y en ese detalle cronológico basa la película sus mejores y peores cartas. La sutileza con la que Mumenthaler hilvana su cuento es loable, adentrando al espectador en la vida de la protagonista, una chica de treinta y pico embarazada, con problemas de pareja y una relación tempestuosa con su madre. La raíz de todos sus conflictos, la apatía que genera en su persona y la pasión con la cual organiza el lanzamiento de su volumen autobiográfico, es la misma: la falta de la figura paterna, desaparecida en el aire durante la Dictadura Militar de 1976. Son incontables las veces que el cine argentino ha revoloteado por encima de esa cruenta mancha local, detalle que se puede volver cansino y repetitivo a más no poder. Pero la directora se basa en esa ausencia para construir una historia de cierre y crecimiento personal, de incertidumbre y sueños perdidos, una historia mínima que no se regodea en lo obvio sino que elige otro camino. La memoria, o la falta de ella, es un detalle clave para Inés, que se aferra a esos poquísimos recuerdos de su padre para salir adelante o para retenerse a sí misma en el tiempo. Su interpretación, a cargo de Carla Crespo, tiene todos los ingredientes necesarios para interesar al espectador por su personaje. Mayormente distraída y con un semblante triste y opaco, es en los pequeños momentos que Crespo la llena de sinceridad, dotándola de un vacío palpable que afecta a todo su alrededor y no le permite avanzar. En contrapunto, su madre (Rosario Bléfari) transita el mismo camino que Inés, pero ella ha perdido a un compañero y la incertidumbre la carcome: aún sabiendo que es una chance imposible, ¿volverá algún día? La ausencia pone en jaque la relación de las dos mujeres, generando situaciones incómodas cuando se buscan respuestas a preguntas que uno intuye, pero no quiere saber. Los flashbacks a la infancia de Inés son fundamentales para conceder vida a la película. Las locaciones espectaculares son acompañadas por una exquisita fotografía a cargo de Gabriel Sandru, que dota con una granulada paleta visual a las imágenes, casi viendo la acción como un video casero antiguo, una fotografía desgastada por el tiempo y los recuerdos. Estos momentos quitan el aliento, y duelen mucho más cuando se nota que es una situación clave en la vida de la protagonista. Para aquel que entienda o haya sentido una desaparición de este estilo, La idea de un lago tocará una fibra muy sensible y se sentirá identificado con la incertidumbre pasada, presente y futura con la que cargan Inés y su familia. Puede parecer una temática repetitiva por demás, pero el tratamiento sosegado e implícito de Mumenthaler hacen de la historia un plato mucho más tolerable y no tan subrayado.
Quiéranlo o no, Resident Evil es la franquicia basada en un videojuego más exitosa de todos los tiempos. Quince años de reinado y seis películas en su haber, han habido mil y una discusiones sobre la fidelidad con la que ha tratado a la historia de las plataformas, pero lo que es indudable es la capacidad de haberse mantenido en boca de todos, ya sea en forma positiva o negativa. El momento tan esperado finalmente ha llegado, el broche que concluye la historia de la aguerrida Alice y compañía. Como fanático acérrimo de ella y la imponente Milla Jovovich, que es la columna vertebral de este nuevo mundo inventado, no puedo expresar más que decepción frente a esta sexta entrega, que prometía demasiado y no pudo cumplir con las expectativas que la misma saga generó. Sabemos que estamos en problemas cuando la ya marca registrada de la casa, el prólogo inicial donde se resume todo para los espectadores casuales, reescribe lo que se ha visto hasta ahora con un sólo objetivo: introducir a la pequeña figura de la Reina Roja, interpretada por Ever Gabo Jovovich-Anderson en su debut cinematográfico. Sí, el retoño del director Paul W.S. Anderson y la protagonista. Su presentación es un factor conflictivo, que tira por la borda la poca credibilidad que tenía la saga por puros motivos nepotistas. El clavo final es presenciar después la introducción de una devastada Washington D.C., donde supuestamente iba a tener lugar el último bastión de defensa de la humanidad. En un borrón y cuenta nueva inmenso, de esos a los que la franquicia nos tiene acostumbrados, esa batalla no sucede y en cambio tenemos a Alice corriendo por su vida y a la Reina Roja presentando la tarea del día: conseguir un antivirus en menos de 48 horas antes de que los últimos vestigios de humanidad desaparezcan de la faz de la Tierra. Anteriormente, Paul Anderson ha sido perdonado mil y una vez por sus ligeros guiones compensando con explosivas escenas de acción que hacían levantar a uno el puño con fervor. Esta vez no son suficientes las jugosas revelaciones respecto al pasado y presente de Alice para compensar la desprolijidad del producto terminado. El nivel de producción técnica está al tope, pero las escaramuzas entre humanos, zombies y soldados de Umbrella no tienen pies ni cabeza. La edición, otrora a cargo de Niven Howie, ahora queda pobremente en manos de Doobie White. Prácticamente no se entiende nada de lo que pasa y provoca fatiga mental el intentar dilucidar qué está sucediendo en pantalla. Es triste, porque el director ha entregado momentos memorables para la franquicia. Siendo la película más larga en duración, The Final Chapter se vive como si alguien se hubiese apoyado en el control remoto y acelerado la película un par de niveles. Así no se puede disfrutar plenamente de la acción y la historia, y deja un regusto bastante amargo en el espectador, sobre todo en aquel asiduo a la saga que tanto esperó este momento. El único punto donde la película se permite darse un respiro es en una tensa escena donde el grupo de sobrevivientes intenta sortear un obstáculo muy filoso. Es una de las mejores secuencias que tiene para ofrecer, pero no basta para subsanar otras situaciones deplorables. No miento cuando digo que es una de las producciones con mayores errores de continuidad que he visto en la pantalla grande, tan evidentes que a veces da vergüenza encontrarlos. Pero aquí y allá, la película funciona, escasamente pero funciona. Jovovich lo entrega todo como siempre interpretando a Alice, combativa como nunca pero cansada de este viaje, y con una última misión que podría ser decisiva para la supervivencia humana. Hay caras conocidas que vuelven, pero pocas. Ali Larter hace lo que puede con lo poco que tiene para hacer Claire Redfield, donde no tiene su momento de brillar como en anteriores entregas. Iain Glen regresa como el némesis final -apenas pregunten por qué- y se nota que disfruta la villanía, un traje que le sienta muy bien. El resto, bien gracias. Resident Evil: The Final Chapter es un cierre muy frustrante, que tiene respuestas que se buscaron durante mucho tiempo, pero enterradas en toneladas de frenetismo puro y mucha pero mucha intensidad. De haber tenido otro tratamiento, encontrando un balance entre el slow motion y la acción borrosa, el resultado hubiese sido completamente diferente. Anderson se traicionó a si mismo y sus decisiones pueden verse en pantalla. Hubiese deseado con toda el alma que la saga se despidiese a lo grande, pero no es el caso. Es la segunda vez que Alice se retira del mercado zombie. ¿Podrá volver una vez más y redimirse? El tiempo y Hollywood lo dirán.
En algún momento determinado del pasado cercano, alguien en la productora Blumhouse debe haber vendido una idea aparentemente revolucionaria: fusionar The Exorcist con Inception y ver qué salía de ese híbrido. Otro debe haber dado el visto bueno, pero la filmación tuvo lugar en 2013 y en cines norteamericanos Incarnate tuvo un modesto estreno en diciembre de 2016. ¿Puede alguien anticipar el resultado de esa demora? La última película de Brad Peyton -de la reciente San Andreas y Journey 2– es una diminuta película de género que tiene un planteamiento inicial más que interesante, pero se ve asediada por todos los clichés del género y un guión por demás principiante. Seth Ember, el protagonista encarnado -ejem- por un siempre corajudo Aaron Eckhart, es un científico que tiene la habilidad de introducirse en el subsonciente de personas poseídas y echar a los demonios que estén dentro de ellos. Corrijamos eso: Ember es un no creyente luego de que un accidente fatal se llevó a su familia, y se desliga de los términos posesión y demonios. Simplemente cree en entes que se alimentan del aura de las personas, y se dedica a erradicar, mas no exorcizar, a dichas criaturas. Es, como se dijo anteriormente, una mezcla entre una de las mejores películas de horror de todos los tiempos con la grandiosa aventura mental de Christopher Nolan. Por supuesto, el resultado no le llega a los talones a ninguna de las dos, quedándose en la idea novedosa sin llevarla a ningún lado interesante durante los escuetos 80 minutos de duración. Eckhart aporta su carrera en el asador durante toda la película con un papel bastante unidimensional, pero con el carisma que tiene lo lleva a buen puerto, incluso cuando el guión de Ronnie Christensen lo obligue una y otra vez a repetir parlamentos bastante vergonzosos. Incarnate tiene muy poco ritmo, y los escasos elementos que tiene a su favor los desperdicia tomando por idiotas a la audiencia, con pequeños giros que se pueden ver a kilómetros de distancia. Carice Van Houten, la dama roja Melisandre de Game of Thrones, es la típica madre abnegada que quiere salvar a su hijo de este mal que ha tomado control de su cuerpo, y peor es el trato que se lleva el personaje de Catalina Sandino Moreno, un nexo de la Iglesia que se la pasa de acá para allá luciendo preocupada sin tener nada de peso relevante en la trama. El peor pecado lo comete, sin duda, Peyton en la dirección. Trabajo poco inspirado, que podría haberlo hecho cualquier realizador recién salido de la academia, y aún más atenuante el hecho de que sus anteriores películas, sin ser grandes obras del cine, son entretenimientos pasatistas bien pochocleros. Es una labor por encargo y se nota. Si hay algo peor que intentar hacer una buena película y que salga terrible, es ni siquiera hacer el esfuerzo de sobresalir ante la mediocridad. Incarnate parte de una base híbrida que podría no funcionar pero lo hace, hasta que cae en todos los recovecos que el género tiene para ofrecer. Si no fuese por la tarea de Eckhart al frente, este estreno sería completamente olvidable. Y un poco lo es, aunque dura lo necesario para verla y borrarla al rato.
¿Cual fue la última película buena de zombies en estrenarse en cines? No es pregunta fácil de contestar, porque hace años no vemos a una horda de muertos vivientes decente en la pantalla grande. The Walking Dead ha tomado ese monopolio y lo ha llevado a extremos impensados, más allá de que la nueva temporada deje bastante que desear. World War Z tampoco estaba a la altura, aunque al menos era un poco entretenida y lo tenía a Brad Pitt al frente. Se puede afirmar con contundencia que la coreana Train to Busan es la mejor producción del género en años, trasladando la urgencia de una epidemia apocalíptica a las vías de un tren en movimiento. Piensen en Snowpiercer, pero más contemporánea y con menos comentario social. Es una dosis pura de adrenalina, que quizás dure un poco más de lo necesario y se desinfle de a momentos, pero que en líneas generales es una sólida nueva entrada en el canon de estas criaturas que tanto nos gusta ver y desear que pase algún día. El protagonista de turno es Seok-Woo, un adicto al trabajo que olvida el recital del colegio de su hija por estar demasiado inmerso en asuntos laborales. El deseo de la pequeña Su-an para su cumpleaños es pasar su natalicio con su progenitora. Tras haberle hecho el mismo obsequio en dos cumpleaños seguidos -pequeño gran detalle que marca lo ausente que está de su hogar-, Seok-Woo aborda a primera hora del día el tren expreso hacia el hogar de su ex-esposa, sin saber que en poco tiempo el caos se desatará a bordo. La epidemia no tarda en hacerse presente en el tren, y luego de presentar a los arquetipos que serán carne de cañón en minutos, la trama se dispara a toda velocidad y no hay un momento que perder. El director y guionista Sang-ho Yeon no reinventa el género con una visión nueva de los zombies, sino que le inyecta esteroides no-muertos a una trama que llevada por otros derroteros sería aburrida. Todo lo contrario. Los infectados llegan en hordas, y cuando los compartimentos del tren se abarrotan de muerte, la acción claustrofóbica asfixia. Y de esas escenas hay muchas. La infección se esparce demasiado rápido y las típicas malas decisiones de los personajes se justifican a medias. Después de todo, ¿qué harían ustedes en esa situación? Hay buenos buenos y malos malos, por supuesto, pero las convenciones para algo sirven, y en este caso están a la orden de la trama. Yoo Gong es el temerario padre que hará lo imposible para proteger a su tierna hija, mientras que es notable la interpretación de Dong-seok Ma como otro hombre audaz, defendiendo a su esposa embarazada y aportando el tan necesario alivio cómico del momento. De una estación a otra, el grupo de sobrevivientes va menguando y la masa de no-muertos crece y crece. En el camino hay una leve confirmación de qué es lo que ha causado la epidemia, pero no es nada nuevo ni importa mucho tampoco. La acción ya está establecida, los personajes ya han hecho sus sacrificios respectivos, y lo que interesa es el destino final: si el tren llegará a Busan o no. El film puede cometer errores y pecar en lugares comunes, pero tiene alma, personajes humanos aunque sean los prototipos de siempre y un sinfín de situaciones una más aguda que la otra. Y la platea afín a este subgénero amará esos pequeños grandes detalles.
Pocas veces la vida de una sexagenaria puede ser tan demoledora como intrigante y magnética. Todas esas cualidades y más las aúna Aquarius, segundo y eximio largometraje de Kleber Mendonça Filho que durante tres actos y unos casi 40 años mete de lleno a la platea en la vida y obra de Clara, con un pilar gigantesco como lo es Sonia Braga al frente. Crítica musical retirada, apasionada de la vida y de su familia, ella ha sobrevivido en su juventud a un cáncer que se ha saldado con una de sus mamas y, tras haberle reducido su cabellera a un corte estilo Mia Farrow en Rosemary’s Baby, ahora trata a su despampanante melena azabache como una posesión muy preciada. A su vida no le falta nada, y coincidentemente es la última habitante en el complejo de departamentos que le da título al film. La constructora la aborda cordialmente para que libere el predio, pero su respuesta es “Yo de acá me voy muerta”. Hay pinceladas políticas, la siempre presente contienda entre David y Goliat, a lo largo de los absorbentes 140 minutos de metraje, pero están tan bien retratadas que nunca llaman la atención de más. Siento que no estoy a la altura de retratar el drama humano que presenta Mendonça Filho. A veces intimista, a veces relleno de comentarios sociales, diferencia de castas y demás, es una película que tiene una variedad de tópicos variopintos, todos expuestos con un tacto y excelencia superlativos. Es una experiencia que se tiene que ver y se tiene que sentir subjetivamente, en donde de seguro habrá momentos que tocarán a cada uno con las vivencias familiares propias. No miento si digo que hay una discusión entre Clara y sus hijos en los que uno de ellos reprocha una ausencia de su familia y otro abre un libro y señala una dedicatoria de ella que prácticamente me hizo lagrimear como un tonto. Esos pequeños detalles abundan en el guión de Mendonça Filho, esas pequeñas cotidianeidades íntimas que hacen mella en el corazón del espectador. Nada de esto hubiese sido posible de no ser por la presencia de una sublime Sonia Braga como Clara, una mujer a la cual terminamos conociendo en carne y hueso para cuando termina la última escena. No hay grandes exabruptos en su actuación, sino que tiene unas miradas penetrantes que lo dicen todo, y cuando abre la boca, las palabras justas salen de ella para terminar las conversaciones. Es el pilar de todo Aquarius, y cada zambullida en la playa, cada charla con amigas, familia o desconocidos, cada momento nos dice algo de ella, va revelando su carácter. Braga es imponente, se carga la película a los hombros y nunca abandona. Es una verdadera campeona, en la culminación de una larga y prolífera carrera. Aquarius es un soberbio drama dominado más que actuado por una veterana actriz muy temeraria, que una vez terminada deja en ascuas al espectador. Es un viaje personal rico en detalles, con personajes interesantes y una muestra más de que el cine latinoamericano no tiene nada que envidiarle a otras producciones extranjeras.
La mente humana, a veces, es intrínsecamente perversa. El disparador de El cadáver de Anna Fritz, primer largometraje de Hèctor Hernández Vicens, juega con ese vil límite en su interesante primer acto, pero va perdiendo fuerza poco a poco conforme avance la trama. Hay algo de morboso en todos los seres humanos. Al mirar las noticias y sorprendernos con los detalles escabrosos de ciertos eventos, al frenar frente al lugar de un accidente para presenciar algún cuerpo, todos somos partícipes hasta cierto punto en el juego del morbo. El trío de amigos que se cuelan a ver el cuerpo de la célebre actriz Anna Fritz antes de su descanso mortal es afín a este juego, pero llevan su propia curiosidad hacia un límite sospechado, pero nunca expresado en voz alta. ¿Que se siente tener relaciones carnales con una persona muerta? Ese planteamiento, por demás incómodo, puebla las primeras escenas con el vicioso Iván, el sosegado Javi y el cuidador Pau, quienes tienen frente a ellos la oportunidad de ver a una figura estelar de la pantalla como Dios la trajo al mundo. Ante la extraña situación a la que se ven expuestos, los muchachos no dudan en aprovecharse, algunos con más reticencia que otros. La culminación de este atroz acto es el punto álgido de la película, un ejercicio de estiramiento de lo que perfectamente podría haber sido un cortometraje en un largometraje de 70 minutos al que, claro, se lo ha rellenado para saldar su estreno comercial. Más thriller que horror, el guión de Hernández Vicens e Isaac P. Creus juega sus cartas de una manera predecible, apuntando a impactar a la audiencia en sus primeros momentos para devenir en suspenso estándar que no termina de cuajar ni satisfacer una vez que la cortina desciende en los momentos finales. Parte de que el encanto se pierda es su falta de respuestas a interrogantes muy básicos. Detrás de una muerte mediática tiene que haber un manto de silencio y protección extremadamente elevadas, lo cual no se condice con tres jóvenes entrando como si nada en la morgue del hospital a hacer de las suyas. ¿Qué tan grande era Anna Fritz? Sólo lo sabemos por un voiceover al comienzo de la película, que no vale de mucho para pintar un cuadro dimensional de la actriz, que encarna con mucho tino y fuerza -sin soslayar la exposición corporal- Alba Rivas. Y eso sin cuestionar las cualidades lazarescas de la difunta, aunque eso sería entrar en territorio de spoilers. El trío que componen Cristian Valencia, Bernat Saumell y Albert Carbó salen bien parados como el grupo lanzado a una pesadilla de su propia creación, a veces sobreactuados, otras muy sentidos en sus expresiones faciales y corporales. La economía narrativa con la que cuenta El cadáver de Anna Fritz es admirable. El suspenso en una sola locación funciona de vez en cuando, y acá el director se ve beneficiado de esos lúgubres pasillos con iluminación austera. Es una pena que el incomodísimo primer acto vaya diluyendo su carga moral y termine muy lejos de lo que en principio establecía, pero su ajustada duración impide que todo se vaya al garete, terminando sin mucha pena y un poco de gloria.
Mal año para Travis Zariwny o Travis Z, como le gusta firmar sus proyectos. Primero llegó la innecesaria remake de Cabin Fever, irregular película que catapultó a la fama a Eli Roth, a 14 años del estreno original. Y ahora, para cerrar el año lectivo cinéfilo, llega su último esperpento, uno que cava un hoyo grande en su escasa filmografía del que le será difícil recuperarse. Aunque, si vamos al caso, su currículum mucho vuelo no había tomado con los años. Intruder es un clavo difícil de sacar del ataúd, y un trago bastante amargo en un año en el que el horror levantó la cabeza entre el cine y las series. Lo que podría haber sido una irrupción antológica que no se veía desde The Strangers, se remite a unos tediosos 80 minutos en los que mucho se insinúa y poco se concreta. La trama sigue la vida de Elizabeth, una chelista que está por dar el gran paso e irse a Londres para alcanzar el próximo nivel de su carrera, pero problemas personales y su propia indecisión hacen que dude de su futuro. En el medio hay una gran lluvia y un intruso encapuchado que la sigue a cada recoveco de su casa, y se limita a invadir su espacio personal con total impunidad y sin que ella lo note. A medida que las apariciones del susodicho se vuelven más intensas, todo parece que va a estallar en cualquier momento… pero eso no ocurre. En la marca de una hora de metraje recién ocurre algo devastador, pero hasta ese momento la dirección y el guión de Zariwny se limita a hacer que su protagonista Louise Linton se pasee por la casa realizando tareas cotidianas, dándose duchas y durmiendo. Hay demasiado relleno para una película cuya temática ya ha sido sobreexplotada hasta el hartazgo en el género y con mucha más confianza. Acá parece que el objetivo del director es esa escena final con la que cierra el film. Lo que no sabe es que si bien ese momento, el mejor de la película si somos sinceros, es totalmente aterrador, no justifica hora y media de agotadoras secuencias donde la música sube de volumen para asustar a la platea. En un corto de 5 minutos podía funcionar, en un largometraje hecho y derecho comete el peor pecado del cine: aburrir a su espectador. Si al menos hubiese aspectos redimibles, vaya y pase. Pero la historia es tan idiota y mal pensada en sus detalles que enfurece. Cada decisión de los personajes es estúpida a más no poder, las intenciones del asaltante nunca quedan claras y menos importan a la hora del cierre, Moby como actor es un buen músico, y la lista sigue… Intruder es una triste excusa para una película de terror y/o suspenso psicológico. Mal pensada desde el vamos, mal dirigida, sin un ápice de creatividad o innovación. Pasen de largo y hagan como si no existiese.
La primera película postapocalíptica de temática zombie hecha en Dinamarca tiene un sello de autor muy interesante, un ambiente acotado y asfixiante, pero en términos globales no aporta casi nada al subgénero, excepto lucir excepcional y ya. Luego de una tirada de cortos, el realizador y guionista Bo Mikkelsen se lanza a dirigir un largometraje y Sorgenfri resulta una estimulante carta de presentación al mundo, pero que por el lado narrativo deja bastante que desear. La epidemia mortal que diezma a una ciudad o, en este caso, a un barrio residencial se ha visto hasta el hartazgo en compañeras de género, y con más relevancia en el canon de los muertos vivos. Una familia idílica con un hijo adolescente rebelde, una madre amorosa pero firme, un padre cool y una hija pequeña adorable, son estereotipos gastados a los que su elenco sabe darle un ápice de tridimensionalidad para hacerlos funcionar. Sorgenfri se toma su buen tiempo en establecer lugar y forma de la epidemia, con elementos perturbadores aquí y allá, pero nunca abandonando la frescura y luminosidad de un barrio demasiado perfecto, de esos que siempre se ven en toda película del estilo. El hijo adolescente, Gustav, es el motor de casi todas las acciones que van revelando los velos que esconde la trama, con su curiosidad juvenil que lo lleva a descubrir lo horrible que se puede convertir una situación que se descontrola a medida que pasan las horas. El ritmo narrativo de Mikkelsen es pausado, va generando una escalada de escenas violentas sin mucho sentido -en la vida real, no hay científicos que den explicaciones de las epidemias- y el costado humano del argumento es lo que más se destaca del film. Una familia y sus amigos cercanos se ven acorralados en una lucha por sobrevivir. ¿Se escucha las indicaciones del gobierno, que se ha puesto en modo hostil en apenas horas, o se busca una vía de escape para salvar a los propios? Es un gran interrogante que plantea el danés, pero que en su acto final desbarranca volviéndose bastante trillado, recurriendo a las estupideces de unos personajes que hasta el momento eran razonables, y culminando con un evento que no se ve pero se escucha y significa la frutilla del postre del Libro de los Clichés. Una manera muy pobre de terminar un proyecto que construyó una ambientación cordial, por la que uno podía sentir empatía. En base a un presupuesto a todas luces reducido, Mikkelsen hizo lo mejor que pudo y si se habla en términos de estilo, Sorgenfri se deja ver. Las locaciones son preciosas y la corrupción del barrio se va sintiendo minuto a minuto a medida que la situación se desboca. Su elenco vende muy bien al núcleo familiar que protagoniza la historia, sobre todos los padres encarnados por Troels Lyby y Mille Dinesen quienes luchan abnegados por hacer que su familia sobreviva, aunque gran parte de la película tiene como foco al Gustav de Benjamin Engell, que resulta convincente pero para nada expresivo frente a los hechos que ocurren frente a sus narices. Más allá de algunas decisiones narrativas de dudoso gusto -¿en serio alguien tendría sexo en vista de la situación? ¿Podemos terminar con la escena pre-créditos que prácticamente vaticina los últimos minutos del film?-, Sorgenfri empieza su ascenso con buenos momentos, personajes y situaciones, pero termina tropezando al no tener un sentido final, ni aportar nada nuevo o diferente al género. Es una buena película, pero no sorprende para nada.
En la nueva era del mundo digital, la privacidad personal es una aptitud en vías de extinción. Toda la vida de una persona puede subirse a las redes y, por más que el gobierno se repita una y otra vez que no está vigilando a sus ciudadanos, la semilla de la duda está plantada. Las increíbles revelaciones de Edward Snowden sobre la acumulación de datos del gobierno americano explotaron en los medios y está retratado con mucha exactitud y temeridad por Laura Poitras en el fantástico documental Citizenfour. En consecuencia, la dramatización cortesía de Oliver Stone en Snowden levanta las cejas con tensas escenas de tecnothriller pero mete el dedo en la llaga de manera obvia cuando se vuelve aleccionadora sobre los derechos de los ciudadanos y lo que está bien y lo que está mal. Snowden comienza con una escena tensa, lo que representa la primera interacción entre Edward, la documentalista Poitras y el periodista Glenn Greenwald encarnado por Zachary Quinto. Parece una salida de alguna Misión Imposible, pero para aquel espectador astuto que haya mirado el documental previamente, sabe que la situación no está lejos de la mismísima realidad. La primera vez que escuchamos hablar al Snowden de Joseph Gordon-Levitt sabemos que el carismático actor no tendrá una transformación visible para el personaje, pero esa voz grave y calmada que tiene el verdadero Edward se nota palpable cada vez que habla. Impresiona y para bien, es una gran afectación de voz que se vuelve una experiencia inmersiva instantánea. A partir de ahí, Stone desgrana la vida y obra del joven programador, desde su fallida incursión en las filas militares y su posterior contratación en la CIA para “servir al país de otras maneras” que en el frente de combate. Con la entrada de la hermosa Lindsay Mills de Shailene Woodley es cuando la película empieza a separarse en blancos y negros en vez de quedarse en las gamas de grises. Lindsay y Edward tienen posiciones políticas muy diferentes, y el guión del propio Stone y Kieran Fitzgerald hace chocar dichas posiciones de una manera muy obvia y masticada. No hay sutileza, y a lo largo de la película la trama se encontrará en caminos similares cuando el programador se vea cara a cara con las infracciones a la privacidad que su propio gobierno al que tanto defiende comete en pos de proteger a la nación. Si bien es algo evidente, no por ello Snowden es menos interesante. Con una duración un tanto extendida para la historia que relata, la vida y obra de Edward antes de cumplir treinta años parece salida de una novela, pero su vida fue y es ciertamente alucinante. La cantidad de personajes que deambulan por su vida es impresionante, unos en pequeñas dosis como el profesor que interpreta Nicolas Cage bastante comedido y sincero o la casi diabólica interpretación de Rhys Ifans como un subdirector de la CIA, todos interpretados con gracia y mucho profesionalismo por un elenco de estrellas que hacen lo mejor con las pequeñas partes que tienen. Teniendo su buena dosis de pros y contras, Snowden sale airosa con una dramatización correcta y a veces escalofriante de una de las personas más relevantes de la última época. Ya sea un héroe o un traidor, la historia de Edward Snowden tenía suficientes condimentos para ser una película fascinante. Tiene a un director de gran calibre como Oliver Stone por detrás, pero sus problemas principales radican en encasillarse en momentos tópicos como la relación sentimental entre los protagonistas, donde se aleja mucho del núcleo y el mensaje de la historia. El resto, es tapar con una cinta la cámara de cada computadora y salirse de todas las redes sociales inmediatamente.