El estreno en salas argentinas de No se aceptan devoluciones viene de la mano de la sorpresa que generó en tierras norteamericanas, donde se convirtió de la noche a la mañana en un éxito taquillero hispano parlante. Convirtiéndose rápidamente en un boca a boca impresionante, la producción de 5 millones terminó con 90 de recaudación, algo impensado si nos atenemos a la trillada y pasatista trama que nos ofrece el director y protagonista Eugenio Derbez. El playboy que se dedica a malgastar su vida conquistando incautas extranjeras hasta que le llega el momento de la verdad con la aparición de una hija bebé no es la invención de la rueda, y hasta podría funcionar con el inusual trabajo que consigue Valentín para darle sustento a la familia que le acaba de caer del cielo. No hay problemas hasta aquí, la relación entre el carismático Derbez y la pícara Maggie de Loreta Peralta tiene la suficiente química para llevar adelante la historia que contiene varios momentos agradable y cómicos, y hasta hacen que uno se olvide de los flagrantes errores de elenco, donde los secundarios se dedican a dar lástima en mediocres actuaciones. No hay una gran diferencia entre el comediante Derbez y un Adam Sandler, digamos, y el humor sigue la línea de comedia de los esperpentos del americano, con un sabor mas continental. Donde el terreno se vuelve cenagoso es con un giro melodramático por demás injusto y hasta innecesario, que invierte el gran esfuerzo que le costó a la comedia de hacer sentir a gusto al espectador con demasiados elementos prestados. Es como estar viendo Grown Ups y que de buenas a primeras la película se transforme en My Sister's Keeper con tal de generar una lágrima en la audiencia, y se genere el tan sabido comentario "para reír y para llorar de emoción y alegría". No se aceptan devoluciones no aporta nada nuevo, es lo mismo que ya se ha visto hasta ahora, pero tiene a su favor que lo protagoniza una dupla querible y entrañable. Lamentablemente, la película se inclina en su final por su lado más dramático que hace que todo lo que hemos visto a ese momento pierda su gracia.
Entre masivos cortes de luz programados y luces de neón por doquier en una suntuosa y erótica Buenos Aires a fines de los '80 transcurre la trama de Muerte en Buenos Aires, el debut cinematográfico de Natalia Meta, que sigue apostando al cine nacional de calidad. Con el asesinato de un importante personaje de alcurnia de la ciudad se dispara la acción del híbrido entre policial, thriller y comedia negra, a caballo de exponentes tan raros y alejados como una versión porteña de la serie Miami Vice y un gran dejo de Brokeback Mountain -en palabras de la directora, que se imaginó que en tierras nativas la historia ocurriría entre policías en vez de vaqueros-. Si bien está lejos de ser perfecta -algunos diálogos y un confuso tercer acto merecían una pulida extra- Muerte en Buenos Aires se beneficia de un elenco comprometido con la labor de entretener y juguetear con sus personajes, al borde de la caricatura en una ciudad que se prestaba a ello. Sin ir más lejos, el secundario de Mónica Antonópulos sabe que es una especie de femme fatale que nunca hubiese existido en una Buenos Aires real de los años '80, y entonces se dedica a pasearse con conjuntos de la época, bailar sensualmente y ser la única protagonista femenina que tiene peso alguno, aunque su persona quede desdibujada más y más con el correr del metraje. El centro neurálgico lo componen el Inspector Chávez de Demian Bichir -una elección extraña e inesperada pero muy festejada, que le da el vuelo internacional necesario al film - y Chino Darín, que no es el completo desastre que ha demostrado ser en pequeños papeles en el pasado, y en su primer protagónico hecho y derecho genera una complicidad y credibilidad impensadas. La química de ambos, borroneando la línea entre la connivencia y la atracción pasional, es muy palpable durante toda la película, incluso cuando ciertas situaciones arremeten de lleno contra toda la relación construida a base de pequeños pasos entre ellos. El resto del elenco es un compilado de cameos interesantes, como el comisario de Hugo Arana, el corrupto juez de Emilio Disi o la aparición meteórica de Luisa Kuliok que si tiene una o dos líneas en toda la película para justificar su cameo, se puede llamar contenta. Juzgar al film por ese extraño teaser presentado en cines es demasiado apresurado y me siento contento de saber que el resultado final de Meta tiene sentido en su totalidad, tanto como historia de corrupción y muerte, como por su apartado técnico y estético. Es difícil saber cómo lucía la ciudad en los años '80, así que les propongo a los que sí la conocieron así que jueguen a ver las diferencias entre la realidad y la ciudad de ficción, a mi parecer una justa y agradable caracterización que funciona también como pulmón de la historia, un lugar donde todo es posible, incluso esa alocada y onírica carrera de caballos por las calles de la ciudad que tanto se promocionan en los avances, prometiendo ser la escena más destacada y recordable de la propuesta. Junto con la reciente Betibú, Muerte en Buenos Aires es un engranaje más del cine nacional comercial, que sigue aportando interesantes exponentes del género y que demuestra que no todo tiene que ser una secuela de Los Bañeros más locos del Mundo o una Esperando la Carroza 2.
Desde el inesperado y fortísimo suceso de Bridesmaids en la taquilla y con la crítica, muchas producciones han intentado seguir la senda marcada por Kristen Wiig y compañía. Con mucha menos suerte entra a la cancha The Other Woman, una comedia bastante ligera que cumple su cometido de hacer vivir al espectador una venganza femenina de lo más divertida. Una chick flick hecha y derecha, comienza cuando la atractiva abogada Carly descubre que el hombre de sus sueños está casado y lleva una doble vida con ella. No acostumbrada a ser la segunda de nadie, la inesperada amistad que florece entre la amante y la esposa es un primer acto sólido que luego se irá disolviendo, pero las interpretaciones de Cameron Diaz y una extremadamente graciosa Leslie Mann bien valen el precio de la entrada. Claramente la idea era apuntar a una comedia mucho más picante y zarpada, las huellas de la misma dentro del guión de Melissa Stack lo prueban, pero para obtener más réditos se descendió un escalón en la clasificación y si bien ciertas bromas son bastante subidas de tono, se nota una clara idea de que todas las situaciones hubiesen subido el volumen un poco más. Luego de una primera mitad donde la comedia es un partido cerradísimo de tenis entre Diaz y Mann, el segundo tramo, donde la infidelidad es descubierta y llevada a otro nivel, es donde el film de Nick Cassavetes hace aguas, entrando a territorio demasiado transitado. Lo que antes era una comedia casi atípica se convierte en un tópico tras otro y la elevada duración opacan lo construído hasta el momento. El trío femenino se completa con la introducción de la bomba Kate Upton, una reconocida modelo que hace sus primeros pasos en el cine con la descerebrada Amber, un papel del que sale airosa y que le augura posibles regresos a la pantalla grande -la cámara la ama y el público lo hará también-. El trío de la abogada, la esposa y los senos hubiese tenido un debut estelar de no ser por su calificación y su extensa duración, pero no lastima ver en pantalla a Cameron y a Leslie juntas en una comedia entretenida, a la que no se le puede pedir más.
La productora Hammer vuelve a atacar y, luego de la fantástica reimaginación Let Me In y la interesante The Woman in Black, nos trae una nueva historia de apariciones sobrenaturales y estudios eruditos alrededor de ellas. Desafortunadamente, el arribo del film de John Pogue llega a caballo del éxito no muy lejano de James Wan y su impactante The Conjuring, motivo por el cual los pocos elementos a favor que podía tener The Quiet Ones se ven alienados por la escasa frescura en su propuesta. No es la intención comparar constantemente con otras compañeras del género, pero The Quiet Ones se siente desde la primera escena hasta la última un refrito de lugares comunes, visitados constantemente una y otra vez hasta el cansancio. Si funcionó una vez, ¿por qué no reutilizarlo unas veces más?, parecería ser el lema de los productores. La Hammer fue y es una entidad dentro del horror, pero los tiempos cambiaron y para sorprender ya no es posible seguir implementando los sustos fáciles uno detrás del otro, con el sonido amplificado, y así repetir el esquema. Sí, The Conjuring también los utilizaba, pero a su favor se encontraban la construcción de una sensación de desasosiego absoluto que iba escalando en energía conforme pasaba el tiempo, junto a un elenco sólido y humano por el cual realmente uno sentía pena y/o pánico de lo que fuese a suceder. The Quiet Ones tiene mucho de esos factores, pero en diminuta escala. Tanto el profesor, encarnado por un siempre satisfactorio y creíble Jared Harris, como Jane -una emotiva Olivia Cooke como la dolida paciente del experimento facultativo- prometen un costado humano para que el espectador empatice con ellos, aunque no lo logre el resto del equipo. Y sí, la ambientación de los años '70 -escenario donde transcurre también The Conjuring- se muestra medianamente inspirada, pero el guión escrito a varias manos con el director y tres autores más hace agua desde absolutamente todos los lugares posibles, condenando a la película a vivir en un segundo acto eterno, donde la repetición de patrones se suceden escena tras escena. Si no fuese por su frustrante linealidad, The Quiet Ones sería recordada por su público durante muchos meses, pero su comodidad en el nicho de la mediocridad la condena a satisfacer las ansias del espectador de saltar en la butaca durante hora y media, y luego olvidarse de ella en la cena posterior al cine. ¡Buena suerte para la próxima, Hammer!
Lejos de sentirse como un soplo de aire fresco, Divergente comete los torpes errores de una pelicula que inicia una saga, y no aprende de traspiés como la reciente secuela Catching Fire lo hizo para con la saga The Hunger Games. Si, desde el comienzo vamos a sacarnos de encima lo obvio y decir que Divergente es la hermana menor de la saga de Katniss, la hija bastarda podriamos decir. Pudiendo haber volado cerca de su colega fílmica, el film de Neil Burger recicla los peores elementos de la distopía de Panem, y aúna cuestionables rasgos de hasta Harry Potter y la edulcorada Twilight - dato importante: el estudio Summit es ahora la dueña y productora tanto de Divergente como de Hunger Games y la tetralogía vampirica luminosa. Dentro del caótico mundo que presenta una ciudad derruida por una guerra de la cual nunca se sabe que tan masiva resultó, distintas facciones representan una sociedad igualitaria. Por un lado están los pacíficos que viven felices en sus granjas, los inteligentes que observan desde su posición elevada en la sociedad, los justos que siempre dicen la verdad, los alegres agentes que comportan las fuerzas policiacas y los grises abnegados que dirigen la coyuntura politica de todos los grupos en general. Para los no lectores, la mitología está bien resuelta, de una manera sencilla que se puede seguir sin problemas, pero los problemas de la novela de Veronica Roth poco y nada pueden disfrazarlos una guionista tan interesante como Vanessa Taylor y un mediocre como Evan Dougherty, quien tiene en su haber guiones de la decepcionante Snow White and the Huntsman y las proximas Teenage Mutant Ninja Turtles y G.I. Joe 3. No es culpa de Shailene Woodley, una excelente actriz joven que se carga una tortuosa duración de casi dos horas y media en sus hombros componiendo una tímida y casi inexpresiva jovencita, con menos personalidad que una moneda de veinticinco centavos - en papel, iamgino - pero que en la piel de Woodley cobra un carisma que satisface y genera el único pilar con el cual se soporta la película. Mas allá de rodearse de estrellas tanto maduras como jóvenes, el elenco de Divergente palidece al lado de la luz de la protagonista. Ni Ashley Judd ni Tony Goldwyn sugieren un conflicto mayor como los patriarcas de Tris, ni el papel de villana le sienta bien a una terriblemente desperdiciada Kate Winslet, que poco y nada puede hacer para levantar la historia demasiado lineal. Los jóvenes salen mejor parados, con una atractiva Zoe Kravitz como la mejor amiga, ó Milles Teller como el fanfarrón del grupo ó Ansel Egort como el compungido hermano,dupla que volverá a repetir en la edulcorada The Fault in Our Stars. Seguirle buscando detalles que eleven el nivel de Divergente es difícil,cuando claramente el sector demográfico al cual apunta es el preadolescente, ávido de ideas masticadas y subrayadas al extremo, donde las sorpresas escasean y todo lo que tiene que salir bien, sale bien. El peligro le es esquivo a la película, nada promete situaciones riesgosas o duda en la platea en general, pero sí hay una profusión de escenas donde la banda de sonido pide a gritos ser comprada a la salida de la sala. La pérdida no es total, ya que al menos ciertos pasajes donde el férreo entrenamiento al que son sometidos la facción Osadía despiertan el interés lo suficiente como para no caer dormidos en el acto y esperar la siguiente etapa de la historia. Con la tenebrosa idea de tres películas en un futuro, el último libro de la saga dividido en dos como dicta la costumbre de hoy en día, hay un presagio bastante dificultoso en el horizonte para Divergente. Con un final que no augura una buena promesa para la inminente secuela, será difícil saber que le deparará en unos años a la historia, cuyas aristas están gastadas totalmente al final de esta entrega. ¿Podrá Shailene mantener a flote un barco a punto de zozobrar? Lo sabremos para cuando llegue a los cines Insurgente en Marzo de 2015. Mientras tanto, acá estaremos a la espera de que una entrega inicial insuficiente sea motivo para replantearse encarar todos los aspectos de lo que sigue de una manera responsable.
Justo a tiempo para Pascuas llega a las salas locales Son of God, la oportuna condensación de The Bible, la miniserie del History Channel. Contando los grandes episodios de la Biblia en diez capítulos, esta adaptación para la pantalla grande toma el foco obviamente en la figura de Jesús y vuelve a repetir una vez más una historia que ya tiene dos mil años y casi el mismo número de versiones. A primera vista una transposición mucho menos polémica que la brutal The Passion of the Christ de Mel Gibson, el film de Christopher Spencer producido por Mark Burnett -dueño de franquicias como Survivor y The Apprentice- sabe a donde apuntar y su público es principalmente esa masa católica que cada país posee. En Estados Unidos se estrenó a fines de febrero y tuvo un excelente primer fin de semana, donde recuperó el presupuesto invertido. Y es que Son of God juega a lo seguro, no provoca ni tampoco suscita pasiones, sino que repite esquemas gastados una y otra vez. Todos los grandes milagros que Cristo hizo se encuentran presentes, pero con una falta de calidez abismal. La arista Occidental de la caracterización del ícono religioso recae en Diogo Morgado, un actor de buen ver, con un pelo salido de una propaganda de Pantene y una sonrisa que mata, pero cuyo carisma no alcanza para personificar con creces a un personaje tan popular como complicado. No todo estaría perdido si el guión encarase nuevos puntos de vista, pero la revisión paso a paso de todos los momentos de enseñanza terminan siendo aplastantes en una película que dura casi dos horas y media, y de la cual el espectador promedio ya sabe absolutamente todo lo que va a suceder. Quizás sirva para la escuela dominical o para ser difundida en televisores en el parque temático Tierra Santa, pero en una pantalla de cine pierde toda proporción alguna -tengamos en cuenta que la historia fue y es pensada para la televisión, donde ya se emitió el año pasado-. Ni la convicción religiosa más férrea puede salvar a Son of God de ser extremadamente conservadora e inútil. Propongo entonces -y si les interesa el tema- gastar menos de ocho horas en ver la serie completa y no esta versión acortada, o pasar totalmente de ella a menos que estén interesados en presenciar una película demasiado edulcorada de la vida de Jesús. Total, con el aluvión de chocolates este fin de semana ya tendrán suficiente azúcar en sangre.
No todos los días se estrena un film con la calidad que tiene Betibú. Basada en una novela de la escritora Claudia Piñeiro, una de las damas negras de la literatura argentina que se encarga de explorar los recovecos oscuros del colectivo popular argentino -como ya lo hizo en su inquietante radiografía social Las Viudas de los Jueves- esta es un misterio a la criolla con un formidable sentido del suspenso. La protagonista total de la historia es la escritora de policiales Nurit Iscar, más conocida como Betibú por sus allegados. Ella no está pasando por un buen momento laboral y la sospechosa muerte de un importante hombre de negocios en la tranquilidad de un barrio cerrado hará que la Dama del Suspense entre en contacto con dos periodistas, uno a punto de retirarse y el otro recién familiarizándose con su entorno. Juntos, los tres mosqueteros llegarán hasta el fondo del misterio, uno del que quizás no puedan salir tan fácilmente como entraron. Betibú juega sus cartas con sapiencia, con un muy buen tino de parte del director Miguel Cohan, que no cae en lugares comunes del oficio sino que le da un sabor interesante y de proyección internacional, teniendo como resultado una película sólida y de apariencia pulida, sin olvidarse de las raíces costumbristas. Como si fuese un caso narrado en una historia de Agatha Christie, una pista llevará a la siguiente y no una muerte llevará a otra, haciendo el caso más y más grande según pasan los minutos, y por supuesto más peligroso. El guión del propio Cohan junto con Ana Cohan -su hermana- sigue a los sospechosos de siempre y no tiene grandes set pieces, pero va conectando con sinceridad la relación entre los personajes hasta llegar a la revelación en el acto final, donde el misterio se resuelve y en unos inesperados momentos finales la tensión se eleva al cuadrado y la recta de llegada se transforma en una sucesión de escenas no aptas para cardíacos. No hay mucho que decir tampoco sobre la labor de la siempre inmensa Mercedes Morán, que con su parsimonia habitual se va adueñando poco a poco de su personaje y lo lleva a buen puerto con inteligencia, acompañada por un gran actor como Daniel Fanego como el infatigable Brena, obnubilado por su compañera de trabajo, y la nueva estrella del género, Alberto Ammann, el novato que quiere impresionar a toda costa. Acompañados de figuras de renombre del país como Gerardo Romano, Lito Cruz y hasta una hilarante aparición de Norman Brisky como un maniático de las conspiraciones, la solidez actoral se nota a cada momento. Quizás el haber esperado una adaptación tan pobre y cansina como la de Las Viudas de los Jueves haya funcionado como catalizador para la sorpresa que genera el terminar de ver Betibú, un entretenido policial bien construido que deja con ganas de más. Un proyecto criollo para aplaudir.
OK, bien, el título de la última película de Peter Berg es terrible spoiler e incluso si está basada en hechos reales uno puede buscar en Google la historia en unos segundos, pero no quita la sorpresa que uno pueda llevarse en la sala al ver la historia de la Operación Red Wings en Afganistán en 2005, que salió terriblemente mal. Sí, se saca de encima ese estigma del nombre en los primeros minutos de la película y no habría que darle más vueltas al porqué del título, si total vamos a ver un film de acción con una fuerte impronta norteamericana. Berg, escapándole al gran fiasco que supuso su Battleship, llega afilado para contar esta historia de heroísmo en plena guerra, donde las decisiones en el campo de batalla tienen que ser rápidas y un cálculo pequeño puede significar no sólo la muerte de uno, sino de todos los compañeros bajo su mando. En un extraño caso del arte imitando a la vida real, que a su vez parecería imitar al arte, la historia real en la que se basa la película es de película, pero sucedió realmente. Infiltrados en territorio hostil, cuatro soldados se enfrentaron a un grupo demasiado elevado de talibanes, en vista a un dilema moral que no sabe distinguir entre bandos. Es innegable la puesta en escena que se trae consigo el realizador, dirigiendo escenas completas donde las balas no escasean y cada vez que golpean -madera, tierra, roca y carne- se sienten con fuerza. El apartado técnico es asombroso y hasta parece tan real que da escalofríos. Llega cierto momento en que no importa en la mente del espectador el costado propagandístico de la propuesta, sino el mero acto de la supervivencia, y en eso Lone Survivor destaca con creces en la carrera contrarreloj de estos desafortunados soldados. Entre tantos tiros y explosiones varias, el ritmo narrativo va y viene. Durante los primeros 45 minutos, el intento de generar un poco de dimensionalidad en los protagonistas se pierde bastante, así como también los momentos en los cuales se nota la intención de generar emoción a toda costa mostrando un compilado de imágenes de los verdaderos soldados caídos, problemas que dañan bastante el gran trabajo bélico que realiza Berg en terreno afgano. En resumidas cuentas, Lone Survivor es un logrado retrato de los azarosos avatares de la guerra, en donde destacan con fuerza las violentas escaramuzas entre facciones y donde la acción prevalece allí donde los alegatos políticos escasean.
El sol brilla sobre la superficie del lago y, en la costa, los chicos quieren divertirse. En un enclave tan deshabitado como paradisíaco transcurre El desconocido del lago, una lujuriosa historia que explora los límites del placer y la obsesión, y la oscura profundidad de la psiquis humana. Para entrar en el juego del absorbente film de Alan Guiraudie son necesarias dos cosas. La primera es tolerancia, poder soportar sus 97 minutos de duración en los cuales el 90% del tiempo los personajes deambulan por las rocosas playas como Dios los trajo al mundo, y más de una vez en tórridas escenas sexuales que nada tienen que envidiarle a La vida de Adéle. Tolerancia también es requerida por la continua repetición de escenas -el escenario es siempre el mismo, el automatismo narrativo es una herramienta que puede verse como arma de doble filo- que cimentan la acción. La segunda condición, tal vez más subjetiva, es prohibírse de ver el avance de la película y entrar a la sala vírgenes. Quizás no sea tan severo enterarse de un punto clave de inflexión en la trama, el efecto sorpresa es el mismo, pero creo que tiene mejor eficacia si no se sabe que sucede en dicho momento. Una vez entrados en territorio cenagoso, la trama de El desconocido del lago se enfoca en tres personajes. El primero es Franck, un joven entregado a la lujuria que viene a la playa a sumar conquistas a su vida. El segundo es Michel, un dios griego con mostacho que le quita el aliento a Franck pero que es muy buscado por entre los asistentes al lugar. El tercero pero no menos importante es Henri, un hombre de mediana edad, rellenito, recientemente abandonado por su esposa, que va a pasar el rato y entabla una simpática relación con uno de ellos. Es difícil declarar el género absoluto del film, pero definitivamente es un drama con elementos de suspenso que a la larga se transforma en una película de suspenso absoluta con toques dramáticos. El trabajo de Pierre Deladonchamps es de una entrega impresionante y comporta la arista más interesante y compleja, mientras que Christophe Paou y Patrick d'Assumçao lo secundan brillantemente, empujando poco a poco a sus personajes a situaciones límite, en un tercer acto no apto para cardíacos. El punto de no retorno en la trama vuelve asfixiante el aire del lago. Cada momento que pasa y cada elección que hacen los personajes genera miedo, angustia y desesperación, pero a su vez es imposible quitar los ojos de la pantalla y menos aún intentar encontrarle un razonamiento válido a las acciones de los protagonistas. El ser humano tiene una profundidad tan vasta como asombrosa y Guiraudie elige retratar los oscuros rincones de la mente de una manera callada pero avasallante. Sin utilizar banda sonora como soporte a las acciones en pantalla, el director se basta con los sonidos naturales y hasta la ausencia de ellos, para crear un clima de encierro al aire libre. El desconocido del lago es completamente sugerente, impresionante y de una calidad artística demoledora. Imperdible para aquellos que busquen una historia provocadora y para nada superficial.
Sumergirse por primera vez en una película de Wes Anderson es como entrar corriendo a una juguetería siendo un infante de cinco años. Sí, Anderson es una materia muy pendiente que tengo, y sólo lo conocía por chispazos que he visto de su excelencia en fragmentos de The Royal Tenembaums y The Life Aquatic como ejemplos más relevantes, pero la deuda está saldada de alguna manera con The Grand Budapest Hotel, una maravilla de fábula colorida y visualmente impresionante. Una historia dentro de una historia que a su vez aloja el hilo narrativo más intenso del film, es una construcción fílmica abrumadora y tan bien orquestada como esas finas masitas que construye pacientemente el personaje de Saoirse Ronan. Lejos de sus papeles avillanados y oscuros, Ralph Phiennes se apropia del alma de la fiesta y genera con su conserje Gustave una calidez impresionante y muy palpable. Acompañado por su compañero en crimen, el joven botones Zero Moustafa -el agradable ingresante Tony Revolori-, ambos viven en el lujoso Grand Budapest las vicisitudes que la vida en el país inventado de Zubrowka significa, una nación aparentemente siempre en pie de guerra. Entre damas ricas acaudaladas y un crimen que deja en evidencia a una familia bastante oscura, el marco de la historia se divide en cinco actos, en los cuales transitan una multitud de personajes, uno más extravagante que el otro, donde no faltan los escapes imposibles de prisión, persecuciones a toda velocidad y un tiroteo para el recuerdo. La impactante cantidad de personajes que entran y salen de pantalla le agrega un fuerte contrapunto a la dupla principal e incluso no faltan los cameos de los actores favoritos del director. Vale destacar al tenebroso heredero que compone Adrien Brody y su aún más oscuro ayudante Jopling en la piel de un fantástico Willem Dafoe, la transformación absoluta de Tilda Swinton en una avejentada condesa, la dulce Saoirse como la panadera Agatha o los toques de humor dispersos por grandes actores como Edward Norton y Harvey Keitel, por dejar algunos ejemplos dentro de la importante cantidad de caras conocidas en este opulento mundo hotelero. La excelencia de Wes Anderson no sólo se detiene en contar una gran historia escrita por él mismo y dirigir a su elenco en un registro tragicómico, que coquetea momentáneamente con la comedia más negra. Él se deja llevar por su alma inventiva y juega con los formatos de lo que narra, haciendo que la trama que ocurre en el presente lleve un formato a pantalla completa, mientras que el pasado aparezca en pantalla de forma recortada. Esos pequeños toques son muy significativos y llevan a que otros aspectos del film se vean ayudados por la pericia del director. La fotografía es casi como una experiencia que empuja a la sinestesia, donde el espectador casi puede saborear la fuerte paleta de colores en pantalla, o hasta dejarse llevar por la inspirada banda sonora a cargo de Alexandre Desplat. Este, que viene de estar nominado al Oscar por su trabajo en Philomena, debería tener una nominación a los Premios de la Academia confirmada por este increible trabajo, que se alimenta de las imágenes y genera una relación simbiótica aplastante. El final casi abrupto de The Grand Budapest Hotel deja una sensación de vacío importante. La aventura de Wes Anderson llega a su fin y deja con ganas de más, con una variedad de emociones y un viaje placentero totalmente disfrutado al máximo. Una experiencia cinematográfica única e irrepetible.