Mas allá de sus sentidas interpretaciones, en especial de un inspirado y transformado Oscar Martínez, Kóblic no creo que haga mucha mella dentro del panorama del cine argentino. Su marco histórico es sólido, el siempre espinoso tema de las desapariciones en el oscuro período de la Dictadura, pero su trama en especial no es tan sugerente como para destacarse entre tantas otras propuestas similares. Enfurece un poco que el guión del director Sebastián Borensztein y Alejandro Ocon no le escape a todos los lugares comunes del subgénero del forastero en tierra extraña. Las razones para que el héroe del título, un siempre correcto y sobrio Ricardo Darín, elija escapar a un pueblo en medio de la nada se van descubriendo a lo largo de la película con una espeluznante escena inicial, y luego con recuerdos en la mente del protagonista. No es muy difícil intuir qué es lo que hizo para tener que poner pies en polvorosa, pero la situación genera un halo de misterio interesante. el exilio de Kóblic cae en tierras muy conocidas, ya que desde el western se viene notando la llegada del héroe en desgracia, la desconfianza de los pueblerinos, la atención inaudita que le presta el -cómo no- corrupto comisario de la zona, y las hormonas agitadas de una joven en una relación turbulenta con su marido. Si al menos la fórmula cambiase un poco estaríamos hablando de otra cosa, pero Borenszein y Ocon no se ven preocupados por ello y todas las fichas caen sin esfuerzo alguno, en lugares muy obvios. La sombra omnipresente de su pasado amenaza una y otra vez con alcanzar al héroe, como es usual, y la primera mitad del film adolece de momentos llamativos, que le escapen a la norma. Por fortuna, la segunda mitad genera un nerviosismo insistente, con un impresionante juego de voluntades entre los personajes de Darín y Martínez, sacándose chispas el uno al otro con los fríos cálculos a los que se someten dos hombres que no ceden terreno nunca. En el camino quedan un par de revelaciones que amenazan con llevar la trama a otro nivel o susurros que quedan en la nada, pero las escenas finales le dan un cierre brutal a una historia que podía haber logrado más. Kóblic pudo haber sido otra huella en el cine argentino, pero se queda en una sencilla rascada a la superficie. De no ser por la inestimable ayuda de dos pesos pesados como Darín y Martínez, estaríamos muy cerca de una película clase B con Van Damme o Steven Seagal pero en suelo nativo.
Año a año, hay curiosas batallas entre películas y casas productoras que llaman la atención. En 2012, por ejemplo, estuvo el choque entre las Blancanieves, con la ligera Mirror, Mirror y la reimaginación oscura Snow White and the Huntsman. En 2013 hubo un enfrentamiento similar pero con invasiones a la Casa Blanca, uno de los monumentos más importantes e icónicos del mundo moderno. En marzo de ese año llegó Olympus Has Fallen, de Antoine Fuqua, y en junio White House Down de Roland Emmerich. Misma temática, diferente resultado. La que nos importa en este momento es la entretenida -y nada más- entrega de Fuqua, un thriller de acción con un elenco muy sólido que ayudaba mucho a la premisa ridícula que tenía entre manos. Debido al éxito en taquilla se dio paso a la secuela, una tristísima London Has Fallen, que hace aguas ahí donde su predecesora lograba al menos entretener. No hay manera alguna de salvar el relato del matrimonio guionista Creighton Rothenberger y Katrin Benedikt (The Expendables 3), si la película comienza con una escena para establecer a los villanos de turno tan estúpida que da lástima. Hay dos escritores más que intentan balancear la historia de los otros, pero mientras mas manos haya en el estofado, más confusas serán las cosas. El mentado atentado a la ciudad británica ocurre, y también deja entrever que no hay mucha historia de por medio, sino una excusa tras otra para poner en terreno cenagoso al flamante presidente de los Estados Unidos y a su guardaespaldas personal. La dupla de Gerard Butler y Aaron Eckhart es estupenda, y ellos solos levantan el vuelo sinsentido de este nuevo ataque terrorista. El resto del elenco está básicamente pintado al óleo, con una escena que da vergüenza en donde el personaje de Morgan Freeman y el de Butler tienen una conversación en la Casa Blanca, y se nota a la legua que no estaban los dos actores disponibles y utilizan un doble de Freeman salido de una parodia de los hermanos Wayans. A ese detalle tonto pero notable se le agrega que el presupuesto bajó un par de millones, con lo que la película tiene efectos generados por computadora de clase C evidentes y pésimos. Lo peor de todo no es el combo de producción, porque han habido peores películas pero que saben lo que son, sino que esta se toma demasiado en serio su historia de terrorismo de buenos versus malos que ni siquiera se beneficia de un posible costado autorreferencial sobre la naturaleza de la secuela. No es por desmerecer el trabajo de Babak Najafi pero el iraní no es claramente Fuqua, y si bien hay alguna que otra escena de acción bien conducida -un travelling a un ataque a un edificio abandonado sigue a Butler por detrás y genera un poco de emoción- en líneas generales la película hace aguas por todos lados. En esta ocasión, la segunda fue la vencida para London Has Fallen. En taquilla, la película desde su estreno ya logró duplicar su presupuesto a nivel mundial, así que no descarten una tercera parte, en donde terroristas secuestran al satélite natural de la Tierra en Moon Has Fallen. Si tenemos en cuenta la ridiculez de la trama, bien podría suceder en un futuro.
Me da pena que la carrera de Kevin Greutert se haya estancado en películas de horror demasiado convencionales. Editor de casi toda la saga Saw -exceptuando la fantástica Saw VI y la terrible Saw 3D, donde ocupó la silla de director-, con su anterior película Jessabelle refritó muchos lugares comunes del género, y no le escapa a ninguno en Visions. Comercialmente estrenada con el soso título Yo vi al Diablo, que dicho sea de paso nada tiene que ver en la trama, Visions sigue a Eveleigh, una mujer que luego de un terrible accidente de auto -otra coincidencia con la anterior película de Greutert, un accidente que dispara la trama- elige rehacer su vida con su marido reabriendo un viñedo en California. Dicha casa tiene un horrible secreto que acecha a Eveleigh en cada rincón, y con los estados alterados debido a un embarazo, las visiones del título original pueden ser producto de los desbalances hormonales de la protagonista... o no. El guión de Lucas Sussman y L.D. Goffigan explora todas las avenidas posibles, y le da poco y nada que hacer a una Isla Fisher desacostumbrada al horror, pero que aún así lo mejor de la película. Todas las situaciones son muy convencionales, tanto que pueden llegar a aburrir, exceptuando algún que otro susto salido de la nada. Con una escueta duración de 82 minutos, con títulos de crédito y todo, es raro que durante casi toda la película casi no haya escenas memorables y aún así se sienta larga. Desde la silla de edición, Greutert debe haber intentado hacer maravillas con la película para hacerla más coherente, pero aún así se la nota aburrida. El elenco secundario no ayuda prácticamente en nada, y hasta las pequeñas participaciones de Jim Parsons y Eva Longoria son eso, participaciones. Anson Mount y Gillian Jacobs tienen más carne de guión para masticar, pero hasta cierto punto. Lo que rescata del olvido a Visions es su acto final. Hay dos grandes revelaciones en dicho tramo, una demasiado original para un envoltorio tan mediocre, y la otra un robo a mano armada a una de las grandes películas de la corriente del Cine Francés Extremista de hace unos años. No quiero mencionar esa película porque el que la vio inmediatamente sabrá el giro en Visions y esa no es mi intención, pero las aguas no convencionales que remueve el guión con respecto a las visiones se ven ennegrecidas por esa segunda revelación tomada de los franceses. Visions tiene un par de escenas intensas, pero desperdigadas por tramos aburridos que malgastan un elenco sobrio, todos esperando al giro final para cobrar algo de sentido. No es lo peor del género, pero es casi más de lo mismo.
El afán de Disney por seguir reinventando sus clásicos más adorados sigue en pie y más fuerte que nunca, y en esta ocasión es el turno de The Jungle Book de dar el gran paso en una selva mágica y casi totalmente digitalizada. Para aquel espectador carente de infancia, vale la pena recordar la historia del adorable Mowgli. Huérfano desde muy pequeño en medio de una selva gigante, el pequeño indio es adoptado por una jauría de lobos bajo la atenta mirada de su tutor, la pantera negra Bagheera y su madre adoptiva, Raksha. Pero el balance en la selva se pierde cuando el temible tigre Shere Khan posa sus ojos en él y toma la presencia del ingenioso huérfano como una afrenta personal, y sale en su búsqueda poniendo en jaque a todos los habitantes animales. El guión de Justin Marks no reinventa la rueda, pero hace un gran trabajo presentando la vida y obra de Mowgli en un lugar donde sencillamente no pertenece, y juega con las expectativas de ganarse un lugar entre sus compañeros por mérito y pasión. Jon Favreau, por otro lado, es un gran director de aventuras y sabe sacarle provecho a toda la provisión tecnológica de la que le valió Disney para crear una épica muy familiar y asombrosa. El crear un mundo a partir de la nada misma, con mucho CGI, es un tema ríspido, que o logra convencer o fracasa estrepitosamente. Por suerte, su trabajo rinde frutos y los paisajes naturales vibran por su colorido y, llegado a cierto punto, los animales casi parecen reales. A ese nivel de realismo trabaja The Jungle Book, y puede considerarse colega de maravillas visuales como Avatar o Gravity. Si alguien tenía dudas sobre la calidad visual de la película, compre una entrada y véase inmerso en un mundo paralelo, pero muy parecido al nuestro. El otro aspecto sobradamente destacable es el protagónico de Neel Sethi como Mogwli, un actor que en el futuro va a dar que hablar. Siendo el primer papel en su carrera, y uno muy codiciado se puede decir, Sethi representa todas las características que hicieron de Mogwli un personaje latente en la historia de la literatura: ansioso, pícaro, travieso, habilidoso, todas cualidades que el joven actor expresa en pantalla más de una vez. Y si se tiene en cuenta que Sethi se pasó toda la filmación rodeado de paredes verdes y personajes que no existen tangiblemente, la naturaleza con la que se mueve en el mundo digital le agrega varios puntos más a su interpretación. El elenco secundario es otro punto y aparte. El Bagheera de Ben Kingsley exuda sabiduría y antigüedad, la Raksha de Lupita Nyong'o es una cálida y amorosa madre sustituta, la peligrosa sensualidad de la Kaa de Scarlett Johansson, el peligro del timbre de voz del Shere Khan de Idris Elba, el juguetón Baloo de Bill Murray o el misterioro Louie de Christopher Walken, todos han sido elegidos meticulosamente por la calidad de sus voces y en grupo son formidables. Si quieren un buen ejemplo de lo que es un casting de voces bien hecho, acá tienen la prueba. The Jungle Book es otro capítulo más de la factoría Disney que deslumbra por su aspecto visual, sumado a una historia ya conocida inmortalizada por la prosa de Rudyard Kipling y un elenco insoslayable. Es una aventura que se disfruta de principio a fin, y con mucha razón vale la pena verla en una sala grande y colmada de gente de todas las edades.
Creo que de más está decir que el cine que involucra a la Segunda Guerra Mundial y al nazismo, a estas alturas, genera un cansancio mental y una carencia de ideas notable. Ciertas películas, como Remember, tienen la agradable tarea de hacer que uno se coma sus palabras y dejar en claro que todavía hay buenas historias que contar. Una de ellas es la de Zev Guttman, un anciano en el ocaso de sus días que ha perdido recientemente a su esposa y, debido a su demencia acuciante, cada vez que se despierta su desgastada mente lo obliga a revivir su pérdida una y otra vez. No pasan ni diez minutos de trama, que tanto Zev como el espectador se ven empujados en una carrera contra el tiempo buscando a una persona en particular. Quién es esa persona, ni Zev con sus cualidades mentales disminuidas lo sabe, ni tampoco lo sabe la platea. Solo sabemos que el sobreviviente de Auschwitz es ayudado por un compañero de geriátrico, Max. Valiéndose de una carta escrita a mano por este último, Zev irá leyéndola cada día, nunca cuestionándose su procedencia ni su importancia, pero determinado a cumplir lo que estipula como sea. Es de vital importancia que tanto el guión del debutante Benjamin August como la magistral dirección de Atom Egoyan dejen a oscuras al espectador, tan a oscuras y avanzando a tientas como lo hace Zev en la trama. Ir deshilvanando cada paso y pieza de información es uno de los principales atractivos del film, y con una escueta duración de noventa minutos, que Egoyan y compañía hayan logrado tanto en tan poco tiempo es loable. No hay términos medios, no hay grandilocuencias, sino una narrativa cohesiva, que se mueve al ritmo que se tiene que mover, aumentando la tensión cuando debe, maravillando a cada paso del protagonista. Y si el protagonista es el enorme Christopher Plummer, mejor que mejor. El canadiense tiene una presencia insoslayable, aún interpretando a un debilitado anciano en una búsqueda casi frenética. Plummer da una clase de actuación para la posteridad y conduce al resto del elenco con su magnetismo puro. Junto a él lo acompañan nombres como el eterno secundario Dean Norris o Martin Landau, hasta unos irreconocibles Bruno Ganz y Jürgen Prochnow que aumentan un elenco muy sólido. Remember es una verdadera sorpresa, tanto en la cartelera como en el ámbito cinematográfico en general. Demuestra que con una temática gastada se puede hacer maravillas, si se cuenta con una historia competente y con muchas sorpresas bajo la manga. Simplemente hay que estar dispuestos a ser guiados por una trama fascinante y angustiante a partes iguales, y disfrutar a pleno sabiendo lo mínimo indispensable. Saldrán agradecidos.
The Witch viene inflamada por la crítica desde su Estados Unidos natal, donde se la considera casi una obra maestra del género, compartiendo el pedestal con películas como Rosemary's Baby. Hasta lleva el endorse del maestro del horror, Stephen King. El público en general no la recibió con los brazos abiertos si vamos al caso, y eso es lo que pasará en casi todos lados donde se estrene, porque estamos frente a una película de horror no convencional, como suele suceder casi todas las semanas en las salas nativas. La pasión que despertó en tierras norteñas la primera película guionada y dirigida por Robert Eggers es tanta, que este mismo fin de semana será reestrenada en Norteamérica. Méritos no le faltan. Lo que puede jugar en contra son las expectativas. The Witch es más horror de atmósfera que otra cosa. La película casi no contiene sustos para saltar de la butaca, sino que elige en forma inteligente cómo ir creando un ambiente para incomodar al espectador, al punto de jugar con sus propias expectativas para hacerlo partícipe de lo que sucede en pantalla. La historia no es otra cosa que un drama familiar que funciona a la vez como fábula moralista sobre los peligros del fundamentalismo religioso, a la que le ocurre estar mezclada con historia de brujería. Si se deja de lado ese costado y la temática de la bruja fuese más sutil, sería una perfecta película subliminal, una de esas propuestas donde uno duda si lo que pasa en pantalla fue cierto o no. Pero nada de eso le quita la potencia que tiene el centro narrativo, donde las situaciones de esta familia expulsada de su comunidad y dejada al azar en plena Nueva Inglaterra del siglo XVII sólo irán creciendo en oscuridad conforme pasen los minutos. Vuelvo a ahondar en el tema de las expectativas. La promoción puede jugar una mala pasada a aquel que se adentre en el espeso bosque de la película. No es una propuesta de horror convencional, premasticada para las nuevas generaciones, sino que se encarga de ir tensando la cuerda del horror de a poco, sin apurarse en lo más mínimo. Puede ser acusada de lenta, pero tampoco es que la película de Eggers corra para llegar primera. Se toma su tiempo para ir envolviendo al espectador en su maraña de horrores y, para cuando las escenas finales llegan, será cuestión de ver qué tan metido se encuentra uno en la historia para lograr el máximo efecto de incomodar, sugiriendo más que mostrando. Su elenco ayuda mucho a lograr dicho efecto, con una de las familias más solidas que se han visto en el género en años. Desde la sensibilidad de Anya Taylor-Joy hasta la maestría de Ralph Ineson y Kate Dickie como los patriarcas, todos demuestran estar a la altura de las circunstancias, aunque hay que destacar la asombrosa labor infantil de Harvey Scrimshaw como el púber Caleb, o los excelentes Ellie Grainger y Lucas Dawson, como los gemelos Mercy y Jonas. The Witch puede resultar muy desconcertante dentro del cine de género, pero su cautivadora atmósfera lleva a lugares muy oscuros, que no necesitan de sustos rápidos para generar temor en su audiencia. Hay que estar dispuestos a ser cautivados, y hasta darle la posibilidad de una segunda chance al saber que no es otra típica película de horror.
Las películas basadas en hechos reales tienden a ser emotivas. Las películas deportivas, en donde un deportista triunfa a pesar de la adversidad, tienden a serlo también. En Eddie the Eagle esos dos géneros colisionan en forma espectacular, y entregan una feel good movie tan especial y emocionante que sólo se la puede considerar como alimento para el alma. Olvidémonos por un momento de los méritos fílmicos básicos de la película. Exceptuando un par de elipsis narrativas que obligan a que la trama se mueva raudamente de un suceso al otro sin mucha explicación de por medio, lo que tiene en su centro el guión de Sean Macaulay es alma pura. Llevada a muy buen puerto por el actor inglés devenido en director Dexter Fletcher y el explosivo protagónico de la joven promesa Taron Egerton, Eddie the Eagle es una historia de superación, en donde un adorable jovencito tiene como meta final participar a como de lugar de las Olimpíadas. Su desgarbada figura y limitaciones físicas no le permiten hacerlo, y tampoco la estirada sociedad atlética nacional, pero Eddie Edwards ha nacido con el pan de la tenacidad bajo el brazo y no dejará su sueño por nada del mundo, incluso si eso significa recalibrar sus fuerzas pasando de los Juegos Olímpicos regulares a los de Invierno. Habrá más de un obstáculo a superar por Eddie, pero impulsado por el apoyo de su siempre presente madre y un espíritu luchador sin rival, Eddie irá sorteando cada uno de sus problemas con mucha actitud y optimismo. Y bajo la estupenda interpretación de un Egerton muy inspirado, que pasa ya de joven promesa a jugador en las ligas mayores, el resultado es aún más disfrutable de lo esperado. Él fagocita a la figura real de Edwards y la convierte en un gran personaje, con sus propios mañierismos notables y su energía imparable, que se ve muy bien acompañado por el potable secundario que firma Hugh Jackman como un ex-olímpico cuya carrera se vio truncada luego de un conflicto personal con su entrenador en aquel entonces, con un atractivo cameo de parte del enorme Christopher Walken. Egerton y Jackman hacen una adorable pareja en pantalla, donde forjan una amistad que a base de sinceridad y apoyo mutuo llegan más lejos de lo que ambos hubiesen imaginado en un comienzo. Con un dinamismo absoluto en sus escenas, un ritmo pasmoso en sus pasajes más peligrosos y una excelente banda sonora rebosante en sintetizadores, que recuerda mucho a la música de los '80, la historia real de Eddie the Eagle finaliza muy alto, como el título en castellano lo propone. Con una mención al pasar de otra historia real retratada en la película Jamaica Bajo Cero -en donde se cuenta la proeza del primer equipo jamaiquino de trineo en participar en los Juegos de Invierno- el paralelismo de las películas es inevitable, donde dejan una fantástica moraleja fundida en la mente del espectador. No será perfecta, pero esa sensación en el pecho al terminar la película vale mucho más que todas las partes que la componen.
Las expectativas ante el enfrentamiento del siglo eran demasiado altas, y más con el peso acumulado de empezar a construir de un momento a otro un universo compartido para hacerle competencia directa a los héroes de Marvel. Lo que sería una secuela, se convirtió en el proceso en la unión fílmica de Batman y Superman, para luego agregarle el nacimiento de la Liga de la Justicia. De una Man of Steel que a mi parecer resultó un excelente estímulo para seguir de cerca a Superman sin haber leído sus cómics, pasamos a la construcción de un imperio cinematográfico, con todo el esfuerzo y calibración que ello conlleva. Y acá estamos, finalmente frente a Batman v Superman: Dawn of Justice, un mastodonte de película que ofrece muy poco del versus de su título y aún menos de ese amanecer de la Justicia. Habiendo escuchado y digerido todos los comentarios acerca de la destrucción masiva de Metrópolis a manos de Superman y las fuerzas invasoras del remamente de Kryptón, el guión de David S. Goyer y el oscarizado Chris Terrio se enfoca durante buena parte de la primera hora del film en focalizar el conflicto. Superman es un Dios caído del cielo, pero ¿quién controla a un Dios? ¿Cómo puede responder a sus acciones un ser que no es de este planeta? Entre aquellos que lo idolatran como un verdadero salvador y los que quieren que responda por sus actos reside el solemne tono de la primera parte. La trama continúa con las preguntas que se generaron en la anterior entrega, y los diferentes planteamientos y desplazamientos de peones en el tablero de juego son interesantes. El movimiento orgánico del nudo de la trama puede resultar pesado, pero hay que tener una base para la lucha que promete el título. Y es ahí en donde la montaña rusa llega a su momento más álgido, para dejar al espectador rebosante de energía para lo que viene a continuación. Pero algo falla terriblemente. Ya conocemos a Superman a fondo desde su anterior aventura, así que no molesta que desde los créditos de inicio se vaya gestando a su contrincante, Bruce Wayne. Hay nuevamente una mínima introducción al origen del enmascarado, para saltar directamente al Batman curtido que interpreta con mucha fuerza Ben Affleck, quien claramente no ve con buenos ojos toda la destrucción que acarrea Kal-El. Junto a él llega también la otra cara de la moneda, el multimillonario megalomaníaco Lex Luthor de Jesse Eisenberg, empecinado en controlar y hasta eliminar por completo la amenaza de Superman. Para complementar queda la Lois Lane de Amy Adams, casi totalmente desbidujada del cuadro excepto con algún que otro momento con Clark/Superman y algo de acción en el tramo final, pero nada sustancial. En el camino hay personajes secundarios que se suman a los anteriores, como el Alfred de Jeremy Irons o la senadora Finch de Holly Hunter, que agregan más pedigree con su nombre que peso a la trama, en verdad. Pero todos sabemos por qué estamos acá: por Batman vs. Superman. Pero dicho combate tarda en llegar y, cuando llega, es un tanto decepcionante. La tan mentada pelea entre los héroes no sucede por una diferencia tangencial de ideales, situación que se vino gestando desde los primeros minutos de la película, sino por una catarata de eventos ajenos a ellos. Por un lado, está perfecto que sea así, que alguien sea tan o más inteligente que ellos y los empuje a la pelea, pero la diferencia de ideas del comienzo se deja de lado en pos de un combate desesperado y apurado. Y corto, muy corto. Después de tanta alharaca de publicidad sobre quién ganará entre Batman contra Superman, su pelea no es más que una escaramuza, intensa sí, pero disminuida, que se deja de lado al momento que aparece otra amenaza en el horizonte. Una amenaza con un nombre icónico, pero tristemente retratada con efectos en computadora que no le hace justicia alguna a la sombra que la precede. Para los treinta minutos finales, todo se reduce a explosiones visuales y fuegos artificiales varios. Si alguno se quejaba de la confusa acción de Man of Steel, sabrán que Zack Snyder ha puesto su cara en la montaña de cocaína en el escritorio de Scarface y su exceso impresiona, pero se pasa de la raya y anula los sentidos. Y si a eso le agregamos la ruidosa e invasiva banda sonora de Hans Zimmer y su protegido Junkie XL, ambos también pasados de revoluciones, el resultado es mentalmente aplastante. El peso de tanta preparación para el futuro de los personajes y la franquicia termina estrujando al mismo producto, ambicioso en demasía, porque sus mil patas resultan muy endebles, y ciertos aciertos no pueden sostener una película con tantos puntos que cruzar en su lista. El Batman de Affleck resulta sorprendente y cierra más de una boca, mientras que el Superman de Henry Cavill sigue muy correcto aunque no tenga tanto lucimiento en esta ocasión, por más que su nombre esté en el título. La sorpresa de Gal Gadot como la amazona Wonder Woman deja gusto a poco, porque es un placer verla en pantalla dándolo todo pero a su vez está pobremente utilizada como conductora hacia el descubrimiento de la etapa siguiente de la Liga. Y el otro punto, el subtítulo Dawn of Justice también le queda grande a la película, porque con un par de escenas mínimas se sacan de encima esa carga de introducir a los nuevos personajes, y ya. Está más que claro que no hay tiempo suficiente para que cada uno de los nuevos integrantes tenga su film antes de la primera parte de Justice League- sólo Wonder Woman tendrá ese honor - pero si ésta es la manera de presentarlos, es una bastante pobre, que no alcanza para saciar las ganas que habían generado. Batman v Superman necesitaba lograr lo imposible y, durante el último tiempo, todo parecía indicar que estábamos ante un evento cinematográfico absoluto. Pero en el camino se fueron agregando tantas cosas que las ansias de competir contra el coloso de Marvel -que también tambaleó de tan grande que es con Age of Ultron- le jugaron en contra y el resultado es la indiferencia que puede llegar a generar este esperado enfrentamiento. No es una mala película, pero dista mucho de ser esa grandiosa que nos hicieron pensar que sería. El último film de Snyder tiene muchas cosas positivas para destacar, pero el apuro generalizado se lleva lo mejor que tiene para ofrecer. Quizás haya más suerte con lo descontracturada que se ve Suicide Squad, el próximo agosto.
Navidad en Tinseltown Alabada por la crítica norteamericana, Tangerine no viene falta de méritos pero se podría pensar que está muy glorificada por la temática travestida que exuda en cada fotograma filmado con la tecnología de varios Iphones. La aventura de Sin-Dee y Alexandra por toda la ciudad en una búsqueda implacable del hombre que la traicionó tiene sus momentos de comedia y algunos agridulces, todos mezclados con personajes irreverentes cuyas tristes existencias reflejan la vida misma de estas peculiares personas a las que la vida no se las lleva por delante, sino todo lo contrario. Sean Baker (Starlet), amo y señor del cine indie con interesantísimas historias, escribió junto a su colaborador cercano Chris Bergoch una odisea para estas dos amigas que trabajan la calle, en un día muy particular que va en contra de todo lo que conocemos de esta fecha: la noche de Navidad. Usualmente, cuando un film norteamericano retrata la festividad, es con nieve y uniones familiares. Baker va en contra de todo esto, filmando una con calor y totalmente tempestuosa para la dupla protagónica. Y que esta pareja sea una de amigas travestis, echa aún más leña al fuego. Tanto Kitana Kiki Rodriguez interpretando a la impredecible Sin-Dee Rella -¿ven el chiste? ¿Cinderella?- como Mya Taylor en la piel de la abnegada amiga fiel Alexandra tienen una química fascinante, la columna vertebral de la película. Ambas tienen una chispa natural innegable, incluso cuando sus actitudes pueden llegar a enervar la mente de más de uno. Y en eso radica la genialidad de la propuesta de Baker. No hay medias tintas en la trama, estamos viendo un día en la vida de estas peculiares personas y no hay costado edulcorado alguno. La calle es difícil para aquellos que la transitan y la cámara literalmente en mano de Baker así la refleja. No por ello es menos disfrutable el tránsito descontrolado de Sin-Dee y Alexandra siguiéndola de cerca, diciendo cada tres segundos que no quiere drama y drama es lo que ambas obtienen. En el camino habrá algún que otro personaje orbitando alrededor de ellas, como el proxeneta infiel en cuestión, la chica blanca con la que engaño a Sin-Dee y un taxista armenio que tiene sus propios problemas en mano. Cuando Tangerine se extiende por otras tangentes que no sean las protagonistas, pierde un poco de fuelle. Se siente estirada para rellenar cierto tiempo en pantalla, pero el conjunto final no es para nada desdeñable. Es un testamento a lo mucho que se puede lograr con poco, y le pone presión a un medio donde recién en los últimos años los temas que toca la película se pueden hablar con mayor libertad y sin tanta fobia de por medio. Como proyecto fílmico funciona, y como testamento político otro tanto. Juntos, hacen un gran combo.
Que una película de horror como Exeter llegue a las salas locales no es novedad alguna. Disponible en mercado hogareño hace muchos meses en otros territorios del mundo y con un prontuario bastante preocupante de cambio de nombres -primero se filmó bajo el nombre Backmask y luego The Asylum en algunos lugares, hasta el ridículo nombre Projecto 666-, tiene como nombre de estreno en nuestro país #Exorcismo, como si ese numeral le agregara un costado generacional y popular en las redes sociales que necesitase con urgencia. Por un lado el marketing no está equivocado, por el otro no hay sorpresa alguna en una película que debería haber seguido su camino al DVD y al sillón de la casa. Lo único que ayuda un poco al último film de Marcus Nispel, director de las remakes Conan the Barbarian, Friday the 13th y The Texas Chainsaw Massacre -lejos, su mejor película- es esa puesta en escena casera y casi videoclipera que acompaña a toda la pobre narrativa presente. Un grupo de amigos no tiene mejor idea que hacer una fiesta estilo Projecto X en un manicomio abandonado en plena reparación, y en el camino despertarán una fuerza maligna que irá acechando a cada uno de ellos. Nada del otro mundo, nada que no se haya visto antes y en mejores condiciones, pero el costado despreocupado, sucio y mancillado que aporta tanto el manicomio como sus decadentes visitantes se deja ver, al menos. Este grupo de amigos, drogados y borrachos a más no poder, eligen hacer una sesión de espiritismo bastante improvisada, para luego decidir realizar un exorcismo cuyas reglas encuentran en un video en Internet. Todas las decisiones que tomen, de ahí en más, son pobrísimas, y el resultado no se hace esperar mucho. No tenemos que empatizar mucho con estos prospectos de adultos como espectadores, sino reirnos de ellos y su falta de carácter. Las muertes irán sucediéndose en escala, algunas decepcionantes y otras fabulosas, pero en definitiva, nada nuevo bajo el sol. La trama es muy trillada para sostenerse en el aspecto visual, que Nispel ha ido mejorando según los años pero que acá está en modo automático. Cualquier espectador con un poco de sentido común adivinará cada vuelta de tuerca del guión de Kirsten Elms, quien ya guionó la muy decepcionante Texas Chainsaw 3D hace unos años, y no se sorprenderá mucho con el resultado final. Exeter tiene alguna que otra muerte convincente y de buenos efectos prácticos, un escenario tétrico y venido a menos que ayuda a la trama, pero una historia demasiado cliché que desperdicia a un genial actor secundario como Stephen Lang y lo mortifica durante hora y media, tanto como al arriesgado espectador que elija sentarse en una butaca a perder el tiempo en su simplona y ya muy vista narrativa de exorcismos. Están avisados.